domingo, 15 de agosto de 2010


VÍCTOR MONTOYA GANÓ CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATO ERÓTICO EN ESPAÑA

El escritor boliviano, residente en Estocolmo y colaborador de Bolpress, fue uno de los cinco autores latinoamericanos ganadores del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico, convocado por Ediciones Irreverentes y el programa Sexto Continente, de Radio Exterior de España.

El fallo del jurado fue anunciado en el Congreso Hispanoamericano de Escritores, que se celebró en Madrid recientemente. El editor Miguel Ángel de Rus, en un programa radial que contó con la presencia de reconocidas figuras de las letras hispanoamericanas, manifestó que al concurso se presentaron 153 relatos de 18 países y que los cinco autores ganadores del primer premio fueron: Víctor Montoya (Bolivia) por Amor a tergo, Fernando Morote (Perú) por El placer humano no es el de la carne, Gloria Scharetg (Estados Unidos) por Carnavales, Raúl Vallejo (Ecuador) por Bajo el signo de Isis y Fernando Ariel Kosiak (Argentina) por Las del apagón.

Los relatos ganadores aparecerán en una antología de narrativa erótica que Ediciones Irreverentes publicará en septiembre junto a destacados escritores españoles. El Relato inédito de Víctor Montoya, quien desde hace tiempo venía explorando los territorios de la literaratura erótica, narra la escena insólita de un amor a tergo, cuya historia, salpicada de comidas afrodísiacas y sensualidad exuberante, trancurre entre la cocina y el comedor de una mansión tropical.

Víctor Montoya nació en La Paz, Bolivia, en 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Reside en Estocolmo, donde llegó como exiliado político, tras haber sido liberado de la prisión en 1977. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

Fuente: Bolpress, 2 jul 2010

sábado, 14 de agosto de 2010


CANGREJO ERMITAÑO

Ya me había sucedido antes, pero esta vez mi sueño me reveló lo que fui en mi anterior vida o lo que seré después de la muerte: un cangrejo ermitaño contemplando el mundo desde su mundo. Lo único que no coincidía era el lugar de mi residencia y la forma estúpida como perdí la vida. Todo lo demás, como en los mejores cuentos de mutantes y metamorfoseados, era similar a mi vida cotidiana y al modo de experimentarme a mí mismo.

Si el sueño es el reflejo incoherente del subconsciente, hecho de impresiones y experiencias habituales, entonces el mío, que se mostró con tanta nitidez y coherencia, es el fiel reflejo de una vida recluida en la soledad voluntaria, al margen del ajetreo mundano, donde se originan y solucionan los problemas humanos. A qué se debe esta mi conducta de solitario, probablemente, a factores innatos y adquiridos que arrastro desde la infancia como una marca indeleble en la piel del alma.

El sentirme un poco extraño, como casi todos quienes leen estas líneas, no es extraño para nadie, sobre todo, si partimos del criterio de que cada individuo, indistintamente de su origen, raza y sexo, se ha sentido alguna vez diferente a los demás, así esta sensación sólo sea el producto de la imaginación.

Volviendo a lo que pensaba referirles, debo anticiparles que no soy un bicho raro, sino apenas un hombre cuya vida está situada en el límite exacto donde se juntan la realidad y la fantasía, y donde uno es capaz de repetir a viva voz el soneto de Quevedo: Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos,/ y escucho con mis ojos a los muertos.

De otro lado, asumiendo mi condición de narrador, quiero contarles mis pensamientos y sentimientos, y reiterarles, si acaso no quedó claro, que me parezco a ustedes tanto en los defectos como en las virtudes, salvo que en el sueño me vi convertido en cangrejo ermitaño; tenía los ojos grandes y pendulares. Cerca de mi boca había dos pares de antenas no muy largas, y en mi cuerpo, en forma de tenazas, seis pares de miembros moviéndose como las patas de una araña. Habitaba en el interior de una concha abandonada, cuya abertura la tapaba con mi pinza derecha, mientras mis extremidades, que seguían a mis pinzas, se arrastraban a tientas, evitando los obstáculos.

Vivía, como suele suceder en la dimensión onírica, cerca de una playa tropical, debajo de las piedras de coral, asediado de algas marinas y grandes colonias de invertebrados nadando en derredor. Aunque mis enemigos acudían en bandadas a explorar los territorios de mi dominio, no abandonaba la concha ni aun estando en los parajes rocosos que me servían de refugio, pues hasta en los vericuetos más insondables, en las cuevas y pequeñas oquedades, me acechaba el peligro y la muerte.

Cuando la brisa se arrastraba sobre la arena y los bañistas se retiraban de la playa, trepaba por los pináculos rocosos que se levantaban formando una pirámide submarina, sobre las que nadaban en apretadas formaciones miles de peces que, a la luz del poniente y en las aguas color turquesa, parecían criaturas deambulando en un paisaje enigmático, casi paradisíaco.

En la isla, sobre la arena todavía tibia, abandonaba la concha, amarraba un cinturón de hierba alrededor de mi tronco y trepaba hacia las ramas del cocotero. Arrancaba el fruto y lo dejaba caer sobre la arena, le quitaba las fibras una por una, desde el punto donde se encontraba el ojo del coco. Luego hacía una abertura con mis pinzas, raspaba la pulpa y me la comía a mi regalado gusto. Después me metía en la concha con la misma lentitud con que la abandonaba y, arrastrándome sobre mi abdomen, volvía hacia el fondo rocoso de mi guarida, donde no llegaba el ruido de las agitadas olas, salvo el siseo de los otros cangrejos que poblaban esos ámbitos poco iluminados del mundo marino.

Así viví en el sueño, hasta la última vez que salí a la superficie, ansioso por comer la pulpa refrescante de un coco. Me arrastré por la arena húmeda, dejando mis huellas allá donde no llegaban las olas. Trepé al cocotero, corté un fruto con mis pinzas y lo dejé caer sobre la arena. Después me dispuse a bajar retrocediendo, hasta que de pronto perdí el equilibrio y, dando volteretas en el aire, me descalabré mortalmente. Mis pinzas se quebraron con un ruido sordo y mi cabeza se partió cual un cántaro de barro. Ahí permanecí inmóvil, de espaldas, mirando el cielo por entre las hojas del cocotero.

Al despertar, las piernas separadas y los brazos cruzados, sentí un dolor intenso en la nuca y la espalda. No me pregunten el motivo de tal dolor, lo desconozco, pues lo cierto es que en el sueño, donde me transformé en cangrejo ermitaño, existe un misterio hasta hoy desconocido por los psicoanalistas y aficionados a la interpretación del subconsciente humano. Si algo recuerdo, a plan de forzar la memoria, es que el sueño lo experimenté después de una tremenda borrachera. Sin embargo, ésta no es la única ni definitiva explicación, sino apenas un detalle que nos aproxima al porqué del dolor que sentí a tiempo de abrir los ojos.

En realidad, para quienes aún tengan dudas, el cangrejo ermitaño de mi sueño era una alegoría de mi vida, debido a que forma parte de mi personalidad más íntima. Soy arisco con los desconocidos y casi nunca salgo de mi escritorio, donde, con el transcurso de los años, logré establecer un ámbito hecho a mi manera, con los personajes de la realidad y los fantasmas de la imaginación. La soledad, que para algunos es un fatal castigo, en mi caso constituye una hermosa compañera, con quien convivo día a día, brazo a brazo, sin otra esperanza que la de evitarme un sueño en el que se me acabe, así nomás, la libertad de haber elegido una vida apartada de la superficialidad y la hipocresía. No, no se imaginen lo peor, ya que una vida hecha de quietud y silencio es también un modo de alcanzar la felicidad a costa de crecer hacia adentro y no hacia fuera. No soy el primero ni el último en experimentar la satisfacción que produce una vida de anacoreta, pues hay algunos que la ejercieron y la ejercen por oficio o afición, ahí tenemos al Asterión de Borges, quien, ante las acusaciones de soberbia, misantropía y locura, decía: Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera.

Está comprobado que el sueño de la razón produce monstruos, como advirtió Goya, el pintor español que intentó retratar, a fuerza de lápices y pinceles, los fantasmas que habitan en los cuartos oscuros de la memoria, mucho antes de que los psicoanalistas nos acercaran a la interpretación de los sueños, con explicaciones que no siempre satisfacen nuestra curiosidad y nuestro afán por desentrañar los misterios inherentes a los sueños que, como en mi caso, son cada vez más metafísicos y macabros.

VÍCTOR MONTOYA EN VENEZUELA (3)

Entre el 21 y el 26 de abril se celebró la Semana del Libro en Maracay, Aragua, donde, en mi condición de invitado especial, diserté sobre la narrativa boliviana contemporánea. Los auspiciadores del evento aprovecharon también para presentar dos de mis libros de cuentos.

El viernes 25 hizo un calor sofocante, de modo que, mientras viajaba hacia el punto de encuentro, pensé que había salido del invierno de Suecia para meterme en el infierno de Venezuela. La temperatura superaba los treinta y cinco grados y obligaba a vestir ropa ligera; una costumbre que ya se me había olvidado de tanto vivir en las tierras frígidas de Escandinavia.


En la parada de los microbuses me recibió el dilecto amigo Jorge Gómez Jiménez, escritor y editor de la revista Letralia (Tierra de Letras), a quien conocí mucho antes de que publicara en su editorial digital mi libro de crónicas “Retratos” (2006), con un prólogo que él mismo escribió destacando la peculiaridad del libro, cuyos textos están inspirados en fotografías y pinturas que me impactaron desde siempre.

Al mediodía fuimos a almorzar en un restaurante chino, en compañía de los escritores Marcos Veroes y Manuel Cabesa, quienes estaban a cargo de presentar mis libros, Cuentos en el exilio y Cuentos violentos, en la Biblioteca Pública Agustín Codazzi. A la hora prevista, cinco y treinta de la tarde, se dio inicio al acto con las palabras de bienvenida de Jorge Gómez Jiménez.


Marcos Veroes, a tiempo de comentar el contenido de Cuentos en el exilio (2008), manifestó: Los temas del libro que nos ocupa van desde la voz narrativa de quien ultimó al Che, pasando por quien de manera enfermiza duerme con una pistola, hasta llegar al nieto de una loca, quien está encerrado en un manicomio presumiblemente por estar enamorado. Referencias a otros relatos, a otras manifestaciones del arte, conforman una urdimbre narrativa para lectores de mayor recorrido (…) Cuentos en el exilio habla precisamente de lo que quedó atrás, antes del estado de quien está forzosamente lejos de aquello que le pertenece íntimamente. Al fin y al cabo el exilio es un estado emocional y mental. La ciudad de Estocolmo podría ser Caracas, Río de Janeiro o Ciudad de México, es decir, cualquier ciudad en la cual los encuentros ocurren, los enfrentamientos se suceden y los amores momentáneos se gestan (...) Otro elemento que se comporta como hilo conductor en estos cuentos es la presencia de la violencia. Las situaciones se generan a partir de una mirada, una acción premeditada o de un cliché, producto de la apariencia, el color de piel o el sexo. Es violenta la conquista, el amor, las relaciones, la ciudad, el recuerdo. La violencia no se presenta de golpe como solemos creer.


Por su parte, Manuel Cabesa, refiriéndose a Cuentos violentos (segunda edición, 2006) en tono de reflexión, dijo: La violencia ha acompañado cada capítulo de la historia latinoamericana. Una violencia que se impone para que el mundo permanezca tal y como está, donde unos pocos gozan de privilegios que la mayoría nunca llegarán a disfrutar. Lo interesante de estas historias que nos trae Montoya es que, aunque están tamizadas por una escritura sobria y bien cuidada, su basamento es real, y muchas veces autobiográfico (...) Las descripciones que hace Montoya de la tortura que sufren varios personajes es simplemente escalofriante (…) Podríamos pensar que estos relatos se refieren a una época muy concreta: esa larga noche de dictaduras que ensombreció a casi toda Suramérica. Tiempo después, Manuel Cabesa, sin apenas salir de su asombro, escribió: resulta que entre los latinoamericanos, aún persiste ese gran desconocimiento de lo que actualmente se escribe en nuestros respectivos países. De no ser porque Montoya visitó Maracay el 25 de abril pasado, a esta altura no supiéramos quién es, y su obra sería totalmente desconocida entre nosotros. Mientras hablábamos con un grupo de amigos, nos dimos cuenta de que es Montoya el primer autor boliviano realmente contemporáneo del que tenemos noticia; el otro de quien he oído hablar es de Augusto Céspedes, quien es autor de mediados del siglo pasado, autor de una novela reconocida en su tiempo y llamada 'El metal del diablo'.


La conferencia, en la que participaron activamente tanto los expositores como el púbico asistente, no sólo me dejó satisfecho, sino también me dio la oportunidad de acercarme por primera vez a mis lectores en la patria del libertador Simón Bolívar. Más todavía, logré vender casi todos los libros que cargué desde Estocolmo en una maleta que tenía sobrepeso. Después, como si se tratara de una feria de libros, no tuve más remedio que ejercitar la muñeca de mi mano para escribir las dedicatorias solicitadas en un ámbito en el cual reinaba el respeto y la amistad.


Con esta actividad literaria cerré mi visita a Venezuela, un país que permanecerá para siempre en mi memoria y en un lugarcito especial de mi corazón, quizás, porque tras el viaje me hice consciente de que a Venezuela no fui a enseñar sino a aprender.

Fotografías

1. Donando libros en la Biblioteca Pública de Maracay
2. Con los escritores Manuel Cabesa y Jorge Gómez Jiménez
3. Con Marcos Veroes y Manuel Cabesa en la presentación de los libros
4. Portada de los libros
5-6. Conferencia en la Biblioteca Agustín Codazzi
7. Encuentro informal con los lectores

viernes, 13 de agosto de 2010


DEL AMOR TERRENAL AL INFIERNO DE DANTE

Cuando el Papa Juan Pablo II anunció que en el paraíso no habrá amor físico, porque los resucitados no tomarán mujer ni marido, ni será necesario el ejercicio de la procreación, pensé para mis adentros: ¡Ah, carajo! ¿Ahora qué hago?

Si el Papa promete mejor bienestar en el reino de Dios, en el paraíso celestial, se lo agradezco infinitamente, pero a condición de que no me quite el derecho a seguir gozando del amor físico, pues si con la muerte se paga el justo castigo del pecado original, me propongo seguir pecando así me expulsen del reino de Dios, como fueron expulsados Adán y Eva del Jardín del Edén por haber comido la fruta prohibida del árbol del saber; de lo contrario, prefiero que me condenen a los suplicios del infierno, donde otras almas purgan sus pecados, ya que no pienso renunciar al sexo ni muerto ni capado. Ya François de Malherbe, al evocar la juventud de Racan, dijo: No encontraba sino dos cosas bellas en el mundo, las mujeres y las rosas, y dos buenos bocados, las mujeres y los melones. Es un sentimiento que tuve desde que nací y que hasta hoy es tan poderoso en mi alma que pienso que nunca agradeceré lo bastante a la Naturaleza habérmelos dado.

Así no sea el demonio disfrazado de Cupido, llevó un arco imaginario y una aljaba provista con dos flechas: una para encender las llamas indomables del amor y la otra para herir certeramente los corazones desamorados; más todavía, me considero la oveja descarriada del rebaño del Señor, porque me gusta justo lo prohibido por mandato divino. Sin embargo, mientras esté vivo en este mundo y mis órganos puedan cumplir sus funciones para las cuales fueron creados, me seguirá gustando todo lo que una mujer lleva a flor de piel y todo lo que esconde debajo de la blusa y el vestido, pues el amor, contrariamente a lo que se imagina el Papa, es la mayor gracia de la cual se goza en la vida, sea con Dios o con el Diablo.

Cabe recordarle al Papa que ya en la Edad Media hubo quienes, desde el interior de sus sotanas, rechazaron el celibato y proclamaron la satisfacción de los instintos naturales, como lo hizo Martín Lutero, a quien su condición de antiguo clérigo le abrió los ojos y le enseñó, por la experiencia de su propio cuerpo, a expresar sin rodeos, de manera rotunda y sorprendente, su necesidad de amar y gozar del sexo. De ahí su ardor en combatir el celibato sacerdotal y exigir la abolición de los conventos.

Martín Lutero, como cualquier mortal en la Tierra, sabía que una mujer, a menos de hallarse vestida de una gracia singular, no podía pasarse sin amor, como no podía pasarse sin comer, dormir, beber o satisfacer otras necesidades vitales concedidas por la naturaleza. Por eso mismo, quienes luchaban contra la satisfacción del instinto sexual y prohibían las funciones de los órganos destinados a la procreación y la conservación de la vida, no hacían más que impedir que la naturaleza sea naturaleza, que el fuego queme, que el agua moje y que el hombre coma, beba, duerma y, sobre todo, ame, ame y ame.

Como fuere, después de lo anunciado por el Papa, soñé que me encontraba ante los Tribunales de la Justicia, dispuesto a recibir la recompensa o el castigo divino. Pero mi sueño se trocó en pesadilla cuando me vi ascendiendo al cielo, donde alguien me detuvo en la puerta de un túnel y me señaló otro túnel que conducía al infierno. De pronto me sentí caer en el vacío. Abajo se veía un espacio gris, los mares eran bravíos y las montañas parecían camellos reposando en el desierto. Los bosques eran una inmensa estepa verde y la tierra tenía un cráter de volcán por el cual me metí rumbo al infierno, donde fui conducido de la mano de Dante, atravesando por ríos de sangre, por lluvias de fuego y aguas heladas, por cloacas de orines y excrementos, hasta que por fin llegué a una puerta del tamaño del tiempo, donde topé con una inscripción que decía: Por mí se va a la ciudad doliente;/ por mí se va al eterno dolor;/ por mí se va en pos de la condenada gente.../ Vosotros, que entráis, dejad aquí toda esperanza.

Pasé la puerta y me hundí en el infierno, donde vagué como Bertrán de Born, llevando la cabeza en las manos y mirando cómo los seres voluptuosos eran azotados por una lluvia mezclada con granizo de plomo fundido. Aquí estaba Cancerbero, el perro guardián del infierno, echando babas y dentelladas por sus tres cabezas.

Los condenados, que se rebelaron contra la palabra de Dios, eran castigados por los demonios, las cabezas hundidas en agujeros y las piernas agitándose en el fuego. En los tenebrosos callejones, donde las aguas hervían en calderos, vi que un demonio devoraba a una niña, mientras una mujer era penetrada por ratones, sapos, serpientes y gusanos. La niña gritaba con una voz que flotaba alrededor de su boca, como los pentagramas de una partitura musical, en tanto la mujer, inflada como un globo, se elevaba por encima de los vapores rojo-verdes hasta estallar en pedazos.

Unos eran acosados por centauros y aves de rapiña, en cambio otros eran castigados con picaduras de serpientes y alacranes. En uno de los recintos, donde los condenados eran decapitados entre estertores de agonía, vi que mi alma se me escapó del cuerpo y se precipitó en un pozo oscuro.

En el purgatorio estaban los magos y adivinos, quienes, la cara vuelta hacia sus espaldas, eran obligados a caminar a reculones, al tiempo que otros huían del suplicio, los cuerpos desnudos y las bocas deformadas por el grito.

Aquí permanecí a lo largo de la pesadilla, esperando que alguna mujer, bella como la Beatriz de Dante, me tendiera la mano, salvándome del profundo pozo del infierno y conduciéndome al paraíso, pero no a ese que promete el Papa, sino a ese otro donde los simples mortales aprovechan de su cuerpo mientras tienen buena salud y están dispuestos a gozar del amor físico.

domingo, 8 de agosto de 2010


UNA LECCIÓN DE SOLIDARIDAD

Desde el día en que salí de la cárcel, con el cuerpo marcado por las secuelas de la tortura y la conciencia más firme que nunca, mucha agua ha corrido por el río, pues al evocar mi pasado, que fluye a mi mente como una cascada, encuentro una realidad análoga a la metáfora de Heráclito: Nadie puede sumergirse dos veces en el mismo río.

Pero hoy, sin trastocar las leyes de la dialéctica, quiero recordar un instante que conservo intacto en la memoria, una anécdota vinculada a la solidaridad, a esta palabra abstracta cuyo significado es todavía motivo de controversias, al menos si partimos de la premisa de que el hombre no nace solidario sino que se hace solidario. Mas como mi intención es contarles la anécdota, y no definir la connotación semántica de la palabra, comenzaré diciendo que una sola vez sentí la verdadera solidaridad, esa temperatura humana que a uno lo protege y fortalece en los momentos de mayor necesidad.

Todo se remonta a mediados de 1976, cuando caí a merced de los esbirros de la entonces dictadura militar, acusado de subvertir el orden establecido por los sistemas de poder.

Mientras me conducían a las cámaras de tortura del Departamento de Orden Político, no pensaba en otra cosa que en fugarme, aunque tenía las manos atadas a la espalda y el cañón de una pistola apuntándome en la nuca. Esa tarde, bajo un cielo que se mostraba tímido entre las nubes, pude confirmar la siguiente tesis: la primera idea que se apodera del preso es la de evadirse de sus captores, de escabullirse entre el tumulto o de esfumarse como si a uno se lo tragara la tierra, sobre todo, si éste está consciente de que sus verdugos lo someterán a vejaciones físicas y morales.

Cuando me dejaron en una celda solitaria, todavía encapuchado y maniatado, tenía el cuerpo lleno de hematomas y sangre. El lugar apestaba a humedad absorbente y por los resquicios de la ventanilla se filtraba una luz semejante a la raspa del pescado. Durante días y noches, no muy lejos de mi celda, escuchaba una descarga de golpes y alaridos, y en las paredes del pecho los violentos latidos de mi corazón.

Al cabo de una semana, mientras recordaba la historia del príncipe feliz, quien quiso regalar sus ojos a los pobres creyendo que eran rubíes, un compañero de cautiverio, cuya mano y rostro podían ser de cualquier preso, dejó caer por la ventanilla una cajetilla de cigarrillos. Así aprendí a conocer a ese personaje, sin voz ni rostro, llamado solidaridad.

Días después, apenas desperté de una horrible pesadilla, otros presos entraron en mi celda, precedidos por una luz que de súbito invadió las penumbras. Uno de ellos, bigote espeso y mirada penetrante, se detuvo cerca de mi rostro, cortándome la luz hiriente que cegaba mis ojos. Al verme tendido de bruces, sobre una payasa de paja brava, me sentó y arrimó contra la pared; un acto que, además de demostrar el coraje civil de la solidaridad, me bastó para comprender que no estaba solo, sino entre compañeros que compartían mi destino. Allí permanecí, sentado y arrimado, sin poder aventurar una pregunta ni poder sostener la mirada, pero sintiendo una profunda alegría interior. Me tranquilizaba el hecho de encontrarme entre quienes asumían con dignidad su condición de presos políticos y, consiguientemente, de opositores al régimen dictatorial.

En la cárcel aprendí que la palabra solidaridad de otro preso era la solidaridad personificada, algo que daba ahínco y ganas de aferrarse a la vida, pues hasta entonces nunca había imaginado que algunas acciones podían ser más significativas que el vacío de las palabras, o que las palabras pudiesen cobrar tanta fuerza en circunstancias en las cuales no se escuchaba más que la voz del carcelero, cuya presencia, asociada a las brutales torturas, me provocaba la extraña sensación de que el mundo se hundía a mis pies.

El tiempo que pasé detrás de los barrotes de la cárcel, recobrando mis fuerzas y recordando el vértigo de mi adolescencia en los centros mineros de Siglo XX y Llallagua, me sirvió para constatar que la solidaridad, al igual que la libertad de acción y de expresión, es el tesoro más preciado al cual deben aspirar los humanos, ya que la solidaridad, a pesar de ser tan antigua como el mismo hombre, jamás ha dejado de ser uno de los ideales más grandes de todos los tiempos.

Esta lección, quizá irrelevante para algunos, tuvo un profundo significado para mí, puesto que en la cárcel -mi primera gran escuela- encontré el verdadero significado de la solidaridad, como el ciego encuentra la luz en medio de las tinieblas.


VÍCTOR MONTOYA EN VENEZUELA (2)

El día que tenía previsto asistir a una charla informal con los miembros de FRAPOM (Frente Revolucionario Artístico Patria o Muerte), el cielo se rompió entero y la lluvia se vació sin piedad. En poco menos de una hora, en las calles se formaron trombas de agua y los ríos, que atraviesan la ciudad de lado a lado, arrastraban todo cuanto pillaban a su paso. Aun bajo estas condiciones, más parecidas a un panorama surrealista, nos reunimos en la sede que ocuparon estos activistas comprometidos con la causa bolivariana y los procesos de cambio que vienen impulsándose en el Cono Sur de América Latina. Con ellos venía discutiendo desde cuado asistieron a una conferencia que dicté sobre arte y revolución en la Coorporación de Desarrollo de la Región Central de Valencia, donde se inició una interesante polémica en torno a la tradición oral y el compromiso social del escritor.


Debo reconocer que nuestra amistas fue sincera y cordial, a pesar de los momentos tensos que se dieron durante mi exposición y el posterior debate que se armó con palabras incendiarias, como en cualquier foro donde se desatan las pasiones del alma y las opiniones fluyen en una dirección y en otra. No coincidimos en todos los puntos planteados, pero sí en la necesidad de crear alternativas que permitan la participación directa de los artistas y escritores en las instituciones culturales del Estado, cuyo principal objetivo es defender y promover las diferentes manifestaciones del patrimonio cultural de un pueblo.

Estos jóvenes activistas, lejos de toda retórica formal, me sorprendieron con su entusiasmo y sus ansias de ver una Venezuela donde el arte y la literatura no sean un privilegio reservado para una élite, sino un campo abierto al que tengan acceso todos los individuos, sin distinciones de raza, sexos ni condición social. Una intención por demás ponderable, sobre todo, cuando viene de personas que desde siempre se dedican al teatro, la pintura, la música y la literatura.



En esta ciudad, mientras mis anfitrionas me transportaban en auto de una actividad a otra, me contaron las aventuras y desventuras de “Florentino y el Diablo”, una fascinante leyenda popular de los llanos venezolanos que, además de estar revestida con valores propios del folklore nacional, presenta características universales por el tratamiento del tema sobre la diatriba constante entre el Bien y el Mal.

Esta leyenda demuestra que la cultura regional no importa cuando los arquetipos hermanan a todos los pueblos, puesto que esta misma historia bien podía haber sucedido en cualquier otra parte del mundo. Lo interesante es que, como en muchas de las consejas de antaño, no se sabe a ciencia cierta ¿quién vence a quién? Lo único que trasciende en la trama es que tanto Florentino como el Diablo poseen el poder de la seducción. Es más, lo que no se sabe es quién es el creador de ese poder, si Dios o el Diablo.



Las actividades eran tantas que, algunas veces, tenía que hacer esfuerzos para darme tiempo y asistir a las entrevistas programadas en las radios, los periódicos y la televisión. Por suerte, con paciencia y disciplina, logré superar los contratiempos y cumplir con los compromisos.


En la sede del Tkanela Teatro, cuando menos me lo esperaba, me presentaron a Miguel Torrence, un profesional de las tablas escénicas y conocedor de las piezas dramáticas de Ibsen, la escritura contestataria de Strindberg y la linterna mágica de Bergman, cuya visión particular del mundo femenino y los conflictos subconscientes que anidan en la relación de una pareja, según su opinión, lo convertían en un cineasta y dramaturgo de envergadura universal. Con Miguel Torrence, que dedicó su talento al arte escénico y levantó polémicas en torno a su vida privada, sostuve una conversación salpicada de anécdotas y lecturas. Parecíamos dos viejos amigos, compartiendo las mismas palabras, los mismos temas y las mismas inquietudes. No fue menos interesante el hecho de que me contara, de primera mano y conocimiento de causa, sobre las aventuras y desventuras del poeta, pintor y titiritero boliviano Luis Luksic, quien un buen día decidió abandonar Oruro para instalarse en Venezuela, donde compartió, tanto en los escenarios como en las aulas de enseñanza, su amor por el arte y su experiencia, hasta el día en que se lo llevó la muerte un 16 de septiembre de 1988.


Aún recuerdo mi paseo por los campos de batalla en Carabobo, una llanura espectacular que, merced a su importancia en la historia venezolana, todavía conserva la gloria y la bravura de los próceres de la Guerra de Independencia, con su imponente Altar de la Patria y sus guardias de honor que custodian la Tumba del Soldado Desconocido. En este preciso escenario, como por un arrebato de la imaginación, me asaltó la imagen que tenía de Simón Bolívar, batallando contra las tropas de la Corona española, con la espada desenfundada y montado sobre un caballo al galope. Lo cierto es que este acápite de mi viaje, debido su trascendencia y su valor histórico, merece una nota aparte. Por ahora, sólo me queda confirmar que el llano de Carabobo, a donde se llega por una carretera llena de árboles frutales y aires libertarios, fue la cuna de la independencia latinoamericana.


Fotografías

1. Conferencia en Valencia
2. Presentando su obra en la sede de FRAPOM
3. Una charla con los miembros de FRAPOM
4. Florentino y el Diablo
5. Con una periodista
6. Entrevistas radiales
7. Con Miguel Torrence en la sede del Tkanela Teatro
8. Con un profesor de artes escénicas
9. El Altar de la Patria en Carabobo
10. En la Tumba del Soldado Desconocido.

viernes, 6 de agosto de 2010


CARTA ABIERTA A UNA FOTOGRAFÍA

(de izq. a der.) Jorge Zabala (el poeta de las manos cruzadas y la mirada perdida entre copas y sombreros), Eduardo Kunstek (el artista que pinta versos con los colores de la vida), Alberto Guerra Gutiérrez (el viejo duende que nos mira desde el fondo de su alma de niño y nos invita a beber su poesía), Antonio Terán Cavero (el poeta que se infiltró en los recitales vestido de soldado), Edwin Guzmán (el intelectual que reniega de su inteligencia a través del poder de la palabra), Eduardo Nogales (el orureño que perdió sus huellas en los callejones del Barrio Chino), Marcelo Arduz Ruiz (el tarijeño universal, el que está en todas partes, incluso Tras el cristal del cielo) y, por supuesto, el poeta que no aparece en esta imagen, porque, como todo buen duende, prefirió esconderse detrás de los lentes de la cámara que fijó esta fotografía en un instante de solaz en el VI Encuentro de 15 Poetas de Bolivia, llevado a cabo en 1991.

Para ser franco, debo reconocer que esta fotografía, llegada en un periódico ajado desde Bolivia, junto a chuños, charquis y matecitos de coca, es suficiente para recordar a los amigos y sentir la nostalgia de no estar junto a ellos, bebiendo bajo el alero de un techo o a la sombra de un molle capinoteño, puesto que yo, recluido en estas alturas del planeta, donde no puedo sentarme a la sombra de un molle ni saborear el amarillo brebaje de la tierra valluna, siento la sensación de que no volveré a encontrar a estos amigos, quienes me miran desde el otro lado del océano y desde el fondo de esta fotografía, cuyo original (léase del periódico) guardo en un álbum de poesía, como estampilla llegada de un país mágico y secreto, tan lejos de aquí y tan cerca del cielo, donde estos seres de palabras, reunidos en torno al magnetismo de la poesía y las aventuras de la imaginación, brindan por los amigos ausentes que, mientras más ausentes, están siempre presentes en la lengua de quienes hablan y en el silencio de quienes callan.

Así, esta fotografía, que es el espejo que revela el alma de este grupo de poetas, es el mejor motivo para escribirles esta carta que, más que carta, es la nostalgia convertida en palabras.

A ratos, al volver la mirada sobre esta imagen hecha de tiempo y distancia, me entran ganas de acudir a Mosebacke, pedir una copa de Absolut Vodka y brindar por estos amigos, quienes no sólo discuten con la voz del corazón, sino también con las ideas encandiladas por el fuego de la poesía.

Cuando se lea esta carta, en algún recodo del país y en alguna columna del periódico, los amigos sabrán que la palabra es el mejor antídoto contra el silencio y la distancia, mientras yo estaré en Mosebacke, convencido de que una imagen vale más que mil palabras.



LA SONRISA ERÓTICA DE BOCCACCIO

El Decamerón, de Giovanni Boccaccio es la primera obra en que la prosa italiana sienta las bases del moderno arte de novelar, no sólo porque logra elevarse a la altura de una verdadera creación estética, sino, además, porque es un manual de urbanidad que enseña a contar buenas historias eróticas, con mesura y elegancia, y a escucharlas con dignidad y entusiasmo, o con esa pasión ácida y encarnizada de quienes gustamos de la prosa erótica, mientras otros sueñan en el retorno al puritanismo y la prohibición.

El Decamerón, al igual que los Versos Satánicos de Salman Rushdie, despertó encendidas controversias entre los lectores de su época y desató las iras del Vaticano, cuyo dogma se encontraba a caballo entre el ocaso de la Edad Media y los albores del Renacimiento. No obstante, El Decamerón, a pesar de haber sido considerado un libro que atentaba contra las buenas costumbres ciudadanas, logró romper los cercos de la censura y circular entre los nobles y aficionados a las lecturas eróticas. Por eso, quizás, su influencia se dejó sentir tardíamente en el contexto de la literatura europea, aunque Boccaccio estuvo inmerso en la redacción de su obra entre 1349 y 1351, a petición de la hija y esposa del rey de Nápoles, quienes, a pesar de ser tenidas por damas honestas y recatadas, gozaban con la lectura de las narraciones licenciosas que brotaban de la magistral pluma de Boccaccio.

Otro aspecto relevante en El Decamerón es el manejo de la lingua vulgare (lengua vulgar), que por primera vez marcó un precedente importante en la prosa escrita en romance, pues lo que Dante o Petrarca hicieron en verso, Boccaccio lo hizo en prosa, enfrentándose a los moralistas y lectores letrados, quienes le criticaron por haber usado el latín vulgar y no el latín clásico, culto o literario, en la elaboración de eso que llamaron La comedia humana, en contraste con La divina comedia de Dante. Empero, como Boccaccio quería llegar al corazón del pueblo con el lenguaje que hablaba el pueblo, dejó de interesarse por la crítica y siguió escribiendo en latín vulgar, que era una suerte de sociolecto usado por la soldadesca, los comerciantes y la gente de la calle. Todo esto, quizás, porque estaba consciente de que el lenguaje es algo tan vivo como la gente, o como dice Ernesto Sábato: Esas obras que tratan de seres humanos, vivientes y sufrientes, se hacen con sangre y no con tinta, con las palabras que se mama, se vive, se sufre, se quiere, se enfurece y se muere...

Como quiera que fuere, El Decamerón constituye una serie de cien narraciones puestas en boca de tres gentiles hombres y siete mujeres de luto, quienes, huyendo de la terrible peste que asoló Florencia en 1348, decidieron refugiarse en una casa de campo, sobre una loma que dominaba un pequeño valle, donde cada uno de ellos, a modo de pasar el tiempo, contaron una historia diaria, sentados en ruedo sobre las hierbas de un prado. De los diez turnos de las diez personas proviene el nombre de esta obra imperecedera que, para cualquier lector o cultor de la literatura erótica, es un punto de referencia que permite apreciar mejor el erotismo como género literario; pues sin El Decamerón sería más difícil comprender El satiricón de Petronio, Juliette o las prosperidades del vicio del marqués de Sade, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karerina de Tolstoi, Historia del ojo de Bataille, Delta de venus de Anaïs Nin, Lolita de Nabokov, Trópico de Cáncer de Henry Miller, El carnicero de Alina Reyes, Las edades de Lulú de Almudena Grandes y Los elogios de la madrastra de Vargas Llosa. Y, desde luego, todo esto considerado una trivialidad al lado de los grandes textos asiáticos, que van desde los Kama Sutra, hindú, hasta el Tapiz de la plegaria de carne, chino.


Ahora bien, sin entrar en detalles sobre el tratamiento del lenguaje erótico, que en castellano resulta abrupto por ser un idioma poco apto para encarar este tipo de literatura (al margen de las perífrasis, metáforas y otras figuras de dicción que se usan para expresar los aspectos más ocultos de la naturaleza y la condición humanas), voy a permitirme la libertad de sugerirles la lectura de esa historia de El Decamerón que, según Boccaccio, a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír. La historia relata las aventuras de Alibech (Noche 3a., 10), la muchacha virgen que quiere hacerse anacoreta con el monje Rústico, quien, cansado ya de introducir su diablito en el infierno, se retira a un lejano desierto, donde vive dedicado al ascetismo.

Así pues, estimados lectores, estoy convencido de que la historia de Alibech, si bien no les provocará una explosión erótica, al menos les hará sonreír con ese sutil humor que supo explayar el gran maestro del arte de novelar.

Dibujos de El Decamerón, por Perellí.

miércoles, 4 de agosto de 2010


GARCÍA MÁRQUEZ Y EL REALISMO SUECO

El descuartizamiento de una prostituta en Estocolmo, más que formar parte del realismo sueco, parece una historia arrancada de las páginas de García Márquez, así las obras de este escritor colombiano, según confiesa él mismo, sean frutos de la realidad desaforada y no de las aventuras de la imaginación.

Aún recuerdo la fecha en que me sentí conmovido por un crimen que me erizó los pelos y me devolvió la duda hacia los médicos forenses que, por mucho que ejerzan su oficio con mano clínica y en un país civilizado, son también presas de los bajos instintos que caracterizan al resto de los mortales, pues, según las pesquisas de los policías encargados de investigar el caso, el salvaje descuartizamiento fue obra de dos forenses relacionados con la prostitución callejera en Estocolmo y cuyos nombres se mantuvieron por mucho tiempo en el más absoluto silencio.

Cuando el matutino Dagens Nyheter dio a conocer el macabro descuartizamiento de Catrine da Costa, la noticia cayó por el buzón de la puerta y, desprendiendo todavía un olor a tinta fresca, me sorprendió en la cama, por no decir en calzoncillos. Clavé la mirada en los titulares y tuve la extraña sensación de estar despertando de una pesadilla, o de estar internándome en una de las historias de crímenes narradas con escalofriantes detalles por George Simenon o Agatha Christie.

Entretanto leía la noticia, saltándome algunas palabras que no entendía y otras que suponía, acudió a mi mente “Cien años de soledad”, sobre todo, esa caravana de gitanos llevando los últimos inventos y espectáculos a Macondo: un imán que Melquíades mostraba como la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia, una lupa del tamaño de un tambor que eliminaba las distancias y producía fuego por medio de la concentración de los rayos solares, un hombre convertido en víbora por desobedecer a sus padres y un número que anunciaban entre un alboroto de pitos y timbales: “Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que será decapitada todas las noches a esta misma hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía...”.

Ésta era la parte que mejor recordaba de la magistral obra de García Márquez, y la que mejor podía asociar con la noticia del siniestro descuartizamiento de la prostituta sueca, aun sabiendo que entre las dos historias había una incuestionable diferencia: la mujer que sería decapitada durante ciento cincuenta años pertenecía al realismo mágico de Macondo, en tanto la prostituta, quien fue descuartizada con los instrumentos de los médicos forenses, pertenecía al realismo racional sueco, que no concibe semejante muerte, salvo que sea la obra de unos necrófilos, cuyas perversiones sexuales los indujo a descuartizar el cadáver de su víctima por el puro deseo de experimentar un desbordante placer erótico.



VÍCTOR MONTOYA EN VENEZUELA (1)

El colectivo artístico Tkanela Teatro tuvo la iniciativa de invitarme a Venezuela, para dictar un Taller Integral de Literatura dirigido a artistas y estudiantes en las cumbres de Canoabo. Todo esto en el marco del 5to. Encuentro de Teatro “Más Allá de los Cuentos”. La programación, entre el 15 y el 27 de abril de 2008, incluía también una serie de conferencias en diversos espacios culturales e institutos de enseñanza de los municipios del Estado de Carabobo y la ciudad de Valencia. Los organizadores de esta maratón cultural, según me lo hicieron saber con antelación, estaban convencidos de que mis aportes serían bienvenidos en el ámbito literario, artístico y pedagógico. Más todavía, me manifestaron que, desde hace tiempo, venían usando algunos de mis textos como manuales de estudio.


En el aeropuerto de Caracas me esperó el destacado titiritero Jesús Mercado, un hombre de caracter jovial y conversador ameno. Él se encargó de enseñarme las principales avenidas de la capital, donde habían hombres y mujeres luciendo la camisa roja en apoyo a la revolución impulsada por el presidente Hugo Chávez, cuya imagen, junto al lema de “Patria o Muerte”, adornaba las carreteras y los edificios públicos. Después, camino de Valencia y en un tramo de la carretera, me invitó a comer una exquisita arepa con carne de cerdo y a beber una cerveza fría que, por primera vez en mi vida, me sabió a gloria en medio de un clima tropical. Jesús me contó que vivió un tiempo en Praga, como estudiante becado y realizando estudios de arte dramático, hasta que abandonó el país del Este por el amor de una mujer, que lo estaba esperando con el corazón abierto en la tierra que lo vio nacer.


En la Universidad Simón Rodríguez, donde, además de contemplar el busto en homenaje al maestro rebelde del libertador Simón Bolívar, tuve la ocasión de conversar con los estudiantes de agronomía y literatura. Se mostraron interesados en mi obra y en la disertación sobre los alcances de la literatura latinoamericana. Me bastó poco tiempo para apreciar la belleza y la cordialidad de la juventud venezolana, con ganas de aprender y superarse al ritmo trazado por la revolución bolivariana.


Las conferencias sobre pedagogía y literatura siguieron en las universidades de Valencia, Bejuma y Puerto Cabello, uno de los escenarios de la Guerrra de Independencia. Es digno destacar el casco histórico de la ciudad, con sus casas de la época colonial, los fortínes de los patriotas que resistieron los embates de las tropas realistas de la Corona española y el malecón que, por las noches, se convierte en un sitio de paseo, recreación y esparcimiento, y donde las aguas del caribe se pierden en el horizonte, allí por donde un día arribaron las carabelas de los conquistadores. Me llamó la atención saber que, según refiere una vieja creencia, el nombre de Puerto Cabello se debe a la tranquilidad de sus aguas, en cuyas costas se puede atar a los barcos con la simple hebra de un cabello.


El Taller de Literatura en las cumbres de Canoabo, un sitio que me atrapó a primera vista por su fuerza telúrica, su topografía montañosa y su exuberante naturaleza, tenía el propósito de impartir algunas técnicas en el oficio escritural y estimular la creatividad de quienes, aparte de compartir sus experiencias en el campo literario, las artes escénicas y la docencia, estaban dispuestos a afrontar el reto de escribir cuentos y poemas, con la única intención de aprender a escribir escribiendo en un taller cuya aula estaba expuesta a la luz y el aire.


Las cumbres de Canoabo constituyen un escenario fabuloso, donde las criaturas de la imaginación se mueven a rienda suelta, entre una algarabía de júbilo y un deseo lúdico por desentrañar los misterios de la razón y la sinrazón. Nadie quedó indiferente ante las maravillas que nos depara la naturaleza y todos aprendimos algo más de la convivencia humana. En lo que a mí respecta, debo manifestar que fue una experiencia fabulosa en todos los sentidos, a tal extremo que, al término del Taller, me sentí como la boa de Antoine de Saint-Exupéry, que primero se tragó a un enorme elefante y luego necesitó mucho tiempo para digerirlo poquito a poco.

El Taller de Literatura en las cumbres de Canoabo dio mucho más de lo esperado, no sólo porque se conjugaron sentimientos colectivos y se anudaron lazos de sincera amistad, sino también porque se demostró que la fantasía no conoce fronteras, espacios ni edades. Con estas premisas es lógico que se dieran las condiciones para re-crear personajes en un ámbito que invita a la meditación y el goce estético. Así es como algunos, inspirados por la flora y la fauna del contexto inmediato, y otros motivos por el puro placer de escribir un cuento bien contado, dejaron correr y volar a los hijos de su alma en un ecosistema hecho de encanto y belleza.


Hago extensivos mis agradecimientos a los integrantes del Tknela Teatro, quienes hicieron posible la realización de este singular evento, a la familia amiga que nos acogió amablemente en La Pintera y, desde luego, un especial agradecimiento a Carolina Theis, una mujer entusiasta que, desde un principio y con esfuerzo tesonero, apostó por este proyecto que alcanzó un resultado feliz, que luego se concretizó en un pequeño folleto, donde los sueños y las ilusiones se fundieron en una realidad inconmensurable.

Al finalizar el Taller de Literatura se entregó el certificado de asistencia a quienes, al amparo de una noche tibia y estrellada, se despidieron entre brindis, besos y abrazos.

Fotografías

1. Ante el busto del pedagogo Simón Rodríguez
2. Afiche del programa
3. Conferencia para educadores
4. En la Universidad de Canoabo
5. Conferencia en la Universidad Simón Rodríguez
6-7.Conferencia en la Universidad de Puerto Cabello
8-9. Monumento a los Próceres en la Plaza de Puerto Cabello
10-11. Taller Literario en las cumbres de Canoabo
12. Con un grupo de talleristas
13. Noche de despedida

jueves, 29 de julio de 2010


EL SUEÑO DE ATAHUALLPA

El soberano del imperio incaico, antes de que fuese conducido al patíbulo y el torniquete le partiera la nuca, soñó que Túpac Katari acorraló a Nuestra Señora de La Paz y clamó justicia y libertad, hasta el día en que, traicionado como Cristo por uno de los suyos, cayó a merced de sus enemigos.

Soñó que Túpac Katari estaba en un sombrío calabozo, frente a su interrogador, quien lo torturaba y le pedía los nombres de los principales cómplices de la rebelión. El caudillo indio lo miró con desprecio y nada le contestó. Entonces los realistas, tras coronarle con una gorra de espinas y pasearlo por las calles en actitud de escarnio, dictaron su sentencia de muerte por descuartizamiento: lo amarraron de pies y manos a la cincha de cuatro caballos, mientras un gritó retumbaba en los cuatro Suyos: "¡A mí sólo me matan, pero volveré y seré millones, carajo!”.

El sueño de Atahuallpa fue premonitorio. Así como soñó que los restos de Túpac Katari fueron reducidos a cenizas y las cenizas esparcidas al viento, soñó también que el antiguo imperio de los hijos del sol, quienes compartían los lemas de Ama Suwa (no ser ladrón), Ama Llulla (no ser mentiroso) y Ama Qhella (no ser perezoso), volvería a ser como antes: la Pachamama prometida por Manco Cápac y Mama Ocllo.


miércoles, 28 de julio de 2010


BIENVENIDO EL TÍO A ESTOCOLMO

Gracias por estar aquí, en la Thulle de los vikingos, donde te aguardé con insoportable paciencia y el corazón abierto como una puerta. No sé de qué paraje provienes ni quién fue el khoyaloco* que te despachó embalado en un cartón del correo boliviano. Lo único claro es que en tu largo itinerario, primero saliste del interior de la mina, luego atravesaste la codillera andina, cruzaste el ancho mar y, convertido en aire, burlaste el control de la aduana en el aeropuerto de Arlanda.

Ahora que estás conmigo, encerrado en mi escritorio, me siento más íntegro y complacido. Tu presencia me devolvió la alegría, concediéndole a mi existencia más vida de la que tenía. Por otro lado, quienes te tienen en estima, con el respeto y el temor que infunde tu imagen, me han insinuado construirte una capilla o una urna de cristal, no sólo para ch’allarte y rendirte culto y pleitesía, sino también para mantener viva tu tradición arraigada en la cultura andina y el Carnaval de Oruro. Me temo que aquí, en estas lejanas tierras del norte, tu festividad no será tan sonada como en el vientre de la Pachamama, mas despertará un profundo fervor entre quienes conocen y reconocen tus atributos de personaje tutelar.

Empezaremos poquito a poco para que la ch’alla y la festividad vayan creciendo y adquiriendo importancia. Por qué no, si ya son miles los bolivianos que practican sus tradiciones y rituales como si estuviesen en la mismísima llajta, donde las costumbres ancestrales se celebran al ritmo de campanillas, sicus, zampoñas, quenas, tarcas, tambores, bombos y otros instrumentos autóctonos.

A quienes no te conozcan -o te desconozcan-, debemos aclararles que tu estatuilla fue moldeada en barro mineralizado por los mismos mineros, cuyas manos callosas te colocaron en el mejor paraje del interior de la mina, donde se congraciaban contigo mientras pijchaban, fumaban y bebían tragos de aguardiente. Los mineros sabían que en tu condición de Tío, dios y diablo andino, podías ser generoso con los compañeros que te ofrendaban y ser despiadado con los ingratos que te ignoraban o no cumplían sus obligaciones contigo. Así fuiste desde cuando los mitayos, condenados a trabajar en los yacimientos de plata durante la colonia, empezaron a rendirte culto y tributo, conscientes de que eres el dueño absoluto de los minerales y el amo en los tenebrosos socavones. Por eso los mineros, con honda admiración y respeto, te solicitaban protección y riquezas mediante ritos que iban desde el pijcheo, la ch’alla, la wilancha y el qaraku.

Como representante del sincretismo entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores, eres un híbrido entre el Huari y el diablo; luces dos cuernos en la frente, los ojos redondos y saltones, la nariz deforme, la barba rala como la de Atahuallpa y la boca dispuesta a recibir un cigarrillo, que los compas te ofrecen en actitud de amistad y cariño.

Aquí, en el reino de la Moder Svea, no te faltará nada. Ya tienes k’uyunas y quemapechos como el Absolut Vodka. Tienes también serpentinas, confetis y confites. Sólo falta llenar tu ch’uspa con la lejía y las hojas sagradas y purificadoras de la coca. Habrá que esperar un cachito para que tú mismo, con tus poderes mágicos, puedas proporcionarnos un tambor de coca para pijchar en tu honor y en tu presencia; mientras tanto, puedes seguir fumando y chupando... ¡Ah! ¡Tío, pendejo! ¡Tío, alcahuete! ¿Me estás tomando el pelo o estás tomándote solito mi botella de coñac?, ése que compré en el crucero entre Estocolmo y Tallin, poco antes de que llegaras hecho un caballero, a bordo de un avión y no en un trasatlántico.

Lo grave es que ahora no querrás salir del escritorio por miedo a sembrar el pánico y el terror con tu deformidad física. Si asomas el rostro a la puerta, las doñas se arrebatarían, las wawas se asustarían, los incrédulos se reirían y los devotos bien despistados quedarían. Ni modo pues, yo nomás tendré que saludarte y rendirte tributo al entrar y al salir del escritorio, y, una vez al año, sacrificar un gallo blanco o un cordero en tu honor y en honor a la Pachamama, la diosa andina de la Tierra.

Como los llajtamasis en Suecia no pueden pedirte las riquezas minerales, abandonadas allende los mares, pienso que lo correcto será pedirte protección y bienaventuranza en un país tan diferente al nuestro. Te pedirán, por ejemplo, acabar con el racismo y la discriminación contra el inmigrante. Si no sabes de qué estoy hablando es porque estás recién llegadito. Tienes que vivir un tiempo más para advertir los problemas y constatar que en estas tierras existen también devotos de la Virgen del Socavón, la Virgen de Copacabana y la Virgen de Urkupiña, y que todos los años las sacan en procesión por las calles de Estocolmo, Gotemburgo y Uppsala, suplicándoles deseos y milagros al ritmo de diabladas y morenadas. No es para menos, pues, algunos de los pasantes, como por mandato divino, distribuyen incluso colitas, banderines y bandas recordatorias “made in Bolivia”, convencidos de que si alcanzaron ciertas metas en su vida familiar y profesional es porque las “mamitas” intercedieron ante Dios para concederles sus ruegos y deseos.

Aunque no admites la presencia de las mujeres en tu reino, por la superstición de que la menstruación hace desaparecer los filones de estaño, considero que ahora tienes la oportunidad de disfrazarte con tu traje de Lucifer y bailar la danza de los diablos para las virgencitas, quienes de seguro son las réplicas de la escultura creada por el indio Tito Yupanqui a orillas del lago sagrado de los Incas.

Así están las cosas, Tiíto dadivoso y vengativo. En Estocolmo podrás bailar la diablada ataviado con tu traje de luces y tus ornamentos de reptiles y batracios. Estás arreglado, pues los devotos de las vírgenes morenas hacen correr por las mesas comidas y bebidas en abundancia, justo como a ti te gusta que sean las jaranas, en las cuales se canta y baila hasta quedar indio en tierra. Más todavía, si en medio de la jarana no encuentras a tu tentadora chinasupay, al menos encontrarás a una hermosa china morena. Tenlo por seguro, te lo digo por experiencia propia y porque, aparte de ser tu compañero de ruta, soy tu amigo del alma.

Gracias, una vez más, por haber llegado a Estocolmo, Tiíto de las minas bolivianas.

Glosario

-Ch’alla: Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses. Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con aguardiente.
-Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
-Ch’uspa: Bolsa pequeña en la que se lleva coca, tabaco o lo necesario para coquear.
-Huari: Deidad mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por el Tío de la mina.
-Khoyaloco: Loco de la mina. Minero.
-K’uyuna: Cigarrillo de envoltura rústica.
-Llajta: Ciudad, pueblo, país.
-Llajtamasi: Conciudadano, coterráneo.
-Pijchar: Mascar coca.
-Qaraku: Mesa o banquete que se prepara en honor al Tío, en el que no faltan abundante comida, alcohol, coca, cigarrillos, confites y carne de llama sacrificada.
-Wawa: Niño o niña de pecho.
-Wilancha: Sacrificio de sangre de animales o sullus (fetos), en honor a los seres tutelares del cielo, la tierra y el subsuelo.

domingo, 25 de julio de 2010


SILLA MARILYN MONROE

La mañana en que el arquitecto Arata Isozaki despertó de un sueño húmedo, concibió la idea de diseñar una silla que reprodujera antropomórficamente la silueta perfecta de la pierna de Marilyn Monroe.

El arquitecto, de ojos sesgados y tez macilenta, sabía de antemano que la silla sería no sólo una mercancía rentable, sino también célebre como la musa que lo inspiró. Cuando el producto apareció en los escaparates más lujosos, entre reflectores iluminando la armonía de sus formas, los admiradores nostálgicos de Marilyn adquirieron la silla, impulsados por el deseo de sentarse en las faldas de ese objeto sin alma ni cerebro.

Marilyn sufrió y vivió al filo de la muerte. Su madre, obrera de la industria del cine, quiso abortarla y no pudo. Su abuela, la demente Della Monroe, quiso ahogarla en la cuna y no pudo. El azar del destino le salvó la vida, hasta que pasó a compartir su infancia en orfelinatos y hogares adoptivos. A los nueve años fue violada por uno de sus padrastros y quedó tartamuda el día en que acribillaron a su perro Tippy. Años más tarde, acosada por la locura y el espanto, soñó que estaba desnuda en el púlpito de la iglesia, lampiña como los santos que la contemplaban desde el altar y ruborizada como los ángeles que se cubrían los ojos con las alas. Pero como la Casa de Dios no era la 20th Century-Fox, ni una cueva de ratas y serpientes, se le cerraron las puertas del Paraíso.

No obstante, su vida dejó de ser un infierno a los once años. “El mundo que hasta entonces estaba cerrado para mí empezó, de pronto, a abrirme sus puertas –manifestó en cierta ocasión–. Tenía que caminar dos millas y media para ir al colegio, y otras dos millas y media para volver a casa, y ese paseo empezó a ser algo completamente placentero. Todos los hombres tocaban el claxon, me gritaban, me miraban. Y yo les respondía”. Otro día, la niña de ojos tristes, que a veces sonreía y rompía en carcajadas, soñó que era una estrella de cine, su sueño fue premonitorio y en tecnicolor.

A los dieciséis, mientras trabajaba en una empresa de material militar, un fotógrafo, que realizaba un reportaje entre los almacenes, advirtió su fulgurante belleza y la invitó a los Estudios de Hollywood, que la decapitó para comercializar su cuerpo. “Es como si todos quisieran un trozo mío. Como si quisieran una presa mía”, le confesó a un periodista poco antes de su muerte. En efecto, Marilyn pasó a ser, de simple empleada, la víctima perfecta de una sociedad sin escrúpulos, capaz de despresarla como gallina y ofrecerla al mejor postor. Los señores de Hollywood hicieron de ella, de su cara de niña y su cuerpo de mujer, un símbolo sexual embotellado para el consumo de masas.



Con ella se rodaron películas inolvidables, pero la mayor gloria de esta estrella, hecha de nácar y de fuego, no estribaba en su capacidad de interpretar el “script”, sino en sus tentadoras curvas, que hoy forman parte del respaldo de una silla.

Cuando Marilyn alcanzó la fama, como la silla de Arata Isozaki, se echó desnuda en la cama, sin faldas vaporosas ni blusas escotadas, aguardando a los príncipes que admiraban sus prodigiosas nalgas, la plenitud de sus hombros, el naciente de sus senos coronados de aureolas rosadas, la protuberancia de sus caderas y la prolongación de sus piernas que terminaban en unas uñas laqueadas de color escarlata.

Muchos príncipes treparon por su cuerpo que provocaba una inmediatez erótica, muchas lenguas lamieron su piel de color vainilla y muchos dedos se enredaron en sus pelos que superaban el rubio platinado. Todos se aprovecharon de su juventud y belleza, desde el dramaturgo Arthur Miller, hasta los hermanos Kennedy, mas ninguno de ellos dio por ella, como todo buen caballero, su capa, copa y sombrero. Todo fue pasajero con Marilyn, tan pasajero que, al despuntar el alba, tenían que abandonarla tendida en el lecho, dormida o despierta, eso no importaba.

Así transcurrió su vida entre todos y ninguno, hasta que la madrugada del 5 de agosto de 1962, los detectives encontraron su cadáver en el dormitorio de su casa. Para unos se trataba de un suicidio y para otros de una muerte accidental por incompatibilidad de dos fármacos que le recetaron dos médicos, y que ella se los introdujo al intestino por vía rectal.

En el instante de su muerte tenía una sobredosis de barbitúrico y el auricular del teléfono en la mano. Nadie sabe a quién iba a llamar. Las luces se encendieron y la película que rodó tuvo un triste final. Ahora sólo queda que Ernesto Cardenal repita los últimos versos de su Oración por Marilyn Monroe: “Señor:/ quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar/ y no llamó (y tal vez no era nadie/ o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de los Ángeles)/ ¡contesta Tú al teléfono!”.

La muerte de Marilyn Monroe es un misterio, pero los hombres que no lograron ver el círculo perfecto de su ombligo ni el triángulo áureo de su pubis, hoy tienen la oportunidad de sentarse en la silla bautizada con su nombre y entregarse a merced de la fantasía, donde reina Norma Jeane Mortensen con el falso maquillaje de Marilyn Monroe.


sábado, 24 de julio de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN WASHINGTON

En enero de 2007, el amigo cubano Luis Rumbaut, que por entonces fungía como editor del periódico Metrópolis, me cursó la invitación para dictar una serie de conferencias en Washigton y, de pasadita, conocer algunos de los recovecos de la “Capital del Mundo”. Luis Rumbaut, quien preparó meticulosamente mi itinerario, me anticipó, por correo electrónico, que sería presentado en el prestigioso National Press Club, en una reunión dirigida a escritores y periodistas, aparte de que sería el principal exponente en la XXII Peña Cultural y Literaria organizada por el colectivo del PELP (ParaEsoLaPalabra), que se realiza mensualmente en un salón del Haskell Center de la Folger Shakespeare Library.


Asimismo, se tenía prevista una charla sobre mi obra en el círculo de lectores de la librería Politics and Prose y un ciclo de conferencias en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y entre los estudiantes de la facultad de lenguas romances de la Universidad Americana del Distrito de Columbia. Así de apretada se veía mi agenda.


Las conferencias, auspiciadas y coordinadas por el periódico Metrópolis, del cual yo era uno de sus columnistas permanentes, estaba respaldada por la Embajada de Bolivia y por el grupo Bolivia Sol. Se me informó también que mis actividades incluían charlas informales con organizaciones latinoamericanos residentes en el área metropolitana.


Sin embargo, a pesar del ajetreo entre una actividad y otra, le robé tiempo al tiempo para degustar de la comida boliviana, junto al periodista Armando Morales, en un restaurante de Maryland, y, como no podía ser de otra manera, visité los sitios más emblemáticos de Washington, al menos los que más me interesaban en ese momento, como el Capitolio Nacional y la Casa Blanca, que en otrora fue construida por manos negras y manos blancas, el edificio del Pentágono y el monumento en memoria a los soldados caídos en la Guerra de Vietnam.


En este viaje, que implicaba cruzar el “charco” de un continente a otro, no podía faltar la visita obligada a algunos de los museos más prestigiosos de la ciudad, entre otros, a la grandiosa Galería Nacional de Arte, creada en 1937 por una resolución del Congreso, donde tuve la satisfacción de contemplar, en una misma sala, las pinturas originales de Gauguin y Van Gogh.


No era menos sorprendente ver una balsa de totora expuesta en el pabellón central del Museo Nacional de los Indios Americanos, como ver la máscara de un diablo del Carnaval de Oruro, que lucía, con todo su poder de sugerencia, empotrada en la pared de un pasadizo de acceso al Banco Interamericano de Desarrollo (BID).


La tecnología norteamericana, con sus misiles y naves que surcaron el espacio a lo largo del siglo XX, refleja el espíritu de aventuras y las ansias de progreso de la humanidad desde mucho antes de que se creara la NASA, que puso en jaque a la Unión Soviética durante la llamada Guerra Fría. En el Museo Nacional del Aire y el Espacio -donde destaca el primer avión de la historia, construido en 1902 por los hermanos Wright, y el módulo Apolo XI, con el que los primeros hombres llegaron a la Luna-, me llamó la atención, como a un niño pasmado ante un juguete sorpresa, el “Spirit of Saint Louis”, con el que Charles Lindberg se convirtió en 1927 en el primer aviador en cruzar el Atlántico. La avioneta pende del techo como un pájaro de metal. El sólo hecho de mirarla me provocó un vértigo indescriptible y me transmitió la entraña sensación de que las fantasías de Leonardo da Vinci y Julio Verne, lejos de todo pronóstico de su época, se convirtieron en realidades modernas y fascinantes.


Un viaje de esta naturaleza, con ribetes de desmesura y programado con meses de antelación, es siempre la mejor manera de conocer los recovecos de una ciudad que, debido al rol histórico que le tocó asumir contra viento y marea, sigue siendo la protagonista principal de los acontecimientos que sacuden a los países menos afortunados en el ámbito político, económico y cultural, aunque algunos opinemos que esta bestia, llamada también imperialismo, se quiera morfar al mundo con cuchillo y tenedor.

Fotos:

1. Delante del Capitolio Nacional
2. En el National Press Club, con Armando Morales y Santiago Tavara
3. En la librería Politics and Prose, con estudiosos de la literatura hispanoamericana
4. En un restaurante boliviano en Maryland
5. Ante el monumento en momoria de los soldados caídos en la Guerra de Vietnam, con Luis Rumbaut
6. En la Galería Nacional de Arte
7. Balsa de Totora en el Museo Nacional de los Indios Americanos
8. Máscara de diablo en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID)
9. El “Spirit of Saint Louis” en el Museo Nacional del Aire y el Espacio