EL
CELOSO GUARDIÁN DEL ARCHIVO HISTÓRICO MINERO DE CATAVI
Los
trabajadores de la Empresa Minera Catavi, perteneciente a la Corporación Minera
de Bolivia (COMIBOL), contaban que su anterior dueño lo dejó a su suerte, en la
intemperie, el día que se marchó con rumbo desconocido, luego de cargar sus
muebles en la carrocería de un camión. El perro corrió detrás de la movilidad,
intentando seguir el trayecto de sus dueños, pero ellos, insensibles ante la
desesperación del perro, lo dejaron atrás, cada vez más atrás, hasta que el
perro se detuvo desventurado, jadeante y echando lágrimas de impotencia.
Así
empezó su lucha por la sobrevivencia, forjándose con un carácter más temible y
de defensa ante los peligros que ponían en riesgo su existencia en un medio
donde la jauría de perros callejeros forma parte del ornamento de una población
donde los vientos azotan la cordillera, silbando como la sirena del Teatro
Simón I. Patiño, y los remolinos de polvo corren como entre las dunas del
desierto.
Se
lo veía merodeando por las inmediaciones del Archivo, antigua Casa Gerencia y
futuro Museo Histórico Minero de Catavi, hasta el día en que, atraído por la
comida que le ofrecía una de las trabajadoras, entró en los locales del
Archivo; estaba más delgado que el perro Galgo de Don Quijote, como si fuese un
cuadrúpedo hecho de pura piel y huesos; el frío resplandor de sus ojos
reflejaba la tristeza de su alma y llevaba el pelaje apelmazado por la mugre;
alrededor del cuello y en la punta de la cola su pelo era cerdoso, grueso y
duro, como si nunca lo hubiesen lavado ni tusado desde el día de su nacimiento.
Tiempo
después, acaso sin saberlo ni quererlo, los trabajadores del Archivo se
acostumbraron a su presencia y se ganó el cariño de todos. De modo que no quedó
otra alternativa que adoptarlo, sin trámites, papeleos ni intermediarios, como
a la mascota más querida por el personal del Archivo. Se le rebautizó con el
nombre de Bandido; digo que se le rebautizó, porque de seguro tuvo otros
nombres y sobrenombres antes de ser abandonado como perro sin dueño. Se le
vacunó contra la rabia y se le desparasitó interna y externamente antes de que
ocupara su privilegiado lugar en la Casa Gerencia.
A
partir de entonces, el perro empezó a formar parte del Archivo y dejó de vagar
por las calles, buscando qué comer en los basurales, reponiéndose del abandono,
los peligros de la intemperie y las heridas que le dejaban sus peleas con otros
canes callejeros, que se disputaban a la perra en celo y los restos de la
comida que alguien arrojaba en la calle o dejaba en la acera de su casa. Nadie
reclamó por él, ni siquiera quienes lo tuvieron cuando era cachorro, peor aún
los miembros de la familia donde creció y vivió durante mucho tiempo; eso sí,
no dentro de la vivienda, como cualquier animal de compañía, sino en un patio
con montículos de piedras apiladas por doquier.
Como
ya no era cachorro cuando llegó al Archivo, y a pesar de ser dócil y obediente
a los comandos que se le impartía de cuando en cuando, resultó algo difícil
adiestrarlo como a mí me hubiese gustado. Sin embargo, tras algunas rutinas
preestablecidas, el perro llegó al punto en que aceptaba, de manera obediente y
educada, el régimen de premios y castigos que se le imponía. Se le premiaba con
algún resto de mi comida, que él lo saboreaba en la palma de mi mano, o se le
castigaba con una escasa ración de comida que no era de su agrado. Lo esencial
era que se adaptó, de manera instintiva, a ciertas exigencias que él cumplía
como si viviera para mantenerme alegre y satisfecho, complaciéndome y
obedeciéndome en todo por temor a los castigos o, como toda mascota que quiere
mantener una buena interrelación con su amo, por la obsesión de recibir algún
mimo o premio, como lo hacían los perros de Iván Pávlov, según las teorías del reflejo condicional o el estímulo-respuesta, un método de
enseñanza/aprendizaje que todavía funciona en el adiestramiento de las
mascotas.
Aunque
soportaba sonidos estridentes, tenía fobia a los fuegos artificiales, que los
niños y vecinos lanzaban en los días festivos. Él enloquecía y, disparado como
una jabalina, se metía en el cuarto, empujando la puerta con todo el furor de
sus fuerzas, y buscaba refugio entre mis brazos, jadeante y temblando de miedo,
como si huyese del mismísimo infierno, en busca de las caricias y palabras de
sosiego de alguien que lo cobijara como a un niño que necesitaba toda la
protección del mundo.
Otra
cosa que no soportaba era el humo del cigarrillo, probablemente debido a que su
anterior propietario, a modo de divertirse y probar la reacción del perro, le
echaba bocanadas de humo cuando aún era cachorro, hasta el extremo de haberle
causado un trauma que lo espantaba apenas alguien encendía un cigarrillo ante
su vigilante y aterrada mirada. El individuo insensato que le causó ese trauma
no comprendía la lógica de que un humano que no es capaz de amar a un perro es
incapaz de amar a su prójimo.
Al cabo de unos meses, con una ración de comida controlada, se puso fuerte, armonioso y rebosante de desbordante vitalidad. Era un perro de raza mestiza, inteligente y de buena alzada, dueño de un ladrido potente y grave, cariñoso y manso con los conocidos, pero receloso y feroz con los desconocidos, a quienes los consideraba invasores de los territorios de su dominio.
Cuando
un desconocido lo abordaba con intenciones de herirlo o asustarlo, él se
crispaba como un puercoespín, ladraba con todas las fuerzas de sus pulmones y
echaba babas por el hocico, a diferencia de los cachorros que ladran más por
miedo que por agresividad. No cabe duda de que su furia se debía al hecho de
haber convivido entre los canes de la calle. Además, como todo animal
acostumbrado a vivir una realidad cruda y dura, sin resquicios para la broma ni
la risa, intuía que no todos los humanos eran amigos de los animales domésticos.
Sus reacciones de agresión, a modo de un mecanismo de autodefensa instintivo,
eran sus armas de protección contra los castigos. De seguro que en su vida no
faltaron quienes le reventaron una patada entre las costillas y quienes le
hicieron restallar un chicote en las ancas, mientras él, arqueando la columna y
escondiendo la cola entre las patas, intentaba escabullirse entre chillidos y
gemidos de dolor.
Durante
los días de trabajo, mientras el personal estaba dedicado a clasificar los
papales pertenecientes a la empresa de la Patiño Mines y la COMIBOL, el Bandido
se sentaba entre los estantes, escritorios, sillas, mesas y las puertas de
acceso a las dependencias del Archivo, presto a defender su lugar de guardián
con la mirada temible y los colmillos afilados.
De
lunes a viernes, desde tempranas horas de la mañana y hasta muy entrada la
tarde, él prefería estar junto a los trabajadores, quienes siempre lo recibían
con palabras de gran afecto. Él se tiraba de panza sobre el machihembrado, con
las patas dobladas debajo del hocico, y retozaba con un ojo cerrado y
mirándolos con el otro ojo más abierto que de costumbre.
Si
bien es cierto que era un perro faldero, no es menos cierto que era también un
perro guardián. Cuando los desconocidos se acercaban a husmear los documentos,
libros, objetos museísticos y otras curiosidades que atesora el Archivo, asumía
una conducta parecida a la de Cancerbero, el can guardián de las puertas del
infierno, aunque el Bandido no tenía tres cabezas ni echaba llamas por las
fauces.
No
pocas veces le provocó un suspiro de pánico a don Edson, vendedor de bidones de
agua destilada a domicilio, tal vez porque el aguatero, ni bien se aparecía en
la puerta que da a la calle, le recordaba un desagradable pasado asociado a
algún tipo de agresión traumática que nunca logró superar ni olvidar. Era por
eso mismo que, apenas olfateaba su presencia, gruñía frunciendo el hocico y
enseñando los afilados colmillos, que se convirtieron en sus mejores armas de
defensa y ataque, y que, en su época de vagabundo, le sirvió para cazar y
desgarrar las presas.
Se plantaba en la puerta enrejada con barrotes de hierro y, en su condición de cumplido y severo guardián, no dejaba que nadie ingresara sin el permiso de la responsable del Archivo o de alguno de los trabajadores, quienes lo retenían del pescuezo antes de que se lanzara sobre la humanidad de los desconocidos que, por lo general, eran personas que asistían al Archivo para buscar documentos de investigación o para solicitar los expedientes de algún pariente que trabajó en la poderosa Empresa Minera Catavi.
El
perro guardián, como compensación por su trabajo, se ganó una remuneración de
parte de la COMIBOL. De modo que, desde la oficina central del Archivo de la Minería
Nacional
de la ciudad de El Alto, le enviaban, periódicamente, un pequeño fondo
económico que permitiera tenerlo con la panza llena y el corazón contento. Y,
claro está, siempre se lo alimentaba como a un perro burgués, según comentó alguna vez, entre chiste y chiste, uno
de los trabajadores del Archivo.
En
cierta ocasión, cuando retorné de un largo viaje que realicé a la ciudad de La
Paz, lo encontré subido de peso; es más, de no haberme recibido en la puerta,
con el mismo entusiasmo y regocijo que demostraba alzándose sobre sus patas traseras
y agitando su cola de un lado a otro, no lo hubiera reconocido. Parecía una
maleta desplazándose sobre cuatro patas.
Cuando
pregunté a qué se debía su problema de obesidad, se me contestó que podía
deberse al hecho de haber sido castrado o porque ya no correteaba como antes,
calle abajo y calle arriba, comandando a una jauría de perros hambrientos. Yo,
por el contrario, pensé que se debía al tipo de alimentación que se le dio y a
su sedentarismo desde el día en que entró en la Casa Gerencia, pues llevaba un
ritmo de vida parecido a la de un burócrata, quien se pasa la vida sentado
sobre su gordo trasero y detrás de un escritorio.
Estaba
realmente obeso. Sus movimiento ya no eran igual de ágiles ni su aspecto era la
de un perro de atractiva presencia. No en vano algunos empleados de la
gerencia, al verlo gordito como un chanchito, le pusieron el apelativo de Morcilla o Salchicha; por lo tanto, había que tomar medidas drásticas para
revertir su situación, pasando de una alimentación carnívora a una dieta rica
en cereales y otros productos favorables para su salud, conscientes de que
tenía que bajar de peso, sí o sí.
Al
cabo de un tiempo, con una dieta adecuada y estricta, volvió a recuperar su
peso normal y volvió a ser la mascota de antes, con las mismas facultades que
tenía los primeros meses que empezó a vivir en la Casa Gerencia. Su blanquecino
pelaje tenia manchas negras en su hermosa cabeza y su fornido cuerpo; encima de
sus ojos, de pupilas brillosas y mirada melancólica, presentaba puntitos amarillos
similares a las cejas; tenía los músculos potentes, el oído fino y el olfato
desarrollado; poseía una excelente visión crepuscular, un sistema
cardiovascular que le funcionaba casi a la perfección y unas patas flexibles
que le permitían desplazarse velozmente hacia delante, saltando con la misma
gracia y rapidez de un felino. Cabe añadir que, como todo can en condiciones
óptimas, correteaba en el jardín haciendo cabriolas y perseguía a los ratones,
gatos y pájaros, hasta quedar exhausto y despatarrado.
Si
algo de malo tenía era su abundante pelaje, que provocaba rabietas de nunca
acabar, pues no era casual que las almohadas y el edredón de la cama estuviesen
casi como el piso de una peluquería. Quitar sus pelos de las frazadas y las
ropas era un trabajito que tomaba más tiempo de lo debido y no había cómo
deshacerse de ellos de una vez y para siempre. Pero el amor por este amigo
peludo era tan grande que no quedaba más remedio que aceptarlo con pelos y
todo.
Algunas veces, con la misma destreza de un niño travieso, jugaba con una perrita vecina llamada Canela. Se los veía corretear haciendo pirueteas, revolcarse sobre el pasto y acariciarse a mordiscos en el patio de entrada a la Casa Gerencia. Nunca cruzó con ella, quizás porque la castración redujo su deseo sexual o, quizás, porque solo quería tenerla como amiga de juegos y no ser progenitor de otros cachorros que, con el paso del tiempo, serían abandonados a su suerte como ocurrió con él, que fue desamparado entre los peligros de la intemperie por sus temporales e irresponsables dueños.
El
cariño que le tenía era tan grande que, casi siempre, cuando protagonizaba un
desmán, apenas le pegaba un grito de reprobación y le echaba del cuarto, hasta
que se me pasaba la rabia y todo volvía a la calma. Entonces volvíamos a ser
amigos y nos reconciliábamos en un abrazo. Él se sentaba delante de mí y me
miraba como disculpándose por su metida de pata.
Se
tiraba en el piso de espaldas, batía la cola y levantaba las patas como un niño
juguetón que necesitaba de la atención de sus padres adoptivos. Si yo engolaba
la voz y le decía: mi hijito, mi
changuito, él se ponía con las orejas de punta. Y cual padre tolerante, le
soportaba todas sus travesuras, incluso sus caprichos y desobediencias, como
cuando se comía mis charques, empanadas y carnes frías que, por algún descuido,
los dejaba a alcance de sus ojos y su fino olfato. No me disgustaba ni cuando
rompía mis medias, tiraba mis calzados por los aires y arrastraba mi abrigo por
los suelos.
Le
acariciaba la cabeza y el cogote a modo de demostrarle mi cariño. Él me lamía
las manos y se me arrimaba frotando su cabeza contra mi muslo, como si me
agradeciera por las caricias que le brindaba cada vez que estaba de buen humor
y con ganas de jugar con la pelota de goma o con algún pedazo de tela que él
perseguía dando brincos en el aire, ansioso por morder la tela y quitármela de
las manos. Así pasábamos un buen rato, divirtiéndonos como dos amigos de
aventuras, hasta que quedábamos completamente agotados y sin más ganas que
descansar para reponer las energías perdidas.
Qué
perro más maravilloso era el Bandido –Bandidito
para quien escribe estas líneas–, porque lo consideraba no solo una mascota, en
quien descargaba todo mi cariño, sino como un hijo que me llenaba los vacíos
emocionales. Todos en el Archivo sabían que el perrito pasó a formar parte de
mi vida, como un hijo al que le concedía todos sus deseos, incluso el capricho
de dormir en la cama, tendido de extremo a extremo, ocupando demasiado espacio,
y roncando como una locomotora a vapor.
Cierto
día, algún ser insensato y bellaco, que lo odiaba de manera enfermiza y que no
formaba parte del personal del Archivo, se encargó de envenenarlo. Nunca se
identificó al malhechor, salvo que el alimento, que contenía una buena dosis de
veneno, se filtró en la Casa Gerencia en algún instante en que nadie advirtió
las oscuras intenciones del autor del biocidio. Desde aquella vez, tras la
ingesta de la sustancia tóxica, el perro comenzó a tener un comportamiento
extraño, a mostrar síntomas de un malestar generalizado. Se negó a comer,
incluso los manjares que eran de su preferencia, y empezó a dar vueltas como si
quisiera morderse la cola, como si sintiera un dolor indecible en la cabeza y
los órganos interiores, como si padeciera de alguna enfermedad neurológica o
cardiovascular.
Ahora
que escribo esta crónica, prefiero no recordar los últimos días de su vida, porque
me dio tanto coraje el saber que alguien cometió la estupidez de ensañarse con
el perro y envenenarlo. Me resigné a perderlo poco a poco, como cuando se
consume el fuego de una vela, hasta que llegó el día en que se decidió darle
una muerte digna e indolora, suministrándole una inyección con efecto letal,
porque era una mascota querida, un perro que nos arrancó lágrimas en el
instante de exhalar su último aliento. Así fue. ¡Murió intoxicado, carajo! Su
partida no fue dolorosa para él, pero sí una escena fatal para quienes lo
habíamos tomado excesivo cariño por su fidelidad y su encantadora presencia.
Ese fue el Bandidito, mi hijito, ese
maravilloso can, que fungió como noble animal de compañía y celoso guardián del
Archivo Histórico Minero de Catavi.