jueves, 5 de marzo de 2015


¿TIENE ALMA LA MUJER?

En muchas épocas y culturas se puso en duda la condición humana de la mujer. Se usó y abusó de ella como si fuese un objeto cualquiera. Los hombres, en algunas civilizaciones, no estaban convencidos de que la mujer fuera enteramente una criatura humana, y en el Concilio de Mâcon, en el siglo IV de nuestra Era, se discutió frenéticamente si acaso la mujer tenía alma, habiéndose resuelto la cuestión por una escasa mayoría.

La Iglesia Católica, que ejerció un poder omnímodo sobre el mundo feudal y constituyó la única institución educativa hasta los albores del capitalismo, fue la primera en predicar que la opresión de la mujer era algo natural, pues en el Génesis se dice que, por haber desobedecido al Creador y haber incurrido en el pecado, estaba condenada a vivir sometida a la autoridad del hombre. Asimismo, los Diez Mandamientos del Antiguo Testamento no se refieren, en realidad, más que al hombre, mencionándose a la mujer solamente en el noveno, confundida con los criados y animales domésticos.

Según el cristianismo, la mujer depende del hombre no sólo porque fue creada de una de las costillas de éste, sino también porque a través de ella entraron los males en la Tierra, sobre cuyas premisas se fundamentaron las doctrinas misantrópicas de la continencia y la negación a la carne. La mujer estaba considerada como apóstol del diablo y como amenaza potencial para los intereses espirituales del hombre. De modo que, durante el auge del romanticismo y la caballerosidad hacia la mujer, se cometieron discriminaciones tan brutales como el uso del cinturón de castidad. Los romanceros dan cuenta de que los caballeros, antes de partir a las cruzadas, dejaban a sus mujeres en los conventos por razones de honor.

Las mismas instituciones, encargadas de tender un manto negro sobre la sexualidad femenina, se encargaron de pregonar la idea de que la mujer decente no tenía sensaciones de placer sexual y que su órgano genital era un orificio oscuro y sucio, que no debía mirarse ni tocarse.

El celibato, como requisito fundamental para el sacerdocio, era sinónimo del desprecio por el cuerpo y el sexo. La Iglesia impuso a sus feligreses una vida de abstinencia de las relaciones sexuales, puesto que en los tiempos paganos de la antigüedad se consideraba el celibato como algo más honroso que el matrimonio. Esta idea de pureza religiosa ha aumentado la tendencia a quitar valor al matrimonio y envilecer las relaciones sexuales, y ha llevado a que centenares de sacerdotes y monjas se esforzaran por llevar una vida entre votos de castidad.

El dogma de la perenne virginidad de María, que representa ante todo un modelo eminente y singular de maternidad, ha perpetuado la idea de que las relaciones sexuales son inmundas. Una tradición católica y ortodoxa, de hace unos quince siglos atrás, sostiene que María fue siempre virgen, lo que hace suponer que ella y José nunca tuvieron relaciones sexuales, y que los hermanos de Cristo eran en realidad sus primos. Esta idea consolidó la tradición del celibato para monjas y sacerdotes, aunque algunas investigaciones confluyen en señalar que los cuatro evangelios canónicos proporcionan evidencias concordantes de que Cristo tuvo verdaderos hermanos y hermanas en su familia. Por cuanto se debe aceptar el claro testimonio bíblico de que, después del parto de María, José llevó una vida conyugal normal con ella y engendró otros hijos e hijas. Además, esta controversia indujo a la teología a reflexionar en torno a esa mentalidad tan arraigada entre los católicos, quienes consideran que el placer es algo malo, que deteriora, que es mejor el sacrificio y que al cuerpo es mejor ofrecerle palos que placer.

Los reformadores del siglo XVI, quienes encontraron en Martín Lutero a su máximo exponente, rechazaron el celibato religioso y la concepción de que la mujer era un ser maligno, pero, a su vez, propagaron la retrógrada teoría de que la mujer estaba hecha por naturaleza para una vida de servidumbre y sumisión, y que dentro de la familia debía obedecer al marido, habida cuenta de que el hombre es la imagen y gloria de Dios, y ella la gloria del hombre.

El matrimonio se trocó en el único sacramento capaz de dignificar a la mujer ante el hombre y la sociedad. Una mujer fuera del matrimonio valía tanto como una mujer que no podía traer hijos al mundo. Jean-Jacques Rousseau estaba consciente de que el único lugar donde la mujer podía realizarse y existir como individuo, o sea como ciudadana, era dentro del contexto familiar. Por eso era costumbre que la mujer se case relativamente joven, y que, una vez desposada, se ocupe de los deberes del hogar y la educación de los hijos.

Desde la antigüedad, la mujer culta y dedicada a la vida profesional estaba vista como un ser indeseable, anormal y poco femenina; en cambio, una mujer que vivía como ángel de la guarda del hogar, dedicada a la maternidad y la felicidad del marido, encajaba perfectamente en los cánones de la Iglesia. En primer lugar, la mujer debía ser devota, ya que si amaba y obedecía a Dios, amaría y obedecería también a su marido; y, en segundo lugar, la mujer debía cultivar la elegancia social y, sobre todo, la tolerancia, ya que una mujer jovial, amable y de carácter afable -en especial para con el marido- evitaría toda violencia y furor.

Por otro lado, cabe añadir algunas líneas sobre la imagen creada por la Iglesia respecto a la mujer detestable y la mujer venerable, pues ésta es una de las lápidas que más ha pesado sobre la mujer en el mundo cristiano, y, aunque los historiadores admiten que los primeros cristianos no adoraban ni veneraban a mujer alguna, se sabe que desde el esclavismo se identificó a las mujeres con dos arquetipos: lo malo y lo bueno. Es decir, con dos tipos de mujeres diametralmente opuestas: una es Eva y la otra es María. La primera se asocia con la impureza, el pecado, la maldad y la sexualidad; en tanto la segunda se asocia con la pureza, la obediencia, la inocencia y la mediadora entre la divinidad y la humanidad.

Todo arranca de la creencia de que Eva escuchó a Satanás por medio de la serpiente y María escuchó a Dios en boca del ángel Gabriel. Eva fue expulsada del paraíso por pecadora, condenada a ser dominada por el hombre y a parir con dolor; en tanto María, quien no recibió mancilla y concibió sin pecado original, fue declarada bendita entre todas las mujeres. Así, Eva es la pecadora y María la purificadora, o como dice el refrán: la muerte a través de Eva y la redención a través de María.

La sociedad patriarcal se aprovechó de estos valores ético-morales promovidos por la veneración a la Virgen María y su imagen, para conservar los valores tradicionales relacionados con los valores machistas de la sociedad, como ser la castidad, obediencia y sumisión; más todavía, estos arquetipos permanecen latentes en el subconsciente colectivo, ya que se sigue nombrando a Eva cuando se trata de censurar la conducta de las mujeres que no aprecian la limpieza moral o se rebelan contra el sistema patriarcal en defensa de sus legítimos derechos.

miércoles, 4 de marzo de 2015


EL COLONIALISMO EN TINTÍN

La edición de Tintín en el Congo es un excelente motivo para abordar el tema del racismo en los llamados cómics, donde los negros representan el subdesarrollo y los blancos la expansión imperialista, una imagen que nos persigue como fantasma en el subconsciente colectivo. Si anudamos los cabos sueltos de la historia universal, advertiremos que el racismo tiene sus primeros antecedentes en el pasado colonial de las culturas no occidentales, donde los conquistadores europeos, a diferencia de los asiáticos, negros o indios, impusieron su voluntad a sangre y fuego.

En este contexto, la serie creada por Georges Rémy, quien usó el seudónimo de Hergé desde 1929, cuenta la versión oficial de los vencedores, con una fuerte dosis de racismo y una visión retorcida de la realidad del llamado Tercer Mundo. Y, sin embargo, su personaje principal, aparecido por primera vez en el suplemento juvenil de un periódico belga, es una de las figuras más aclamadas por los lectores desprevenidos y el personaje de ficción más cotizado en el reino de los cómics.

Los periplos de Tintín, traducido a medio centenar de idiomas, se han publicado en más de 100 países y el número de ejemplares vendidos ha superado los 150 millones en todo el mundo; lo suficiente como para difundir masivamente una ideología que atenta contra las razas y culturas, que hace tiempo ya se independizaron de los colonizadores europeos.

Desde su primera aventura, Tintín en el país de los soviets, hasta la muerte de su creador, en 1983, este periodista intrépido y curioso, de inamovible tupé y acompañado por su fiel fox terrier Milú, ha llegado a la Luna y ha recorrido un largo itinerario en la Tierra, desde Rusia hasta África colonial. Tintín es el Superman belga, pues ha cruzado los mares para pelear con los indios en las praderas norteamericanas, ha escalado las cimas de los Andes y el Himalaya, ha luchado contra las fieras salvajes de la jungla en la India y Suramérica, y, al mejor estilo de Indiana Jones, ha presenciado los acontecimientos de la historia contemporánea, como fue la guerra chino-japonesa, la revolución bolchevique y los diversos golpes de Estado en las más exóticas repúblicas bananeras, cuyos habitantes son sinónimos de incivilización y barbarie. Ahí tenemos el caso de Tintín en el Congo, donde el protagonista blanco, sentado en una litera, es llevado a cuestas por cuatro figuras grotescas, que tienen los ojos saltones, los labios desproporcionados y la piel negra como el ébano. La imagen parece inspirada en la clasificación racial hecha por el naturalista sueco Carl von Linné (1707-78), quien caracterizó a los africanos en los siguientes términos: negro, flemático, de cabellos negros y crespos, laxo, nariz roma, labios abultados, astuto, negligente, perezoso, y se rige por el arbitrio. En cambio el de raza aria es: blanco, musculoso, sanguíneo, ojos azules, cabellos rubios y ondulados, agudo, industrioso, versátil, y se rige por leyes.



Esta imagen, enraizada en la mentalidad colonialista de Occidente, induce a pensar que los angoleños son una suerte de esclavos postrados ante los pies del hombre blanco, al cual adoran y convierten en jefe supremo de sus tribus, dando lugar, de este modo,  al sentido de dominación de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra, de una raza sobre otra.

No se debe olvidar que este país del oeste  africano, que primero fue colonia portuguesa y después belga, sufrió el desprecio y la expoliación de Occidente. Así, entre el siglo XVI y XIX, fue uno de los centros principales del comercio de esclavos, quienes fueron vendidos y transportados al continente americano, mientras en el siglo XX, a consecuencia de la expansión y el saqueo imperialista, las empresas transnacionales intensificaron la explotación de sus recursos naturales, que hizo florecer el comercio de diamantes, cobre, oro, plata, cinc y otros.

Tintín, visto desde esta perspectiva, es el representante de una cultura y, por lo tanto, de una mentalidad que, desde la época del colonialismo europeo, ha intentado perpetuar la supremacía del hombre blanco. En las series basadas en las teorías del social-darwinismo, que legitiman la existencia de razas superiores y razas inferiores, los negros, asiáticos e indios, representan a los malhechores oscuros de la sociedad, en tanto los blancos, buenos, bellos e inteligentes, son los héroes de las historietas, donde se cumplen los sueños de quienes defienden la supremacía del hombre blanco, así el racismo sea una utopía como la especulación del social-darwinismo. Basta revisar la historia de las diversas culturas para comprobar que las razas y los pueblos se han turnado en la vanguardia de la civilización, siendo así que pueblos que conocieron antes un deslumbrante esplendor, aparecen en la actualidad postergados en relación a otros que sufrieron un vertiginoso desarrollo en los últimos tiempos.

Las aventuras de Tintín, al menos en su viaje al Congo (ahora República de Zaire), tienen una clara intención racista, que es preciso aclarar para que no se siga creyendo en el mito de que el negro nació para ser esclavo y el blanco para dominarlo por mandato divino.

miércoles, 25 de febrero de 2015


CIENCIA, EMPIRISMO Y RELATIVIDAD

Toda ciencia que estudia un fenómeno determinado, ya sea social o natural, tiene por objeto hallar explicaciones que sean más coherentes que las proporcionadas por el empirismo, cuyo sistema de estudio, sin la teoría ni el razonamiento, está basado en el uso exclusivo de la experiencia y la percepción, a diferencia de los conocimientos científicos, que siguen un proceso más sistemático desde la observación hasta la experimentación.

Todo investigador sabe cuándo y en qué se diferencia la ciencia de la percepción meramente empírica. Una de estas diferencias es que, el empirismo se conforma con ordenar las observaciones sobre la base de impresiones que surgen de modo espontáneo; la ciencia, en cambio, desarrolla sus tesis de manera crítica y racional. Esto hace que el hombre de ciencia y el hombre común, por ejemplo, lleguen a conclusiones diferentes acerca de un determinado objeto de investigación. Así, cuando se le pregunta a una persona carente de conocimientos científicos: si es el Sol el que gira alrededor de la Tierra o ésta alrededor del Sol, lo más probable es que conteste: el Sol gira alrededor de la Tierra, porque esto es lo que él observa cada día. Sin embargo, una persona que haya estudiado sistemáticamente el sistema de rotación o traslación de la Tierra, como lo hizo Copérnico o Galileo Galilei, sabe que la Tierra y el reto de los planetas describen sus órbitas alrededor del Sol y no a la inversa.

Los resultados científicos de una investigación dependen del objeto que se estudia, pues no es lo mismo investigar un aspecto de la biología o la física, que investigar un aspecto de las relaciones sociales, no sólo porque los métodos de análisis que se usan son distintos, sino también porque las ciencias exactas y las ciencias sociales son dos campos diferentes. Por lo tanto, no es lo mismo que un técnico investigue el desarrollo de las computadoras, que un sociólogo investigue la interrelación social de los individuos. El primero tiene un carácter NO NORMATIVO. Es decir, explica cómo es el objeto estudiado y cómo debería de ser. El segundo, en cambio, tiene un carácter más NORMATIVO, dependiendo del objetivo que se persigue con los resultados de la investigación, además de los conceptos políticos o ideológicos que sustenta el investigador; más aún, si partimos del principio de que un investigador social es, asimismo, un miembro de la sociedad y un producto de las relaciones sociales, cuyas investigaciones, a diferencia de las de un físico o un biólogo que estudia los fenómenos desde fuera, pueden incurrir en dos errores: primero, la de aprobar, sin modificación alguna, las estructuras sociales; y, segundo, la de usar los resultados de su investigación como un instrumento de reproducción o transformación de las estructuras sociales vigentes. Asimismo, el empirismo pretende explicar la formación del humano por combinación de los datos de los sentidos, sin intervención original alguna de la razón.

Entre los más destacados filósofos partidarios del empirismo figuran el inglés Jonh Locke (1632-1704) y el francés Etienne Bonnot de Condillac (1715-1780). La reflexión, que el filósofo inglés combinaba con las sensaciones, lo miró el filósofo francés como inútil complicación del sistema; en su concepto, no hay dos orígenes de nuestras ideas sino uno solo. El principio único que señala Condillac como origen de todas las dificultades, es nada menos que la sensación; de ésta resulta la atención; de la atención resultan, a su vez, todas las demás facultades intelectuales. Y puesto que la atención no es más que una sensación, en último análisis, todas las demás facultades, tanto afectivas como intelectuales, derivan de la sensación; empero, a una primera atención puede suceder otra nueva. Es decir, una sensación que se transforma también en atención por su vivacidad, pero observa Condillac que la impresión que la primera sensación ha hecho sobre nuestra alma se conservará todavía, como lo prueba la experiencia por razón de su vivacidad.

Nuestra capacidad de sentir se encuentra, entonces, repartida entre la sensación que tuvimos y la que tenemos. El sujeto las percibe de modo distinto; una de ellas nos parece pasada, otra actual. A la impresión actual, Condillac le da el nombre de atención; a la impresión pasada la llama memoria; a la comparación de las dos sensaciones la llama juicio, el cual, habida cuenta de la misma comparación, es también sensación. Y así el empirismo de Condillac trata de darnos el cuadro rigurosamente científico de nuestra vida mental.

El empirismo de Locke, si bien menos radical que el de Condillac, admite la reflexión, pero niega que tengamos conocimiento alguno de la esencia de la sustancia. Ahora bien, si el empirismo es históricamente antiquísimo, se debe reconocer que durante la Edad Media alcanzó su resonancia mayor.

El dilema de la Edad Media

La experiencia cotidiana le indicaba al hombre de la Edad Media, con seguridad absoluta, que la Tierra era un cuerpo fijo y que alrededor de ésta giraba el Sol. Además, cabe recordar que el empirismo de la Edad Media estuvo basado en las teorías del astrónomo griego Claudio Ptolomeo (s. II d. de J. C.), autor de la célebre Composición matemática, a quien se lo consideraba una gran autoridad por sus conocimientos que sustentaban la hipótesis de que la Tierra era el centro del universo y un cuerpo sin movimiento alguno.

El astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), por su parte, demostró el doble movimiento de los planetas sobre sí mismos y alrededor del Sol, al igual que el físico y astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642), quien, sustentando sus conocimientos por medio de la observación y la experimentación, publicó en Florencia su Diálogo sobre los dos Máximos Sistemas, Ptolomeico y Coperniquiano (1636), en el que defendía la concepción heliocéntrica del universo formulada por Copérnico, frente al sistema de Ptolomeo, que afirma que el Sol gira en torno a la Tierra. Desde ya, el libro suscitó pronto el interés de los ambientes intelectuales europeos y la desconfianza de la Iglesia, que entonces había encontrado en Ptolomeo una confirmación científica del antropocentrismo inmanente a su fe en la creación. De modo que Galileo, obligado a retractarse por haber proclamado, después de Copérnico, que la Tierra giraba sobre sí misma, contrariamente a las concepciones sostenidas por las Sagradas Escrituras, fue procesado por el Santo Oficio, y, tras 17 años de causa, fue condenado y confinado, luego de ser forzado a adjudicar de sus errores, siendo eximido de la pena de cárcel sólo por su avanzada edad y sus condiciones precarias de salud, que, desde luego, ningún perdón tardío puede remediar la amargura y la soledad de los últimos años de su vida, transcurrida en encierros domiciliarios, como correspondía a un penitente de la Inquisición.

Con todo, a los 350 años de su muerte, el Vaticano, a través del Papa Juan Pablo II, rehabilitó en 1992 el cientificismo de Galileo Galilei, y criticó los errores de los teólogos de la época que dieron pié a tal condena. Así, pues, en un discurso de 13 páginas, leído en la Sala Regia del Palacio Apostólico, ante los miembros de la Pontificia Academia de la Ciencia, y el cuerpo diplomático acreditado, el Papa calificó al científico italiano del siglo XVII de Físico genial y Creyente sincero, sin descalificar expresamente al tribunal que lo sentenció, basado, probablemente, en la concepción de que la naturaleza y la Biblia derivan ambas de Dios, y que es absurdo querer contradecir la naturaleza, que es la expresión directa de la voluntad divina. Al mismo tiempo, el Papa, polaco como Copérnico, denunció el mito del oscurantismo dogmático, al que dio pié la condena de Galileo, que desde el siglo XVII difundió la idea de que ciencia y fe son inconciliables. Para la Iglesia, lo peor del caso Galileo fue que a partir del siglo XVIII, dicho caso fue el símbolo del rechazo de la Iglesia al progreso científico, o bien del oscurantismo dogmático, opuesto a la libre búsqueda de la verdad. Y, aunque no se trata del primer paso en la rehabilitación de Galileo, el discurso que pronunció el Papa en el Vaticano cerró una historia que acabó ocasionando una trágica incomprensión recíproca entre teólogos y hombres de ciencia.

Relatividad y aproximaciones

Cuando los hombres desconocían la esfericidad de la Tierra y se la imaginaban plana como una moneda, la interpretación literal que en aquella época se daba de la Biblia, era considerada como concepto absoluto y no relativo. Pero, más tarde, cuando se descubrió que la Tierra era esférica, tanto el empirismo como el sentido vertical de las Sagradas Escrituras se tambalearon en el saber humano.

Ya dijimos que, la diferencia existente entre ciencia y empirismo se puede apreciar en las teorías que se tenían acerca de la forma de la Tierra hasta el siglo XV, pues tanto los teólogos como la gente del pueblo creían que ésta era plana y que el horizonte terminaba en abismos, a falta de mayores conocimientos sobre las leyes de la gravedad. Sin embargo, tras los viajes de circunnavegación alrededor del Mundo, se demostró la teoría de que la Tierra era redonda y que las personas que habitaban en el hemisferio Sur no caminaban cabeza abajo ni se caían en los abismos, porque la tierra tiene un centro de gravedad, y que los conceptos de arriba y abajo son relativos y no absolutos.

Otro ejemplo, que demuestra la diferencia existente entre el empirismo y la ciencia, es el siguiente caso de relatividad: ¿A qué lado del camino está situada la casa, a la derecha o a la izquierda? Esta pregunta no es fácil de responder, puesto que si uno camina del puente hacia el bosque, la casa estará al lado izquierdo y si, por el contrario, camina del bosque hacia el puente, la casa estará a la derecha. Consiguientemente, los conceptos derecha e izquierda son relativos. La respuesta dependerá del lugar donde se haga la pregunta. Lo mismo que, día y noche son conceptos relativos, y no se podrá contestar a la pregunta sino se indica el punto del globo terrestre respecto al cual gira la conversación; es más, el semiólogo italiano Umberto Eco, refiriéndose a las aproximaciones del lenguaje, como a las paradojas de los relojes, dice: Después de que los lógicos se preocuparon de hallar reglas matemáticas para construir proporciones no ambiguas, no sólo la lingüística, sino la propia lógica y la inteligencia artificial se ha dado cuenta de que el lenguaje natural es el reino de las aproximaciones... Hace años que están efectuando investigaciones sobre lo que la gente piensa que es un ave. La gente piensa que las aves vuelan y considera que los pollos son aves. Todas nuestras definiciones son aproximativas... Sujetos sometidos a exámenes correctamente elaborados han revelado, durante los experimentos, que piensan que el águila es un ave, al igual que un pollo, pero que el águila es más ave que el pollo; de ahí que los lingüistas hayan establecido, por decirlo así, escalas de ‘pajaridad’ en las que el águila vale 10 puntos y el pollo uno (y creo que los búhos estaban en un escalón algo inferior al de los cóndores). Resumiendo, nosotros hablamos siempre de manera aproximativa, y conseguimos entendernos sólo porque comparamos nuestras expresiones, fundamentalmente inexactas, con el momento en que las utilizamos, con la naturaleza del interlocutor, con lo que se dijo anteriormente y con el tema de la conversación presente”. De modo que, en nuestra intercomunicación “nos salva nuestro ‘más-o-menos’, pues de lo contrario seríamos todos como el Funes de Borges, el cual, debido a la exactitud de su percepción y de su memoria, no podía aceptar que el perro que había visto a las tres de perfil pudiese ser el mismo que veía de frente a las cuatro. Nos moriríamos, como él.

lunes, 23 de febrero de 2015


EN EL TEMPLO DEL SOCAVÓN

–¡Abran cancha, carajos! ¡Aquí viene Lucifer! –Vociferó el Tío, abriéndose paso entre los danzarines de la fraternidad de los diablos–. Soy el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros, quienes se entregan a la danza y borrachera en cada Carnaval. Así olvidan por unos días la dureza del medio en el que viven y la precariedad de un trabajo que apenas sí les da para subsistir con dignidad... 

Los danzarines, apenas lo vieron entrar en el Templo del Socavón, se hicieron a un lado dejándole el paso libre, mientras la Virgen de la Candelaria, patrona de los mineros, no le perdía de vista desde el retablo principal, donde estaba el fresco representando su inmaculada imagen y por donde pasaban, una y otra vez, los promesantes en los días del Carnaval.

El Tío, batiendo su capa de luces como el capote de un torero, avanzó de manera resuelta hacia ella, se dejó caer de rodillas y dijo:

–Vengo a bailártelo mi diablada con fe y devoción, y, si no es un agravio contra la fe, vengo también a divertirme con las Chinasupay, quienes tienen los deseos más ardientes que las llamas del infierno, queriéndose tragar a los hombres como a leñas del monte.

La Virgen, con su pequeño hijo en el brazo izquierdo, la candela en la mano derecha  y luciéndose con sus mejores atuendos y alhajas,  lo miró desde arriba, escrutándole el traje de deslumbrantes reptiles y batracios, que en las hombreras de su capa lucían como animales hechos de querubines, zafiros y esmeraldas.

La Virgen sabía que el Tío era el indiscutible promotor y protagonista central del Carnaval de Oruro, donde bailaba a sus anchas, borracho y enamorado, con el látigo de vergajo en una mano y el cetro de mando en la otra, a modo de advertir a todos que jamás habrá fuerza humana ni divina que ponga frenos a la danza de los diablos, capaces de arrancarle chispas al empedrado con sus tacones más claveteados que las herraduras del caballo.
El Tío, de semblante feroz y cuernos puntiagudos como para rasgar la franela del reino celestial, recorrió hasta los pies de la Mamita K’achamosa, levantó la cabeza y, dirigiéndole una mirada encendida por luces infernales, le dijo:

–Vengo desde la eterna noche de mi reino, lleno de fervor y hondo pesar, esperando poder confesarte mis pecados de pendenciero, mujeriego y bebedor.

La Virgen, como si estuviese sorda, no escuchó los pedidos de quien suplicaba bendiciones para abrir las puertas de su corazón; por el contario, le clavó una mirada severa, parecida a la saeta de un cazador de bestias, y le reprochó:

Eres el ángel caído por haberte rebelado contra la palabra de Dios, eres el príncipe de las tinieblas y tentador del género humano. Te pareces al reptil que se deja amilanar por Satanás como por la flauta de un encantador de serpientes. Así que no vengas con que aquí lo puse y no aparece, pobre diablo...

El Tío levantó las manos, se cubrió la cara y pensó: ¡Oh, mierdas! La Mamita conoce mis debilidades como si me hubiese parido. ¡Ah, pobre de mí!

La Virgen, al verlo con los hombros encogidos como un pájaro alicaído, se inclinó ligeramente hacia él y, rozándole los cuernos con la punta de los dedos, le advirtió:

–Deja ya de blasfemar en la casa del Señor, criatura inmunda. De nada sirve que vengas de rodillas y seas tan ligero de mente como de lengua, porque sé que detrás de tu mano se esconde la zarpa de Satanás. Y, por si lo has olvidado, te recuerdo que se puede luchar contra todo y todos en este mundo, pero nunca contra la santísima Iglesia ni contra el infinito poder de Dios.

–Lo único que quiero es confesarte mis pecados y bailártelo mi diablada, Mamita del Socavón –suplicó el Tío, con una voz parecida el lamento de las zampoñas….

–No me supliques nada que nada puedo hacer por ti –dijo la protectora de los mineros–. Y, por último, ¡vete al demonio con tus diabladas!...

El Tío, sintiéndose atravesado por la misma sensación de quien entrega su alma al diablo antes de ser excomulgado de la santa Iglesia, se puso de pie, miró de un lado a otro, de arriba a abajo y, como todo aquel que no quiere llevar en la conciencia el inconmensurable peso de traición contra el supremo Creador, se metió a rezar en voz baja, apenas perceptible: 

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo…

Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre… –se escuchó un coro de voces en la nave mayor; eran los danzarines de la fraternidad de la diablada, quienes, postrados, zalameros, y sujetando su feroz máscara en las manos, rezaban con fervor y profunda fe en los milagros de la patrona de los mineros.

El Tío dejó de rezar y salió del Templo, cubriéndose el rostro con su capa de pedrería y abriéndose paso entre los danzarines hacinados en la casa del Señor.

Mientras los devotos volvían a persignarse, pronunciando a coro: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…, el Tío se alejó del Santuario de la Virgen del Socavón entre tamboreros, platilleros y soplalatas que, haciendo vibrar la Plaza del Folklore, interpretaban la música de la diablada al compás binario de dos por cuatro y ritmo marcial.

Así fue como el Tío, disfrazado con su traje de Lucifer, retornó a las entrañas de la Pachamama, convencido de que cuando se cierran las puertas del cielo, se abren las del infierno, donde uno cae, ¡zas!, así nomás, luego de ser empujado por un soplo divino hacia las crepitantes llamas del antro dominado por Satanás y sus siervos.

–Ésta no fue la primera ni la última vez que me reprochó la Mamita del Socavón –se dijo el Tío, sentándose en su trono de rocas minerales–, pero fue la primera vez que me recordó mis orígenes y me echó en cara las verdaderas intenciones de mi condición de pecador, la primera vez que bailé a medias mi diablada, la primera vez que dejé de aplacar el fuego de mis deseos con las caricias de las Chinasupay y, como si fuera poco, la primera vez que estalló mi voz estruendosa en el fondo de la mina, maldiciendo a la desconocida madre que me parió, con esta espantosa fealdad que, acepte o no la Mamita K’achamosa, adquiere la belleza de un Lucifer sólo en los días del Carnaval.

Está claro que el Tío, desde aquella vez en que sus súplicas de confesión fueron negadas por la Virgen del Socavón, se sintió como un pobre desgraciado en medio de sus riquezas minerales, exactamente igual que los mineros que, a pesar de bailárselo con alegría y devoción año tras año, siguen siendo pobres, y mientras más pobres, más devotos y fiestacuetillos.

De todas maneras el Tío, a diferencia de los mineros, tenía la capacidad de superar los sinsabores de este mundo y reírse de las trampas que le tendía la vida procurándole su estrepitosa caída. No en vano era el soberano de los mineros y el Lucifer más respetado del Carnaval de Oruro, y si no me creen, que me lo desmientan los directivos de la Asociación de Conjuntos del Folklore… ¡Qué carachos! 

viernes, 13 de febrero de 2015


CABEZA DE TURCO


En el apartamento del amigo Jorge Cuenca, boliviano de cepa y de gran corazón, encontré un libro que deslumbró mi interés apenas leí el título: Cabeza de turco. Acto seguido, mientras Jorge se deshacía en atenciones, le pregunté si acaso el título tenía algo que ver con esa expresión popular que convierte al turco en el blanco de las inculpaciones.

–No –contestó–. El libro trata sobre la situación de los inmigrantes turcos en Alemania y sobre el desprecio con que se trata al extranjero.

–¡Ah! –dije, acercándome al estante–. Entonces éste es el libro de Günter Wallraff, el Robin Hood urbano, quien pone en peligro a los fuertes y defiende a los débiles, y se disfraza de inmigrante para demostrar la xenofobia contra los turcos...

En efecto, el libro denuncia el maltrato y la explotación de los trabajadores ilegales, quienes, contratados por los traficantes de carne humana, son introducidos en trabajos eventuales como esclavos modernos.

A medida que leía la introducción, escrita por Rosa Montero, me imaginaba a Günter Wallraff transformado en turco, con finas lentillas de contacto, de color muy oscuro, una peluca negra encasquetada sobre su rala cabellera y chapurreando el idioma alemán.

La lectura del libro, por otro lado, me recordó al turco Alí, el amigo cargado de mucho oro en las manos y el cuello, que estudiaba sueco por las mañanas y trabajaba haciendo la limpieza por las noches.

Recuerdo que el turco Alí, quien venía a clases con los ojos colorados y vencidos por el sueño, me invitaba a comer kebab y tomar Fanta, porque en el Restaurante Jerusalén no servían cerveza por culpa del Corán y del puritanismo musulmán. Como fuere, con el turco Alí frecuenté las kebaberías de Estocolmo, hasta que la policía lo descubrió desprovisto de documentación legal y acabó por expulsarlo del país.

El libro de Günter Wallraff es un buen alegato del periodista audaz, dispuesto a ser el otro, el inmigrante, para someterse a las pruebas de fuego y denunciar, desde el lugar de los hechos, las injusticias que los empresarios cometen contra los trabajadores extranjeros, pues son pocos los periodistas capaces de introducirse como topos en el submundo de los inmigrantes ilegales que, debido a la discriminación estructural del sistema, habitan en zonas urbanas parecidas a los guetos, sin fregadero, ducha ni baño higiénico, y trabajando varias horas por día en condiciones inhumanas, sin máscara antigás, casco de protección ni seguridad social.

Günter Wallraff describe no sólo el mundo dantesco de los trabajadores ilegales en Alemania, sino también el desprecio con que se trata al extranjero en las calles y los bares. No en vano en una de las páginas se lee cómo un hombre, clavando una navaja en el mostrador del bar, le increpa a un inmigrante: ¡Cerdo turco de mierda, lárgate de una vez!  

Estas palabras, como muchas otras, las reconocía en mi propia experiencia. Así, cuando estudiaba en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, escuché en boca de uno de los catedráticos el siguiente comentario: En este instituto –dijo– los latinoamericanos comen en la mesa, los griegos la limpian y los turcos friegan los platos. Lo miré pasmado. No podía creer que un académico tuviera la mente tan estrecha que, en lugar de inspirar respeto, provocaba lástima y repulsión.

Durante mi práctica, en una escuela del barrio cosmopolita de Rinkeby, escuché en boca de varios niños la palabra turco, como apelativo aplicado a cualquier alumno cuyo comportamiento era reprochado tanto en la clase como en el recreo. Es decir, los niños aprendieron a buscar al cabeza de turco para echarle la culpa de todos los males.

Luego de prestarme el libro de Günter Wallraff y despedirme de Jorge Cuenca, me senté en el autobús junto a un muchacho de mostachos al estilo Emiliano Zapata y un collar enorme sobre el pecho. Me dijo que era chileno y, al ver el libro en mis manos, me pidió enseñarle el título. Se lo puse cerca de los ojos y, mientras él leía con el ceño fruncido, como si una llama se le hubiese encendido en su interior, le comenté que el protagonista del libro era un periodista alemán que se hacía pasar por turco y que, cada día al volver a su casa, constataba que el asiento contiguo estaba siempre vacío, así el autobús estuviese repleto de pasajeros.

–A mí también me pasa lo mismo –dijo esbozando una sonrisa que pronto se le enfrió en el rostro–. Hay días en que nadie se sienta a mi lado, quizá, porque tengo el aspecto de turco o, quizá, porque estos concha su madre creen que tengo un fuerte aliento a ajo y un cuchillo en la mano.

–No te preocupes por eso –le repliqué a punto de apearme del autobús–. A veces más vale ser cabeza de turco que cabeza de chorlito...

sábado, 7 de febrero de 2015


ARTE Y LITERATURA

Si por estética se entiende el estudio de la percepción de lo bello y, por analogía, de la creación artística, entonces resulta lógico que todo producto nacido del ingenio humano con fines de belleza, como ser la música, pintura y literatura, sean agradables a la sensibilidad y consideradas como obras de arte, aunque la palabra arte, estrechamente vinculada a la actividad creativa por medio de la cual el hombre intenta representar de manera bella sus imaginaciones, pensamientos y sentimientos, no siempre es un concepto universal y absoluto para todos, ya que, si se consideran los valores relativos en la apreciación de una obra de arte, lo que es bello para unos, puede no serlo para otros. 

No es casual que cada escuela filosófica, desde Platón hasta nuestros días, se haya planteado las preguntas: ¿Qué es lo bello? ¿Y cómo se mide el grado de belleza de un elemento animado o inanimado? Las respuestas han sido tan dispares como las preguntas que se han formulado a lo largo de la historia. Empero, lo único cierto es que cada individuo, a la hora de referirse a lo bello y lo feo, usa un criterio estético particular y subjetivo, que no siempre coincide con el gusto particular de los demás.
 
A pesar de las controversias y polémicas, que la estética ha generado desde el pasado histórico, existe un criterio generalizado que induce a pensar que la palabra bello o bella es un adjetivo que se aplica a todo objeto animado o inanimado que, luego de ser contemplado y sin previa reflexión, provoca una inmediata sensación de placer, sobre todo, de carácter emocional. Esto ocurre, por ejemplo, cuando una persona se enfrenta a la naturaleza, donde una mariposa, un río, una montaña o una flor, tienen la fuerza de cautivar por su belleza; lo mismo se experimenta ante la belleza de una obra de arte creada por el ingenio humano, a través de un cuadro, poema o composición musical.

Lo grave de este controvertido tema es que los estilistas y críticos de nuestra época, tanto en arte como en el espectáculo, manejan de manera absoluta el término de bello en contraposición de lo feo, como si la relación entre ambos fuese similar a la que existe entre lo bueno y malo, verdadero y falso, agradable y desagradable u otros antónimos que, si analizamos la connotación semántica de la palabra, corresponden a valoraciones relativas y no absolutas, porque, como ya se señaló líneas arriba, lo que puede ser bueno para unos, puede ser malo para otros.

Por eso mismo, considero que no es un criterio muy acertado aseverar que García Márquez sea mejor escritor que Vargas Llosa. En todo caso, es más correcto decir que escriben de manera diferente y que cada uno tiene su propio estilo literario, en vista de que el estilo de un autor es diferente al estilo de otro, sin que por esto ninguno de ellos sea mejor o peor, sino, simplemente, en que ambos son fabulosos en su destreza estilística y estrategia narrativa.

Me resulta igual de difícil aceptar el criterio de que Jaime Saenz era mejor poeta que Ricardo Jaimes Freyre o viceversa, puesto que ambos vates de la literatura boliviana tienen sus admiradores y detractores, sus aciertos y  desaciertos. Todo depende del prisma desde el cual se los mire, puesto que en literatura no existen parámetros científicos ni laboratorios químicos para definir lo que es oro y lo que es bronce, y mucho menos semidioses destinados a decidir lo qué es bueno y lo qué es malo.

Eso sí, lo único que les interesa a los lectores es saber que todo individuo que se expresa de manera lírica, no hace más que practicar la actividad poética, expresando sus pensamientos y sentimientos por medio de las palabras; al igual que un pintor que maneja la composición de los colores en sus cuadros o un músico que aplica la combinación de los sonidos en el ritmo de sus composiciones.

Está claro que el lenguaje del cual se vale la literatura, aunque no difiere en lo esencial del que se emplea corrientemente, está mejor elaborado que el lenguaje coloquial, tanto en el tratamiento del vocabulario como en el tono de la composición poética. Incluso en algunas obras escritas en prosa se perciben gotas de poesía gracias al equilibrio entre la sintaxis fluida del discurso narrativo y la regularidad rítmica de las frases. Esto es muy frecuente, y acaso necesario, en los autores dedicados a cultivar el relato o cuento breve.

Se entiende que el poeta, cada vez que escribe, emplea figuras de dicción o metáforas, intentando evitar voces, frases y giros empleados sin escrúpulos en el habla coloquial, aunque este criterio no siempre se ajusta a todas las literaturas ni a todos los poetas dedicados a exaltar la belleza por medio de los versos como forma de expresión.

Ahí tenemos los casos de Pablo Neruda y Nicanor Parra que, aparte de su natural inventiva, sensibilidad y talento poético, difieren en el manejo del lenguaje poético. Mientras Neruda explaya un lenguaje culto, con cierta dosis hacia los temas políticos y sociales, Parra se empeña en recrear el habla popular, el lenguaje de la tribu, como él lo llama, y en rescatar los temas íntimos de la condición humana. 

En consecuencia, cabe preguntarse: ¿Cuál de ellos es más o mejor poeta? La respuesta dependerá de la apreciación personal y subjetiva que cada lector tenga respecto a lo que los críticos consideran buena o mala poesía. Eso sí, a pesar de las disputas que se generan en torno al genio creativo de ambos poetas, no se puede eludir el hecho de que cada uno de ellos tienen sus méritos propios, que se los ganaron a pulso, dedicación, entrega y pasión, por forjar una obra con fines estéticos, así sus seguidores y detractores permanezcan anclados en sus respectivas posiciones.

Si bien es cierto que toda obra literaria debe hacer mayor hincapié en su forma que en su contenido, es cierto también que el lector es libre de elegir al autor que más le agrada y la obra que mejor llena sus expectativas emocionales e intelectuales, independientemente de las consideraciones de los estudiosos de la literatura, que no siempre coinciden con los gustos estéticos de los lectores, quienes, por intuición y sentido común, son también capaces de definir lo que es buena o mala poesía, lo que les gusta y lo que no les gusta.

En este modesto comentario, que no tiene la mínima intención de dañar sensibilidades, no se pretende otra cosa que aclarar que no existen poderes constituidos ni individuos geniales destinados a imponer normas a los creadores de las obras de arte. Tampoco existen semidioses capaces de levantar muros y trazar fronteras para separar entre la buena y mala literatura, salvo que ésta, para ser considerada realmente como mala, no cumpla con los requisitos elementales que debe tener toda obra literaria creada por el ingenio humano, como es la lucidez en la inventiva y en el diestro manejo de algunos instrumentos lingüísticos, como son el vigor expresivo, la coherencia sintáctica y la claridad semántica; todo lo demás -incluido el gramático y el crítico- viene por añadidura, no en vano se dice: Primero está el poeta y luego el gramático, o dicho de otro modo: Allí donde termina la gramática, empieza el arte de la palabra escrita”.

En consecuencia, se debe entender que el concepto de lo feo y lo bello es una noción abstracta, ligada a numerosos aspectos de la condición humana, y constituye una experiencia por demás subjetiva. En el campo del arte pictórico, por ejemplo, se dice con frecuencia que la belleza está en el ojo del observador; un criterio que no es del todo descabellado, puesto que un mismo cuadro, cuyo principal objetivo es provocar una reacción emocional o sensorial en el receptor, puede llamar la atención más de unos que de otros, debido a que la escala para medir lo que es bello tiene más valores relativos que absolutos.

En síntesis, una determinada obra de arte, en cualquiera de sus manifestaciones, no siempre puede ser bella para todos. Lo que quiere decir que cada individuo, según sus propios conocimientos, percepciones y experiencias de vida, posee la facultad de definir lo que es arte y lo que no es; lo que le parece bello o feo; lo que le resulta buen” o malo, porque como dice el viejo adagio: Sobre gustos no hay nada escrito

miércoles, 28 de enero de 2015


EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA

Alonso Quijano el Bueno, vecino de una aldea manchega, perdió el juicio de tanto haber leído libros de caballería. Y, como en ninguno de ellos halló la belleza y las aventuras que lo hicieran vibrar mientras leía, decidió convertirse en caballero andante -errante-, llamarse Don Quijote de la Mancha y emprender hazañas más fascinantes que las relatadas en Palmerín de Inglaterra y Amadís de Gaula.

Don Quijote, de complexión delgada, rostro enjuto y lenguas barbas, limpió los arreos y las armas de su bisabuelo, de finales del XV, y, a la usanza de los caballeros de los tiempos de la guerra de Granada, se alistó según los reglamentos mencionados en la literatura caballeresca.

Así comenzaron las aventuras de este iluso y valiente hidalgo Don Quijote de la Mancha, quien, enfundado en armadura, adarga al brazo, espada al ciento, lanza en ristre y montado en un rocín, se lanzó a los ficticios campos de batalla, dispuesto a poner a prueba su honra y su palabra.

En ese mundo hecho de fantasía, locura e ingenio, no tuvo otro designio que batirse fieramente contra los traidores y alevosos, contra los agravios, las injusticias y los falsos juramentos. No llevaba dinero en las alforjas, pero sí un puñado de sueños y anhelos que lo llevarían por diversos derroteros, con el temor transformado en coraje y la esperanza en bandera de libertad. 

Los aldeanos, al advertir que Don Quijote había perdido la razón de tanto leer libros de caballería, se dieron la tarea de quemarlos en una hoguera, como si fuesen obras escritas por herejes y desaforados. Pero era ya demasiado tarde, porque Don Quijote, como santo atrapado en las garras del diablo, estaba perdido en el laberinto de su quimera, donde las aventuras y desventuras parecían obras de encantamiento.

La obsesión de vivir como bravo y enamorado caballero, lo llevó a buscar una dama que lo acompañara en los sentimientos y las horas de sosiego, convencido de que un caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.

Claro que el caballero no tuvo necesidad de buscar mucho tiempo, puesto que ahí nomás, cerquita de su casa, dio con la moza Aldonza Lorenzo, a quien la rebautizó con el musical nombre de Dulcinea del Toboso. Desde entonces, ella era la dama de su corazón cautivo, en ella vio a la señora digna de un caballero que tenía la necesidad de alguien que le prepare la comida, la cama y la cura después de un duelo sostenido cuerpo a cuerpo.

Don Quijote, imaginándola como a una modelo lleno de virtudes y belleza, estaba presto a recitarle romances, de esos que salen como flores del espíritu ardiente de un galante caballero para luego hacerse ramilletes en el corazón de la mujer amada.

¿Qué hubiera sido de Don Quijote sin Dulcinea? Probablemente el personaje a medias de una novela mal contada. Por eso Miguel de Cervantes, maestro en el arte de narrar, inventó a doña Dulcinea que, teniendo por admirador a un loco de remate, era la mujer ante quien su caballero debía postrarse de rodillas no sólo para declamarle versos de amor, sino también para dedicarle el triunfo de sus batallas.

Don Quijote, como caballero de armas llevar, necesitaba también un escudero, un compañero inquebrantable en las encrucijadas y un amigo fiel como su perro galgo. Así convenció a un labrador vecino suyo, un hombre regordete y de escasa estatura, ofreciéndole el pago por sus servicios y prometiéndole la gobernación de las ínsulas que ganasen palmo a palmo y espada en mano. Sancho Panza, interesado y algo fiado en la suerte, dejó a su mujer y sus hijos, y se marchó con Don Quijote, montado en un jumento que tiraba coces y avanzaba a pasitrote.

El escudero de Don Quijote, que no sabía leer ni escribir, pisaba tierra firme con el peso de su cuerpo y su mente; su conducta pragmática era el contrapunto del idealismo de Don Quijote, a quien, viéndolo con un deterioro físico y aspecto hecho de sacrificios y derrotas, no dudó en aplicarle el certero apelativo de Caballero de la Triste Figura.

Sin embargo, Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura, supo ganarse el aprecio y la confianza de su escudero, quien, sin tener sangre de aventurero ni ideales de caballero, no sólo aprendió a compartir la mesa con su amo, a beber de su copa y a comer de su plato, sino también a tomar partido por su causa, aun tratándose de un simple arranque de locura, como cuando se enfrentó a los molinos de viento creyendo que eran monstruos gigantes aguardándolo en la pampa.

Don Quijote, desoyendo las explicaciones y consejos de su escudero, clavó las espuelas en los ijares de Rocinante y, en un intento de salvar su pellejo, se enfrentó contra los supuestos gigantes en un feroz combate, hasta que las aspas del molino hicieron pedazos su lanza y lo lanzaron por los aires en medio del loco ruido de su espada y armadura.

Cuando Sancho le reprochaba por su espíritu de guerrero, Don Quijote le explicaba que esa era una de las virtudes de todo caballero que, más que ser condenado por sus acciones mortales en los campos de batalla, era absuelto por la justicia y la divina ley, ya que en ninguno de los libros había leído que un caballero andante hubiese sido entregado a la justicia, por mucho de que hubiese cometido desatinos y homicidios.

Don Quijote, en busca de hazañas y en afán de cumplir con las tareas dignas de un hidalgo caballero, erraba por los campos noche y día, durmiendo a cielo abierto y comiendo los frutos del camino. Entre los aldeanos mostraba su valor, esfuerzo y, con la mano en la empuñadura de la espada, decía las cosas con tanto brío y elocuencia que los dejaba pensando en las profundas verdades encerradas en sus refranes y proverbios que, más que ser las expresiones de un loco, parecían las sabías enseñanzas de un cuerdo entre los cuerdos.

El Caballero de la Triste Figura hablaba con el corazón en la boca y estaba acostumbrado a lanzar arengas y discursos que su condición de caballero se lo permitían, casi siempre inspirado por la divina providencia y los ideales libertarios. En sus idas y venidas, siempre al borde del delirio, creía ver a hombres armados en los caminos, cuando no habían sino sólo arrieros y carreteros; confundía las casas con castillos, los molinos con gigantes, la manada de cabras y ovejas con un “copioso ejercito”; a las mozas de vida humilde con doncellas y a los venteros con grandes señores; ante sus ojos, y en su mente enajenada, cualquier ruin ostentaba el título de nobleza.

El  Caballero de la Triste Figura, al cabo de sus andanzas y hazañas, vividas con intensidad en su locura, retornó a su aldea llevando a cuestas sus amarguras y derrotas, sin haber conquistado reinos ni fortunas. Un día cayó enfermo en su lecho y, tras recobrar sus facultades mentales con un aura de melancolía, exhaló su último hálito de vida, rodeado de su fiel escudero, su sobrina y sus amigos, incluido el cura y el barbero, quienes jamás compartieron los propósitos ni los delirios del hidalgo caballero.

A pesar de los pesares, el que murió no fue Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano el Bueno, porque en la aldea manchega quedó el verbo y la figura del idealista soñador que durante siglos nos mantuvo disfrutando de sus inaccesibles quimeras, en alabanza suya y del género humano. Y quien todavía lo dude, no tiene más que adentrarse en la magistral obra de Miguel de Cervantes, el Manco de Lepanto que escribió las aventuras y desventuras de Don Quijote detrás de los barrotes de una cárcel.

sábado, 24 de enero de 2015


El EKEKO ENAMORADO

Esto ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.

La moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.

El hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una sincera amistad.

Micaela Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.

–Su valor equivale a cinco arrobas de papa –les dijo a tiempo de alzar la estatuilla. Luego añadió–: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar, provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como un verdadero patrono de la fortuna.

Micaela Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual les dejó dicho el amauta aymara.

Ni bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, se lo tejió ropas típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta calidad.

Cuando la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que llevaba a cuestas como un q'epiri (cargador), le hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales como espirituales.

En efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas, enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.
 
El Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de diosa, las trenzas apretaditas y bien hechas debajo del sombrero de lana de oveja, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, mantillas de vicuña cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas de jebe con hebillas de plata.

El Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual. 

Los días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja ideal y se complementarían como la dualidad conformada por chacha/warmi (hombre/mujer) en la cosmovisión andina.

Lo grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena. Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de Nuestra Señora de La Paz.

Don Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.

El Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de Mondragón, un cachupín que no disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos de mujer hecha de miel y belleza.

El Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un cachupín fuera el absoluto dueño del corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos de bienestar en la familia. 
 
Sin embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día, porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.

El Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y, como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo cobijan en su casa, dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los realistas se batían como fieras en todos los frentes.

El último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.

Después se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los campos de Sevilla.

Entonces el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.

Don Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los q’aras (blancos), que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como si tuviesen alma de esclavos.

En medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el galope de los caballos y el ruido de las armas de hierro, don Diego de Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la montura con una lanza atravesada en el pescuezo.

Micaela Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; Y, como si fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al Ekeko como a su propia vida.

Cuando la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien recupera un tesoro perdido.

Así fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día, del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara y, como por un artilugio de magia, dijo:

–Yo seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible soberana de los placeres del amor y la vida…

Micaela Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más complacida que antes y se metió en la cocina, donde prepararía un suculento plato paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.