jueves, 5 de marzo de 2015


¿TIENE ALMA LA MUJER?

En muchas épocas y culturas se puso en duda la condición humana de la mujer. Se usó y abusó de ella como si fuese un objeto cualquiera. Los hombres, en algunas civilizaciones, no estaban convencidos de que la mujer fuera enteramente una criatura humana, y en el Concilio de Mâcon, en el siglo IV de nuestra Era, se discutió frenéticamente si acaso la mujer tenía alma, habiéndose resuelto la cuestión por una escasa mayoría.

La Iglesia Católica, que ejerció un poder omnímodo sobre el mundo feudal y constituyó la única institución educativa hasta los albores del capitalismo, fue la primera en predicar que la opresión de la mujer era algo natural, pues en el Génesis se dice que, por haber desobedecido al Creador y haber incurrido en el pecado, estaba condenada a vivir sometida a la autoridad del hombre. Asimismo, los Diez Mandamientos del Antiguo Testamento no se refieren, en realidad, más que al hombre, mencionándose a la mujer solamente en el noveno, confundida con los criados y animales domésticos.

Según el cristianismo, la mujer depende del hombre no sólo porque fue creada de una de las costillas de éste, sino también porque a través de ella entraron los males en la Tierra, sobre cuyas premisas se fundamentaron las doctrinas misantrópicas de la continencia y la negación a la carne. La mujer estaba considerada como apóstol del diablo y como amenaza potencial para los intereses espirituales del hombre. De modo que, durante el auge del romanticismo y la caballerosidad hacia la mujer, se cometieron discriminaciones tan brutales como el uso del cinturón de castidad. Los romanceros dan cuenta de que los caballeros, antes de partir a las cruzadas, dejaban a sus mujeres en los conventos por razones de honor.

Las mismas instituciones, encargadas de tender un manto negro sobre la sexualidad femenina, se encargaron de pregonar la idea de que la mujer decente no tenía sensaciones de placer sexual y que su órgano genital era un orificio oscuro y sucio, que no debía mirarse ni tocarse.

El celibato, como requisito fundamental para el sacerdocio, era sinónimo del desprecio por el cuerpo y el sexo. La Iglesia impuso a sus feligreses una vida de abstinencia de las relaciones sexuales, puesto que en los tiempos paganos de la antigüedad se consideraba el celibato como algo más honroso que el matrimonio. Esta idea de pureza religiosa ha aumentado la tendencia a quitar valor al matrimonio y envilecer las relaciones sexuales, y ha llevado a que centenares de sacerdotes y monjas se esforzaran por llevar una vida entre votos de castidad.

El dogma de la perenne virginidad de María, que representa ante todo un modelo eminente y singular de maternidad, ha perpetuado la idea de que las relaciones sexuales son inmundas. Una tradición católica y ortodoxa, de hace unos quince siglos atrás, sostiene que María fue siempre virgen, lo que hace suponer que ella y José nunca tuvieron relaciones sexuales, y que los hermanos de Cristo eran en realidad sus primos. Esta idea consolidó la tradición del celibato para monjas y sacerdotes, aunque algunas investigaciones confluyen en señalar que los cuatro evangelios canónicos proporcionan evidencias concordantes de que Cristo tuvo verdaderos hermanos y hermanas en su familia. Por cuanto se debe aceptar el claro testimonio bíblico de que, después del parto de María, José llevó una vida conyugal normal con ella y engendró otros hijos e hijas. Además, esta controversia indujo a la teología a reflexionar en torno a esa mentalidad tan arraigada entre los católicos, quienes consideran que el placer es algo malo, que deteriora, que es mejor el sacrificio y que al cuerpo es mejor ofrecerle palos que placer.

Los reformadores del siglo XVI, quienes encontraron en Martín Lutero a su máximo exponente, rechazaron el celibato religioso y la concepción de que la mujer era un ser maligno, pero, a su vez, propagaron la retrógrada teoría de que la mujer estaba hecha por naturaleza para una vida de servidumbre y sumisión, y que dentro de la familia debía obedecer al marido, habida cuenta de que el hombre es la imagen y gloria de Dios, y ella la gloria del hombre.

El matrimonio se trocó en el único sacramento capaz de dignificar a la mujer ante el hombre y la sociedad. Una mujer fuera del matrimonio valía tanto como una mujer que no podía traer hijos al mundo. Jean-Jacques Rousseau estaba consciente de que el único lugar donde la mujer podía realizarse y existir como individuo, o sea como ciudadana, era dentro del contexto familiar. Por eso era costumbre que la mujer se case relativamente joven, y que, una vez desposada, se ocupe de los deberes del hogar y la educación de los hijos.

Desde la antigüedad, la mujer culta y dedicada a la vida profesional estaba vista como un ser indeseable, anormal y poco femenina; en cambio, una mujer que vivía como ángel de la guarda del hogar, dedicada a la maternidad y la felicidad del marido, encajaba perfectamente en los cánones de la Iglesia. En primer lugar, la mujer debía ser devota, ya que si amaba y obedecía a Dios, amaría y obedecería también a su marido; y, en segundo lugar, la mujer debía cultivar la elegancia social y, sobre todo, la tolerancia, ya que una mujer jovial, amable y de carácter afable -en especial para con el marido- evitaría toda violencia y furor.

Por otro lado, cabe añadir algunas líneas sobre la imagen creada por la Iglesia respecto a la mujer detestable y la mujer venerable, pues ésta es una de las lápidas que más ha pesado sobre la mujer en el mundo cristiano, y, aunque los historiadores admiten que los primeros cristianos no adoraban ni veneraban a mujer alguna, se sabe que desde el esclavismo se identificó a las mujeres con dos arquetipos: lo malo y lo bueno. Es decir, con dos tipos de mujeres diametralmente opuestas: una es Eva y la otra es María. La primera se asocia con la impureza, el pecado, la maldad y la sexualidad; en tanto la segunda se asocia con la pureza, la obediencia, la inocencia y la mediadora entre la divinidad y la humanidad.

Todo arranca de la creencia de que Eva escuchó a Satanás por medio de la serpiente y María escuchó a Dios en boca del ángel Gabriel. Eva fue expulsada del paraíso por pecadora, condenada a ser dominada por el hombre y a parir con dolor; en tanto María, quien no recibió mancilla y concibió sin pecado original, fue declarada bendita entre todas las mujeres. Así, Eva es la pecadora y María la purificadora, o como dice el refrán: la muerte a través de Eva y la redención a través de María.

La sociedad patriarcal se aprovechó de estos valores ético-morales promovidos por la veneración a la Virgen María y su imagen, para conservar los valores tradicionales relacionados con los valores machistas de la sociedad, como ser la castidad, obediencia y sumisión; más todavía, estos arquetipos permanecen latentes en el subconsciente colectivo, ya que se sigue nombrando a Eva cuando se trata de censurar la conducta de las mujeres que no aprecian la limpieza moral o se rebelan contra el sistema patriarcal en defensa de sus legítimos derechos.

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