EN EL TEMPLO DEL SOCAVÓN
–¡Abran cancha,
carajos! ¡Aquí viene Lucifer! –Vociferó el Tío, abriéndose paso entre los danzarines
de la fraternidad de los diablos–. Soy el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros, quienes
se entregan a la danza y borrachera en cada Carnaval. Así olvidan por unos días
la dureza del medio en el que viven y la precariedad de un trabajo que apenas
sí les da para subsistir con dignidad...
Los danzarines,
apenas lo vieron entrar en el Templo del Socavón, se hicieron a un lado dejándole
el paso libre, mientras la Virgen de la Candelaria, patrona de los mineros, no
le perdía de vista desde el retablo principal, donde estaba el fresco representando
su inmaculada imagen y por donde pasaban, una y otra vez, los promesantes en
los días del Carnaval.
El Tío, batiendo
su capa de luces como el capote de un torero, avanzó de manera resuelta hacia
ella, se dejó caer de rodillas y dijo:
–Vengo a bailártelo
mi diablada con fe y devoción, y, si no es un agravio contra la fe, vengo
también a divertirme con las Chinasupay, quienes tienen los deseos más ardientes
que las llamas del infierno, queriéndose tragar a los hombres como a leñas del
monte.
La Virgen, con su
pequeño hijo en el brazo izquierdo, la candela en la mano derecha y luciéndose con sus mejores atuendos y
alhajas, lo miró desde arriba,
escrutándole el traje de
deslumbrantes reptiles y batracios, que en las hombreras de su capa lucían como
animales hechos de querubines, zafiros y esmeraldas.
La Virgen sabía que el Tío era el indiscutible promotor
y protagonista central del Carnaval de Oruro, donde
bailaba a sus anchas, borracho y enamorado, con el látigo de vergajo en
una mano y el cetro de mando en la otra, a modo de advertir a todos que jamás habrá fuerza humana ni divina que ponga frenos a la danza
de los diablos, capaces de arrancarle chispas al empedrado con sus tacones más
claveteados que las herraduras del caballo.
El Tío, de semblante
feroz y cuernos puntiagudos como para rasgar la franela del reino celestial, recorrió
hasta los pies de la Mamita K’achamosa, levantó la cabeza y, dirigiéndole una
mirada encendida por luces infernales, le dijo:
–Vengo desde la eterna noche de mi reino, lleno de
fervor y hondo pesar, esperando poder confesarte mis pecados de pendenciero,
mujeriego y bebedor.
La Virgen, como si
estuviese sorda, no escuchó los pedidos de quien suplicaba bendiciones para abrir
las puertas de su corazón; por el contario, le clavó una mirada severa,
parecida a la saeta de un cazador de bestias, y le reprochó:
–Eres
el ángel caído por haberte rebelado contra la palabra de Dios, eres el príncipe
de las tinieblas y tentador del género humano. Te pareces al reptil que se deja amilanar por Satanás como por
la flauta de un encantador de serpientes. Así que no vengas con que aquí lo puse y no
aparece, pobre diablo...
El Tío levantó las manos,
se cubrió la cara y pensó: ¡Oh, mierdas! La Mamita conoce mis debilidades como
si me hubiese parido. ¡Ah, pobre de mí!
La Virgen, al verlo con
los hombros encogidos como un pájaro alicaído, se inclinó ligeramente hacia él
y, rozándole los cuernos con la punta de los dedos, le advirtió:
–Deja ya de blasfemar en la casa del Señor,
criatura inmunda. De nada sirve que vengas de rodillas y seas tan ligero de
mente como de lengua, porque sé que detrás de tu mano se esconde la zarpa de
Satanás. Y, por si lo has olvidado, te recuerdo que se puede luchar contra todo y todos en este mundo, pero
nunca contra la santísima Iglesia ni contra el infinito poder de Dios.
–Lo único que quiero es confesarte mis pecados y bailártelo
mi diablada, Mamita del Socavón –suplicó el Tío, con una voz parecida el
lamento de las zampoñas….
–No me supliques nada que nada puedo hacer por ti –dijo la
protectora de los mineros–. Y, por último, ¡vete al demonio con tus diabladas!...
El Tío, sintiéndose atravesado por la misma sensación de quien
entrega su alma al diablo antes de ser excomulgado de la santa Iglesia, se puso
de pie, miró de un lado a otro, de arriba a abajo y, como todo aquel que no
quiere llevar en la conciencia el inconmensurable peso de traición contra el
supremo Creador, se metió a rezar en voz baja, apenas perceptible:
–Dios te salve, María, llena eres de gracia; el
Señor es contigo…
–Bendita Tú eres entre todas las
mujeres y bendito es el fruto de tu vientre… –se escuchó un coro de
voces en la nave mayor; eran los danzarines de la fraternidad de la diablada,
quienes, postrados, zalameros, y sujetando su feroz máscara en las manos,
rezaban con fervor y profunda fe en los milagros de la patrona de los mineros.
El Tío dejó de rezar y
salió del Templo, cubriéndose el rostro con su capa de pedrería y abriéndose
paso entre los danzarines hacinados en la casa del Señor.
Mientras los devotos volvían
a persignarse, pronunciando a coro: En el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo…, el Tío se alejó del Santuario de la Virgen del Socavón entre tamboreros,
platilleros y soplalatas que, haciendo vibrar la Plaza del Folklore,
interpretaban la música de la diablada al compás binario de dos por cuatro y ritmo marcial.
Así fue como el Tío, disfrazado con su traje de Lucifer, retornó a las
entrañas de la Pachamama, convencido
de que cuando se cierran las puertas del cielo, se
abren las del infierno, donde uno cae, ¡zas!, así nomás, luego de ser empujado
por un soplo divino hacia las crepitantes llamas del antro dominado por Satanás
y sus siervos.
–Ésta no fue la primera ni la última vez que me
reprochó la Mamita del Socavón –se dijo el Tío, sentándose en su trono de rocas
minerales–, pero fue la primera vez que me recordó mis orígenes y me echó en
cara las verdaderas intenciones de mi condición de pecador, la primera vez que bailé
a medias mi diablada, la primera vez que dejé de aplacar el fuego de mis deseos
con las caricias de las Chinasupay y, como si fuera poco, la primera vez que estalló
mi voz estruendosa en el fondo de la mina, maldiciendo a la desconocida madre
que me parió, con esta espantosa fealdad que, acepte o no la Mamita K’achamosa,
adquiere la belleza de un Lucifer sólo en los días del Carnaval.
Está claro que el Tío, desde aquella vez en que sus súplicas de confesión
fueron negadas por la Virgen del Socavón, se sintió como un pobre desgraciado
en medio de sus riquezas minerales, exactamente igual que los mineros que, a pesar de bailárselo con alegría y devoción año
tras año, siguen siendo pobres, y mientras más pobres, más devotos y
fiestacuetillos.
De todas maneras el Tío,
a diferencia de los mineros, tenía la capacidad de superar los sinsabores de
este mundo y reírse de las trampas que le tendía la vida procurándole su
estrepitosa caída. No en vano era el soberano de los mineros y el Lucifer más respetado
del Carnaval de Oruro, y si no me creen, que me lo desmientan los directivos de
la Asociación de Conjuntos del Folklore… ¡Qué carachos!
No hay comentarios :
Publicar un comentario