EL POZO
Cuando era niño, y aún vivía en una población minera
donde las familias se abastecían con pocos litros de agua como en las aldeas
del desierto, tenía que ir al pozo, carente de bomba y de piletas, que estaba
en las afuera del pueblo, muy cerquita de un matadero de reses, donde los
humanos parecían compartir con los animales el agua turbia y contaminada, que
no venía por una tubería ni saltaba por un grifo, sino que brotaba desde las
mismísimas entrañas de la Pachamama.
Todas las mañanas y tardes, luego de llegar de la
escuela, tenía que ir al pozo, agarrado de dos baldes que mi madre compró al
precio de uno. Por lo tanto, lo que empezó siendo una obligación familiar,
terminó siendo una costumbre que formaba parte de mi existencia cotidiana. Si
bien es cierto que despertar temprano para ir por agua no era lo más placentero,
es cierto también que no me daba pereza, sobre todo, cuando pensaba que el agua
era tan elemental como el aire que respiraba.
Ya me habían enseñado en las lecciones de ciencias
naturales que el agua cubre la mayor parte de la superficie terrestre y que, como por arte de magia, circula por
el planeta como por el cuerpo humano, compuesto más por agua que por sangre.
Entonces no cabía duda de que este elemento líquido era indispensable para dar
y recibir vida, y que, contrariamente a la creencia popular, es una sustancia común
en el universo, donde está presente en
forma líquida, incluso debajo de las
gruesas capas de hielo del Polo Norte y el Polo Sur; en forma sólida, como en
la faz de la luna; y en forma gaseosa, como en la cola de los cometas.
Apenas ocupaba mi puesto en la fila, llena de recipientes
de diversas formas, tamaños y colores, veía a mujeres y niños dispuestos a
llenar, a fuerza de brazos y pulmón, los recipientes con el agua del pozo, que
no tenía brocal ni polea. En los rostros de la gente, de piel deshidratada y
curtida por las inclemencias del altiplano, se dibujaba una ligera sonrisa,
como si el pozo fuese un santuario donde la gente acudía en romería a cualquier
hora del día.
Escuchar el sonido del agua, ver los borbotones en la
roca, era motivo de enorme alegría, como si el simple hecho de tener acceso a él fuese sinónimo de tener acceso a la vida.
Algunas veces, mientras avanzaba en la fila, empujando mis baldes con los pies,
me daba la impresión de que la vida se sucedía como el agua que brotaba de las
rocas y fluía por las quebradas del río, donde hasta las piedras parecían
refrescarse del abrasante sol de la mañana; otras veces, me imaginaba que las
rocas sudaban gotas de agua y que las gotas caían con una melodía lejana, en
medio de una topografía árida y pedregosa.
La tierra que rodeaba al pozo era seca y polvorienta.
Sólo en épocas de lluvia era húmeda y hasta quedaban estampadas las huellas de
los caminantes, quienes llevaban a cuestas sus pesadas cargas de agua, ya sea
en bidones de plástico o en latas de alcohol y manteca, convertidas en
verdaderas cisternas por el ingenio de los hojalateros más humildes del pueblo.
El agua del pozo era insípida, turbia y estaba plagada de
parásitos que, casi de manera inevitable, se metían en los recipientes como
lombrices y microbios de extrañas anatomías. Las paredes laterales del pozo,
hechas de greda y granito, estaban cubiertas de algas y musgos, mientras en el
fondo croaban las ranas y nadaban los renacuajos como un enjambre de pececillos
cabezones.
En el pozo era fácil constatar que las aguas están llenas
de microorganismos. No en vano las primeras formas de vida aparecieron en las
turbulencias del mar, en las corrientes del río y en las profundidades del
lago; un reino en el cual todavía sobreviven una variedad de peces, mamíferos y
anfibios, aparte de las plantas acuáticas que parecen monstruos mecidos por los
flujos y reflujos.
El agua del pozo, según supe después por testimonios de
mis vecinos, era el principal causante de las enfermedades intestinales que
aquejaban a los pobladores. Claro está, cómo no iba a serlo, si no era agua filtrada
ni potable. Además, para el colmo de los pesares, algunas personas hacían sus
necesidades sólo a unos metros más allá del pozo, convirtiendo el agua que
brotaba de las rocas en un líquido fecal, que luego desparecía como serpiente grisácea
entre las piedras del río.
Apenas llenaba mis baldes, con la sensación de un beduino
que encuentra un oasis entre las dunas del desierto, me retiraba del lugar y
regresaba a casa por el mismo sendero cubierto de grava. Acarrear el agua, bajo
sol o bajo sombra, era un trabajo que nos tocaba a los niños y a las amas de
casa, quienes, como en todo pueblo carente de alcantarillas y agua potable,
eran las aguateras que iban y venían del pozo batiendo mantas y polleras. Parecían
hormigas avanzando contra las ráfagas del viento y fantasmas envueltas por las
corrientes del frío.
Yo caminaba a paso lento y seguro, en procura de llegar a
casa con los baldes llenos de agua, porque el agua en aquel pueblo, como en un
lejano desierto, era un tesoro apreciado por todos. Perder gotas de agua en el trayecto,
por un simple descuido o un tropezón indebido, era como perder perlas que se
esfumaban en la tierra apisonada o se evaporaban bajo un sol calcinante.
De algún modo extraño, y sin que nadie me lo explicara,
estaba consciente de que los baldes de agua servían para beber, lavar la ropa,
fregar las vajillas, lavar las frutas y verduras; lavarme las manos, los pies y
la cara. Quizás por eso ahora, que soy mayor y vivo en una ciudad donde se
desperdicia el agua a raudales, tanto en la cocina como en la ducha y el
lavabo, me duele hasta el fondo del alma, porque yo sí sé lo que implica no
tener agua potable en casa; este elemento vital que, por desgracia, es cada vez
más escaso en los países más pobres de este pobre planeta.
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