miércoles, 14 de mayo de 2025

MICROTEXTOS X

Amado

El amadísimo Amado, un egocéntrico de dimensiones monumentales, se amaba a sí mismo cuando nadie lo amaba.

Mujeres

Las mujeres adultas, que ya no tienen la piel ni los senos de veinteañeras, sino arrugas y cabellos argentados, son la belleza en el cenit de la madurez, la experiencia andante, pensante y hablante. Las mujeres mayores, a diferencia de las jovencitas de piel tersa y senos perfectos, son sabias para vivir y amar, mujeres a carta cabal.

Complejo de inferioridad

En los sueños se veía conviviendo con las celebridades que admiraba en su vida, pero ellos, mirándole con indiferencia, no le dirigían ni la palabra, como si no existiera en el mundo. Y, al despertar, se sentía con el complejo de inferioridad atormentándole como una pesadilla.   

Lucifer

El sacerdote se marchó al infierno y retornó de allí, convertido en Lucifer tentador de hombres y encantador de mujeres.

¿Cuál es primero?

Si el hombre es producto de la historia y la historia es producto del hombre. Entonces cuál es primero: ¿El huevo o la gallina?

Racismo

Todos somos iguales debajo del color de la piel. Todos tenemos la sangre roja, nadie la tiene de color azul, y el que no lo crea, que se haga un corte en la piel y así sabrá que el racismo no es una “ciencia biológica”, sino el invento de la estupidez del “hombre blanco”.

El amor

La amo infinitamente, es la que da vida a mi vida, la razón de mis alegrías y esperanzas, la mujer que encontré sin buscarla, la compañera de siempre y para siempre, la que apacigua mis iras, troca mis penas en sonrisas y estimula mis ilusiones con meditadas sugerencias. 

Me siento feliz de solo respirar su aliento y acariciar su piel con el hálito de mis palabras. No hay mayor dicha en el mundo que tenerle a mi lado, sentir como un fuego su mirada bajo el claro de la luna, que parece clavada en firmamento, empapándome la piel con las gotas de los luceros del alba, como en los soleados días en que ella calienta la frigidez de mi cuerpo con la temperatura de tu cuerpo.

El amor cobra sentido cuando palpo las sensibilidades de su alma y los latidos de su corazón, que destila ternura y sencillez a raudales, permitiéndome ser parte de su vida, de sus pensamientos y sentimientos pletóricos de los nobles ideales de libertad y justicia. 

Enciclopedias de la vida

Los libros no deben revelarnos los secretos íntimos de la vida, sino que, simplemente y llanamente, deben ayudarnos a descubrirlas como cuando descubrimos los conocimientos universales en las sabias enciclopedias de la vida misma.

La máscara

El hombre que lleva una máscara de Diablo, no es que pretenda ser Diablo, sino que es Diablo, al igual que el otro que lleva una máscara de Moreno, que no pretende ser Moreno, sino que se siente Moreno.

La máscara forma parte de la identidad personal, de la psiquis más profunda, del mundo inconsciente que se expresa a través de la máscara que vive y late en el estado irracional y que no solo existe en el reino del mito y el simbolismo. Si se les pregunta: ¿Están disfrazados para el Carnaval? Ellos se miran en el espejo y aseveran que no están disfrazados, sino que son la máscara cubriéndoles el rostro. El Diablo es Diablo y el Moreno es Moreno, sea de noche o sea de día.

Memorables pedos

Don Mamerto era un anciano residenciado en un pueblito valluno de Cochabamba. Vivía solo en una casa que tenía un pequeño huerto, donde criaba gallinas, patos y pavos. Don Mamerto, además de chicato y jorobado, era calvo y sordomudo.

En mi niñez, junto a mis amiguitos de juego, lo seguíamos a hurtadillas y detrás de sus espaldas, para que no nos vea ni se dé cuenta. Lo seguíamos, fisgoneando y entre risitas burlonas, toda vez que cruzaba por la plaza del pueblo, pues a cada paso que daba, se echaba un pedo tras otro, dándonos la sensación de que su calzoncillo debía estar manchado como por un soplete cargado de chocolate.

Suponíamos que él mismo no se daba cuenta de que arrojaba reverendas ventosas a lo largo de su itinerario. Lo interesante es que don Mamerto, a diferencia de lo que suelen hacer otras personas, no disimulaba sus pedos con gritos ni toses, los dejaba escapar como quien padecía de gastritis o comía demasiados porotos y lentejas. Nos daba la impresión de que no estaba consciente de la fetidez y la orquesta que tenía en el ano, ya que, a veces, sus ventosas le salían de manera sonora y prolongada, como una carcajada de perdigones.

Para nosotros, que lo seguíamos los talones, era todo un jolgorio escuchar los gases expelidos por don Mamerto; quizás, porque sus pedos, que parecían un solo pedo, nos causaba mucha gracia y, al recordarlos y contarlos entre amigos, nos partíamos de la risa, sin saber que a todos, en la plenitud de la vejez, nos podía pasar lo mismo, así controláramos nuestros gases que, sin saberlo ni quererlo, podían tener consecuencias por demás lamentables, no en vano reza el dicho popular: “Confianza ni en el pedo, porque hasta por peer uno se caga”.

Así nos divertíamos a costa de don Mamerto, hasta el día en que, al ser descubiertos por una señora conocida por su mal talante, que cruzaba por nuestro camino, nos detuvimos en seco y la respiración en vilo. Ella nos cogió por el cuello y, en tono de reproche y advertencia, nos dijo:

–¿Por qué se ríen? ¡Ustedes cuando sean viejos serán como don Mamerto!

Desde ese día, dejamos de perseguirle a don Mamerto, comprendiendo que no era bueno burlarse del padecimiento ajeno, que todos llegaríamos a viejos y que nadie estaba libre de sufrir flatulencias, salvo que nosotros, los traviesos niños del pueblo, jamás nos olvidaríamos de los memorables pedos que escuchamos en la infancia. 

jueves, 1 de mayo de 2025

EN LOS INFIERNOS DEL MUNDO MINERO

Cuando llegó a mis manos el libro Mineros, del fotógrafo suizo Jean-Claude Wicky, quien dejó la obra en una pequeña biblioteca de Uncía, con una dedicatoria de su puño y letra: Para la Biblioteca Municipal Uncía. Este libro, fruto de mucho tiempo afectuosamente compartido con los mineros. Con todo mi afecto, Jean-Claude Wicky, me sorprendió ver las extraordinarias fotografías, en blanco y negro, en torno a una realidad que hace vibrar de pasmo y de coraje. Me quedé vacío de palabras de solo ver a los mineros empujando los carros metaleros o sentados, alrededor de la estatuilla del Tío, en las penumbras de las galerías, donde no faltan los trabajadores, de rostros famélicos y cenicientos, de cuerpos esmirriados y casi esqueléticos, enfrentándose a las rocas para extraer los filones de estaño a fuerza de dinamitas, combos, barrenos, picos, palas y taladros. 

Entre las páginas del libro, publicado por Lunwerg Editores, España, en 2002, y dedicado A los mineros bolivianos, cuya tarea diaria consiste en buscar su destino en las profundidades de la tierra, me llamó la atención, sobre todo, esta fotografía tomada, a 540 metros bajo tierra, en una de las minas del legendario Cerro Rico de Potosí, donde se ven, desde la cintura para abajo, a dos mineros semidesnudos, en medio de una temperatura que parece tenerlos cerca de las puertas del infierno.

No cabe duda de que Jean-Claude Wicky conocía la mina por dentro y por fuera. En estas tierras áridas, con montañas de laderas escarpadas, donde reina el viento y el frío, y donde los campamentos crecieron alrededor de las bocaminas, hizo muchos amigos entrañables y encontró el principal motivo de su trabajo como fotógrafo; más que eso, como un artista en la toma de fotografías.

Todo su interés por retratar la tragedia minera, que perturba los pensamientos y sentimientos, comenzó después de haber visitado una mina en el antiguo Cerro de Potosí, donde impactado por la realidad del inhumano trabajo que realizan los topos humanos, se dijo a sí mismo: Un día haré un trabajo fotográfico sobre el mundo de los mineros bolivianos; una idea que plasmó diez años después, en 1984, cuando retornó a Bolivia decidido a reflejar, con su cámara a cuestas, el mundo miserable de los mineros y sus familias.

Durante varios meses compartió con ellos, visitando los campamentos construidos en las laderas inhóspitas de los cerros, cubiertas de arbustos silvestres y paja brava, donde el viento habla su propio idioma, soplando y resoplando casi sin respiro, como afirma el propio fotógrafo, quien estuvo aprendiendo lecciones de vida en las minas de los distritos de Colquiri, Caracoles, Chorolque, Huanuni, Siglo XX, Viloco, Ánimas y Siete suyos, solo para citar algunos.

No es casual que él mismo manifieste que llegó a conocer de cerca la vida de las familias mineras, sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus rebeldías y sus terribles aguardientes. En los campamentos conoció la sempiterna pobreza  y retrató el rostro demacrado y los ojos sin brillo de los niños, las amas de casa, las palliris y los ancianos, antiguos mineros que forjaron riquezas para que otros vivan en la opulencia mientras ellos se hundían en la miseria.

Desde la primera vez que entró en la mina, el reino del Tío, el guardián de las riquezas minerales, a quien los mineros le rinden culto y le solicitan permiso para perforar las rocas y explotar los filos de mineral, se dio cuenta de que las lúgubres galerías se bebieron el sudor y la sangre de los mineros desde la época de la colonia. Quizás por eso mismo, en una de las páginas de su libro, rememora la frase que alguna vez los mineros le soplaron en los oídos: Nuestra riqueza siempre ha sido la fuente de nuestra pobreza.

Jean-Claude Wicky entraba en la mina al despuntar el alba, cuando todavía estaba oscuro y salía entrada la noche, cuando el manto de la oscuridad seguía cubriendo los campamentos mineros. Se acostumbró a no ver la luz del día por varias horas y a pensar que la oscuridad era tan agobiante como estar metido en una tumba. De ahí proviene el subtítulo de su libro: Todos los días… la noche.

En el laberinto de las galerías, apenas iluminadas por la luz mortecina de la lámpara enganchada en el guardatojo, aprendió a rociar el suelo con aguardiente, como una suerte de ofrenda a la Pachamama y al mitológico Tío; es más, con ese mismo quemapecho, que le ofrecían los mineros y que él sorbía del gollete de la botella, templaba sus ánimos y su cuerpo antes de proceder a tomar las fotografías que eran de su interés.

Este suizo andariego, que en su juventud fue futbolista de 1ra. división y en su vejez un acucioso observador de su entorno, ha pasado mucho tiempo en las entrañas de la tierra, recorriendo kilómetros y kilómetros por las galerías abiertas como tubos hechos de rocas, como serpientes reptando en la oscuridad, donde no se oye más que la respiración de uno mismo, las goteras de las bóvedas y el chapoteo de las botas en las charcos de copajira. En los parajes de algunas galerías tenía que avanzar de cuclillas, aspirando el polvo metálico que destroza los pulmones de los mineros. Aprendió a avanzar a gatas por los piques que amenazan con derrumbarse a cada instante, para luego trepar por buzones y chimeneas, como una araña queriendo huir de los embudos de la muerte.

Solo así, a costa de penetrar en el vientre de la montaña y en el alma de los hombres que entregan su vida a la Pachamama, ha logrado fijar, con los poderosos lentes de su cámara, esas magníficas imágenes que tienen el poder de testimoniar la dantesca realidad de los mineros bolivianos. Por lo tanto, se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que Jean-Claude Wicky penetró en el alma de los mineros como ellos penetran en las rocas a punta de barrenos y perforadoras, en un intento por producir riquezas, pero no para ellos, sino para los dueños de las minas, que primero fueron de los conquistadores en la época colonial, después de los barones del estaño en la época republicana y de la Corporación Minera de Bolivia desde 1952.

En algunas de las minas de la cordillera andina, que él conoció más que ningún boliviano, penetró en las secciones ubicadas en los niveles más bajos y de mayor profundidad, donde la temperatura suele superar los 45 grados Celsius, debido a la falta de ventilación adecuada, el contacto entre los óxidos del mineral con el oxígeno y el sistema de extracción de minerales. Sin embargo, su obstinada obsesión por lograr las mejores imágenes, en condiciones desfavorables para cualquier fotógrafo, no le fue tarea fácil, pues tuvo que enterrarse con los trabajadores en las profundidades más recónditas del mundo minero, sin vacilar un solo instante, pero preguntándose a sí mismo: ¿Cómo se puede fotografiar la humedad, el calor asfixiante, la falta de oxígeno, el olor acre del mineral que impregna los cuerpos? ¿Cómo se puede fotografiar la oscuridad espesa de la mina, más impenetrable que la roca, que borra todo sentido de la orientación, toda noción de tiempo y de distancia, una oscuridad que quema los ojos y hace que tu cuerpo desaparezca?

Esta fotografía, por ejemplo, fue captada en una de las galerías de una mina en Potosí, donde la temperatura alcanzaba los 50 grados y la humedad casi podía palparse. Me imagino que él se acomodó en el mejor ángulo del paraje para capturar el instante tal cual quería, levantó la cámara resbaladiza por el sudor en las manos, ajustó el visor a la altura del ojo y, con un mágico clic del disparador, capturó la foto teniendo la sensación de que la cámara se fundía en el calor, mientras el sudor le perlaba en la frente y la respiración se le anudaba en la garganta.

Estos mineros, además de estar expuestos al aire contaminado en un ambiente extremadamente caluroso, que les causa deshidratación y severas complicaciones para la salud, trabajan con el torso y la espalda desnudos, apenas en calzoncillos y las botas de caucho apisonando el suelo barroso y resbaladizo, mientras las gotas ácidas de la copajira, desprendiéndose desde la bóveda del paraje, empapan sus cuerpos brillantes por la grasa y el sudor que les corre como si estuviese metidos en el sauna. 

El calor es tan intenso que ellos, de cuando en cuando, se sacan las botas para vaciar el sudor acumulado en ellas y se lavan la cara con el agua de la botella o, en último caso, con su propio orín que, además de tener propiedades medicinales, es el único liquido refrescante para aplacar el sofocante calor en esas extremas condiciones de trabajo.

En estas galerías, semejantes a las catacumbas del averno, los mineros, que lucen las extremidades con las venas enraizadas como cuerdas debajo de la piel, no tienen el cuerpo cubierto de polvo sino de sudor, de un sudor que parece mojarles hasta los pulmones convertidos en coladeras por el polvo de sílice.

Estoy seguro que Eduardo Galeano, de haber estado en este mismo paraje, hubiera tenido que repetir su relato sobre el mar, que les contó, en el festín de su despedida, a sus amigos mineros en Llallagua, donde estuvo un año después de la masacre de San Juan, acaecida el 24 de junio de 1967, habida cuenta de que estos mineros de último nivel, exhaustos por el trabajo y flagelados por el calor, le hubieran suplicado al unísono: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Él se hubiera quedado mudo y atónito, porque no hubiera sabido qué decir,  pero ante la insistencia de: cuéntanos, cuéntanos cómo es la mar, Galeano no hubiera tenido más remedio que acudir a su léxico de cuentacuentero, hasta encontrar las palabras capaces de traerles el mar y hacer que las olas empapen sus sudorosos cuerpos, como sacándoles de la galería hacia una superficie donde la luz es más diáfana y el aire más puro.

Sin lugar a dudas, Este hubiera sido su segundo desafío en el arte de narrar, después de que en 1968, estando en Llallagua, les contó sobre cómo era el mar a sus amigos mineros, quienes le prepararon una despedida, entre cantos, tragos de aguardiente y chistes, hasta que uno de ellos, al despuntar el alba y antes de que la sirena del sindicato les convoque a trabajar, puso a prueba su capacidad de narrador para responder a la pregunta: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Las fotografías de Jean-Claude Wicky, registradas entre los años 1984 y 2001, son un testimonio de sus repetidas visitas a Bolivia, ocasiones en las que visitó varias veces los campamentos mineros y varias veces se internó en los profundos socavones.  Su experiencia vivida en primera persona, en una treintena de minas, fue suficiente para captar impactantes imágenes en blanco negro y dejar un legado visual sobre la inhumana explotación de los mineros en las gélidas cumbres del altiplano. Al hojear el libro, que fue editado simultáneamente en varios idiomas, uno se da cuenta de que Jean-Claude Wicky (Moutier, Suiza, 1946 – Biel/Bienne, Suiza, 2016), conoció muy de cerca las minas y a las familias mineras, entre quienes encontró amigos para toda la vida.

Los mineros lo acompañaron a recorrer por las tenebrosas galerías y ellos aparecen retratados en sus espectaculares fotografías, que han recorrido Europa, América Latina y Estados Unidos, donde su denominada serie de mineros bolivianos (1984-2001) fue exhibida en Museos y Galerías de Arte, recibiendo los sinceros aplausos de los visitantes y los aclamados comentarios en la prensa oral y escrita.

Jean-Claude Wicky palpó de cerca el cotidiano vivir de los mineros, penetrando en el vientre de la Pachamama, para verlos arañar las rocas y extraer el metal del diablo, esas fabulosas vetas de estaño, enraizadas en las montañas de los Andes, que hizo ricos a los tres barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hochschild y Félix Avelino Aramayo) y pobres a los topos humanos, que parecen buscar riquezas, mientras mastican los sinsabores de la pobreza.

En Mineros. Todos los días… la noche están registradas no solo las condiciones de un trabajo inhumano, sino también el alma de los mineros bolivianos, como quien tuvo la genial iniciativa de tomarles una radiografía para conocer sus desgracias y esperanzas. En este libro se habla con imágenes sobre una realidad que no puede describirse con mil palabras o, por si dudan, pregúntenselo a Eduardo Galeano.

lunes, 21 de abril de 2025

RETRATOS PARA CONTEMPLAR Y DISFRUTAR

El libro Retratos es un magnífico mosaico de crónicas basadas en fotografías y pinturas de diversas épocas y culturas. La obra, por ser una suerte de compendio de conocimientos recreados por el autor, apela esencialmente a la inteligencia del lector, quien es, en última instancia, el principal destinatario de estas composiciones literarias que transmiten mensajes y sensaciones inolvidables por medio de un lenguaje coloquial y ameno.

Los textos, a caballo entre la crónica periodística y el relato literario, revelan la experiencia escritural y la inquietud intelectual de quien, valiéndose de las modernas técnicas narrativas, funde la realidad y la ficción en medio centenar de textos y contextos, que conforman un vehículo de comunicación de sabiduría y calidad estética, sin que por esto estén exentos de humor y espacios lúdicos.

En esta singular obra, donde todo parece arrancado de un mundo onírico, se tejen los cabos sueltos de los paisajes y personajes basados en pinturas célebres, como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; La mujer barbuda, de José de Ribera, entre muchas otras.

Asimismo, son igualmente interesantes los textos que, gracias a una historiografía consultada, reconstruyen algunos episodios protagonizados por personalidades que forman parte del imaginario colectivo, como el Gigante de Paruro, Ernesto Che Guevara, Marilyn Monroe, Ernesto Cavour, Subcomandante Marcos, Julio Cortázar y Augusto Pinochet, entre otros.

El libro constituye no solo un trabajo loable en la producción literaria nacional e internacional, sino también una formidable exposición de imágenes y textos que, fundiéndose como el anverso y reverso de una misma moneda, estimulan la imaginación del lector, quien, ni bien abre las tapas del libro, ingresa en un fascinante universo, donde el autor se encarga de guiarlo por los laberintos de una prosa escrita con un estilo poco frecuente entre los narradores de corte realista.

Los textos son inconfundibles tanto por el estilo como por el tratamiento de los temas, que identifican a un escritor cuya impronta es harto conocida por el manejo de un amplio abanico de registros narrativos, acorde a las nuevas corrientes de la literatura contemporánea. Los textos, que hacen vibrar de emoción y conocimientos, transitan por los territorios de la realidad y la fantasía, sin más pretensiones que estimular la imaginación y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal.

En las páginas del libro, donde la palabra escrita y los retratos se fusionan de un modo extraordinario, el lector tiene la sensación de estar inmerso en fascinantes contextos, donde las artes visuales funcionan no solo como simples ilustraciones, sino como ejes centrales en torno a los cuales se reconstruyen escenarios poco habituales y se recrean insólitas historias de vida a partir de obras pictóricas e imágenes fotográficas.

viernes, 11 de abril de 2025

MICROTEXTOS IX

El ladrón

Se robó la Biblia, sin saber que estaba robándose la palabra de Dios.

La espera

A la muerte hay que esperarla como se espera a la mujer amada, porque llega cuando le da la gana y mientras menos se la espera.

La vida

–¿Cuál es el significado de la vida? –preguntó uno, barriendo el aire con un tono de persona escéptica.

–La respuesta es simple –contestó otro, de manera breve y categórica–. El significado de la vida es la vida misma.

Ellas                                                                                                                 

Las damas de compañía, mujeres de belleza divina y juveniles años, son vidas que inspiran y amores que matan.

Pasión secreta

El control de la autosatisfacción está simbolizado por el cinturón de castidad, que evita la masturbación, considerada todavía un pecado mortal y, como dirían algunas novicias sometidas al voto de castidad, evita que los traviesos dedos de la mano jueguen con el pequeñín que genera el mayor placer de las pasiones secretas.

Oralidad

Cristo predicó hasta el cansancio. Era maestro de la tradición oral. Sus sabias enseñanzas no las escribió en un libro, sino en la memoria de sus discípulos. Si alguna vez intentó escribir algo en la arena, las olas se encargaron de borrar para no dejar constancia de su amor por Magdalena. 

Hijo del Hombre

No debe ser fácil nacer por obra y gracia divina, ser sufrido entre los sufridos, azotado en el vía crucis, agonizar en el Gólgota, morir claveteado en los maderos y, como si fuera poco, resucitar para ser rey entre los reyes, nada menos ni nada más que por ser el Hijo del Hombre.

Gato negro

En la Edad Media, de acuerdo a las supersticiones, se creía que el Diablo se encarnaba en el gato negro, en esta mascota preferida por las brujas. Si una persona se cruzaba en el camino con un gato negro, este tendría no solo un día de mala suerte, sino un día menos de vida, porque no se cruzó con el gato sino con el Diablo.

Amor

Tu amor me arde en el pecho como una llamarada, llamándome amor desde el fondo de tu alma.

Quijote

En todo hombre anida un Quijote, un soñador, un justiciero, un aventurero y un loco enamorado, dispuesto a vivir batallas, desafíos, desilusiones, requiebros, amores, tormentas y disparates.

No es casual que el luchador social sea el prototipo del Quijote. Simboliza, por antonomasia, la abnegación y la entrega a nobles causas, como son los ideales de la libertad y la justicia.

El hombre, común y corriente, es un Quijote desarmado. No lleva yelmo, ni cota con anillos de acero, ni coraza de hierro para protegerse de las afiladas espadas y las armas de fuego. No lleva adarga al brazo ni lanza en ristre para acometer contra los enemigos del género humano.

El hombre es un Quijote que solo necesita armarse de coraje, como todo caballero de armas llevar, y acometer contra el adversario con la firme decisión de infligirle una derrota. Así lo hizo el caballero de la triste figura cuando se enfrentó al rebaño de ovejas y a los molinos de viento, creyéndolos enemigos invencibles por su ferocidad y sed de sangre.

El hombre, incluso cuando se trata de conquistar a una mujer, es un Quijote de sentimientos desenfrenados, un Quijote capaz de perder los estribos de su corazón y entregarse en cuerpo y alma a la mujer que ama con la fidelidad de un escudero y un perro galgo.

El hombre es un Quijote apasionado, que puede enloquecer por un amor platónico, ataviarse con armaduras de ternura, cabalgar en un Rocinante de ilusiones, desenvainar la afilada espada de la paz y desbaratar los peligros que amenazan la vida de su amada, aunque la bellísima Dulcinea solo exista en su imaginación y en su loco corazón de enamorado.

martes, 1 de abril de 2025

ALEXANDRA BRAVO Y SUS PLUMAS

Cierto día, muy entrada la noche, sonó mi teléfono sacándome del sueño. Cuando levanté el auricular, escuché una voz conocida, casi familiar. Era Alexandra Bravo, quien acababa de llegar de suiza para exponer una parte de su arte plumario, que practicó entre las tribus de la amazonia peruana, en el Museo Etnográfico de Estocolmo.

Acordamos vernos en la puerta del Museo. Aquella tarde el frío calaba hasta los huesos y la nieve caía sin cesar. La aguardé en la puerta hasta que ella salió acompañada por un pintor argentino, cuyo nombre no recuerdo. Alexandra estaba igual que antes, como si los años no le hubiesen tocado un pelo. Llevaba una pluma de pendiente y otra pluma de collar; tenía los ojos cansados, una cabellera enmarañada como por el resoplido del viento y una sonrisa que se ampliaba en su rostro a punto de estallar en una carcajada.

Mientras el pintor argentino nos conducía en su auto hacia el centro de la ciudad, conversamos animadamente, recordando la primera vez que nos conocimos en París, en una conferencia de exiliados bolivianos, que se llevó a cabo en el verano de 1977. Recordamos también las veces que fuimos al Museo Moderno, donde ella me hablaba de arte y de sus tentaciones políticas.

En un tramo del trayecto, se le acercó al pintor argentino y le dijo: Este boliviano es como mi hermano. Yo no supe cómo disimular mi vergüenza y me limité a mirar las luces de la ciudad, que parecían luciérnagas en la noche, y a recordar aquel día que, mientras viajábamos en el metro, ella me enseñó el perfil de su rostro, preguntándome: ¿Te gustan los rasgos de mi cara? Sí –le contesté–, pero para contemplarnos y no tocarlos. Ella me clavó una mirada seria y mantuvo un largo silencio.

Apenas arribamos al centro de la ciudad, descendimos del auto. El pintor argentino prosiguió su camino y nosotros ingresamos a un restaurante chino, donde conversamos desde lo más mínimo hasta lo más íntimo.

Hablamos de la estética del arte y, sobre todo, de sus proyectos e inquietudes. ¿Dónde y cómo nació tu interés por las plumas?, le pregunté. Es una historia muy larga –contestó–. Sin embargo, todo empezó el día que visité el Museo Etnográfico de Berlín, donde me enfrenté maravillada a una exposición de plumas; allí mismo, en el sótano que apestaba a desinfectante, aprendí las técnicas del arte plumario. Cuando retorné a Zúrich, ya tenía en la cabeza un mundo de ideas, todas ellas en base a las plumas. Estando en eso, se me presentó la oportunidad de viajar a Perú a desarrollar un trabajo en comunidades campesinas. Después me fui a la Amazonia en busca de conocimientos y materiales, que me permitieran realizar mi proyecto.  

La calle estaba vacía y en el restaurante no quedamos más que nosotros. Yo pedí otra cerveza y ella siguió contándome sus aventuras en Zúrich y en la Amazonia. A ratos, la pluma que le adornaba la oreja y el pescuezo, me evocaba, además del estereotipo que creó el hombre blanco del indio emplumado, a la figura extravagante de Frida Khalo, quien levantaba más aspavientos con sus atuendos autóctonos que con sus dibujos y pinturas.

Alexandra –le dije–.Supongo que las plumas tienen su historia como todas las cosas. Por qué no me cuentas un poco. Ella contestó muy rapidito: Las plumas son solo plumas. Empero, desde la más remota antigüedad han sido tan importantes como las aves que las llevan. En muchas culturas, los pájaros han simbolizado no solo la fuerza, la sabiduría y el coraje, sino también la vida, la muerte y la guerra. De ahí que las plumas de estas aves tuvieron un carácter social, religioso, mitológico y práctico. Por ejemplo, entre los incas, mayas y aztecas, las plumas eran sinónimos de poder y estatus social; con las plumas adornaban las diademas, los mantos sagrados, las armas de guerra y el cuerpo de los guerreros. En Europa, las plumas eran un atributo de las clases dominantes, de los caballeros con sombreros de copa alta y de las damas de relampagueantes joyas y sombreros de ala ancha. Y, en efecto, en las calles de escaparates lujosos se pueden ver todavía a personas de andar aristocrático, llevando en el sombrero un ala de colibrí o la cola de un quetzal, como si cargaran un arcoíris en la cabeza; sin saber que estas maravillosas aves, cuyas plumas se han trocado en joyas tan preciadas como el oro, jade o turquesa, son especies en peligro de extinción en las zonas donde son cazadas y desplumadas.

En vista que es difícil conseguir plumas de aves en extinción, ¿Puedes decirme de dónde provienen las plumas con las cuales trabajas?, le pregunté esperándome una respuesta larga. Ella me guiño el ojo y, levándose de la silla, contestó: De las aves de corral.

Salimos del restaurante, caminamos una cuadra entre la nieve que refulgía bajo la luz de las luminarias e ingresamos al metro que está al lado de La Casa del Concierto, donde todos los años se entregan los Premios Nobel.

Al cabo de nuestra conversación, apareció el metro rumbo a Hasselby y Alexandra se despidió, preocupada del porqué los señores del Museo Etnográfico de Estocolmo no le dejaron decir que para ella el arte plumario es una forma de manifestar su solidaridad y compromiso político con la lucha de los pueblos indígenas de América Latina. 

viernes, 21 de marzo de 2025

LA BIBLIOTECA FAMILIAR DE UNA VORAZ LECTORA

No sé si mi madre conocía la sentencia de Emerson que Borges solía citar: Una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad”, pero sí sé que ella reunió en una pequeña biblioteca familiar algunas obras que eran de su preferencia y otras que compraba por necesidad laboral.

Yo les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina-estante que ella puso, por razones obvias, en una de las esquinas del cuarto que yo ocupaba todos los días y todas la noches para actividades ajenas a la literatura.

Si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compró con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era maestra de educación primaria y secundaria, y una madre con una pila de hijos, que reducían a poco su hábito de la lectura. Sin embargo, era una persona que, gustosamente, podía perderse en la frondosidad del bosque de palabras, en ese laberinto de renglones y párrafos, donde estaba la luz del conocimiento humano y la extensión de la imaginación.

Lo interesante de todo es que, algunas noches, ya recostada en la cama, la veía leer hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía, con las páginas abiertas, sobre la cara o el pecho. Otras veces, cuando yo llegaba tarde a casa, después de concluidas mis travesuras en el pueblo, la encontraba sentada en el sillón de la sala, durmiendo con el libro abierto sobre el regazo. No cabe duda de que era una voraz lectora, hasta el extremo de que leía todo lo caía en sus manos.

Desde su infancia había cultivado su afición por los libros. Se decía que de joven leía a toda hora, que estando en la Normal Simón Bolívar, donde estudió para ser maestra, hacia beber tinta, por ser la mejor en todas las asignaturas, a sus compañeros de curso. Leyó a los clásicos de la literatura universal, a los escritores del boom de la literatura latinoamericana y a los autores bolivianos cuyas obras formaban parte de la asignatura de lenguaje y literatura de la educación secundaria. No todos eran de su agrado, pero estaba obligada, en su condición de profesora, a leerlos para impartir las lecciones en el aula.

Los libros que leyó en su adolescencia, incluidas las obras eróticas de Anaïs Nin, Marguerite Duras y Vargas Vila, fueron lecturas pasionales, de curiosidad y aprendizaje que le marcaron por el resto de sus días, como las novelitas de Corín Tellado. Así fue que en su edad adulta, leía con devoción las novelas, salpicadas de erotismo, de Mario Vargas Llosa o Vladimir Nabokov.  

Mi madre solía contar que, incluso cuando vivía con su hermana mayor, en la calle Illampu de la ciudad de La Paz, se daba modos de aprovechar la biblioteca de su hermano, el ideólogo trotskista Guillermo Lora, para leer libros a los que no siempre tenían acceso los lectores bolivianos, puesto que eran verdaderas reliquias que él adquiría de los libreros que atesoraban ediciones exclusivas de algunas obras difíciles de encontrar en las librerías y bibliotecas nacionales. Ella, sin previo permiso de su legítimo dueño, leyó varios de estos fabulosos volúmenes sentada en la cama y hasta tardes horas de la noche; prácticamente, hasta que su hermana mayor, por razones del elevado costo de la electricidad, apagaba la luz a una hora determinada, sin considerar si mi madre se encontraba en la parte más emocionante del libro, justo en esas partes en las que los lectores no están dispuestos a cerrar el libro porque están disfrutando de la lectura con los cinco sentidos.

Recuerdo que siempre leía hasta tardes horas de la noche, cuando ya sus pequeños hijos estaban dormidos, aunque la luz del foco iluminaba más sus ojos que las páginas del libro, una forma inapropiada de leer por las noches, sin una lámpara apropiada en el velador de la cama ni una luz diáfana que evitara estropearle la vista.

Era sorprendente ver la variedad de los libros que, de vez en vez, aparecían apilados sobre su velador, cerca de la cabecera de la cama. Yo, sinceramente, no entendía esta manía por los libros, sino hasta que yo mismo me convertí en un apasionado lector de obras literarias que llegaron a mi vida a través de las obras que mi madre puso al alcance de mis manos.

Fue entonces que me hice consciente de que algunas lectoras, como mi madre, no podían vivir ni dormir sin leer algo que les ofrezca el infinito placer de transportarlas en la imaginación hacia mundos ajenos a su realidad cotidiana y de la mano de los autores que las conducían, a través del caudal de palabras escritas, hacia mundos diversos y fascinantes, que se constituían en el aire que respiraban y en el espacio donde ellas eran las que más disfrutaban de las aventuras y desventuras de las historias y los personajes creados por el autor, que siempre tenían algo que ofrecer a sus lectoras, que no podían concebir una vida sin libros, así el libro, en una sociedad de consumo, sea un artículo de lujo y no un derecho de cualquier ciudadano del mundo.

Mi madre leía con sumo interés a los fabulistas de todos los tiempos, quizás por eso, hablaba con parábolas, sentencias y moralejas, que le permitían sintetizar sus ideas y sentimientos y poner en jaque los argumentos de sus interlocutores; una forma de abreviar las extensas exposiciones de las personas acostumbradas a hablar como cotorras solo por el hecho de hablar por hablar, porque tienen boca, pero no siempre la razón, como decía mi madre cada vez que tapaba la boca de sus interlocutores echándoles en la cara un simple proverbio o una moraleja universal. 

Las lecturas de mi madre hicieron de ella una persona culta, con conocimientos que no adquirió en las academias ni en las casas superiores de estudio, sino en los libros que cuidaba y cobijaba en su pequeña biblioteca familiar, una suerte de cofre donde estaban algunas de las joyas de la literatura nacional y mundial, un territorio poblado de palabras donde ella se refugiaba para sortear las obligaciones domésticas y rescatar el tiempo que dedicaba a su trabajo y sus hijos.

La pequeña biblioteca de mi madre fue un espacio suficiente que le proporcionaba una inconmensurable satisfacción y una sobrada felicidad, que ella necesitaba como toda mujer profesional, madre de familia y ama de casa. Si bien mi madre nunca fue una biblioteca andante, al menos fue, por vocación y afición, una genuina lectora de libros que rellenaban su silencio y tranquilidad, ya sea en las buenas o en las malas. No en vano se la podía encontrar, sentada junto a la mesa del comedor, con los diarios abiertos de par en par, entreteniéndose con las imágenes y columnas, sobre todo, de los suplementos culturales y literarios, un ejercicio cotidiano que practicó sagradamente, con rigurosa disciplina y asombrosa fuerza de voluntad, a lo largo de su octogenaria vida.

Los libros fueron en su vida los fieles amigos que la acompañaban, sin pedirle nada a cambio y toda vez que había la ocasión, en sus días menos ajetreados y en sus noches de insomnio. De ese modo aprendió a repetir de memoria algunos poemas y a recontar las fábulas que estaban llenas de valores éticos, estéticos y didácticos. Ella, sin mezquindad alguna, estaba siempre dispuesta a impartir sus conocimientos a sus alumnos en su condición de profesora de educación primaria y secundaria, o a compartir entre sus colegas, con humildad y generosidad a toda prueba, sus doctas enseñanzas, sabidurías que ella misma aprendió en las páginas de los libros que leyó toda su vida. 

No está por demás decir que mi madre tenía una prodigiosa memoria, porque así como memorizaba las parábolas bíblicas, memorizaba también los versos de los poetas clásicos y contemporáneos. Desde luego que había libros que eran de su preferencia y que los leía con el amor que recomendaba Pablo Neruda. Tengo la certeza de que ella leía, casi siempre, los libros que eran de su interés, porque la lectura debía ser una suerte de regocijo, una experiencia de relajamiento, un espacio de absoluta felicidad como concebían Emerson y Montaigne. Ella estaba convencida de que cualquier esfuerzo por leer un libro por obligación no conducía a forjar ni a estimular el hábito de la lectura.

Al ver a mi madre con el libro entre las manos, desde los años de mi infancia, me hizo consciente de que algunas lectoras no pueden vivir ni dormir mientras no hayan leído las páginas de un libro que, de estar bien escrito y a la altura de sus expectativas, les proporciona la honda satisfacción de haber surfeado en las olas de la imaginación, de haber expandido su visión del mundo y haber alcanzado un territorio solaz y maravilloso, donde el alma se llena de felicidad y la mente de conocimientos.

De mi madre aprendí el gusto por la lectura, ya que ella parecía una mariposa libando el néctar de los libros y yo quería parecerme a ella, que jamás dejó de ser una voraz lectora de la literatura nacional y mundial, hasta el día en que, rodeada de su seres queridos, sus libros favoritos y mirando su pequeña biblioteca familiar, falleció en el invierno de 2020, en Estocolmo, Suecia.

domingo, 16 de marzo de 2025

LOS DERECHOS HUMANOS Y LA POESÍA

El escritor Víctor Montoya es uno de los invitados, en calidad de panelista, al Coloquio Poético La Poesía en la Memoria Histórica, en el marco de las 20º Jornada por los Derechos Humanos y la Poesía, en conmemoración al Día Mundial de la Poesía, que se celebra anualmente cada 21 de marzo desde el año 2000, luego de haber sido proclamada por UNESCO en noviembre de 1999, con el propósito de establecer una plataforma cultural para honrar a los poetas, revivir las tradiciones orales de recitales de poesía, y promover la lectura, escritura y enseñanza de una de las mejores manifestaciones artísticas del pensamiento y la imaginación del ser humano.

La organización de esta importante actividad está a cargo del Centro Albor Arte y Cultura que, desde hace 27 años de incansable trabajo en la ciudad de El Alto, no ha dejado de desarrollar proyectos y programas artístico-culturales destinados a los niños, jóvenes y población en general, con la perspectiva de rescatar la cultura del país desde la memoria histórica, la lucha contra el racismo, la defensa de los Derechos Humanos y la identidad cultural.

El acto se realizará este 20 de marzo, a Hrs. 19:00, en el Auditorio del Museo de Arte Antonio Paredes Candia de El Alto (Ciudad Satélite, plan 561, calle Núñez del Prado, a unos pasos del Teleférico Amarillo). 

lunes, 3 de marzo de 2025

DOS ARTISTAS CHILENOS EN EL STADHUS DE LIDINGÖ

El pintor venezolano Francisco Blanco, a tiempo de inaugurar la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda, se refirió a una anécdota de Gabriel García Márquez: Cuando a él le preguntaron alguna vez cuál era su color, dijo: ‘el amarillo’. ¿Pero qué clase de amarillo, exactamente? ‘El amarillo del Caribe a las tres de la tarde visto desde Jamaica’, contestó. Así, como esta respuesta, los cuadros de Salazar y Sepúlveda nos invitan a descubrir y comprender la realidad objetiva, que es una especie de aureola que envuelve a los artistas.

La muestra pictórica de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es un breve recorrido por las venas abiertas de América Latina, pues apenas se entra en la sala de exposiciones del Stadhus de Lidingö, el visitante se enfrenta a un altar erigido en una pared lateral, desde el cual se bifurcan dos caminos alfombrados, representando la ruta seguida por los conquistadores; por uno de los caminos arribaron al Nuevo Mundo y por el otro retornaron con todo el oro y la plata que saquearon de las civilizaciones precolombinas, mismas que fueron vencidas y sometidas a sangre y fuego. El altar presenta textos arrancados de la obra de Eduardo Galeano, quien, como ninguno, intentó reescribir la verdadera historia de un continente expoliado violentamente desde la llegada de Cristóbal Colón a tierras del Abya Ayala.

Según Salazar Luna (Maitencillo, 1956), la exposición tiene una doble importancia; primero, porque este año se cumple el V Centenario del Descubrimiento de América y, segundo, para recordarles a los europeos y latinoamericanos que el problema de nuestros pueblos sigue siendo el catolicismo, es decir, la religión. Este artista plástico autodidacta, que se inició haciendo instalaciones en galerías argentinas, logra plasmar en los lienzos, resaltando volúmenes, formas y transparencias, una historia poco conocida del continente americano.

Las obras de Salazar Luna, denominadas 500 años con la cruz y la espada, no son el producto de una mera casualidad, sino un trabajo madurado durante varios años. No en vano sus cerámicas, sus dibujos con tinta china, sus acrílicos y óleos, encierran un claro mensaje vislumbrándose en el rostro de los indígenas, en las armaduras de hierro y las cruces de los conquistadores. Asimismo, la serie de dibujos que él denominó El sueño de Bolívar y cuyos títulos son de por sí sugerentes: tenemos las mismas manos, la misma voz, la misma sangre…, constituye un vehemente llamado a la conciencia colectiva.

Jeanette Sepúlveda (Santiago, 1958), que estudió arte en la Universidad Católica de su ciudad natal, tiene una producción que refleja su mundo existencial, las añoranzas, la ecología, los insomnios, las relaciones humanas y sus asuntos. La grandeza de las culturas precolombinas, donde se amalgaman la realidad y la fantasía, el realismo y surrealismo, es una suerte de estilos y colores que exaltan figuras que representan la simbología de los mochicas, el calendario de los aztecas, las pirámides y las plazas de la civilización maya, donde los habitantes, protegidos por un dios ancestral que los contempla desde las alturas, llaman la atención por la variedad e intensidad de los colores.

Jeanette Sepúlveda, refiriéndose a su obra agrupada bajo el tema Vida y esperanza, señala: Mi trabajo pictórico es el resultado de situaciones cotidianas; de modo que la mayoría de las cosas que pienso, siento, escucho y veo están reflejadas en mi pintura. Me gusta dejarme llevar por lo que mi subconsciente me pueda entregar, pero también hay una búsqueda consciente de querer lograr un lenguaje pictórico original. No quiero repetir lo que ya existe, sino crear una pintura que tenga un sello personal.

Sin embargo, en los óleos y collages de Jeanette Sepúlveda no solo se explayan las vivencias personales, sino también colectivas; más aún, cuando la artista ha tomado muchos elementos prestados de las culturas precolombinas que, una vez incorporados a sus cuadros, han pasado a formar parte de su mundo artístico.

En síntesis, la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es una buena ocasión para recordarnos que la celebración del V Centenario, del llamado “Descubrimiento de América”, no es más que una festividad que tiende a encubrir los 500 años de genocidio y saqueo perpetrados por los conquistadores en las tierras del Nuevo Mundo.   

jueves, 20 de febrero de 2025

 

EL PÁJARO CAMPANA

Cuando los árboles se miraban en las aguas del río y el sol ofrecía vida con su luz dorada, nació un pichón de bellísimo plumaje.

Los animales del bosque, al escuchar la melodía de sus trinos, le pusieron el nombre de Pájaro Campana.

Una mañana, que tenía en sí algo de divino, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro salió de su nido, desplegó sus alas al viento y voló como una chispa alegre más allá del horizonte.

Las ramas eran mecidas por el viento y los animales arrullados por los trinos del pájaro cantor, que volaba haciendo círculos en el espacio donde las nubes fueron barridas por el sol.

La noche tendió su manto sobre el bosque y el Pájaro Campana volvió a su nido bajo el cielo salpicado de estrellas.

A fines de la más límpida estación del año, cuando el bosque estaba como botánico en plenitud, llegó un gorila feroz desde el otro lado del río.

El Pájaro Campana no advirtió la llegada del cazador, pero los animales, escondidos tras las piedras y los troncos, atisbaban al gorila que se internaba en el bosque a paso marcial.

El vértigo de los días tristes aún no se presentó, por eso el sol resplandecía alegre, esperando que el Pájaro Campana volara por encima de los árboles, desgranando sus canciones cual racimos de flores.

Esa misma mañana, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro voló como un cometa de papel. Su corazón galopaba como un corcel y su sangre corría por sus arterias como un ganado de vacas en tropel. Sus ojos, que eran la luz de su conciencia, veían alejarse la vida y acercarse la muerte, mientras su canto hacía surcos en el aire.

El gorila, tendido sobre el follaje, escuchó el canto del Pájaro Campana. Alistó su escopeta y, tras apuntar contra la llamita de fuego, presionó el gatillo y la bala desapareció en la carne vida del pajarito. Pero él, que tenía los huesos tenaces y los músculos bien fornidos, se dejó aterrizar agónico sobre el pasto, con una herida abierta de donde le fluía la sangre a borbotones. Parecía una estrella diminuta apagándose en el bosque. La sangre se le confundía con el color de su plumaje y los latidos de su corazón con los redobles del tambor.

El sol radiante, testigo del acto fúnebre, proyectó el espectro enorme e impresionante del gorila. La sombra cayó justo allí donde el pájaro se retorcía en suplicios de dolor.

–¡Muere ya! –le gritó el gorila, con un bramido descomunal.

–No muero –replicó el pajarito–, porque hoy mismo nacen millares de pichones con el color de mi plumaje...

El trágico espectáculo hizo que el sol se escondiera detrás de las nubes y las flores se marchitaran una a una.

Al precipitarse la noche, el gorila, cuyo corazón era más duro que la roca y más frío que la muerte, retornó a su guarida. La luna se descompuso en aspas fosforescentes y los animales decidieron vengar la muerte del Pájaro Campana.

Cuando la última estrella se apagó en el cielo, el gorila salió de su guarida, la escopeta terciada a la espalda y las botas destalonadas. Sintió retorcijones en la panza y se echó a correr bosque adentro, articulando palabras que rebotaban en el silencio. Cortó la respiración en su punto más alto, aspiró hasta inflarse como un sapo y aligeró sus pasos para internarse cuanto antes bosque adentro. Al cabo de un tiempo, se detuvo en seco y miró en derredor, sin ver ni oír a nadie.

–Todo ha quedado sin vida –dijo, contemplando sus botas destalonadas.

Y en medio de un silencio insondable, los animales emprendieron su plan de imponer justicia en el bosque. Lo primero era cercar al gorila y después hacer..., hacer lo que vendría.

–¿Dónde están mis presas? –se preguntó el gorila, con un tono de queja en la voz.

Las lágrimas ahogaron su mirada y la respiración se le hizo un nudo en el pescuezo. No sabía qué hacer, si quedarse o volver. Estaba cabizbajo y perniabierto, y su corazón, más grande que el puño de una mano, parecía estallar contra los huesos de su pecho.

Los animales avanzaron hacia donde estaba el gorila, la boca espumante y los ojos anegados. Había llegado el instante de la asonada final. El conejo lanzó un vibrante grito de ataque y los demás se lanzaron a la carga.

El gorila, a pesar de estar armado, no pudo retener al torrente de animales que se le abalanzaron como el ímpetu de una ola, pero así aprendió que en el bosque no existían seres más poderosos que la inmensa mayoría.

Pasado el incidente, aquel lugar volvió a ser como antes: el jardín florido de la tierra, y el Pájaro Campana, que renació trinando versos de justicia, voló como una bandera victoriosa anunciando la libertad.

miércoles, 12 de febrero de 2025

MARIO VARGAS LLOSA. 

LOS ORÍGENES DE SU VOCACIÓN LITERARIA

Lo fantástico y maravilloso de América Latina no solo está presente en su realidad compleja y contradictoria, sino también en sus escritores contemporáneos, como es el caso del escribidor Varguitas, cuya vida y obra ha hecho correr cántaros de tinta, especialmente en Europa y Estados Unidos, donde despertó el interés de las revistas, los simposios, las tesis y, sobre todo, el interés de los estudiosos de la literatura hispanoamericana.

Desde la publicación de su libro de relatos; Los jefes, en 1958, no ha dejado de ser una maquinaria de palabras, personajes e historias. Cada nueva novela que ha publicado, desde La ciudad y los perros, ha sido siempre más larga y densa, con flecos sueltos que el lector debe anudarlos para comprenderlas mejor.

Si afirmamos que sus obras son un vasto testimonio social, por abarcar gran parte de la realidad peruana, lo más probable es que nos conteste que no, puesto que para él: la literatura no es una rama de la sociología, a diferencia de lo que opinaba José Carlos Mariátegui, para quien la literatura jamás fue algo independiente de las demás remas de la historia.

De cualquier modo, Lima y los cadetes en La ciudad y los perros, el burdel y el convento en La casa verde, las prostitutas y el cuartel en Pantaleón y las visitadoras, la taberna llamada La Catedral en Conversación en La Catedral y su más auténtica autobiografía en La tía Julia y el escribidor, son espejos que reflejan las mil y una caras del Perú, desde un extremo distinto al de Ciro Alegría y José María Arguedas.

La temática Vargasllosiana, a excepción de la La guerra del fin del mundo, fue arrancada de su propia experiencia. Tanto las escenas como los personajes son realidades que ha vivido y conocido el autor desde su más tiernas adolescencia. Ahora bien, si a Vargas Llosa le gusta ser el protagonista de sus cuentos y novelas, ¿por qué no existe un solo libro que recoja las experiencias de su infancia? Será que este período de su vida fue tan armonioso que no le sirvió de base para estructurar una novela, aferrado a la idea de que solo las experiencias caóticas, llenas de fantasmas y demonios, son capaces de tomar forma ordenada en una obra literaria.

Sin embargo, a muchísimos años de haber abandonado Bolivia, él mismo nos dio algunas pautas de su infancia, en un extenso artículo publicado en el diario español El País, en el que dice: De uno a diez viví en Cochabamba, Bolivia, y de esta ciudad, donde fui inocente y feliz, recuerdo, más que las cosas que hice y las personas que conocí, las de los libros que leí: ‘Sandokán, Nostradamus, Los tres mosqueteros, Cagliostro, Tom Sawyer, Simbad’.

Las historias de piratas, exploradores y bandidos, los amores románticos y, también, los versos que escondía mi madre en el velador (y que yo leía sin entender, solo porque tenían el encanto de los prohibido) ocupaban lo mejor de mis horas.

Como era intolerable que los libros que me gustaban se acabarían, a veces, les inventaba nuevos capítulos o les cambiaba el final. Esas continuaciones y enmiendas de historias ajenas fueron las primeras cosas que escribí, los primeros indicios de mi vocación de contador de historias.

Esta confesión del escribidor Varguitas, nos es suficiente para saber que las raíces de su vocación literaria se hallan en esa hermosa tierra valluna, donde no solo nació el rey del estaño boliviano, sino también un presidente que fue colgado de un farol frente al Palacio Quemado.

Aquel niño de sonrisa abierta, que se contaba historias a sí mismo para dormir y soñar con ser marinero en un país que no tiene mar, pronto llegaría a ser una de las figuras más importantes de la novelística latinoamericana y una verdadera autoridad en literatura universal, a quien hoy todos quieren estrecharle la mano, incluso los monarcas del Viejo Mundo.

Sin lugar a dudas, así como Vargas Llosa es consciente de que las películas de aventuras que vio en los cines cochabambinos y los libros que leyó con cariño le sirvieron de estímulos en su carrera de escribidor, es también consciente de que su literatura está objetivamente concentrada en el Perú, a pesar de haber vivido tantos años en un país acorralado por los golpes de Estado.

Por otro lado, lo que hasta ahora no ha acabado de comprender es: ¿Por qué escribe? ¿Qué es escribir? Lo único que sabe Varguitas, después de haberse consolidado como escritor, es que siempre ha vivido acosado por la tentación de convertir en ficción todas las cosas que le pasaban en carne propia. Quizás por eso sea el mejor escribidor de su propia historia.

Cuando retornó al Perú, haciendo sonar las erres y las eses, la primera impresión que se le apoderó en Camaná, ciudad costera ubicada en el departamento de Arequipa, fue ver las olas bravías de la mar, donde se zambulló y le picó un cangrejo, vaya a saber en qué lugar.

No obstante, solo más tarde aprendió a conocer la verdadera realidad del Perú; concretamente, cuando ingresó al Colegio Militar Leoncio Prado, que era un microcosmos de la sociedad peruana, rodeado por muros grisáceos, en donde lo único que interesaba era tener huevos de acero.

Mario Vargas Llosa es el arquetipo del escritor profesional cuya actividad puede ser comparada con la de un oficinista, que se levanta a la siete de las mañana y a las ocho está ya trabajando con todo el furor de su alma, porque, en su opinión, el escritor debe trabajar como un peón. Cuando aún era adolescente no sabía de donde robar tiempo para la escritura y, cuando era joven, su aspiración era llegar a ser como el plumífero Pedro Camacho.

Con el transcurso del tiempo, sus ilusiones se trocaron en realidad, ya que desde que llegó a Madrid para obtener el doctorado en Derecho, y luego a París, donde vivió siete años y trabajó como periodista, no simplemente tuvo tiempo para leer sino también para escribir.

Para este autor, que odia su país con ternura, la literatura no se ha limitado a ser una actividad de fines de semana o de vacaciones, sino la obsesión de su vida, una especie de esclavitud en la que uno encuentra una extraordinaria libertad.

Mario Vargas Llosa, a lo largo de su trayectoria, ha escrito ensayos, obras de teatro, novelas y artículos de periodismo, oficio al que está agradecido por haberlo nutrido de valiosas experiencias. De no haber sido el periodismo, jamás hubiera podido escribir ‘Conversación en La Catedral’, ni buena parte de ‘Los cachorros’, ni ‘La casa verde’, Y, con mayor razón, ‘La tía Julia y el escribidor’, confesó este autor peruano, cuya vocación literaria despertó leyendo libros de aventuras, mientras transcurría su infancia en la ciudad valluna de Cochabamba.  

domingo, 9 de febrero de 2025

MILAN KUNDERA, EL ESCRITOR DISIDENTE

Este escritor checoslovaco nació en Brno, en 1929, y falleció en París, en 2023. Ya durante la Primavera de Praga ejercía la cátedra de cinematografía y escultura. Su novela, La broma (1967), batió el récord de ventas en todas las librerías. Solo en 30 días se agotaron más de 120.000 ejemplares. Cuando se la llevó a la pantalla, fue la película más taquillera del año.

Obtuvo el Premio de la Unión de Escritores Checoslovacos en 1968. Luego del proceso de liberalización, que fue derrotado por los tanques del Pacto de Varsovia, La broma fue prohibida y retirada de las bibliotecas, acusada de que su leitmotiv reivindicaba la imagen de Trotsky y se burlaba de los lemas sagrados de la época estalinista.

Milan Kundera se estableció en París desde 1975 y desde 1979 fue privado a su nacionalidad. A poco de abandonar su ciudad, encandilado por la gran rebelión húngara, la Primavera de Praga y los movimientos estudiantiles polacos de 1958, 1968 y 1970, intentó explicar el avasallamiento cultural del que estaba siendo objeto su país por parte de una potencia limítrofe, con la que jamás tuvo ningún contacto a lo largo de su milenaria historia.

Cada vez que dictaba una conferencia o concedía una entrevista, aprovechaba el menor resquicio para denunciar los atropellos que cometía la Unión Soviética en contra de la libertad de expresión en Checoslovaquia, debido a que algo semejante no había ocurrido ni siquiera bajo la ocupación del nazismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial.

Me veo a mí mismo como uno de los últimos artistas de la gran cultura centroeuropea, que está a punto de ser masacrada –decía–, porque lo que está pasando en Europa central es precisamente la masare de su cultura (…) Todo proviene de allí: el psicoanálisis, el estructuralismo, la dodecafonía, el teatro del absurdo.

A pesar del regusto de la nostalgia y la ira acumulada, Kundera era un autor leído y reconocido en los países de Occidente. Recibió muchos premios y diversas distinciones. Sus novelas: La broma, La vida está en otra parte, El libro de la risa y el olvido y La insoportable levedad del ser, han sido traducidas a varios idiomas.

Parece extraño, pero sus libros son similares en forma y contenido. La primera tiene su germen en los años del estalinismo en Bohemia y su declive en 1965, la segunda recoge los acontecimientos que conmovieron a su país en 1968 y El libro de la risa y el olvido cuenta la historia de una hermosa mujer, cuyo exilio va borrando de su mente a su esposo, su ciudad y los recuerdos de su pasado. Son libros que están lejos de parecerse a las novelas históricas y a las crónicas políticas, ya que para Kundera, la creación literaria, más que ser una sarta de verdades morales o una fuente de profecías sociales, es la síntesis de la filosofía, la narración, los sueños y la autobiografía. No me gusta reducir la literatura a una lectura política –sostenía–, aunque la palabra disidente significa suponerle a uno una literatura de tesis. En efecto, Kundera hacía mucho que trazó la línea divisoria entre el verdadero valor estético de la novela y la profecía política del ensayo o el panfleto literario de segunda categoría.

Como pocos de los intelectuales de los países del Este exiliados en Occidente, Milan Kundera se sentía incómodo en su papel de disidente, ya que, a pesar de estar lejos de su tierra, vibraba junto a los acontecimientos que sacudían a Europa central, donde la buena literatura brillaba por su ausencia, y no porque faltaran artesanos de la palabra escrita, sino porque publicar esta literatura implicaba someterse a una censura puntillosa o bien arriesgarse en el azaroso mundo de las ediciones clandestinas.

Milan Kundera, al margen de sus novelas salpicadas de erotismo y exentas de todo realismo mágico, ha publicado innumerables artículos que versa sobre el arte de escribir y la situación geopolítica de los países que dependían de la Unión Soviética.

Este escritor checo, que tenía los pies puestos en Occidente y su corazón en el Este, entró y salió de París, esperanzado en que algún día pudiera retornar a la ciudad que lo vio nacer, y confiado en que el movimiento popular polaco, organizado en torno a Solidaridad, pudiera arrancar mayores concesiones al régimen de Jaruselsky. Mientras tanto, siguió siendo un disidente que se comparaba con el piano de Frédéric Chopin: Pienso a menudo en Chopin –confesó–. La ocupación rusa le impide volver a su Polonia nativa (…) En Varsovia, catorce años después de su muerte, los soldados rusos tiran su piano por la ventana del cuarto piso. Hoy toda la cultura de Europa central comparte la suerte del piano de Chopin.

viernes, 31 de enero de 2025

MICROTEXTOS VIII

El Tío, amo y mentor          

El Tío, que era mi amo y mentor, me saludó con un beso en la frente y dijo:

–¡Soy yo quien hace que hables o que no hables! ¡Soy yo quien hace que puedas oír o que no oigas nada! ¡Soy yo quien puede hacerte ver o dejarte ciego! ¡Soy yo quien te dicta lo que debes escribir, pues si no te dicto, tú no sabes qué escribir para atrapar la atención de los lectores.

–Ya no quiero que me dictes nada –supliqué enfurecido.

–Si no te dicto, ¿qué escribirás?

–No quiero ser más tu escribano. No quiero escribir nada, nada de nada.

–Si esa es tu voluntad. ¡Jódete, pues, carajo!

Escribano del Tío

–¿Por qué escribo sobre los mineros?

–Porque me da la gana.

–¿Por qué escribo lo que escribo?

–Porque me da la gana.

–¿Y por qué escribo sobre el Tío de la mina?

–Porque soy su escribano. Nada más ni nada menos que su escribano.

Simple esclavo

–¿Por qué me vas a quitar la vida? –preguntó el Tío.

–Porque el escritor decide sobre la vida y la muerte de sus personajes.

El Tío me miró a los ojos con los ojos anegados en lágrimas y exhaló un lastimero suspiro.

Lo miré entero y, como tantas veces que lo tuve entre mis manos, añadí:

–El escritor siempre tiene la última palabra. Él decide cuando darles vida a sus personajes y cuando quitárselas.

 –¡No me jodas con eso! –exclamó el Tío–. Tú no eres mi creador, sino apenas mi escribano. Por lo tanto, yo te diré cuándo debes quitarme la vida, mientras tanto sigue escribiendo sobre mis aventuras y desventuras, porque tú no eres un escritor independiente, sino mi esclavo, nada más que mi simple esclavo…

Es que…

Hace tiempo que no te sientas junto a mí, no compartes un trago conmigo, ni me ch’allas como debe ser.

–Es que…

–Además, me gustaría saber para qué me trajiste a tu casa, sabiendo que soy pájaro de otra jaula.

–Es que…

–¡Devuélveme a la misma mina de donde me sacaste o te arrepentirás de haber nacido, carajo!

–Es que…

–¡Es que…, es que…, es que…! ¡Eso es lo único que sabes balbucear como un opa, carajo! Si esta noche no traes mis golosinas -lo que más me gusta, y guarde que no te estoy pidiendo que me traigas a tu mujer, que también me gusta, sino mis k’uyunas, mis botellas de alcohol de 90 grados y mis hojas de coca-, te joderás para siempre. Dejaré de contarte mis historias y tú dejarás de ser mi escribano…

–Es que…

–Ya sabes, carajo. Si no cumples con las obligaciones que tienes conmigo, haré que te tragues a todos los sapos que tienes en tu colección, que arrojes gusanos por todos los agujeros de tu cuerpo y que tu muñeco no vuelva a pararse más, así tengas a la mujer más bella del mundo delante de tus ojos. ¡Te castigaré sin remordimientos ni contemplaciones, para que aprendas, de una vez y para siempre, quién es tu amo y señor, carajo!

–Es que…

–Deja ya de decir es que, porque me haces doler la cabeza como cuando me hablas de Dios. Ahora date prisa y trae mis golosinas antes de que te borre de un plumazo del mapa.

–Es que…, es que…, es que no sé cómo decirte para que me dejes seguir siendo tu escribano, nada más que tu escribano….

–Para empezar, tienes que terminar de decir es que…