EN
EL SANTUARIO DEL SOCAVÓN
La
primera semana de agosto de 2011, gracias a las gestiones realizadas por
Práxides Hidalgo y la Unión de Poetas y Escritores de Oruro, se me invitó a
participar en la Primera Jornada Internacional de Lenguaje y Literatura, en la cual
debía disertar sobre los alcances del bilingüismo en un país atravesado por
culturas y lenguas diversas.
La
tarde que llegué a la tierra de los urus, en medio de un frío feroz que calaba
hasta los huesos, me dirigí, maleta en mano, hacia el hostal del Santuario de
la Virgen del Socavón, donde se me destinó una habitación modesta para
pernoctar todas las noches mientras durara el evento en el que, dicho sea de
paso, estaba también implicado el Centro Mariano.
En
la recepción me atendió amablemente la encargada del hostal, quien, además de darme la bienvenida con una
sonrisa afable, me condujo hasta la habitación ubicada en el corredor del
segundo piso. Abrió la puerta, depositó la llave en mi mano y luego
desapareció.
En
el interior, que más parecía una celda que la habitación de un hostal, habían
dos camas flanqueadas por veladores destartalados y un pequeño baño contiguo,
con ducha, retrete y lavabo. Era en una habitación de dimensiones escazas, donde
no podía acomodar la maleta ni moverme cómodamente, aunque tenía, a modo de
compensación, una ventana que daba a la Plaza del Socavón; todo un privilegio para
quien quisiera disfrutar del panorama más emblemático de la capital folklórica
de Bolivia.
Aunque
el frío parecía haberse instalado entre las cuatro paredes de la habitación,
como en un refrigerador de antaño, me resigné a pasar la noche abrigado con las
frazadas que cubrían las dos camas. Me acosté vestido y pensando en que estaba
al lado del Santuario de Nuestra Señora de la Candelaria, más conocida como la
Virgen del Socavón, cuyas reminiscencias forman parte de la historia de Oruro
desde antes de la fundación oficial de la Villa de San Felipe de Austria.
Sabía
que estaba metido en un lugar sagrado, donde todo parecía hecho de milagros y
devoción, como las cuatro plagas están hechas de mitos y leyendas rescatadas de
la tradición oral. Aquí mismo, desde donde podía contemplarse en otrora el
primer caserío correspondiente al actual centro histórico de la ciudad, nació
la leyenda del Chiru-Chiru o Nina-Nina, el Robin Hood orureño en cuya cueva
horadada en la falda del cerro Pie de Gallo encontraron pintada la imagen
sorprendente y maravillosa de la Mamita K’achamoza (Hermosa), quien, venerada
por propios y extraños, llegó a constituirse en la patrona y protectora de los
mineros desde mediados del siglo XVIII.
Al
amanecer, aún soñoliento y con un bostezo de hipopótamo, me senté en el borde
de la cama y, a tiempo de asentar mis pies en el piso, toqué un charco de agua
helada, que me hizo reaccionar como si una corriente eléctrica me hubiese
sacudido entero. Cuando miré en derredor, bajo la clara luz que penetraba por
la ventana, me di cuenta que el piso de la habitación estaba anegada por el
agua, que no sabía de dónde diablos salió.
Chapoteé
como un pato silvestre de un lado a otro y noté que el nivel del agua seguía
creciendo a un palmo del piso. Entonces, asaltado por el pánico y la
desesperación, busqué la válvula principal para cerrar el suministro y detener
la inundación, pero por mucho que busqué y rebusqué, no encontré ninguna
válvula ni nada que se parezca. Así que decidí salir a buscar ayuda antes de
que el agua encontrara un camino hacia el piso de abajo.
Acudí
a la oficia de la encargada del hostal, en la planta baja y a pocos metros de
la puerta principal, y le informé que la habitación estaba llenándose de agua.
Los dos subimos a trancos por las escaleras enlosadas. Ella se remangó los
pantalones hasta las rodillas, se quitó los calzados y nos metimos en la habitación,
donde la emanación del agua, no sé por qué revelaciones místicas, se había
detenido desde el instante en que salí a pedir ayuda.
–De
seguro que hay una cañería rota –le dije preocupado y temblando de frío.
–No
–contestó ella, mientras revisaba los aparatos de fontanería y los artefactos
del baño. Al poco rato, asombrada por todo lo que ocurría, añadió–: todo está
bien; el grifo de la ducha y del lavabo están cerrados, y el inodoro no está
atascado, así que no sé de dónde salió tanta agua.
–Y
ahora qué hacemos –le dije, con la mirada puesta en las tuberías herrumbrosas
del baño.
–Lo
mejor será que te demos otra habitación, mientras algún fontanero descubra y
arregle el drenaje por donde escapó el agua. Nunca he visto algo parecido. Es
la primera vez que se inunda esta habitación que, además, es la más preferida
por los turistas gringos que nos visitan durante el Carnaval.
Cogí
mi maleta que estaba sobre una de las camas y gané el corredor, donde seguía
temblando de frío y, quizás, también de miedo. Dejé mi maleta en la recepción y
me fui a meter en un baño sauna, muy cerquita de la Plaza del Folklore, para
entrar en calor, asearme el cuerpo y despejar los malos pensamientos que
empezaban a cruzar por mi mente.
Cuando
retorné al Santuario de la Virgen del Socavón, una reliquia que empezó a
construirse como una modesta ermita en el siglo XVI, llevaba todavía el pelo
mojado, a pesar del frío reinante en la ciudad, y una sarta de ideas desordenadas
como las fichas de un dominó.
Dirigí
mis pasos hacia el recinto sagrado que hoy, bajo la custodia de los frailes
Siervos de María, cuenta con un establecimiento educacional, un centro médico,
una biblioteca, un Museo Sacro y el afamado Museo Etnográfico-Minero, situado en
el subsuelo del cerro Pie de Gallo, donde luce la impresionante estatua del Tío
de la mina, junto a las maquinarias y herramientas que utilizaban los trabajadores
en la explotación de minerales desde la época de la colonia.
En
la puerta principal, labrada en robusta madera, me encontré con la encargada
del hostal, quien me miró a los ojos, como queriendo penetrar en mi alma, y
dijo:
–Ni
bien usted salió del hostal, el agua se vació de la habitación como por obra
divina.
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