martes, 26 de enero de 2021

EL CELOSO GUARDIÁN DEL ARCHIVO HISTÓRICO MINERO DE CATAVI

Los trabajadores de la Empresa Minera Catavi, perteneciente a la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), contaban que su anterior dueño lo dejó a su suerte, en la intemperie, el día que se marchó con rumbo desconocido, luego de cargar sus muebles en la carrocería de un camión. El perro corrió detrás de la movilidad, intentando seguir el trayecto de sus dueños, pero ellos, insensibles ante la desesperación del perro, lo dejaron atrás, cada vez más atrás, hasta que el perro se detuvo desventurado, jadeante y echando lágrimas de impotencia.

Así empezó su lucha por la sobrevivencia, forjándose con un carácter más temible y de defensa ante los peligros que ponían en riesgo su existencia en un medio donde la jauría de perros callejeros forma parte del ornamento de una población donde los vientos azotan la cordillera, silbando como la sirena del Teatro Simón I. Patiño, y los remolinos de polvo corren como entre las dunas del desierto. 

Se lo veía merodeando por las inmediaciones del Archivo, antigua Casa Gerencia y futuro Museo Histórico Minero de Catavi, hasta el día en que, atraído por la comida que le ofrecía una de las trabajadoras, entró en los locales del Archivo; estaba más delgado que el perro Galgo de Don Quijote, como si fuese un cuadrúpedo hecho de pura piel y huesos; el frío resplandor de sus ojos reflejaba la tristeza de su alma y llevaba el pelaje apelmazado por la mugre; alrededor del cuello y en la punta de la cola su pelo era cerdoso, grueso y duro, como si nunca lo hubiesen lavado ni tusado desde el día de su nacimiento.

Tiempo después, acaso sin saberlo ni quererlo, los trabajadores del Archivo se acostumbraron a su presencia y se ganó el cariño de todos. De modo que no quedó otra alternativa que adoptarlo, sin trámites, papeleos ni intermediarios, como a la mascota más querida por el personal del Archivo. Se le rebautizó con el nombre de Bandido; digo que se le rebautizó, porque de seguro tuvo otros nombres y sobrenombres antes de ser abandonado como perro sin dueño. Se le vacunó contra la rabia y se le desparasitó interna y externamente antes de que ocupara su privilegiado lugar en la Casa Gerencia.

A partir de entonces, el perro empezó a formar parte del Archivo y dejó de vagar por las calles, buscando qué comer en los basurales, reponiéndose del abandono, los peligros de la intemperie y las heridas que le dejaban sus peleas con otros canes callejeros, que se disputaban a la perra en celo y los restos de la comida que alguien arrojaba en la calle o dejaba en la acera de su casa. Nadie reclamó por él, ni siquiera quienes lo tuvieron cuando era cachorro, peor aún los miembros de la familia donde creció y vivió durante mucho tiempo; eso sí, no dentro de la vivienda, como cualquier animal de compañía, sino en un patio con montículos de piedras apiladas por doquier.

Como ya no era cachorro cuando llegó al Archivo, y a pesar de ser dócil y obediente a los comandos que se le impartía de cuando en cuando, resultó algo difícil adiestrarlo como a mí me hubiese gustado. Sin embargo, tras algunas rutinas preestablecidas, el perro llegó al punto en que aceptaba, de manera obediente y educada, el régimen de premios y castigos que se le imponía. Se le premiaba con algún resto de mi comida, que él lo saboreaba en la palma de mi mano, o se le castigaba con una escasa ración de comida que no era de su agrado. Lo esencial era que se adaptó, de manera instintiva, a ciertas exigencias que él cumplía como si viviera para mantenerme alegre y satisfecho, complaciéndome y obedeciéndome en todo por temor a los castigos o, como toda mascota que quiere mantener una buena interrelación con su amo, por la obsesión de recibir algún mimo o premio, como lo hacían los perros de Iván Pávlov, según las teorías del reflejo condicional o el estímulo-respuesta, un método de enseñanza/aprendizaje que todavía funciona en el adiestramiento de las mascotas.

Aunque soportaba sonidos estridentes, tenía fobia a los fuegos artificiales, que los niños y vecinos lanzaban en los días festivos. Él enloquecía y, disparado como una jabalina, se metía en el cuarto, empujando la puerta con todo el furor de sus fuerzas, y buscaba refugio entre mis brazos, jadeante y temblando de miedo, como si huyese del mismísimo infierno, en busca de las caricias y palabras de sosiego de alguien que lo cobijara como a un niño que necesitaba toda la protección del mundo.

Otra cosa que no soportaba era el humo del cigarrillo, probablemente debido a que su anterior propietario, a modo de divertirse y probar la reacción del perro, le echaba bocanadas de humo cuando aún era cachorro, hasta el extremo de haberle causado un trauma que lo espantaba apenas alguien encendía un cigarrillo ante su vigilante y aterrada mirada. El individuo insensato que le causó ese trauma no comprendía la lógica de que un humano que no es capaz de amar a un perro es incapaz de amar a su prójimo.

Al cabo de unos meses, con una ración de comida controlada, se puso fuerte, armonioso y rebosante de desbordante vitalidad. Era un perro de raza mestiza, inteligente y de buena alzada, dueño de un ladrido potente y grave, cariñoso y manso con los conocidos, pero receloso y feroz con los desconocidos, a quienes los consideraba invasores de los territorios de su dominio.

Cuando un desconocido lo abordaba con intenciones de herirlo o asustarlo, él se crispaba como un puercoespín, ladraba con todas las fuerzas de sus pulmones y echaba babas por el hocico, a diferencia de los cachorros que ladran más por miedo que por agresividad. No cabe duda de que su furia se debía al hecho de haber convivido entre los canes de la calle. Además, como todo animal acostumbrado a vivir una realidad cruda y dura, sin resquicios para la broma ni la risa, intuía que no todos los humanos eran amigos de los animales domésticos. Sus reacciones de agresión, a modo de un mecanismo de autodefensa instintivo, eran sus armas de protección contra los castigos. De seguro que en su vida no faltaron quienes le reventaron una patada entre las costillas y quienes le hicieron restallar un chicote en las ancas, mientras él, arqueando la columna y escondiendo la cola entre las patas, intentaba escabullirse entre chillidos y gemidos de dolor.

Durante los días de trabajo, mientras el personal estaba dedicado a clasificar los papales pertenecientes a la empresa de la Patiño Mines y la COMIBOL, el Bandido se sentaba entre los estantes, escritorios, sillas, mesas y las puertas de acceso a las dependencias del Archivo, presto a defender su lugar de guardián con la mirada temible y los colmillos afilados.

De lunes a viernes, desde tempranas horas de la mañana y hasta muy entrada la tarde, él prefería estar junto a los trabajadores, quienes siempre lo recibían con palabras de gran afecto. Él se tiraba de panza sobre el machihembrado, con las patas dobladas debajo del hocico, y retozaba con un ojo cerrado y mirándolos con el otro ojo más abierto que de costumbre.

Si bien es cierto que era un perro faldero, no es menos cierto que era también un perro guardián. Cuando los desconocidos se acercaban a husmear los documentos, libros, objetos museísticos y otras curiosidades que atesora el Archivo, asumía una conducta parecida a la de Cancerbero, el can guardián de las puertas del infierno, aunque el Bandido no tenía tres cabezas ni echaba llamas por las fauces.

No pocas veces le provocó un suspiro de pánico a don Edson, vendedor de bidones de agua destilada a domicilio, tal vez porque el aguatero, ni bien se aparecía en la puerta que da a la calle, le recordaba un desagradable pasado asociado a algún tipo de agresión traumática que nunca logró superar ni olvidar. Era por eso mismo que, apenas olfateaba su presencia, gruñía frunciendo el hocico y enseñando los afilados colmillos, que se convirtieron en sus mejores armas de defensa y ataque, y que, en su época de vagabundo, le sirvió para cazar y desgarrar las presas.

Se plantaba en la puerta enrejada con barrotes de hierro y, en su condición de cumplido y severo guardián, no dejaba que nadie ingresara sin el permiso de la responsable del Archivo o de alguno de los trabajadores, quienes lo retenían del pescuezo antes de que se lanzara sobre la humanidad de los desconocidos que, por lo general, eran personas que asistían al Archivo para buscar documentos de investigación o para solicitar los expedientes de algún pariente que trabajó en la poderosa Empresa Minera Catavi.

El perro guardián, como compensación por su trabajo, se ganó una remuneración de parte de la COMIBOL. De modo que, desde la oficina central del Archivo de la Minería Nacional de la ciudad de El Alto, le enviaban, periódicamente, un pequeño fondo económico que permitiera tenerlo con la panza llena y el corazón contento. Y, claro está, siempre se lo alimentaba como a un perro burgués, según comentó alguna vez, entre chiste y chiste, uno de los trabajadores del Archivo.

En cierta ocasión, cuando retorné de un largo viaje que realicé a la ciudad de La Paz, lo encontré subido de peso; es más, de no haberme recibido en la puerta, con el mismo entusiasmo y regocijo que demostraba alzándose sobre sus patas traseras y agitando su cola de un lado a otro, no lo hubiera reconocido. Parecía una maleta desplazándose sobre cuatro patas.

Cuando pregunté a qué se debía su problema de obesidad, se me contestó que podía deberse al hecho de haber sido castrado o porque ya no correteaba como antes, calle abajo y calle arriba, comandando a una jauría de perros hambrientos. Yo, por el contrario, pensé que se debía al tipo de alimentación que se le dio y a su sedentarismo desde el día en que entró en la Casa Gerencia, pues llevaba un ritmo de vida parecido a la de un burócrata, quien se pasa la vida sentado sobre su gordo trasero y detrás de un escritorio.

Estaba realmente obeso. Sus movimiento ya no eran igual de ágiles ni su aspecto era la de un perro de atractiva presencia. No en vano algunos empleados de la gerencia, al verlo gordito como un chanchito, le pusieron el apelativo de Morcilla o Salchicha; por lo tanto, había que tomar medidas drásticas para revertir su situación, pasando de una alimentación carnívora a una dieta rica en cereales y otros productos favorables para su salud, conscientes de que tenía que bajar de peso, sí o sí.

Al cabo de un tiempo, con una dieta adecuada y estricta, volvió a recuperar su peso normal y volvió a ser la mascota de antes, con las mismas facultades que tenía los primeros meses que empezó a vivir en la Casa Gerencia. Su blanquecino pelaje tenia manchas negras en su hermosa cabeza y su fornido cuerpo; encima de sus ojos, de pupilas brillosas y mirada melancólica, presentaba puntitos amarillos similares a las cejas; tenía los músculos potentes, el oído fino y el olfato desarrollado; poseía una excelente visión crepuscular, un sistema cardiovascular que le funcionaba casi a la perfección y unas patas flexibles que le permitían desplazarse velozmente hacia delante, saltando con la misma gracia y rapidez de un felino. Cabe añadir que, como todo can en condiciones óptimas, correteaba en el jardín haciendo cabriolas y perseguía a los ratones, gatos y pájaros, hasta quedar exhausto y despatarrado.

Si algo de malo tenía era su abundante pelaje, que provocaba rabietas de nunca acabar, pues no era casual que las almohadas y el edredón de la cama estuviesen casi como el piso de una peluquería. Quitar sus pelos de las frazadas y las ropas era un trabajito que tomaba más tiempo de lo debido y no había cómo deshacerse de ellos de una vez y para siempre. Pero el amor por este amigo peludo era tan grande que no quedaba más remedio que aceptarlo con pelos y todo.

Algunas veces, con la misma destreza de un niño travieso, jugaba con una perrita vecina llamada Canela. Se los veía corretear haciendo pirueteas, revolcarse sobre el pasto y acariciarse a mordiscos en el patio de entrada a la Casa Gerencia. Nunca cruzó con ella, quizás porque la castración redujo su deseo sexual o, quizás, porque solo quería tenerla como amiga de juegos y no ser progenitor de otros cachorros que, con el paso del tiempo, serían abandonados a su suerte como ocurrió con él, que fue desamparado entre los peligros de la intemperie por sus temporales e irresponsables dueños.

El cariño que le tenía era tan grande que, casi siempre, cuando protagonizaba un desmán, apenas le pegaba un grito de reprobación y le echaba del cuarto, hasta que se me pasaba la rabia y todo volvía a la calma. Entonces volvíamos a ser amigos y nos reconciliábamos en un abrazo. Él se sentaba delante de mí y me miraba como disculpándose por su metida de pata.

Se tiraba en el piso de espaldas, batía la cola y levantaba las patas como un niño juguetón que necesitaba de la atención de sus padres adoptivos. Si yo engolaba la voz y le decía: mi hijito, mi changuito, él se ponía con las orejas de punta. Y cual padre tolerante, le soportaba todas sus travesuras, incluso sus caprichos y desobediencias, como cuando se comía mis charques, empanadas y carnes frías que, por algún descuido, los dejaba a alcance de sus ojos y su fino olfato. No me disgustaba ni cuando rompía mis medias, tiraba mis calzados por los aires y arrastraba mi abrigo por los suelos.

Le acariciaba la cabeza y el cogote a modo de demostrarle mi cariño. Él me lamía las manos y se me arrimaba frotando su cabeza contra mi muslo, como si me agradeciera por las caricias que le brindaba cada vez que estaba de buen humor y con ganas de jugar con la pelota de goma o con algún pedazo de tela que él perseguía dando brincos en el aire, ansioso por morder la tela y quitármela de las manos. Así pasábamos un buen rato, divirtiéndonos como dos amigos de aventuras, hasta que quedábamos completamente agotados y sin más ganas que descansar para reponer las energías perdidas.

Qué perro más maravilloso era el Bandido –Bandidito para quien escribe estas líneas–, porque lo consideraba no solo una mascota, en quien descargaba todo mi cariño, sino como un hijo que me llenaba los vacíos emocionales. Todos en el Archivo sabían que el perrito pasó a formar parte de mi vida, como un hijo al que le concedía todos sus deseos, incluso el capricho de dormir en la cama, tendido de extremo a extremo, ocupando demasiado espacio, y roncando como una locomotora a vapor.

Cierto día, algún ser insensato y bellaco, que lo odiaba de manera enfermiza y que no formaba parte del personal del Archivo, se encargó de envenenarlo. Nunca se identificó al malhechor, salvo que el alimento, que contenía una buena dosis de veneno, se filtró en la Casa Gerencia en algún instante en que nadie advirtió las oscuras intenciones del autor del biocidio. Desde aquella vez, tras la ingesta de la sustancia tóxica, el perro comenzó a tener un comportamiento extraño, a mostrar síntomas de un malestar generalizado. Se negó a comer, incluso los manjares que eran de su preferencia, y empezó a dar vueltas como si quisiera morderse la cola, como si sintiera un dolor indecible en la cabeza y los órganos interiores, como si padeciera de alguna enfermedad neurológica o cardiovascular.


Se lo llevó a la clínica del único médico veterinario que había en Llallagua, pero este, aparte de recetarle unas píldoras para devolverle el apetito, no pudo auscultarlo minuciosamente ni sacarle una radiografía, porque su clínica carecía de los instrumentales apropiados para atender a las mascotas con la atención debida y los cuidados necesarios.   

Ahora que escribo esta crónica, prefiero no recordar los últimos días de su vida, porque me dio tanto coraje el saber que alguien cometió la estupidez de ensañarse con el perro y envenenarlo. Me resigné a perderlo poco a poco, como cuando se consume el fuego de una vela, hasta que llegó el día en que se decidió darle una muerte digna e indolora, suministrándole una inyección con efecto letal, porque era una mascota querida, un perro que nos arrancó lágrimas en el instante de exhalar su último aliento. Así fue. ¡Murió intoxicado, carajo! Su partida no fue dolorosa para él, pero sí una escena fatal para quienes lo habíamos tomado excesivo cariño por su fidelidad y su encantadora presencia. Ese fue el Bandidito, mi hijito, ese maravilloso can, que fungió como noble animal de compañía y celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.

martes, 19 de enero de 2021


EL INDIGENISMO EN LA PROSA DE UN POETA

Ricardo Jaimes Freyre se anticipó al movimiento literario y artístico del indigenismo, que tuvo una fuerte presencia entre los años 1910 y 1950 en varios países del continente americano, incorporando a los indios como protagonistas centrales en su cuento, ya que el indio, como personaje literario, no aparece hasta antes del siglo XIX, salvo en los mitos y leyendas provenientes de las naciones indígenas, transmitidas a través de la oralidad y de generación en generación desde mucho antes de haberse consumado la conquista del llamado Nuevo Mundo, con personajes que, revestidos con atributos de heroísmo y exotismo, pertenecían al ambiguo mundo de la realidad y la fantasía.

Los autores que abrazaron la causa indígena, con la intención de reflejarla por medio de sus obras literarias, cumplían con la función de despertar una conciencia social en torno a la problemática de las naciones originarias. Algunos incluso elevaron el tema a un nivel de tesis política, planteando la necesidad de volver la mirada hacia el drama de los pobladores sojuzgados de América Latina. En consecuencia, no es extraño que en En las montañas, como en el resto de la narrativa indigenista, se denuncie la explotación del indio y, al mismo tiempo, se reivindique los brotes de resistencia y rebelión contra los terratenientes.

El cuento de Ricardo Jaimes Freyre, escrito con un elegante estilo que permite imaginar las escenas como en sucesivas secuencias fotográficas, se caracteriza por la brevedad, la contemplación poética del paisaje y una fuerza argumental que toca las fibras más sensibles del lector. Se trata, pues, de una vigorosa prosa, limpia de ripios y reforzada con adjetivos que precisan la descripción de la naturaleza y los escenarios donde se desarrollan las acciones y los diálogos entre los protagonistas. Por un lado, los indios sometidos a un sistema de servidumbre colonial; y, por el otro, los dos viajeros -alto y blanco, el uno; moreno y bajo, el otro-, pertenecientes a la esfera de las élites dominantes que, hasta antes del triunfo de la revolución nacionalista de 1952 y el decreto de la Reforma Agraria en 1953, eran los dueños absolutos de las tierras, los animales y los pongos que vivían hacinados en miserables viviendas, con paredes de barro y techos de paja que, por lo general, estaban ubicadas en pequeñas parcelas y en las afueras de las casas de hacienda.

No cabe duda que Ricardo Jaimes Freyre, a través de esta apología del indio y su civilización, se da a conocer a plenitud como excelente narrador, mientras su prosa, elaborada con la misma pasión y los mismos registros lingüísticos que engalanan sus versos, se convierte en un referente de la narrativa indigenista boliviana, digna de ser insertada en las antologías del cuento latinoamericano, junto a otros autores que evocan la miseria de las masas indias y se convierten en ecos del clamor popular.

Ricardo Jaimes Freyre, aparte de presentarnos una realidad llena de avasallamientos y despojos, nos ofrece un panorama sombrío en un contexto donde la dureza en los diálogos y las fuerzas antagónicas de la condición humana, inherentes a la temática tratada con desparpajo y conocimiento de causa, se sobreponen a la belleza telúrica del altiplano, que él sabía apreciar y transmitir con su hipersensibilidad humana y su auténtico espíritu de poeta.

Cabe recordar que Ricardo Jaimes Freyre escribió este cuento antes de que las corrientes ideológicas del indigenismo se establecieran en Latinoamérica, antropológicamente concentradas en el estudio y valoración de las naciones indígenas, y el cuestionamiento de los mecanismos de discriminación y desarraigo de las culturas originarias, cuyo peso político y cultural fue soterrado por la administración colonial española desde la conquista del Imperio Incaico, hasta los gobiernos republicanos que no hicieron nada por cambiar las condiciones socioeconómicas de los indígenas, quienes no fueron considerados como componentes sustanciales de la sociedad boliviana; por el contrario, fueron excluidos de los beneficios de la llamada civilización blancoide y de las ventajas del Estado oligárquico.

No en vano el tema del latifundio es uno de los aspectos más relevantes de la narrativa indigenista, porque representa la política etnocida de las oligarquías republicanas y la servidumbre de los indígenas en beneficio de una casta de gamonales y terratenientes, que no sólo les arrebataron sus tierras con el beneplácito de las leyes de los poderosos, sino también los convirtieron en sus pongos sobre los cuales tenían el derecho de propiedad, como en cualquier sistema colonial, que les suprimen sus derechos más elementales y los condenan a escalofriantes trabajos de esclavitud.

La literatura indigenista, particularmente en los géneros de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición, pero el rasgo común que comparten es que la mayoría de las obras resaltan el racismo, la pobreza, la marginación y el choque entre la cultura occidental y las culturas ancestrales. Esta literatura, además de denunciar la explotación de los indios en las haciendas, apuntala las reivindicaciones socioeconómicas desde la perspectiva de los ideales que proclaman la integración nacional y el derecho de los pueblos originarios a ser parte de las instituciones estatales, que son las que, en última instancia, determinan el destino de una nación en el ámbito político, económico, social y cultural.

En el cuento de Ricardo Jaimes Freyre, que en algunas antologías lo recogen bajo el título de Justicia india, se advierte una fuerte connotación descriptiva de la naturaleza y un inconfundible compromiso social asumido por el autor que, sin eufemismos ideológicos ni retoques de la realidad, describe la lacerante situación de sus protagonistas indios, quienes, en actitud de rebeldía y decisión de lucha, agitan a los suyos para acabar con los personajes antagónicos, pero sin desvirtuar el objetivo principal del cuento que, a pesar de su violento desenlace, conlleva un mensaje de esperanza, justicia y libertad.

En este cuento, escrito con coraje y valor moral, aparte de destacar el fascinante telurismo del altiplano, donde existe un vínculo casi simbiótico entre la naturaleza, el hombre y la comunidad, se exalta el interés colectivo sobre el bienestar individual; una tradición muy arraigada en las comunidades indígenas, donde la práctica cotidiana del ayni (colaboración mutua en el trabajo para la subsistencia de la comunidad) y la mink’a (reciprocidad de ayuda intercomunal) forman parte de la mentalidad del ayllu (sistema de organización básica de la sociedad aymara) desde su pasado milenario.

El autor, convencido de la posición política forjadora de su conciencia, nos presenta, de manera sucinta y en pocas páginas, la tensa relación verbal y humana que sostienen los dominantes y dominados, en el marco de un sistema estrictamente colonial, que está caracterizado por las injusticias sociales y el menosprecio racial, que son partes integrantes de una sociedad donde prevalece la supremacía del hombre blanco sobre la mayoría indígena, compuesta por los diversos pueblos originarios asentados en el territorio nacional.

El cuento no se limita a retratar los atropellos que los patrones blancoides cometen contra los indígenas por el simple hecho de ser indígenas, sino que es una suerte de preámbulo para los ideólogos del indigenismo que, en su afán de liberar al indio de esa intermediación opresiva y explotadora, elaboran teorías cuyos principios tienden a impulsar una política de inclusión social en todos los ámbitos de la sociedad y una participación activa en las estructuras del poder del Estado, como una forma de compensar los cinco siglos de discriminación, perjuicios y marginalidad. Los indigenistas, en su lucha contra las minorías privilegiadas (gamonales, caciques, latifundistas, etc.), plantean la necesidad de fortalecer la propiedad colectiva de la tierra, la autodeterminación y la diversidad cultural, revalorizando los usos y costumbres de los pueblos originarios, como componentes fundamentales de una nación multicultural y plurilingüe.

Ricardo Jaimes Freyre, ya en las primeras páginas de En las montañas, se empeñó por demostrar que el trato hacia el indio era despectivo, de supremacía, y que los adjetivos de imbéciles o bribones eran moneda corriente para calificar a quienes rechazaban los abusos de los patrones, que ejercían su poder de dominación por medio del amedrentamiento y el látigo. No es casual que uno de los jóvenes viajeros del cuento, que cambió su caballo muerto por otro vivo, para imponer su autoridad sobre el justo reclamo del indio, golpeó con su látigo el rostro de  Pedro Quispe, quien sujetó las riendas del caballo intentando impedir la marcha de los viajeros que, como parte de sus abusos, habían quemado una de las chozas y habían matado una oveja y algunas gallinas para alimentarse sin pagar un solo centavo. Asimismo, el viajero blanco, de apellido Córdova, a manera de disuadirlo, le dijo que esas tierras no pertenecían a los indios, porque no tenían títulos de propiedad, para considerarse los dueños de las tierras que habitaban y trabajaban. A lo que Pedro Quispe le contestó: Yo no tengo papeles, señor. Mi padre tampoco tenía papeles, y el padre de mi padre no los conocía. Y nadie ha querido quitarnos las tierras. Tú quieres darlas a otro. Yo no te he hecho ningún mal...

El abuso llegó al extremo cuando el joven viajero, acostumbrado al chantaje y a aprovecharse del sacrificio ajeno, le pidió una bolsa llena de monedas a cambio de devolverle sus tierras; una propuesta que fue rechazada por Pedro Quispe, quien, consciente de que la justicia estaba siempre a favor de los poderosos, organizó a los suyos, mientras los dos viajeros salieron cabalgando por el portón del rústico albergue y emprendieron su retirada por el flanco de la montaña.

Los indios, movilizados por el pututo de Pedro Quispe, ascendieron hacia una de las montañas, desde donde avistaron a los dos viajeros, poco antes de cercarlos y atacarlos al son de las notas estridentes y prolongadas del pututu. El ataque se hizo inminente, el indio que los guiaba aprovechó para huir por un sendero abierto entre los cerros y los demás, desplazándose entre los pajonales bravíos y las agrias malezas, bajo los anchos toldos de lona de los campamentos y en la cumbre de los montes lejanos, trepaban a los cerros, desde cuya cumbre, coronada de indios, hicieron rodar enormes peñascos sobre los dos jinetes que detuvieron su paso, hasta que fueron heridos y detenidos por la turba confusa que los capturó como a animales de caza.

No es para menos, Ricardo Jaimes Freyre, a través de su cuento de corte modernista, nos narra el drama de los indios que, a pesar de su situación de dominados y excluidos de los sistemas de poder, se alzan en una rebelión que culmina con la victoria de la verdad y la justicia; un premeditado desenlace que, de manera implícita, pone de manifiesto las concepciones socialistas de su pensamiento ideológico que, desde principios del siglo XX, hicieron aflorar los postulados populares de que la tierra es de quienes la trabajan y no un patrimonio de los terratenientes.

En la narrativa indigenista, al margen de su valoración estética, existe una reflexión crítica sobre la realidad social, que parte del principio de la inferioridad racial del indio. Incluso la descripción de su aspecto humilde y miserable, con chaqueta desgarrada y sandalias con correas llenas de nudos, es una constatación de que el indio, aquejado por los constantes ultrajes patronales, es un individuo que sobrevive en medio de la pobreza y al margen de los privilegios reservados sólo para las familias propietarias de grandes extensiones de tierra y dueñas de los pongos que trabajaban en condiciones inhumanas y sin más esperanza que suplicarle a la Pachamama un mejor destino para sus descendientes.

El autor retrata el mundo indígena en términos de marginalidad económica, social, política y cultural, pero también de resistencia silenciosa y toma de conciencia que, de manera inevitable y dialéctica, desemboca en la venganza y la violencia descarnada, como ocurre en la última escena narrada por Ricardo Jaimes Freyre, quien, en un intento por eliminar la visión idílica de los indígenas, que es una de las características de la literatura romántica de la literatura del siglo XIX, da vuelta a la página y lo muestra al indígena en actitud combativa, ya que sus personajes indios, lejos de soportar los atropellos y el desprecio con actitud sumisa, optan por rebelarse al son de los pututos, usados como instrumentos que convocan a la comunidad para defender sus derechos y ejecutar la justicia por mano propia.

Así ocurrió En las montañas. Los dos jóvenes viajeros, Córdova y Álvarez, una vez atrapados en el fondo de la quebrada por los indios que descendieron desde la colina, que poco antes parecía desmoronarse en enormes peñascos, fueron amarrados sobre los caballos y conducidos hasta una explanada, donde sus cuerpos fueron arrojados como dos fardos, mientras los ancianos y las mujeres esperaban la asonada final. Al cabo de deliberar un momento, y una vez que empezaron a beber el licor de los cántaros en señal de triunfo y regocijo, Pedro Quispe y Tomás se ocuparon de despojarles de sus prendas y atarlos a los postes, donde empezó el suplicio entre gemidos y alaridos de dolor, como si los patrones hubiesen despertado la furia social y los indígenas hubiesen tomado conciencia de su propia dignidad. Seguidamente narra el autor: Pedro Quispe arrancó la lengua a Córdova y le quemó los ojos. Tomás llenó de pequeñas heridas, con un cuchillo, el cuerpo de Álvarez. Luego vinieron los demás indios y les arrancaron los cabellos y los apedrearon y les clavaron astillas en las heridas...

Al final del suplicio, los cuerpos vejados y ensangrentados desaparecieron como tragados por la tierra. Pedro Quispe trazó una cruz en el suelo y los hombres y las mujeres, como en un acto ritual de silencio y complicidad, besaron la cruz y pasaron sobre la tierra húmeda; un episodio que, aunque parece dejar un espacio libre para la imaginación del lector, termina de la manera más cruenta y despiadada que imaginarse pueda, mientras la inmensa noche caía sobre la soledad de las montañas.

Los brotes de rebeldía y violencia indígena aparecen registrados, antes y después de la institucionalización de la colonia, en varios capítulos de la historia nacional. Baste mencionar, a manera de ejemplo, la conducta beligerante de los indios durante la Guerra Federal (1898-1899), cuando éstos, aliados a las tropas castrenses del coronel José Manuel Pando, nombrado comandante de las fuerzas federalistas de La Paz, se enfrentaron a las tropas chuquisaqueñas lideradas por el Partido Conservador que, mientras cruzaban por las poblaciones del altiplano en su camino hacia La Paz, se dieron a la tarea de atacar y quemar las casas de los indígenas aymaras, quienes, ante semejantes atrocidades cometidas en sus comunidades y en afán de reivindicar sus derechos que habían sido sistemáticamente espoliados como consecuencia de la legislación de 1880, se sumaron a la efervescencia bélica al mando de El Temible Pablo Zárate Willka, fustigando a las masas indias para derrotar a las minorías dominantes, compuesta por una jerarquía de criollos y mestizos, que tenían el control sobre las tierras y los recursos naturales.

La violencia con que actuaron los indígenas tuvo su fatal desenlace en el templo del pueblo de Ayo Ayo, donde, al son de los pututus de los federalistas de Zárate Willka, los heridos de las tropas constitucionales fueron masacrados sin contemplaciones. Los testimonios parecen coincidir con la versión de que al atardecer del 24 de enero de 1899, más de un centenar de indios rodeó el pueblo, tomó la plaza principal, atacó viviendas particulares y asedió a los heridos refugiados en el templo. Por la noche rompieron las puertas y entraron para masacrarlos a sangre fría, partiéndoles las cabezas con hachas y cuchillos, sacándoles los ojos, arrancándoles el corazón y la lengua, rasgándoles la piel con alambres, desnudándolos y arrastrándolos por las calles antes de degollarlos. La tragedia, que dejó el templo lleno de sangre y cadáveres, culminó con el brutal asesinato del capellán militar, el párroco del pueblo y un cura de Viacha.

Como se apuntó líneas arriba, éste no fue el único episodio en el que la furia de los indios se dejó sentir por los poderes de dominación, sino uno más de las tantas rebeliones que protagonizaron desde la época de la colonia, dejando constancia de que las guerras se ganan con fusiles y no con oraciones ni discursos, como sucedió en los levantamientos armados registrados en las páginas más violentas y sangrientas de la historia nacional.

En las montañas es fácil percibir que la temática indígena caló hondo en los pensamientos y sentimientos del Ricardo Jaimes Freyre, quien, sin más recursos que la magia de la poesía y la profunda conmoción de su alma, intentó rescatar y reproducir, a través de su obra literaria, el espíritu de lucha de los indígenas enfrentados tanto a las inclemencias de la naturaleza agreste como al carácter despótico de los hacendados, que les despojaron de sus tierras y los sometieron a deplorables condiciones de vida y trabajo.

Con todo, este fabuloso cuento de Ricardo Jaimes Freyre, publicado por primera vez en el Nr. 29 de la Revista de Letras y Ciencias Sociales de Argentina (1906), merece una mayor difusión entre los lectores nacionales y extranjeros, no sólo porque forma parte de su escasa prosa literaria, sino también porque la temática indigenista, estructurada sobre la base de un lenguaje rico en metáforas y símbolos, está hilvanada con solvente calidad ética y estética, una inconfundible impronta en la obra de los grandes narradores bolivianos.

IMÁGENES

1. Ricardo Jaimes Freyre.

2. Campesino y milicia, óleo de Miguel Alandia Pantoja, 1960.

3. Milicia india, Óleo lienzo, 1963. Col. familia Alandia Pantoja, Bolivia.

4. Mujer con carga de cebada, Óleo lienzo, 1958. Col, familia Alandia Pantoja, Bolivia.

5. La rebelión indígena fue violenta en la época colonial y republicana.

6. Los indígenas excluidos de los órganos de poder del Estado.

 

miércoles, 13 de enero de 2021


UNA DOLOROSA DESPEDIDA DE UN ENTRAÑABLE AMIGO

En plena época de pandemia, las redes sociales me trajeron la fatal noticia del deceso de mi entrañable amigo José Pepe Ramírez. Nos conocimos desde la infancia, fue mi compañero de curso en la escuela primaria Jaime Mendoza y luego en el colegio Primero de Mayo de la población de Llallagua, al norte del departamento de Potosí.

Lo recuerdo como a un alumno aplicado en los estudios. Era uno de los mejores alumnos en la escuela y el colegio. No en vano fue varias veces el abanderado del colegio y, a finales de año, uno de los estudiantes que se llevaba casi todos los premios que concedían los profesores de las diferentes asignaturas, así que le faltaban manos para sostener los libros y diplomas que los educadores apilaban sobre sus brazos.

Algunas veces me tocó hacer los deberes escolares en su casa, ante la mirada atenta de sus padres. Nunca se vinculó en la actividad política en los años de la dictadura militar de los años 70, aunque dentro de su corazón sentía una enorme solidaridad con las personas comprometidas con la realidad social de los más desposeídos.

Mientras los demás estudiantes andábamos inmiscuidos en actividades subversivas, Pepe Ramírez ocupaba su tiempo libre jugando tenis en la cancha de Siglo XX; de modo que no era raro verlo recorrer por la plaza 6 de Agosto y la calle Linares ataviado de blanco, desde los tenis hasta la gorra, para practicar el deporte blanco, sin más armas que una raqueta y una botella de agua fría que cargaba en un bolsón colgado en bandolera.

Algunos fines de semana, se lo veía asistir a las salas de cine, siempre en compañía de su hermanita, mientras los demás muchachos nos íbamos al cine en compañía de nuestras enamoradas. ¡Toda una aventura de adolescencia!

Cuando mis compañeros de promoción terminaban los estudios de secundaria, yo me encontraba en la cárcel, por eso no tuve la suerte de compartir con Pepe Ramírez los festejos de los estudiantes que culminaron el año escolar entre bombos y platillos. Sin embargo, no me cabía la menor duda de que a Pepe Ramírez le deparaba la vida un futuro digno de un excelente profesional.

Cuando retorné de mi exilio en Europa, me enteré de que estaba trabajando como médico ginecólogo obstetra. Lo primero que pensé es que él trabajaba con aquello que los demás nos divertimos. Después me puse a pensar de que Pepe Ramírez, con la paciencia y la sapiencia que lo caracterizaba, era uno de los mejores médicos en su especialidad y uno de los mejores presidentes del Comité Científico del Colegio Médico Departamental de La Paz.

Su vocación de médico ya lo tenía como por herencia, porque tuvo la suerte de haber nacido en un hogar donde sus padres le inculcaron los principios de responsabilidad ante los estudios y el trabajo. Que vistiera de mandil blanco no era ninguna novedad, ya que sus progenitores vestían también con mandil blanco; su papá como médico odontólogo y su mamá como enfermera en la botica municipal de Llallagua.

Ahora que José Pepe se nos anticipó en el largo camino hacia el más allá, no nos queda más que despedirlo como a ese leal compañero que fue en vida, porque un eximio profesional y un gran ser humano, como fue Pepe en el ámbito familiar, profesional y social, no nace cada día y  mucho menos en un mundo donde nos hacen falta seres humanos con los dones y las virtudes que atesoraba mi entrañable amigo José Pepe Ramírez Napoleón Tapia.

¡Paz en su tumba por los siglos de los siglos!

domingo, 27 de diciembre de 2020

 

TILLSAMMANS (JUNTOS)

Como todos los inmigrantes llegados de tierras lejanas, obligado a aprender un nuevo idioma como guagua recién nacida, tuve dificultades para enriquecer mi vocabulario y diferenciar algunas palabra de otras; un proceso de aprendizaje que no estaba exento de problemas.

Durante los primeros años que viví en Estocolmo, hice todo lo posible por integrarme a la sociedad, con las esperanzas de convertirme en una ciudad más, pues sabía que Suecia, a pesar de su largo y gélido invierno, llegaría a ser mi segunda patria. Y, claro está, en mi afán de acercarme a los suecos, tomé contacto con una de mis vecinas; una mujer en el meridiano de su vida, que desprendía jovialidad y lucía hermoso cuerpo, cabellera castaña y actitud simpática, recodándome a las mujeres del mediterráneo. 

Cada vez que nos encontrábamos en la puerta que daba a la calle, nos saludábamos con cortesía e intercambiábamos algunas palabras antes de despedirnos con una sonrisa afectiva. El problema de nuestra amistad estaba en que cada vez que ella me decía:

Ha en bra dag (Ten un buen día), Glad påsk (Alegre pascuas), Trevlig sommar (Buen verano) o God Jul och Gott Nytt År (Feliz Navidad y próspero Año Nuevo)…

Yo siempre le contestaba:

Tillsammans (Juntos).

Así transcurrió el tiempo, hasta que una noche, cuando ella salía a la calle y yo regresaba del trabajo, nos encontramos en la puerta. Nos saludos como de costumbre y, a tiempo de despedirnos, me dijo:

Ha en trevlig kväll (Ten una divertida noche).A lo que le contesté risueño:

Tillsammans (Juntos).

Ahí nomás, justo cuando crucé la puerta, en dirección a mi apartamento, escuché un grito a mis espaldas:

–¡Hallå där! (¡Oye tú!)

Me paré de golpe, me volví y, por primera vez, me encontré con el rostro enfurecido de mi vecina.

–¿Qué pasa? –pregunté sin entender lo qué ocurría.

Me lanzó una fulminante mirada y me habló con un tono de voz que no había escuchado antes.

–¡Tú sabes que tengo marido e hijos y que no estoy interesada en ti! ¡¿Me entiendes?!

–Ya lo sé –le contesté algo sorprendido–, pero no importa que estés casada y tengas hijos, tú me gustas igual...

Mi vecina se puso roja como el cangrejo hervido, no pudo contener su rabia y pegó un grito en el cielo:

–¡Dra åt helvete! (¡Vete al diablo!)

Y yo le contesté:

Tillsammans (Juntos).

Luego giró sobre un talón y me dejó plantado como a una estatua.

Cuando entré en mi apartamento, le conté a mi esposa lo sucedido con la vecina. Ella estalló en una sonora carcajada y, echando lágrimas de tanto reír, me aclaró el problema:

–Cuando te dicen: Ha en bra dag, Glad påsk, Trevlig sommar o God Jul och Gott Nytt År, jamás se debe contestar: TILLSAMMANS (Juntos), sino siempre: DETSAMMA (Igualmente).


lunes, 14 de diciembre de 2020

 

PRESENTACIÓN DE AQUÍ TAMBIÉN SE ESCRIBE

La Regional Catavi del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL y el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua, en el marco de la celebración del 63 aniversario de fundación de la Tercera Sección de la Provincia Rafael Bustillo, presentan la compilación: AQUÍ TAMBIÉN SE ESCRIBE del escritor Víctor Montoya

La compilación presenta la biografía, bibliografía y una breve muestra de la obra, tanto en verso como en prosa, de los autores reunidos en esta publicación de notable importancia documental, histórica y literaria de las poblaciones de Llallagua, Siglo XX, Catavi y Cancañiri.

La compilación registra a 32 autores y autoras que, con compromiso social y la mirada puesta en la tierra que los vio nacer, son la expresión más viva de estas poblaciones que no sólo fueron ricas en la producción de minerales, sino también ricas en la producción de intelectuales que, sin perder su orgullo nortepotosino ni sus tradiciones ancestrales, contribuyeron decisivamente al acervo cultural de la nación boliviana.

Los comentarios estarán a cargo del escritor Grover Cabrera García y el periodista Abenor Alfaro Castillo. El cantautor René Patzi pondrá la nota musical. 

El acto se efectuará el jueves 17 de diciembre, a Hrs. 10:00, en el “Salón Rojo” de la municipalidad de Llallagua.

jueves, 3 de diciembre de 2020

EL DUENDE SE NOS APARECE TAMBIÉN EN ESTOCOLMO

I

El Duende, de hecho, se ha filtrado en las noches literarias de Estocolmo, donde un puñado de amigos, afectados por la enfermedad de la escritura, nos reunimos en tertulias informales al amparo de las velas.

Claro que El Duende, sombrerito alón y pinta inconfundible, no se nos aparece cada quince días, sino cuando puede o cuando quiere, pues supongo que trepar hasta el techo del mundo, donde la nieve y el frío son más crudos que en Oruro, no debe ser cosa fácil para un Duende, quien primero tiene que tramontar la cordillera de los Andes y luego cruzar el ancho mar. De cualquier modo, venga en lo que venga (a caballo, camión, barco o avión), se lo espera con ansiedad y se le da la bienvenida, para que nos cuente de sus andanzas, sus sueños y sus tropiezos.

El Duende, con el cuerpo de papel y las venas de tinta, se nos aparece como un rayito de luz en las noches de tertulia. Se hace un brindis en su honor y se le pide que nos enseñe, una por una, las joyas que carga en su cofre literario. El Duende, convertido en el chasqui de la palabra escrita, cumple a pie juntillas con su deber; nos desvela y deleita con sus maravillas, y nos dice, de pasadita, lo que están haciendo nuestros hermanos en la tierra de los quirquinchos, allá donde las letras son tan evidentes como la arena.

Cuando la noche es vencida por el alba y el deber nos llama a una nueva jornada, nos despedimos de El Duende, suplicándole que no se pierda ni se apague como una vela, y que siga llegando a CONTRALUZ, que aquí tendrá siempre una casa y un corazón de puertas abiertas. 

II

Por fin se (re)apareció El Duende en Estocolmo, tras haber sido decomisado por razones de sobrepeso en la aduana de Cochabamba. Pero ahora que lo tengo entre las manos, bien doblado y empaquetado, les agradezco a los amigos que tuvieron la gentileza de enviármelo desde la capital folklórica de Bolivia, en cuyo Carnaval, amparado por la Virgen del Socavón, bailan los diablos al son de los tamboreros y soplalatas.

El Duende sale del paquete y yo lo miro de anverso y reverso, de arriba a abajo. ¡Cuánto se ha superado!, me digo, mientras le echo un vistazo por dentro, hoja por hoja, punto por punto. Tiene las páginas repletas de letras, unas más grandes y otras más chicas, pero todas con un lenguaje (re)creativo y un mensaje inteligente. ¡Ah, carajo!, me vuelvo a decir, pensando en que este personaje, transmisor del sentido común de los arawikus (poetas andinos), lleva el cuerpo zurcido de imágenes y más de una sorpresa escondida en la copa del sombrero.

El Duende, cuya contextura y color parecen hechos de copajira (agua amarillenta de los relaves de mineral) y de tiempo, carga las notas y noticias de quienes, en lugar de construir un castillo de arena en los arenales de Oruro, prefieren construir una fortaleza de imágenes y palabras, donde puedan refugiarse las criatura del alma y los santo-demonios de la imaginación; una labor encomiable que nos revela tanto el fulgor del pensamiento humano como el desafío quijotesco de un grupo de intelectuales que, a diario, se enfrentan contra los molinos de la incomprensión. 

Debo reconocer que El Duende, cuya lectura implica para mí un modo de ponerme en contacto con la realidad ausente y lejana, tiene la fuerza de transmitir las vibraciones literarias de quienes, vistos y leídos a la distancia, parecen luceros integrados en la amplia constelación de la literatura latinoamericana. No me equivoco si digo que los vates bolivianos no se dejan pisar el poncho, aunque nomás fuera por razones de orgullo. Hay sustancia en su discurso escritural y un deseo tenaz por salvarse del silencio y el olvido, al menos esto constato cuando leo El Duende sin saltarme un solo verso, un solo renglón; unas veces creyendo encontrar en sus páginas la faz oculta de la memoria y, otras, intentando descifrar las metáforas dedicadas a la vida, el amor y la muerte.

Como comprenderán, El Duende se ha convertido ya en un visitante amigo y, por qué no decirlo, en un paisano (re)querido con irresistible paciencia. Es lo mismo que llegue en avión o en trasatlántico, pues la inquietud con que se lo espera no modifica en absoluto su presencia. Lo importante es tenerlo aquí, entre amigos, para gozar de su lectura y ensancharle el camino que se va abriendo pasito a paso.

En Estocolmo, tierra habitada por los gnomos del bosque, la nieve y la oscuridad, se lo recibe siempre a contraluz -en CONTRALUZ-, y se le da la bienvenida, porque trae la palabra, tanto en verso como en prosa, de unos amigos que (todavía) nos recuerdan a pesar del tiempo y la distancia.

El Duende, como en otras ocasiones, paseará por esta ciudad anfibia, agarrado de la mano de sus lectores, quienes lo leerán como se leen las cartas llegadas de allende los mares, trayendo novedades con olor a bolivianidad y tinta fresca. Además, El Duende, que tiene la intención de compartir con nosotros sus ideas y sentimientos convertidos en palabras, es una especie de lanza literaria que, por mucho que corramos, nos alcanza donde quiera que estemos.

Ya sabemos que El Duende, a pesar de sus escasas páginas, es el vocero más importante de la cultura orureña, desde que se convirtió en la yapa (aumento) imprescindible del diario La Patria. En él cohabitan los artistas y escritores que, desde el interior y exterior del país, contribuyen a encender la llama de la creatividad entre las tinieblas de la literatura boliviana.

El Duende da las pautas y nosotros le seguimos las huellas, pues todo parece indicar que llegamos hasta el umbral del siglo XXI a paso lento pero seguro. Ahora sólo queda agradecerle por su presencia y recordarle que no se olvide que en estas tierras -menos anchas y más ajenas- existen también seres dispuestos a compartir las emociones del alma.

Así pues, una vez más, he tenido la honda satisfacción de leer las páginas de El Duende y la oportunidad de constatar que sigue siendo el faro espiritual que ilumina el pensamiento altiplánico. Ojalá permanezca con el mismo entusiasmo, sin desmayar ni desaparecer en los recovecos del camino, pues lo necesitan no sólo los escritores orureños, sino también los escritores de la diáspora boliviana.

III

Hace más de un año que no se me aparecía El Duende, pero a principios de febrero de este nuevo milenio, ¡zas!, se metió por el buzón de la puerta, envuelto en un sobre de color madera.

–¡Qué sorpresa! –le dije abrazándolo con cariño, ansioso por conocer las noticias que traía impresas en el cuerpo.

El Duende me lanzó una sonrisa bien orureña, guiñándome por debajo del sombrero. Me extendió su amigable mano de papel y me enseñó sus páginas llenitas de letras e imágenes.

–¡Qué lindo que estás! ¡Tienes una pinta loca! –le dije, refiriéndome a su aspecto sobrio y elegante. 

Él se rió como suelen reírse los duendecillos traviesos, se despojó de su sombrero de copa alta y, orgulloso de lo bien que lo trataban sus editores responsables, me regaló una lectura de magia y sabiduría.

–Cuánta alegría me da volver a verte después de tanto tiempo –le dije–, y cuánto me entusiasma el encontrar en tus páginas el nombre de quienes viven ensartando palabras en la meseta del altiplano boliviano, donde el dios Huari de los Urus se trocó en el venerable Tío de los mineros y donde la dadivosa Candelaria hace tantos milagros como la Pachamama.

El Duende, hecho de tinta y de papel, revoloteó como una mariposa en mis manos y expuso su vital contenido ante mis ojos.

–Cada vez que te me apareces, así nomás, sin tocar la puerta ni anunciar tu llegada, me traes siempre noticias desgranadas en sorpresas. No hay duda, eres un Duende de pura cepa y una bella paloma mensajera.

El Duende me miró desde el logotipo de El Duende, se escabulló entre los magníficos dibujos de Zarzuela y, escondiéndose detrás de los textos, me habló con palabras que sólo pueden oírse con los ojos.

Así transcurrieron los minutos y las horas. Lo leí durante tres días y tres noches, sin desprenderme de su agradable compañía, hasta que llegó el instante en que debía de despedirme, pero a condición de que se me volviera a aparecer otra vez, así de sopetón, como cuando se aparece el gran amor de la vida mientras menos se lo espera.   

IV

–Te esperé con insoportable paciencia –le dije emocionado, apenas lo vi llegar agarrado de la mano de un amigo, que tuvo la gentileza de traérmelo desde Oruro.

El Duende estaba pintudo como siempre, con su sombrerito alón, su color de copajira y su aspecto de niño-viejo, gracioso, travieso y juguetón.

Cuando lo llevé a casa, donde nos encerramos en el escritorio para comunicarnos en silencio, me deleité leyendo sus páginas al compás del corazón y las matracas, mientras él me deslumbraba con sus hermosos textos que parecían los chispeantes ojos de Lucifer.

–Aunque eres un personaje de papel –le dije–, ataviado con tu traje de imágenes, letras e ilusiones, no dejas de tener el corazón más grande que el cuerpo y la generosidad del tamaño del tiempo, pues por donde andas y desandas, con tu q’epi (bulto) repleto de conocimientos, llevas en una mano el don de la amistad y en la otra un ramillete de novedades para quienes estamos dispuestos a leerte de anverso y reverso.

El Duende me miró con su cara de Duende y nada me respondió.

–Así eres, duendecillo del alma –proseguí–, por eso te queremos y esperamos, en las buenas y en las malas, tanto en la tierra de los Urus como en la thule (tierra) de los vikingos, donde te apareces sea de noche, sea de día, con un ruidito semejante a los dados que se remueven en el cubilete del cacho.  

Al final de nuestro (re)encuentro, le extendí la mano de despedida y le dije:

–Siempre serás bienvenido a la Venecia del Norte, donde tienes varios amigos trolles (gnomos), dispuestos a compartir tus pensamientos y sentimientos... ¿Y sabes por qué?, porque eres purito Duende...

Él se sonrió y no contestó, escondió la cara debajo del sombrero, extendió la mano de despedida y desapareció en un cerrar de ojos.

–¡Pucha, caray! –me dije después–. Olvidé mandarle mis saludos y congratulaciones a Luis Urquieta, Alberto Guerra, Edwin Guzmán, Benjamín Chávez y Erasmo Zarzuela; esos otros duendes que le dan vida con su aliento y no lo dejan morir como una vela.

Y vayas por donde vaya, que te vaya bonito.

Es el colmo -y no Estocolmo-, que no me digas cuándo te volveré a ver, para jugar chacho con un cubilete de dados y para…

Como dice tu director, don Luis Urquieta Molleda: Venido por derroteros secretos sienta presencia ‘El Duende’, plasmación diligente de taumaturgos. Prez en lontananza.

V

En este mes de septiembre, fecha importante en los anales de la cultura orureña, se celebra el vigésimo aniversario de El Duende, con cuatrocientas ediciones que dignifican el esfuerzo tesonero de los editores responsables. No se trata de un acontecimiento más en el mundillo del espectáculo, sino de una prueba fehaciente de que las buenas iniciativas, cuando están sustentadas con honestidad y entrega total, alcanzan tarde o temprano una trascendencia imperecedera y reciben el respeto, la admiración y el reconocimiento de la colectividad.

El Duende, hecho de verbo y de creación, tiene las llaves mágicas de la literatura, que le permiten ingresar en los sitios más recónditos de la mente y el corazón de los lectores, quienes lo aguardan quincenalmente con insoportable paciencia. Algunas veces llega a paso lento pero seguro como los morenos y, otras veces, se aparece saltimbanqui como los diablos que simbolizan la lucidez del Tío de los socavones. Así es nuestro Duende, un ser mitológico de la naturaleza y guardián de los seres que habitan en ella, y un personaje que, a fuerza de pulmón y a mucha honra, se ganó un espacio legítimo en la constelación de las letras bolivianas.

Desde hace veinte años fue creciendo, creciendo y creciendo, hasta convertirse en un verdadero chasqui que lleva a cuestas un q’epi repleto de mensajes elaborados no sólo por los fecundos artesanos de la palabra escrita, sino también por los profundos conocedores del alma humana. Ha crecido tanto que, tras haber sido un pequeño boletín de divulgación literaria, con letra apretada y color copajira, se ha convertido en el Suplemento Orureño de Cultura de uno de los decanos de la prensa nacional, gracias a la acertada dirección del Ing. Luis Urquieta Molleda, quien, secundado por un selecto equipo de redactores y colaboradores, se empeñó en darle cuerda a este trasgo ingenioso y juguetón, para que no se desmaye, ni se muera, ni se hunda en el mar revuelto de la masiva información que hoy invade nuestros hogares.  

Todo comenzó cuando el Duende mayor, don Alberto Guerra Gutiérrez, al mando de un grupo de duendecillos talentosos, inició su edición en junio de 1988, nada menos que entre q’oas (sahumerios) y ch’allas (celebraciones con aguardiente) en honor a la Pachamama y otros espíritus tutelares, y sin sospechar que el hijo de su alma, que no es experto en conjuros ni en artes esotéricas, estaba destinado a transmitir la creación de artistas y escritores, como el yatiri (sabio) aymara transmite la sabiduría popular y lee el destino de su comunidad en las hojas sagradas de la coca. Ahora que Alberto Guerra Gutiérrez no está ya con nosotros, entre nosotros, debemos imaginar que, como todo Duende trashumante, está esperándonos en el más allá, con un ramillete de amistad y de poesías, que él supo cultivar con experiencia y pasión, sin dejar de pensar un solo instante en su gente y en las tradiciones ancestrales de su Carnaval.

El Duende hace por los orureños lo que los orureños hacen por la cultura del país; es más, en su condición de vocero itinerante, ha traspasado las fronteras con paso de parada y ha entablado relaciones con los duendecillos de países cercanos y lejanos, donde lo reciben siempre con los brazos abiertos y el corazón en actitud de cariño. Deja profundas huellas en la tierra que pisa y se hace respetar por la opinión crítica de quienes lo toman en las manos. No es para menos, El Duende, que atesora la virtud de desgranar su gracia a través de palabras e imágenes, es un caballero que, desde su nacimiento, aprendió a comunicarse tanto en verso como en prosa.

¡Ay!, Duende de mi alma. Ojalá sigas sumando números a tus ediciones y tengas una larga vida, y que jamás nos dejes caer en la desilusión ni llegue el aciago día en que nos anuncies tu desaparición, porque esito no lo aceptaremos tus lectores ni colaboradores, y mucho menos el Tío de la mina, quien de apariciones y desapariciones conoce mejor que nadie. Por lo demás, a tiempo de cumplir tu vigésimo aniversario y tus cuatrocientas ediciones, recibe un fraternal abrazo desde el otro lado del charco, donde vive uno de tus humildes colaboradores dispuesto a brindar contigo por la amistad y por el amor a la literatura.

VI

Para quienes entramos en contacto con este singular personaje hecho de tinta y papel, no cabe la menor duda de que estamos frente a un mensajero de los sentimientos y pensamientos más profundos de lo mejor de nuestros creadores nacionales.

El Duende, desde sus inicios, tenía la intención de socializar los mejores textos escritos en verso y prosa, con el único afán de transmitir los sabios conocimientos atrapados entre los renglones y versos de los cultores de la palabra escrita.

Llegar a la edición Nro. 500 no es poca cosa; al contrario, es la demostración del trabajo tesonero de hombres como Alberto Guerra Gutiérrez y Luis Urquieta Molleda, quienes, por su declarado amor a las letras, no han cesado en empujar la rueda de la cultura orureña ni en publicar quincenalmente El Duende, que se nos aparece con la insistencia de un ser que desea instalarse en nuestras vidas con el peso de la sabiduría y la razón.

El Duende, en cada uno de sus números, ha cobijado en sus páginas lo mejor de la literatura nacional e internacional. No existe otra publicación boliviana que haya dado tanto de qué hablar como este trasgo que nos deslumbra y maravilla con cada una de sus ediciones preparadas con esmero y sentido común.

A tiempo de celebrar su edición Nro. 500, no nos queda más que reconocer que se trata de una maquinaria de papel que no para, de augurarle mayores éxitos en el ámbito cultural y que se nos siga apareciendo con su sombrero alón, sus botas de charol y su q’epi henchido por las mejores joyas de la literatura universal. Así lo queremos ver siempre a El Duende, forrado de pies a cabeza con lo mejor de las letras e imágenes que nos invitan a volar en las alas de la imaginación.

¡Salud y prosperidad, querido Duende! 

domingo, 29 de noviembre de 2020

PRESENTARÁN ANTOLOGÍA EN UNIVERSIDAD DEL PERÚ

La Universidad Nacional de Cerro de Pasco del Perú, a través de la Facultad de Educación, presentará la antología digital Narrativa minera peruano-boliviana de Roberto Rosario Vidal y Víctor Montoya.

Los comentaristas serán dos importantes estudiosos de la literatura de ambiente minero: el escritor peruano David Elí Salazar Espinoza, catedrático en la Universidad Nacional de Cerro de Pasco, y el escritor y antropólogo boliviano Guillermo Delgado-Parrado, catedrático en la Universidad de California, Santa Cruz, Estados Unidos.

La presentación será el miércoles 2 de diciembre, a Hrs. 17:00 y vía Internet. Los interesados podrán seguir el programa ingresando a las plataformas Meet, Facebook y Zoom.

https://www.facebook.com/Robertoperu55/

 https://www.facebook.com/davideli.salazarespinoza

sábado, 28 de noviembre de 2020

BIENVENIDO EL TÍO DE LA MINA A ESTOCOLMO

Gracias por estar aquí, en la thule (reino) de los vikingos, donde te aguardé con insoportable paciencia y el corazón abierto como una puerta. No sé de qué paraje provienes ni quién fue el khoyaloco que te despachó embalado en un cartón del correo boliviano. Lo único claro es que en tu largo itinerario, primero saliste del interior de la mina, luego atravesaste la codillera andina, cruzaste el ancho mar y, trocado en aire, burlaste el control de la aduana en el aeropuerto de Arlanda.

Ahora que estás conmigo, encerrado en mi escritorio, me siento más íntegro y complacido. Tu presencia me devolvió la alegría, concediéndole a mi existencia más vida de la que tenía. Por otro lado, quienes te tienen en estima, con el respeto y temor que infunde tu imagen, me han insinuado construirte una capilla o una urna de cristal, no sólo para ch’allarte y rendirte culto y pleitesía, sino también para mantener viva tu tradición arraigada en la cultura andina y el Carnaval de Oruro. Me temo que aquí, en estas lejanas tierras del norte, tu festividad no será tan sonada como en el vientre de la Pachamama, mas despertará un profundo fervor entre quienes conocen y reconocen tus atributos de personaje tutelar.

Empezaremos poquito a poco para que la ch’alla y la festividad vayan creciendo y adquiriendo importancia. Por qué no, si ya son miles los bolivianos que practican sus tradiciones y rituales como si estuviesen en la mismísima llajta, donde las costumbres ancestrales se celebran al ritmo de campanillas, sicus, zampoñas, quenas, tarcas, tambores, bombos y otros instrumentos autóctonos.

A quienes no te conozcan -o te desconozcan-, debemos aclararles que tu estatuilla fue moldeada en barro mineralizado por los mismos mineros, cuyas manos callosas te colocaron en el mejor paraje del interior de la mina, donde se congraciaban contigo mientras pijchaban, fumaban y bebían tragos de aguardiente. Los mineros sabían que en tu condición de Tío, dios y diablo andino, podías ser generoso con los compañeros que te ofrendaban y ser despiadado con los ingratos que te ignoraban o no cumplían sus obligaciones contigo. Así fuiste desde cuando los mitayos, condenados a trabajar en los yacimientos de plata durante la colonia, empezaron a rendirte culto y tributo, conscientes de que eres el dueño absoluto de los minerales y el amo en los tenebrosos socavones. Por eso los mineros, con honda admiración y respeto, te solicitaban protección y riquezas mediante ritos que iban desde el pijcheo, la ch’alla, la wilancha y el q’araku.

Como representante del sincretismo entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores, eres un híbrido entre el Huari y el diablo; luces dos cuernos en la frente, los ojos redondos y saltones, la nariz deforme, la barba rala como la de Atahuallpa y la boca dispuesta a recibir un cigarrillo, que los compas te ofrecen en actitud de amistad y cariño.

Aquí, en el reino de la Moder Svea, no te faltará nada. Ya tienes k’uyunas y quemapechos como el Absolut Vodka. Tienes también serpentinas, confetis y confites. Sólo falta llenar tu ch’uspa con la lejía y las hojas sagradas y purificadoras de la coca. Habrá que esperar un cachito para que tú mismo, con tus poderes mágicos, puedas proporcionarnos un tambor de coca para pijchar en tu honor y en tu presencia; mientras tanto, puedes seguir fumando y chupando... ¡Ah! ¡Tío, pendejo! ¡Tío, alcahuete! ¿Me estás tomando el pelo o estás tomándote solito mi botella de coñac?, ése que compré en el crucero entre Estocolmo y Tallin, poco antes de que llegaras hecho un caballero, a bordo de un avión y no en un trasatlántico.

Lo grave es que ahora no querrás salir del escritorio por miedo a sembrar el pánico y el terror con tu deformidad física. Si asomas el rostro a la puerta, las doñas se arrebatarían, las wawas se asustarían, los incrédulos se reirían y los devotos bien despistados quedarían. Ni modo pues, yo nomás tendré que saludarte y rendirte tributo al entrar y al salir del escritorio, y, una vez al año, sacrificar un gallo blanco o un cordero en tu honor y en honor a la Pachamama, la diosa andina de la Tierra.

Como los llajtamasis en Suecia no pueden pedirte las riquezas minerales, abandonadas allende los mares, pienso que lo correcto será pedirte protección y bienaventuranza en un país tan diferente al nuestro. Te pedirán, por ejemplo, acabar con el racismo y la discriminación contra el inmigrante. Si no sabes de qué estoy hablando es porque estás recién llegadito. Tienes que vivir un tiempo más para advertir los problemas y constatar que en estas tierras existen también devotos de la Virgen del Socavón, la Virgen de Copacabana y la Virgen de Urkupiña, y que todos los años las sacan en procesión por las calles de Estocolmo, Gotemburgo y Uppsala, suplicándoles deseos y milagros al ritmo de diabladas y morenadas. No es para menos, pues, algunos de los pasantes, como por mandato divino, distribuyen incluso colitas, banderines y bandas recordatorias made in Bolivia, convencidos de que si alcanzaron ciertas metas en su vida familiar y profesional es porque las mamitas intercedieron ante Dios para concederles sus ruegos y deseos.

Aunque no admites la presencia de las mujeres en tu reino, por la superstición de que la menstruación hace desaparecer los filones de estaño, considero que ahora tienes la oportunidad de disfrazarte con tu traje de Lucifer y bailar la danza de los diablos para las virgencitas, quienes de seguro son las réplicas de la escultura creada por el indio Tito Yupanqui a orillas del lago sagrado de los Incas.

 Así están las cosas, Tiíto dadivoso y vengativo. En Estocolmo podrás bailar la diablada ataviado con tu traje de luces y tus ornamentos de reptiles y batracios. Estás arreglado, pues los devotos de las vírgenes morenas hacen correr por las mesas comidas y bebidas en abundancia, justo como a ti te gusta que sean las jaranas, en las cuales se canta y baila hasta quedar indio en tierra. Más todavía, si en medio de la jarana no encuentras a tu tentadora Chinasupay, al menos encontrarás a una hermosa Chinamorena. Tenlo por seguro, te lo digo por experiencia propia y porque, aparte de ser tu compañero de ruta, soy tu amigo del alma.

Gracias, una vez más, por haber llegado a Estocolmo, Tiíto de las minas bolivianas. 


GLOSARIO

Compas: Compañeros.

Ch’alla: Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses. Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con aguardiente.

Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.

Ch’uspa: Bolsa pequeña en la que se lleva coca, tabaco o lo necesario para coquear.

Huari: Deidad mitológica de los urus, protector de los auquénidos y personaje simbolizado por el Tío de la mina.

Khoyaloco: Loco de la mina. Minero.

K’uyuna: Cigarrillo de envoltura rústica.

Llajta: Ciudad, pueblo, país.

Llajtamasi: Conciudadano, coterráneo.

Paraje: En el interior de la mina: sitio o lugar de trabajo.

Pijchar: Mascar coca.

Qaraku: Mesa o banquete que se prepara en honor al Tío, en el que no faltan abundante comida, alcohol, coca, cigarrillos, confites y carne de llama sacrificada.

Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.

Wawa: Niño o niña de pecho.

Wilancha: Sacrificio de sangre de animales o “sullus” (fetos de animales), en honor a los seres tutelares del cielo, la tierra y el subsuelo.

 

jueves, 19 de noviembre de 2020

EL NORTE DE POTOSÍ EN LETRAS

Presentar un material escrito, como el que usted tiene en sus manos, con el sugestivo título de Aquí también se escribe, es casi siempre una enorme satisfacción para los implicados en un proyecto colectivo, que no tiene más pretensión que dar a conocer a autoras y autores que cuentan con una o más obras publicadas en formato de libro.

Antes de emprender con la presente compilación, en coordinación con la responsable de la Regional Catavi del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL, estaba convencido de que entre los cerros de estas poblaciones mineras, que en su esplendoroso pasado estuvieron pletóricos de codiciados metales, había hombres y mujeres que, con la mente lúcida y la mirada puesta en la tierra que los vio nacer, estaban dispuestos a plasmar en letras de molde sus ideas, sueños y esperanzas, sin otro afán que dejar un testimonio escrito de sus vivencias y conocimientos, como la mejor expresión de la tradición cultural de un pueblo, cuyas calles y plazas han sido escenarios de enconadas luchas sociales, masacres insensatas y victoriosas conquistadas a fuerza de coraje y alto grado de conciencia política. 

En estas poblaciones mineras, que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la inmensa mayoría, se formaron los dirigentes sindicales más destacados del movimiento obrero del país. Aquí nacieron, crecieron y se formaron hombres y mujeres que supieron contribuir al país con obras que, si bien no fueron destacadas en su debido momento, conforman el patrimonio histórico del norte de Potosí. No cabe duda de que estas personas sentipensantes, quienes, sin pedir nada a cambio y sin que nadie los premiara, ofrecieron lo mejor de sí para el orgullo de quienes nos consideramos hijos de entrañas mineras.

El proceso de elaboración de Aquí también se escribe, para quien redacta estas líneas, ha sido un trabajo gratificante desde todo punto de vista. Sabía que estaba rastreando las huellas de una importante camada de autoras y autores de Uncía, Llallagua, Siglo XX, Catavi y Cancañiri, con el único propósito de reunirlos y presentarlos en un mismo volumen, convencido de que ellos, con su talento, empeño y sabiduría, estaban aportando con sus obras al ámbito de la cultura y la literatura nacionales, donde muchos de los mencionados en esta modesta compilación, brillan con luz propia, situándose, por méritos propios, en el contexto de los creadores capaces de deslumbrarnos con su capacidad intelectual y su sapiencia hecha de humanismo y humildad.

El compendio, que reúne a autores de los más diversos géneros literarios, es una vitrina expuesta al mundo exterior, para que se conozca a las personas que son la voz cantante de este girón patrio, capaces de representarnos tanto a nivel local como nacional, sin otro afán que mantener viva la memoria colectiva de un pueblo, con sus grandezas y pobrezas, con sus luces y sombras, con sus sueños y pesadillas, con sus triunfos y derrotas.

Estos autores, nacidos en medio de un torbellino de mantas y polleras, guardatojos y k’epirinas, son los llamados a dignificar a esta región minera que sentó un precedente en las páginas de la historia nacional, con hombres y mujeres que no se dejaron doblegar por las armas de las dictaduras militares, aunque se perdieron a varios de los líderes que lucharon por conquistar mejores condiciones de vida, casi siempre a pecho abierto y con la mano empuñada de coraje y rebeldía.

El material que hoy tienen en sus manos es una muestra de que en estas poblaciones de valerosos luchadores, existen -y existieron- autoras y autores que no podían pasar desapercibidos y mucho menos soterrados bajo los polvos del olvido. Por eso mismo, el esfuerzo de rescatarlos, de sacarlos a la luz pública, ha sido un trabajo harto apasionante, debido a que estas poblaciones mineras del norte de Potosí han sido una veta rica no sólo en materias primas, sino también en materia intelectual. Estas mentes privilegiadas supieron mantener viva nuestra historia y conservar nuestras tradiciones a través de sus libros escritos con la pasión del alma y el corazón encendido por una explosión de sentimientos y pensamientos convertidos en palabras de alto contenido social, histórico y cultural.

No debe olvidarse que las y los autores, como cualquier otro ser social, son individuos que necesitan relacionarse y comunicarse con sus semejantes, y, para hacerlo, usan el lenguaje escrito como su principal instrumento de comunicación, puesto que este sistema, conformado por un conjunto de códigos lingüísticos, les permite transmitir sus pensamientos de manera precisa y eficaz, hilvanando razonamientos, sentimientos y emociones, que terminan fundidos en las letras de molde de ese maravilloso objeto conocido con el nombre genérico de Libro.

Elaborar este compendio, que un día será un libro de consulta para maestros y estudiantes, es el reflejo más auténtico de un pueblo que tiene mucho que aportar a la cultura nacional. Cuando culminé con el acopio del material y los datos bio-bibliográficos de quienes se dedicaban a escribir en verso y prosa, me vi sorprendido al constatar que los escritores eran muchos más de lo que me imaginaba; de modo que, debido a razones de extensión y presupuesto, me vi obligado a dividir el trabajo en dos partes; la primera dedicada a autoras y autores de Uncía y la segunda dedicada a los de Llallagua, Siglo XX, Catavi y Cancañiri.  

Por último, permítanme que les deje esta compilación para que lo vean, lo lean y lo critiquen. Y si por ahí existe alguien que conoce a una escritora o un escritor que no está contemplado en Aquí también se escribe, le ruego que me lo comuniquen o me lo hagan saber, para así incluirlos en las próximas ediciones de esta suerte de antología hecha con absoluta modestia y ética profesional. 

 

viernes, 13 de noviembre de 2020

PERRO MUTILADO

Había una extraña costumbre en el pueblo de mi abuela: cortarles la cola a los perros para mejorarles la apariencia. Así fue como un día, el cachorro que me regalaron en mi cumpleaños, pasó por ese cruel procedimiento en contra de mi voluntad. Todo sucedió en el patio de la casa, donde mi abuela, cuchillo y servilleta en mano, le sujetó al perro por el pescuezo y le mutiló la cola de un violento tajo. Cuando el perro se corcoveó y chilló como un niño aterrado, yo sentí el dolor como si a mí me hubiesen rebanado el dedo. Mi abuela le cubrió la sangrante herida con la servilleta y yo me retiré con lágrimas en los ojos. Todo había concluido en menos de cinco minutos. El perro perdió la cola y yo perdí la confianza en los mayores.