UN VIAJE FANTÁSTICO
HACIA LA LITERATURA FINLANDESA
Realizar un crucero entre
Estocolmo y Helsinki es una mágica mutación del tiempo, una forma de
experimentar las sensaciones más placenteras del alma, sobre todo, cuando en un
crucero que flota entre las aguas gélidas, como un lujoso hotel de proa a popa,
se tiene la compañía de personas que parecen haber sido arrancadas de las
epopeyas del Kálevala.
Para empezar, cualquier
viaje por alta mar constituye de por sí una aventura inolvidable. El simple
hecho de encontrarse en un universo de pasillos, escaleras, ascensores y
camarotes, es una suerte de laberinto que uno acepta complacido, pues todas
escaleras, ascensores o pasillos, conducen a un sitio sosegado y grato para las
emociones más sublimes de la vida.
Estando ya en la cubierta
de ese rompehielos del tipo Urho, que es un gigante invencible entre los
bloques de hielo, ocupé mi lugar cerca del bar, bebí a sorbos una copa de
Koskinkorva (aguardiente finlandés) y contemplé, a través de la ventanilla, el
paisaje blanquecino, donde las islas emergían como osos polares y la nieve
refulgía al contacto de los rayos del sol. Al cabo de un rato llegó mi
acompañante de viaje, se dejó caer sobre el taburete y dijo: Este viaje no lo
olvidarás jamás. Y agregó: Muchas culturas influyeron en la vida cultural
finlandesa, desde los clásicos de la literatura rusa hasta el fatalismo de
Edvar Munch, que tanto afectó espiritualmente a nuestros intelectuales.
El pueblo finlandés posee
una literatura y un idioma propios, a pesar de que las invasiones sucesivas de
su territorio por rusos, suecos, daneses y alemanes, han dejado su impronta en
diversos dialectos. No obstante, según los filólogos, el idioma finlandés es
uno de los más perfectos, dulces y armoniosos, y que tiene como parientes
lingüísticos al estonio y, en cierto modo, al húngaro.
Antiguamente, las
comunidades agrícolas se agruparon en pueblos y fue ahí donde nació la
literatura de la tradición oral, compuesta de poemas épicos, leyendas, cuentos,
proverbios y adivinanzas. Además, la fuerte atracción por la naturaleza virgen
y los paisajes silvestres dirigió el arte y la literatura hacia el
carelianismo, al este de Carelia y al oeste de Rusia, la cuna de las
narraciones folklóricas del Kálevala. Se sabe que los eruditos se interesaron
por estos cuentos a comienzos del siglo XIX, y a partir de entonces surgió una
literatura estrictamente finlandesa.
El Dr. Elias Lönnrot
descubrió que todos los cantos del Kálevala resultaban ser los fragmentos de
una misma y monumental obra. Él los rescató de la tradición oral y formó una
epopeya descrita en 22.000 versos, que fueron publicados por vez primera en
1835. Es decir, al igual que el Popol Vuh de
los mayas, el Kálevala es la única epopeya popular cuyo autor es el
pueblo.
Cerca de la medianoche,
en medio del mes más frío del invierno, bajamos al sótano del crucero e
ingresamos a un baño sauna, mientras mi interlocutora me comentaba que sus
paisanos aún conservaban una serie de costumbres ancestrales y esparcimientos
atávicos, como eso de bañarse en un sauna calentado con leña. Los finlandeses
han construido el sauna antes que los otros cuartos de una casa, me dijo. La
misma palabra sauna ha recorrido el mundo entero, sin necesidad de buscarle un
equivalente en otros idiomas. Y, en efecto, recordé inmediatamente que en Bolivia,
entre los altos picos de la cordillera andina, los baños termales se conocen
también con el nombre de sauna.
El regalo más auténtico,
para cualquiera que visite Helsinki, es un baño de vapor entre 70 y 100 °C, que
forman parte del paisaje y la literatura. El sauna no es un local de masajes ni
un salón de belleza, sino un lugar agradable y saludable para el cuerpo, aunque
los saunas en los cruceros son demasiado sofisticados, a diferencia de los que
existen en las casas de campo, rodeadas de bosques y a orillas del lago. Allí
uno entra en el sauna todo el año, me aseveró mi acompañante, enjugándose las
gotas de sudor que le corrían por la cara. En el campo, el sauna se calienta
con leña y no faltan las ramas frescas de abedul para que uno se golpee el
cuerpo, impregnándose de un olor alucinante. Cuando salimos del sauna, mi
cuerpo sediento exigía una cerveza fría y un bocadillo de jamón con queso. Al
beber la cerveza, sentí como si echara agua helada en una hornilla.
Al día siguiente, el
crucero pasó por el castillo de Turka y atracó en el puerto de Helsinki, allí
donde los edificios se alzan desordenadamente a orillas del mar, como si
hubiesen crecido atropelladamente en medio de los bosques y el agua. Cerca del
puerto había un mercadillo antiguo y en sus calles un manto de nieve recién
caído del cielo, y mientras caminamos en dirección a la Plaza del Senado, entre
edificios de techumbres blancas y peatones enfundados en pieles, recordaba
haber leído, en alguna parte, que esta ciudad fue fundada en 1550 por el rey
sueco Gustav Vasa y convertida en el centro de la administración política y
económica del país por el zar ruso Alejandro I y, posteriormente, por Alejandro
II, cuya estatua se levanta enfrente del Consejo de Estado, la Catedral, la
Universidad y demás edificios que encuentran su modelo monumental en la ciudad
de San Petersburgo.
Luego de recorrer por las
calles, donde la nieve bailaba ante las luces resbalosas y agónicas de una urbe
que llama la atención del viajero, entramos en un café que me situó
vertiginosamente en uno de ésos que se ven en las películas rodadas a
principios del siglo XX. De las paredes pendían cuadros antiguos y en las
mesas, toscamente labradas a mano, humeaban las tazas de té y café. Todo el
ámbito parecía formar parte de mí, de mi carácter romántico y hasta
melancólico. Después, seguimos caminando por la ciudad, entramos en un
restaurante ruso, nos sentamos a la luz de un candelabro y hablamos de los bolcheviques
desterrados y ejecutados por los secuaces de Stalin. Pero, sobre todo, hablamos
de la poesía social y de los amores secretos de Mayakovsky, de su pasión
política que le dictó sus mejores versos y su trágico final. Como se sabe,
Vladimir Mayakovsky se quitó la vida de un disparo en el corazón y en el cuarto
del hotel no quedó más que el olor a pólvora.
Por la tarde paseamos
alrededor de una iglesia de cúpulas afiladas, mientras caía una nieve que se
podía coger en el aire y hacerla bolas en la mano. Contemplamos el monumento
erigido en homenaje a Jean Sibelius, que es una verdadera sinfonía de acero y
cristal, y el monumento de Aleksis Kivi, escritor que, como dramaturgo, ha
conquistado el rango de escritor nacional y cuyas obras se representan en los
escenarios del mundo. Además, en honor a su talento literario se celebra cada
verano el Festival de Kivi en Nurmijärvi, su pueblo natal.
La nieve se hizo tan
intensa, que me refugié en el restaurante Elit, lugar donde se reúne la
intelectualidad finlandesa. Delante del restaurante, en un parquecillo
despojado de árboles, están unas piedras ovaladas y piramidales, dedicadas al
escritor Mika Waltari, una de las cumbres más altas del nacimiento del Tulenkantajat (primer movimiento modernista que abrió las ventanas a Europa)
y uno de los pocos escritores que
alcanzó renombre internacional con sus novelas históricas, entre ellas, su obra
más famosa y traducida: Sinuhé, el egipcio (1945).
Cuando abandonamos el
restaurante, paseamos por Alvar Aalto y el bulevar de Esplanadi, claro está,
sin dejar de conversar de Väinö Linna, que escribió la novela El soldado
desconocido, una verdadera joya de la literatura finlandesa y un cálido
homenaje al soldado anónimo que participó en la Segunda Guerra Mundial, y que
hoy luce su monumento de metal en una de las principales plazas de la ciudad.
Debo confesar que jamás
había conversado tanto sobre la literatura finlandesa ni sobre la vida y obra
de Eino Leino y Pentti Saarikoski; dos poetas que sintetizaron la lírica más
perfecta de este país nórdico y dos vidas que fueron el fiel reflejo de esas
almas en permanente conflicto consigo mismas y con su tiempo. La vida y obra
de estos escritores se parece mucho a la de mis compatriotas, le dije a mi
acompañante, refiriéndome a Arturo Borda y Jaime Saenz, dos personajes que
encerraban en sí un misterio insondable.
Pentti Saarikoski, nacido
el 2
de septiembre 1937 en Impilahti, cerca de la frontera con Rusia, comenzó sus estudios universitarios a la edad de 16 años
y publicó su primera colección de poemas en 1958. Fue considerado l'enfant terrible de la literatura finlandesa y
uno de los escritores modernista más importantes de la posguerra.
Pentti Saarikoski, que
dio a luz treinta obras tanto en verso como en
prosa, fue aclamado unánimemente por la crítica especializada desde un
principio y, en su condición de erudito y políglota, se hizo célebre con sus
traducciones de las obras de algunos autores contemporáneos, como James Joyce,
J.D. Salinger, Henry Miller, y con la traducción de una serie de obras
clásicas, donde no podían faltar autores griegos y latinos, como Eurípides,
Heráclito, Sófocles, Catulo, Homero y Aristóteles.
Abrazó las ideas
comunistas durante la Guerra Fría y en sus columnas periodísticas no dejó de
satirizar la doble moral religiosa ni criticar la actitud conservadora de las
instituciones creadas por el sistema capitalista. Su vida y obra, como en el
caso de los poetas que se mueven en las periferias aun estando en el centro de
mira de todos, estuvieron marcadas por el alcoholismo y la desilusión.
En sus apariciones
públicas, ya sea entre los académicos o amantes de su poesía, casi siempre le
acompañaba una botella de aguardiente. Fue en estas condiciones que lo conocí a
principios de 1980 en una tertulia literaria en Estocolmo, donde leyó sus
poemas en sueco, haciendo gala de su estado ebrio, que en él era ya un estado
natural; vestía de manera desaliñada, como si no le importara los qué dirán, y tenía
una cinta ancha y de colores sujetándole su alborotada cabellera.
Esa noche, inolvidable
para mí, lo escuché leer con una voz gangosa que parecía brotarle desde lo más
recóndito del alma: Una muchacha/ bella como un diente de león/ tomó mi mano y
dijo/ Yo soy la luz que te conduce a la penumbra/ No hay por qué alardear de la
cosecha cuando recojo papas/ el verano fue seco, yo estaba hecho un haragán/
bello como un diente de león/ Tendremos que dormir con las piernas enlazadas/ y
encogidas/ estas camas no fueron hechas para gente de nuestra talla/ Les
digo a las urracas que todos/ los hombres de la tierra/ son mis hijos y
que la luz eres tú/ bella como un diente de león me conduces/ a la penumbra/ He
devorado la ciencia del bien y del mal, el cielo está nublado/ las filosofías y
políticas se quiebran como ramas secas...
La misma noche de la
tertulia me enteré de que vivía desde hace años en Gotemburgo, donde llegó sin
más equipaje que un par de diccionarios bajo el brazo, dispuesto a compartir
sus penas y alegrías con la catedrática de sociología Mia Berner; la mujer de
ascendencia noruega que, a fuerza de sostener una relación nada fácil pero
estampada por el sello del amor, lo acompañó hasta los últimos días de su vida.
Se cuenta
que Pentti Saarikoski, siempre que podía escaparse de su casa, ubicada en la
pintoresca isla de Tjörn, se iba a la ciudad de Gotemburgo, donde compartía sus
botellas de aguardiente con los bebedores hacinados en los parques, cansado ya
de polemizar con los intelectuales de pacotilla y decidido a refugiarse en
los bajos fondos de la condición humana. Así pasó los últimos ocho años de su
vida en Suecia, considerada su segunda patria, hasta que las garras del alcohol se lo llevaron a la tumba el 24 de agosto 1983 en Joensuu, Finlandia, a los
escasos 46 años de edad. Desde entonces, sus restos descansan en Heinävesi,
lejos de su tierra natal, en el cementerio del monasterio de Valamo.
Entrada ya la tarde en
Helsinki, y mientras avanzaba en dirección al puerto para retornar a Estocolmo
en el crucero Viking Line, mis pies iban dejando huellas impresas sobre la
nieve, como señalando el sendero por donde retornaría a interiorizarme en la literatura
finlandesa y su gente, quizás uno de esos días en que, como
describen los versos de Pentti Saarikoski, los cielos grises pasan/ sobre un
jardín que cuelga del cielo/ y la tierra se cuela en la boca como si fuera pan.
Imágenes:
1. El crucero Viking
Line en el puerto de Estocolmo
2. Una epopeya del
Kálevala
3. Sauna finlandés
4. El bulevar
Esplanadi en el centro de la ciudad
5. Monumento del
compositor Jean Sibelius
6. El escritor Mika
Waltari
7. El poeta Pentti
Saarikoski
8. Pentti Saarikoski
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