CABEZA DE TURCO
En el apartamento del
amigo Jorge Cuenca, boliviano de cepa y de gran corazón, encontré un libro que
deslumbró mi interés apenas leí el título: Cabeza de turco. Acto seguido,
mientras Jorge se deshacía en atenciones, le pregunté si acaso el título tenía
algo que ver con esa expresión popular que convierte al turco en el blanco de
las inculpaciones.
–No –contestó–. El libro
trata sobre la situación de los inmigrantes turcos en Alemania y sobre el
desprecio con que se trata al extranjero.
–¡Ah! –dije, acercándome
al estante–. Entonces éste es el libro de Günter Wallraff, el Robin Hood
urbano, quien pone en peligro a los fuertes y defiende a los débiles, y se
disfraza de inmigrante para demostrar la xenofobia contra los turcos...
En efecto, el libro
denuncia el maltrato y la explotación de los trabajadores ilegales, quienes,
contratados por los traficantes de carne humana, son introducidos en trabajos
eventuales como esclavos modernos.
A medida que leía la
introducción, escrita por Rosa Montero, me imaginaba a Günter Wallraff
transformado en turco, con finas lentillas de contacto, de color muy oscuro,
una peluca negra encasquetada sobre su rala cabellera y chapurreando el idioma
alemán.
La lectura del libro, por
otro lado, me recordó al turco Alí, el amigo cargado de mucho oro en las manos
y el cuello, que estudiaba sueco por las mañanas y trabajaba haciendo la
limpieza por las noches.
Recuerdo que el turco
Alí, quien venía a clases con los ojos colorados y vencidos por el sueño, me
invitaba a comer kebab y tomar Fanta, porque en el Restaurante Jerusalén no
servían cerveza por culpa del Corán y del puritanismo musulmán. Como fuere, con
el turco Alí frecuenté las kebaberías de Estocolmo, hasta que la policía lo
descubrió desprovisto de documentación legal y acabó por expulsarlo del país.
El libro de Günter
Wallraff es un buen alegato del periodista audaz, dispuesto a ser el otro, el
inmigrante, para someterse a las pruebas de fuego y denunciar, desde el lugar
de los hechos, las injusticias que los empresarios cometen contra los
trabajadores extranjeros, pues son pocos los periodistas capaces de
introducirse como topos en el submundo de los inmigrantes ilegales que, debido
a la discriminación estructural del sistema, habitan en zonas urbanas parecidas
a los guetos, sin fregadero, ducha ni baño higiénico, y trabajando varias horas
por día en condiciones inhumanas, sin máscara antigás, casco de protección ni
seguridad social.
Günter Wallraff describe
no sólo el mundo dantesco de los trabajadores ilegales en Alemania, sino
también el desprecio con que se trata al extranjero en las calles y los bares.
No en vano en una de las páginas se lee cómo un hombre, clavando una navaja en
el mostrador del bar, le increpa a un inmigrante: ¡Cerdo turco de mierda,
lárgate de una vez!
Estas palabras, como
muchas otras, las reconocía en mi propia experiencia. Así, cuando estudiaba en
el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, escuché en boca de uno de los
catedráticos el siguiente comentario: En este instituto –dijo– los
latinoamericanos comen en la mesa, los griegos la limpian y los turcos friegan
los platos. Lo miré pasmado. No podía creer que un académico tuviera la mente
tan estrecha que, en lugar de inspirar respeto, provocaba lástima y repulsión.
Durante mi práctica, en
una escuela del barrio cosmopolita de Rinkeby, escuché en boca de varios niños
la palabra turco, como apelativo aplicado a cualquier alumno cuyo
comportamiento era reprochado tanto en la clase como en el recreo. Es decir,
los niños aprendieron a buscar al cabeza de turco para echarle la culpa de
todos los males.
Luego de prestarme el
libro de Günter Wallraff y despedirme de Jorge Cuenca, me senté en el autobús
junto a un muchacho de mostachos al estilo Emiliano Zapata y un collar enorme
sobre el pecho. Me dijo que era chileno y, al ver el libro en mis manos, me
pidió enseñarle el título. Se lo puse cerca de los ojos y, mientras él leía con
el ceño fruncido, como si una llama se le hubiese encendido en su interior, le
comenté que el protagonista del libro era un periodista alemán que se hacía
pasar por turco y que, cada día al volver a su casa, constataba que el asiento
contiguo estaba siempre vacío, así el autobús estuviese repleto de pasajeros.
–A mí también me pasa lo
mismo –dijo esbozando una sonrisa que pronto se le enfrió en el rostro–. Hay
días en que nadie se sienta a mi lado, quizá, porque tengo el aspecto de turco
o, quizá, porque estos concha su madre creen que tengo un fuerte aliento a ajo
y un cuchillo en la mano.
–No te preocupes por eso
–le repliqué a punto de apearme del autobús–. A veces más vale ser cabeza de
turco que cabeza de chorlito...
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