ANTECEDENTES DE LA CONMEMORACIÓN
DEL 1º DE MAYO
El Día Internacional de los Trabajadores, que
cada año se conmemora el 1 de mayo,
es una jornada que, más allá de ser una simple celebración, sirve para
reafirmar los lazos de hermandad entre los proletarios de todos los países y
convocar a manifestaciones en las que se exigen reivindicaciones sociales,
políticas, económicas y laborales a favor del movimiento obrero nacional e
internacional.
Desde su
aprobación, en el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional,
celebrado en París, en julio de 1889, se ha transformado en un día emblemático
de lucha contra el sistema capitalista y en una fecha de homenaje a los
Mártires de Chicago, quienes fueron ejecutados en Estados Unidos, en las llamadas
jornadas de mayo, por reclamar sus derechos y clamar a viva voz la consigna: Ocho horas para el trabajo, ocho horas para
el sueño y ocho horas para la casa.
Esta
reivindicación fue emprendida por los valerosos trabajadores estadounidenses,
los mismos que, afiliados a sus poderosas organizaciones sindicales, iniciaron
la huelga el 1 de mayo de 1886, con el firme propósito de arrancarles a los
empresarios una de las conquistas más significativas en el ámbito laboral: la
jornada de ocho horas de trabajo, con derecho a salario justo y respeto al
fuero sindical; una reivindicación que fue adoptada y promovida por la
Asociación Internacional de los Trabajadores, que la convirtió en demanda común
de los proletarios de todo el mundo.
Los inicios
de la huelga obrera
Hacia 1874,
la idea de llevar a cabo acciones para conseguir la jornada de ocho horas de
trabajo se generó entre los obreros ferroviarios, quienes promovieron una
huelga que por semanas involucró a 17 Estados. Tiempo después se sumaron a esta
acción revolucionaria otras organizaciones obreras, creándose en 1881 la
Federación Americana del Trabajo (American Federation Labor), heredera de la
anterior Federación de Gremios y Sindicatos.
Esta nueva Federación reiteró la petición de las ocho horas en sus congresos de
1882 y de 1883, exigiéndole incluso al presidente de los Estados Unidos hacer respetar la Ley que se promulgó al respecto.
Tampoco dejaron de solicitar el pronunciamiento de los partidos Demócrata y
Republicano, aun a riesgo de no ser atendidos. Ante el fracaso de las gestiones
realizadas, los trabajadores comenzaron a buscar nuevas estrategias para
conquistar su anhelado objetivo.
A pesar de
que el presidente Andrew Johnson promulgó la llamada Ley Ingersoll, el 25 de
junio de 1868, estableciendo las ocho horas diarias de trabajo, los grandes
empresarios, con la arrogancia y el despotismo de siempre, hicieron caso omiso
y no cumplieron con dicha Ley. Así fue que en noviembre de 1884, en el IV
Congreso de la Federación Americana del Trabajo, que se celebró en Chicago, se
planteó que, a partir del 1 de mayo de 1886, se obligaría a los empresarios a
cumplir con la Ley que estipulaba la jornada de ocho horas diarias; caso contrario,
se lanzarían a la huelga general hasta las últimas consecuencias.
Dicho y
hecho, el 1 de mayo las organizaciones sindicales convocaron a movilizarse a
sus bases y a realizar huelgas que paralizaran la productividad del país. Se
declararon 5 mil movimientos laborales en varias ciudades de Estados Unidos,
donde la represión se hizo sentir ese mismo día, produciéndose enfrentamientos
callejeros entre policías y manifestantes.
La prensa
burguesa, en defensa de los intereses de sus patronos, calificó el movimiento
como indignante e irrespetuoso,
delirio de lunáticos poco patriotas y, como si fuera poco, manifestó que la petición de los obreros era lo mismo que pedir que se pague un salario
sin cumplir ninguna hora de trabajo.
El baño de sangre en la Plaza
Haymarkert
El día 2 de mayo, la policía disolvió violentamente
una manifestación de más de 50 mil personas y el día 3 se realizó una
concentración de 6 mil obreros madereros en las inmediaciones de la fábrica Mc.
Cormick; cuando el anarquista August Spies estaba pronunciando su discurso,
sonó la sirena de salida de un turno de los rompehuelgas. Los manifestantes se
lanzaron sobre los scabs (amarillos) y comenzó una pelea campal. Entonces,
una tropa de policías, sin orden alguna y saliendo en defensa de los
rompehuelgas, procedió a disparar a quemarropa contra la multitud, ocasionando
un saldo de 6 muertos y varias decenas de heridos.
Al día siguiente, el periodista Hessois Spies, testigo
de la masacre, editó una circular que, debido a su contenido de denuncia y
protesta, se convirtió en una proclama que, de manera contundente, manifestaba
el pensamiento de los trabajadores: Se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide
venganza! ¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos
de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al
terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la
miseria. Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los
amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡A
las armas! Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y
a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban
vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden...
¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís! ¡Tened coraje, esclavos!
¡Levantaos!
Esta
proclama, que llamaba a la acción de los trabajadores, sirvió para convocar a un mitin de protesta para el 4 de
mayo, en la Plaza Haymarket de Chicago, donde se concentraron más de 20 mil
personas. Los oradores fueron Spies, Albert Parsons y Samuel Fielden, todos
vinculados a grupos anarquistas y socialistas. A punto de finalizar el mitin,
los asistentes fueron brutalmente reprimidos por 180 policías. Luego se produjo
el funesto incidente conocido como la Revuelta de Haymarkert. Todo comenzó
cuando un artefacto explosivo estalló entre los policías, dejando a un oficial
muerto y a varios heridos. Éste fue el motivo para que la policía, enceguecida
por el desconcierto y la furia, abriera fuego contra los trabajadores, dejando
un reguero de 38 muertos y 115 heridos.
La justicia burguesa contra los sindicalistas
Aunque nunca
se llegó a saber quién fue el responsable del atentado, las autoridades de
gobierno, sin demora alguna y acusando a cuatro líderes anarquistas de ser los
autores del asesinato del policía, declararon estado de sitio y toque de
queda. Detuvieron a centenares de trabajadores, que fueron golpeados y
torturados; es más, la masacre de Chicago costó la vida de muchos dirigentes
sindicales, sin contar a los que fueron despedidos, procesados y heridos de
bala. La mayoría de ellos eran trabajadores inmigrantes: italianos, españoles,
alemanes, irlandeses, rusos, polacos y de otros países, quienes emigraron a los
Estados Unidos en busca de mejores oportunidades de vida, justo cuando la
revolución industrial necesitaba mano de obra barata.
La prensa
burguesa, por su parte, no tardó en apoyar la acción represiva del gobierno y
en propagar noticias tendenciosas: Qué
mejores sospechosos que la plana mayor de los anarquistas. ¡A la horca los
brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes
de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa, que buscó
nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad
de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que
proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!
El 21 de
junio de 1886, se inició el juicio contra 31 trabajadores, de los cuales
quedaron sólo 8 en manos de la justicia. Los acusados por el Tribunal Supremo,
que actuó en perjuicio de los imputados y en medio de una farsa montada desde
un principio, fueron declarados culpables de los disturbios en Chicago. Tres de
ellos fueron condenados a cadena perpetua (Samuel Fielden, inglés, 39 años; Oscar
Neebe, estadounidense, 36 años; Michael Schwab, alemán, 33 años) y cinco a
muerte en la horca (Georg Engel, alemán, 50 años; Adolf Fischer, alemán, 30
años; Albert Parsons, estadounidense, 39 años; August Vincent Theodore Spies,
alemán, 31 años; Louis Lingg, alemán, 22 años, quien para no ser ejecutado se
suicidó en su celda).
El legado histórico de los Mártires de Chicago
La conquista
de la jornada de ocho horas, que costó la sangre de los Mártires de Chicago,
marcó un punto de inflexión en el movimiento obrero mundial. El propio Federico
Engels, en el prefacio de la edición alemana de 1890 de El manifiesto
comunista, apuntó: Pues hoy en el momento en que escribo estas líneas, el
proletariado de Europa y América pasa revista a sus fuerzas, movilizadas por
vez primera en un solo ejército, bajo una sola bandera y para un solo objetivo
inmediato: la fijación legal de la jornada normal de ocho horas, proclamada ya
en 1866 por el Congreso de la Internacional celebrado en Ginebra y de nuevo en
1889 por el Congreso obrero de París. El espectáculo de hoy demostrará a los
capitalistas y a los terratenientes de todos los países que, en efecto, los
proletarios de todos los países están unidos. ¡Oh, si Marx estuviese a mi lado
para verlo con sus propios ojos!
Por todo lo
señalado, se debe considerar que la conmemoración anual del 1º de Mayo es una
fecha que simboliza la lucha de los trabajadores por conquistar sus derechos
laborales y, sobre todo, es un día que perpetúa la memoria de los Mártires de
Chicago y de los obreros estadounidenses que, entregando su vida a la causa
revolucionaria del proletariado, demostraron que con la unidad no sólo se logró
la jornada de ocho horas de trabajo, sino también que era posible poner en
jaque al capitalismo salvaje que, desde mayo de 1886 en adelante, teme a la
fraternidad del proletariado internacional, que no ha dejado de luchar por la
construcción del socialismo y la estatización de los medios de producción.
Imagen:
El cuarto Estado, pintura de Giuseppe da Volpedo (1868-1907)
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