EL SILENCIO EN
SKÄRGÅRDEN
El día que decidí conocer
Skärgården, la región más hermosa del archipiélago estocolmense, tenía la
predisposición de salirme del tiempo y del espacio, y vaciarme en la nada, con
la intención de encontrarme con mis silencios y con una naturaleza que rompe el
orden establecido por una sociedad hecha a golpes de horarios y leyes.
Así, la mochila al hombro y un
equipaje que contenía lo estrictamente necesario, me dirigí hacia el muelle
donde estaba el yate presto a transportarme a lo largo de un canal, que se
abría formando un brazo lleno de islas, bosques y aves.
El yate, sin ser demasiado grande,
parecía una caseta flotante de popa a proa; tenía cocina a gas, dormitorio,
comedor y hasta un espacio donde los tripulantes podían moverse sin
dificultades.
Al cabo de izar las velas, en
procura de apresar el viento que me daría el impulso y la dirección, me sentí
como un marinero cuyo único temor era perder las agujas del sextante en medio
de una naturaleza dominada por la soledad más absoluta que imaginarse pueda.
El yate zarpó entre una brisa que
jugaba con las olas, mientras una bandada de gaviotas graznaba en el aire y un
conjunto de patos silvestres desfilan por delante de la proa. Me senté en la
popa, aferrado al timón y, sin ser maestro en las ciencias de navegar, conduje
el yate sobre las aguas azulinas de un hermoso canal, donde no hacía falta
controlar a cada instante la brújula ni el sextante para determinar la ruta que
debía tomar.
Estando a mar abierto, el yate
avanzó viento en popa, en tanto yo miraba la profundidad tenebrosa que me
provocaba vértigos y escalofríos, recordándome la trágica historia de los
navíos que zozobraron en alta mar, llevándose al fondo herramientas, velas,
monedas, armas, máscaras de proa y las pertenencias personales de la
tripulación. A ratos, cuando las olas crecían desafiantes, me acordaba del
trasatlántico Titanic y del crucero Estonia, cuyos pasajeros fueron a dar en
las profundidades gélidas y oscuras del mar, sin más consuelo que una muerte
segura pero exasperante que, según me imaginaba, les revolcó los ojos mientras
por la boca se les escapaba el último atisbo de vida.
Al declinar la tarde, y después de
echar las anclas en el muelle improvisado de una isla, me apeé en las rocas,
pensando en que todo lo que un día viene de la naturaleza, vuelve otro día a la
naturaleza, más o menos, como el aire que se aspira y se respira.
El sol se hundía en el horizonte,
donde se juntaban el cielo y el mar en una línea sutil e imaginaria. La noche
cayó mansa, como un manto salpicado de estrellas y una luna que se alzaba como
un enorme queso en las alturas. Las gaviotas y los alcatraces se recogieron a
sus guaridas, unos nadando, otros volando.
Al día siguiente me despertó un
chorro de luz dorada que se filtró por la ventanilla de la cubierta. Me
desperecé sobre la camilla angosta y salí de la bolsa térmica rumbo a la popa,
desde cuyo asiento vi nacer el alba, con ese amarillo-naranja del sol que
estalla en las aguas, poniendo una raya de luz sobre las rocas y los abetos
recortados contra el cielo.
En la isla de Skärgården
experimenté la belleza salvaje de la naturaleza y un modo de salirse del tiempo
y alejarse del mundanal ajetreo de la ciudad, donde todo está programado casi
cronométricamente.
En Skärgården, a mar y cielo
abiertos, todo permanecía tranquilo y en silencio, como si la calma se hubiese
instalado en cada cosa. No escuché más voz humana que la mía y, para mi
asombro, constaté que las palabras carecían de sentido en un lugar donde la
brisa y el murmullo de las aguas eran los únicos ruidos que asomaban al oído.
El silencio me devolvió la calma espiritual que hacía tiempo la había perdido
entre las costumbres atávicas de la sociedad de consumo, donde el estrés es el
patrón que manda sobre la vida de los habitantes.
Al mediodía, cuando el sol se puso
en el centro del cielo y el calor se hizo sofocante, me quité las ropas y,
paseándome con aires de nudista experto, me lancé al agua, donde me zambullí
sin más instrumentos que un cíclope que me permitía observar a los peces
escabulléndose entre algas y helechos. Para experimentar esta aventura efímera
no hacían falta los tanques de oxígeno, aletas, máscaras y escopetas de aire
comprimido, salvo unos pulmones llenos de aire y las extremidades dispuestas a
resistir los desafíos de una natación sin virajes ni contorsiones.
A poco de estar sumergido en el
agua, cuya belleza era tan seductora como peligrosa, me invadió una sensación
de angustia induciéndome a pensar en esa muerte atroz que le persigue a cada
naufrago. De modo que, a punto de expirar el último aliento de vida en medio de
las olas que me arrojaban de un lado a otro, braceé con ese temor de quien ha
perdido las fuerzas y esperanzas de sobrevivir a las embestidas de ese coloso que
esconde sus misterios en el fondo de sus entrañas. Pero como el instinto de
vida es más fuerte que el instinto de muerte, salí a flote como un corcho y me
acerqué a las rocas, intentando relajarme del cansancio y despojarme del temor
que se apoderó de mi cuerpo.
Esa noche amainó la brisa y la
mañana despertó magnífica. Levanté las velas del yate y retorné al bullicio de
la gran ciudad, sin otro pensamiento que volver a Skärgården, ese lugar donde
se detuvo el tiempo y la tranquilidad, y donde yo aprendí a navegar, leer la
cartografía, manejar los compases y controlar el timón con una seguridad que
sólo se aprende con la voluntad de quienes se echan a la mar con la
predisposición de enfrentarse a una naturaleza hermosa pero en extremo
peligrosa. Y, lo que es más importante, recobré la serenidad que me permitió
experimentar las sensaciones más profundas de la libertad y conocer un paisaje
que, sin exagerar, es un chorro de aire fresco para quien vive encerrado entre
las cuatro paredes de un cuarto.
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