jueves, 7 de mayo de 2020


LOS POLLOS

Mi padre, que fue el primero en aprender el idioma sueco en la familia, leyó un anuncio en el periódico Dagens Nyheter (Noticias del Día): Veinte pollos por sólo 100 coronas. Escriba su nombre y dirección en el cupón y luego envíelo sin pagar gastos de correo. Nosotros cumpliremos la orden y usted recibirá el paquete a la brevedad posible.

Mi padre llenó el cupón y lo despachó en un sobre cerrado.

El día que llegó el aviso del correo, mi padre, creyendo haber hecho una excelente compra, decidió que mi madre fuese a recoger el paquete; es más, como creía que el paquete era grande y pesado, ordenó también que mis hermanos menores la acompañaran por si necesitaba ayuda.

Mi madre se puso en la fila y esperó su turno con insoportable paciencia. Al poco rato, cuando se acercó a la ventanilla, enseñó el aviso del correo y la cédula de identidad de mi padre.

Apenas trajeron el paquete a la ventanilla, mi madre, al constatar que era pequeño y no pesaba mucho, le dijo a la empleada del correo que, quizás, se equivocó de paquete. La empleada revisó el aviso y comprobó que todo estaba en orden.

Mi madre pagó las 100 coronas y volvió a casa con el paquete bajo el brazo. Abrió la puerta y, seguida por mis hermanos que iban por detrás como los pollos de una gallina, entró en el apartamento sin decir ni pío.

Mi padre, que hasta entonces seguía pensando en que había hecho la mejor compra de su vida y que comeríamos carne de pollo hasta reventar, miró extrañado el paquete y exclamó:

–¡¿Este paquetito contiene los veinte pollos?!

Mi madre no dijo nada y se encogió de hombros.

Mi padre cogió el paquete y lo puso sobre la mesa. Segundos después, acorralado por la mirada de mi madre y mis hermanos, abrió el paquete con asombrosa desesperación, hasta que en el interior del cartón no encontró más que una veintena de hueveras con forma de pollos.

–¡¿Qué?! –exclamó, tomándose la cabeza con las manos.

Mis hermanos, sin entender nada de nada, se miraron de reojo. Mi madre no pudo contener la risa. Lo miró a mi padre con sorna y le preguntó:

–¿Leíste mal el anuncio, o qué? Ésta es una prueba más de que, tanto a ti como a nosotros, nos falta un montón para entender el idioma sueco.

–No es posible –repuso mi padre, sin darse por vencido.

Buscó el anuncio del periódico y se lo enseñó a mi madre.

–¡Aquí está! Dice: Veinte pollos...

–Es correcto –contestó mi madre–, pero debajo de la rúbrica dice también: HUEVERAS.

–¡Ajá! –exclamó mi padre, ruborizándose por su grave error–. Yo pensé que HUEVERAS era el nombre de la empresa que vendía los pollos...

No pasó mucho tiempo, hasta que todos nos miramos las caras y estallamos en una sonora carcajada, que de seguro se oyó en toda la cuadra.

domingo, 1 de diciembre de 2019


PALABRAS DE APRECIO PARA UN SER EXTRAORDINARIO

Don Luis Urquieta Molleda (Cochabamba, 1932-2019), sin resquicios para la duda, ha sido un valioso gestor de la cultura boliviana, en general, y orureña, en particular. Su generosidad no conocía límites. Aún recuerdo que, mientras yo vivía en Estocolmo, no escatimaba esfuerzos para enviarme ejemplares de El Duende y la revista anual de la Unión Nacional de Poetas y Escritores (UMPE), sin más preámbulos que los fraternales saludos y sin más pretensiones que ayudar a difundir nuestra literatura más allá de las fronteras.

Su partida deja un enorme vacío entre quienes lo tratamos de manera epistolar y lo conocimos de manera personal en Oruro; esa tierra de mineral y folklore que él supo amar sin condiciones y a la cual entregó lo mejor que tenía desde la perspectiva empresarial e intelectual.

Aun siendo un hombre de razonamientos lógicos y realizaciones pragmáticas, no dejaba de cobijar en sus fuero interno la inquietud del literato que, de cuando en cuando, transitaba como El Duende por los recovecos de la palabra escrita, entregándose en cuerpo y alma a las fuerzas ocultas y maravillosas de la imaginación.

Don Lucho, como lo llamábamos con cariño los amigos y conocidos, era una persona de trato amable y de nobles sentimientos, un ser extraordinario en el mejor sentido de la palabra. Siempre dispuesto a tenderle la mano a quien se lo pedía y siempre presto a hacer favores sin pedir nada a cambio.

Luis Urquieta Molleda, el mecenas de sonrisa franca y corazón abierto de par en par, poseía pensamientos humanistas que lo alejaban de las injusticias sociales y lo acercaban hacia las causas comprometidas con los ideales más dignos de la sociedad, donde hacen falta las voces de orientación para no caer en las trampas de la vanidad ni en los falsos llamados de sirena. De ahí que sus escritos traslucían los pensamientos y sentimientos de quien parecía reflejarse de cuerpo entero en una suerte de espejo, donde los lectores distinguíamos profundas reflexiones que, debido a la exposición convincente de los mensajes y la fuerza incuestionable del lenguaje, estaban destinadas a quedarse entre nosotros para siempre.

El suplemento El Duende, que se publica quincenalmente en el matutino La Patria, es un regio ejemplo de su desmedido desprendimiento a favor de los artistas, poetas y narradores; sin personas como don Luis Urquieta Molleda sería más difícil poner en marcha los engranajes de la vida cultural de un pueblo. Por eso mismo, le debemos todo nuestro agradecimiento y lo conservaremos eternamente en la memoria, con la esperanza de que su legado quede como un preciado tesoro entre los amantes del mundo pictórico y literario.

domingo, 24 de noviembre de 2019


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer.

domingo, 20 de octubre de 2019


EL MERCADER PARALÍTICO

Había una vez un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas tierras y riquezas, un numeroso séquito de hombres guerreros y un grupo de damas de compañía integrado por las mujeres más bellas de su palacio, donde todo era asombro y maravilla. Los salones estaban suntuosamente revestidos con tapices y mosaicos labrados a mano. En el centro del jardín interior, ornamentado con piedras preciosas, árboles frutales y pájaros exóticos, lucía una fuente flanqueada por leones de oro carmesí, de cuyas fauces brotaban como perlas los chorros de agua cristalina.

El mercader, aunque vivía rodeado de riquezas y damas de compañía, padecía de un extraño mal que, a lo largo de su vida, le resultó un problema tan grande como su señorío. No podía ponerse de pie ni desplazarse de un lado a otro, pues tenía las piernas tiesas como las piernas de una estatua de mármol. Nadie sabía a qué se debía semejante parálisis. Lo más triste era que no había médico, ni sabio ni brujo, capaz de dar con un eficaz remedio para curar la desgracia que lo tenía postrado en un diván.

Los más viejos y de confianza de su séquito decían que este mal heredó junto a los bienes que dejó su padre, quien era uno de los mayores mercaderes en el mundo árabe. Pero lo que no decían, por tratarse de un secreto celosamente guardado, era que la parálisis se debía al arte de encantamiento de una vieja hechicera, quien cumplió la misión de causarles con sus artilugios un terrible daño a él y a su madre.

La vieja hechicera, que se puso al servicio de una de las amantes celosas y resentidas del padre del mercader, roció el líquido de un pequeño frasco sobre las piernas del niño recién nacido y una cuantas gotas sobre la nuca de su madre, de modo que él quedara paralítico de medio cuerpo y ella perdiera el habla y una parte de la memoria.
 
Un tiempo después, cuando murió el padre del mercader tras un ataque cardíaco que lo fundió en el acto, su madre, que no hacía otra cosa que dar vueltas y vueltas en los predios del jardín, desapareció un día del palacio, sin que nadie la viera salir por una ventana que daba a un bosque aledaño. Así fue cómo el mercader, que aún era un niño de pecho, quedó al cuidado de las nodrizas que lo amamantaron y cuidaron como a su propio hijo.

Cuando el mercader alcanzó la mayoría de edad, resolvía los problemas de sus negocios y los quehaceres en el palacio desde su alcoba, gracias al servicio de sus damas de compañía y al efectivo trabajo de su séquito de colaboradores. Pasaba los días jugando partidas de ajedrez y meditando en su situación de hombre joven, soltero y acaudalado. Pero, sobre todo, en su invalidez endémica que no le permitiría ser marido ni padre.

La vida de un hombre sin mujer ni hijos no es vida, pensaba el mercader cada vez que le embargaba la tristeza. Sus damas de compañía, al verlo con el cuerpo paralizado desde la cintura hasta los pies, no hacían más que consolarlo con besos y caricias, que él sabía recompensarles con perfumes, telas y alhajas traídas desde las exóticas tierras de los califatos árabes.

Así pasaba sus días, hasta que una mañana, bajo un cielo diáfano y soleado, se presentó en el pórtico del palacio una mujer vieja y encorvada, vestida en harapos y con los pies descalzos. Rogó a los centinelas del palacio dejarla entrar porque le urgía hablar personalmente con el mercader. Éstos le preguntaron si era posible, Y, el mercader, como todo hombre bondadoso y de corazón sensible, aceptó que la hicieran pasar. Entonces ella entró, deslizándose sobre la punta de los pies, hasta la alcoba donde estaba postrado el mercader. Se le acercó haciéndole reverencias con la cabeza, le besó en las enjoyadas manos y le dijo:
   
–Señor, mi gran señor. Acudo a su persona para que me acoja en su palacio como una esclava entre las esclavas. A cambio de su bondad, piedad y hospedaje, sabré agradecerle liberándolo del mal que padece.

Cuando el mercader oyó las palabras de la mujer, que parecía de humilde condición pero que se expresaba con ademanes de ilustre dama, sintió que se le iluminó la razón y el corazón. Y, desde luego, no dudó en dispensarle una hospitalaria acogida en su palacio. Ordenó a sus damas de compañía, que hasta entonces permanecían asombradas y boquiabiertas ante la escena, bañarla y vestirla con ricos trajes y, después de ofrecerle un banquete con los mejores manjares, ubicarla en los aposentos más cómodos del palacio.

–¡Bendito sea Alá, que es sabio, grande y poderoso! –exclamó la mujer, con un rocío de lágrimas humedeciéndole las mejillas y sin dejar de darle las gracias al mercader ni colmarlo de alabanzas.

El mercader se despidió de la anciana y, dirigiéndose a sus damas de compañía, pidió que la acompañaran hacia su nueva vida en el palacio.

La primera noche que la anciana huésped estuvo sola en sus aposentos, sacó del bolsillo de su raída túnica un saquito y del saquito el frasco que, después de muchas idas y venidas, le arrebató a la hechicera para revertir el encantamiento. Ella se echó unas gotas sobre la nuca y, al término de agitarse como de pies a cabeza, se transformó en  la misma mujer encantadora de cuando vivía con el padre del mercader; tenía una espléndida hermosura y una elocuencia verbal que daba gusto oírla. Sus cabellos eran tan oscuros que parecían formar parte de la noche, mientras su lozana piel tenía un tono tan blanco y puro como la plata virgen capaz de iluminar la noche. Sus labios eran los pétalos de una rosa y sus ojos estrellas de ámbar negro. Además, era mujer excepcional no sólo porque desprendía un amor puro e incondicional desde el fondo de su corazón, sino también porque poseía el don de entender el lenguaje de los animales y el canto de los pájaros.

Al día siguiente, la madre del mercader, que dejó de ser la haraposa anciana, hizo lo que tenía pensado: rociar el líquido que tenía poderes mágicos sobre las piernas agarrotadas de su hijo. Salió de sus aposentos con el frasco en la mano y, sin que nadie la reconociera, ni los hombres del séquito, ni las damas de compañía, recorrió a paso ligero por los corredores del palacio y se metió en la alcoba del mercader, quien a esas horas estaba reponiendo sus fuerzas en su siesta habitual.

Su madre se le acercó y, aprovechando que estaba dormido sobre un mullido diván, le levantó la túnica y le vertió el líquido sobre las piernas diciéndole: Por fin quedarás liberado de la prisión en la que te tenía encerrado tu propio cuerpo, desde la vez en que la malvada hechicera te quitó la facultad de caminar sobre tus pies.
 
El mercader, todavía dormido, salió de su encantamiento y recobró la salud completa en un instante. Cuando despertó y abrió los ojos, sintió que su cuerpo estaba más liviano que nunca, como si durante el sueño hubiese adquirido la capacidad de remontar vuelo con la facilidad de los pájaros. Se miró el cuerpo entero, miró sus piernas, que se movían como si tuvieran vida propia, y se puso de pie por primera vez. Dio saltos de júbilo sobre la alfombra y, al intuir que la mujer que estaba en la alcoba era su madre, se maravilló hasta más no poder, mientras ella rompió a llorar de felicidad. Se tomaron de las manos y se abrazaron efusivamente, regocijándose porque volvieron a reencontrarse después de tantos años de no haberse visto ni haber compartido el natural cariño que une a una madre y a un hijo.

Al final, ambos elevaron sus alabanzas al todo poderoso, por haberles permitido volver a juntar sus almas en el mismo palacio que un día perteneció al padre del mercader, quien murió aferrado a la esperanza de que un buen día se reencontraran los dos seres más amados de su vida: su mujer y su hijo.

domingo, 6 de octubre de 2019


EL TRAGO DE MOKHOCHINCHI

Doña Pascualina Copa, orureña de veinticinco años, viuda y madre de dos niñas, al no saber cómo mantener a su pequeña familia, después de la inmolación de su esposo en la Guerra del Chaco, abandonó su ciudad natal y se instaló en la población minera de Huanuni, donde se dedicó a la venta callejera de mokhochinchi, bebida refrescante que preparaba a base de duraznos pelados y deshidratados, con azúcar y canela al gusto.

En muy poco tiempo, doña Pascualina Copa se hizo conocida en la plaza principal de la villa minera y entre los viandantes, que la distinguían por su menuda estatura y su trato amable; lucía un sombrero sobre su cabellera peinada en trenzas; vestía siempre con una mantilla, una pollera con varios pliegues, sombrero de paja y, como pocas mujeres del comercio informal, llevaba amarrada a la cintura una chauchera de alpaca, donde guardaba las monedas y billetes que ganaba con la venta del apetecido refresco de mokhochinchi.

Todos los días, desde tempranas horas de la mañana, se la veía sentada detrás de una mesa llena de jarras y vasos de cristal, con la mirada vigilante y las ganas de sacar adelante a sus hijas. No le iba nada mal en el negocio, incluso despertaba la envidia de las demás comerciantes, las mismas que, ya sea bajo el sol o bajo la lluvia, veían cómo doña Pascualina Copa complacía a sus clientes ansiosos por aplacar su sed con uno o más vasos de mokhochinchi.
   
Ellas no conocían la receta para preparar la bebida refrescante, que se popularizó en la población tras la llegada de la joven viuda, quien parecía estar acompañada de la buena suerte y la fortuna. Tampoco sabían que doña Pascualina Copa preparaba el mokhochinchi antes de acostarse, que todas las noches, ni bien sus hijas se quedaban dormidas, se ajustaba el mandil blanco y se metía en la cocina, donde vertía un kilo de duraznos secos en una olla, que luego la llenaba con tres litros de agua para remojarlos.

A la mañana siguiente, apenas la luz del alba asomaba por las rendijas de la puerta, se levantaba de la cama, se metía en la cocina a quitar la tapa de la olla, donde estaban remojándose los duraznos, para agregarle dos tazas de azúcar, diez clavos de olor y dos palitos de canela en rama. Después encendía la hornilla a querosén, acomodaba la olla sobre el fuego lento y la dejaba hervir alrededor de dos horas. Al finalizar la cocción, retiraba la olla del fuego y dejaba enfriar el mokhochinchi, hasta que quedara listo para ofrecerlo bien frío en su puesto de venta.

A varios años de repetir la misma rutina, doña Pascualina Copa logró acumular la suficiente cantidad de dinero para comprar una casa en la zona central de Huanuni, a la que se mudó junto a sus hijas, quienes para entonces habían empezado ya sus estudios de secundaria en un colegio fiscal.

Como la casa tenía una amplia sala, además de los dormitorios, cocina y baño, doña Pascualina Copa pensó que podía convertirla en un boliche, pero sólo los fines de semana y los días festivos, ya que el resto de la semana seguiría vendiendo el refresco de mokhochinchi.

En la sala puso cuatro mesas, con sus respectivas sillas, y un mesón de madera maciza cerca de la puerta de acceso al boliche. Así empezó con el expendió de bebidas alcohólicas, hasta que, tras un sueño en el que mordió un durazno con sabor agridulce, se le ocurrió la brillante idea de que podía preparar, con los mismos duraznos secos, un brebaje que sería del gusto de los parroquianos acostumbrados a gastar su dinero en bebidas espirituosas. Así fue como se puso manos a la obra, sin darle más vueltas a su idea ni perder tiempo en dubitaciones. Se metió en la cocina y siguió el mismo procedimiento de la preparación del refresco de mokhochinchi, con la diferencia de que esta vez contendría aguardiente y lo serviría caliente, como cualquier otro ponche que se ofrecía en épocas de invierno. Remojó los duraznos secos en agua y alcohol, le agregó canela, clavo de olor y los dejó reposar en la olla.


Al día siguiente, se levantó con una extraña sonrisa en los labios y prosiguió con la preparación del brebaje, con la esperanza de darle un toque final a su idea. Hizo hervir el contenido de la olla alrededor de dos horas, preparó el azúcar hasta dejarlo como un almíbar semioscuro y luego lo vació en la olla para disolverlo totalmente, removiéndolo con un cucharón de palo; al final, tomó una espumadera y coló el contenido de la olla en una cacerola con tapa, donde vertió más aguardiente, lo suficiente como para embriagar al borracho más experimentado y exigente.

Ese mismo viernes por la noche, mientras sonaba la música en los parlantes del boliche, ella llenó los vasos de cristal con el brebaje dulzón y humeante, agregándole una o dos k’isas. Los acomodó en una bandeja y se los ofreció, como el cariño de la casa, a los primeros parroquianos que acudieron al boliche.

Ellos agradecieron el gesto de generosidad y bebieron a sorbos el almíbar mezclado con alcohol, sintiendo que el invento de doña Pascualina Copa les quemaba la lengua, la garganta y el pecho.

–Este trago está delicioso, doña Pascualina –le comentaron–. Tiene un grado de alcohol elevado y un gusto muy especial.

Ella les regaló una sonrisa, meneó la cabeza y no dijo nada.

–¿Y cómo se llama este nuevo trago –le preguntaron relamiéndose los labios.

Ella pensó un instante y contestó:

–Se llama mokhola

Desde esa noche, esa bebida pasó a conocerse con el nombre genérico de mokhola, popularizándose entre los trabajadores mineros y empleados de la Bolivia Tin and Tungsten Corporation de Huanuni.

Doña Pascualina había logrado su cometido. Los clientes se multiplicaron en su boliche y el famoso trago de mokhochinchi, conocido en otras regiones con el nombre de guacho, se apoderó del gusto y la mente de los lugareños.

Cuando los parroquianos le solicitaban la mentada mokhola, ella les servía en vasos de cristal, con las k’isas que se chuparon el mejor contenido de alcohol.

A esas alturas del negocio, el nombre de la inventora del trago de mokhochinchi  bailaba en boca de todos y sonaba en todos los oídos; un efecto sensacional que le permitió ganar lo suficiente como para mandar a sus hijas, ya jovencitas, a estudiar en la ciudad de Oruro, desde luego, con todos los gasto y gustos pagados. 

Doña Pascualina Copa, conocida también como La Viuda, estaba sola desde que se fueron sus hijas. Recién entonces fue cortejada por uno de sus pretendientes, quien se ofreció ayudarla en el negocio y en todo lo que fuera necesario. Ella aceptó las buenas intenciones del hombre y no tardó en darle un asidero en su casa, consciente de que una mujer, independientemente de la edad y el estado civil, necesitaba la compañía de un hombre que la proteja y la ame sin condiciones.

La relación amorosa de doña Pascualina Copa duró algunos años, hasta que una noche, mientras preparaba el trago de mokhochinchi, su concubino entró solo sólo un instante en la cocina, se puso a probar el dulzor del brebaje, pero tuvo tan mala suerte que el hueso del durazno, al término de vaciarse el vaso, se le deslizó por la lengua y se le atascó en la garganta. El hombre, presa del pánico, intentó arrojarlo pero sin lograrlo. Se retorció en violentos espasmos, con los ojos desorbitados como los de un cordero degollado, y, antes de que doña Pascualina Copa alcanzara a entrar en la cocina, perdió la respiración y cayó arrastrando la olla de mokhola al piso, en medio de un ruido de cristales rotos y un denso olor a canela y alcohol.

La policía hizo las averiguaciones del caso en torno a las causas de la insólita muerte del hombre de mediana edad y, tras un peritaje que no demoró demasiado, llegó a la conclusión de que el concubino de la dueña del boliche falleció por bronco aspiración, en la que no hubo culpables ni testigos.

Doña Pascualina Copa, que quedó sin pareja por segunda vez, fue absuelta de toda sospecha, pero las autoridades municipales, en coordinación con las instancias policiales, prohibieron la venta de la afamada mokhola, arguyendo que no era una bebida apropiada para los borrachos, quienes, tras una ingesta excesiva de este brebaje dulzón y caliente, podían atragantarse con el hueso del durazno y perder la vida por bronco aspiración, como sucedió con el concubino de la inventora del trago de mokhochinchi.

Doña Pascualina Copa, sintiéndose culpable de haber inventado una bebida que podía causar la muerte por un descuido, se retiró del negocio, vendió su casa y retornó a la ciudad de Oruro, para dedicarse por entero al cuidado de sus hijas; al fin y al cabo, no necesitaba trabajar más, ya que en Huanuni, donde empezó vendiendo refrescos de mokhochinchi y terminó ofreciendo la apetecida mokhola, había ganado lo suficiente como para vivir tranquila por el resto de sus días.

Glosario

K’isas: Duraznos secados al sol.
Mokhochinchi: Refresco de durazno deshidratado, más conocido como orejón; se hace hervir en agua los duraznos, se le añade canela y azúcar al gusto.
Mokhola: Brebaje elaborado de manera artesanal, a base de alcohol y duraznos secados al sol.

jueves, 19 de septiembre de 2019


HACIA EL CENTENARIO DE ÓSCAR ALFARO

Óscar Alfaro (Tarija, 1921 - La Paz, 1963) dedicó su vida y talento a los niños bolivianos, escribiendo obras que tenían la finalidad de desatar la fantasía y despertar el hábito de la lectura entre los pequeños lectores, a quienes los consideraba, por antonomasia, los futuros lectores de la gran literatura universal.

No cabe duda de que él mismo, en el fondo de su alma, se sentía un niño viejo o un viejo niño. No en vano escribió en su poema Viaje al pasado, dedicado a su madre, estos hermosos versos: Desde adentro, desde adentro,/ desde el fondo de un abismo,/ viene corriendo a mi encuentro/ un niño que soy yo mismo./ Iluminando el olvido,/ con este niño en los brazos,/ yo voy haciendo pedazos/ los años que ya he vivido...

Sus poemas son profundamente bolivianos, profundamente contemporáneos y profundamente maravillosos, casi siempre pensados desde la perspectiva cognitiva de los niños, consciente de que ellos, como El principito de Antoine de Saint-Exupéry y a diferencia de los adultos, tienen su particular modo de contemplar el mundo y sus asuntos.

En la creación de su literatura, tanto en verso como en prosa, se empeñó por plasmar la exuberante naturaleza, con sus montañas, valles y selvas, pero también la riqueza del folklore, las costumbres ancestrales, las creencias y hasta las supersticiones de un país multilingüe y multicultural; más todavía, Óscar Alfaro, a contracorriente de los dictados de su época, escribió sin usar el didactismo ni la moraleja; recursos pedagógicos que, durante el siglo XX, fueron monedas corrientes en los textos literarios destinados a la educación primaria y secundaria.

Sus cuentos y poemas son una suerte de alimentos espirituales para los escolares, quienes, aparte de enriquecer su vocabulario con los códigos lingüísticos del autor, se sienten plenamente identificados con sus expresiones llenas de símbolos, aforismos y metáforas, que les llegan como dardos y flores hasta lo más hondo del corazón.

Por estas razones, los maestros están en la obligación de difundir y promover la literatura de Óscar Alfaro en sus unidades educativas, no solo porque se trata de uno de los escritores más notables del país, sino también porque sus libros, por la temática y la caracterización de los personajes, son excelentes materiales para fortalecer la malla curricular dentro del sistema educativo.

Óscar Alfaro, en su condición de educador y hombre comprometido con la realidad social, no dejó de reflejar a través del arte de la palabra escrita su más airado repudio contra las injusticias sociales, la discriminación racial y el despotismo de los poderes de dominación. Es cuestión de leer un puñado de poemas para encontrar versos dedicados a los proletarios, al pájaro revolucionario, a los niños mendigos y las niñas desamparadas en una sociedad donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada.  

El príncipe de la literatura infantil boliviana, aunque no era ampliamente conocido por su militancia en el Partido Comunista, cultivó una estrecha amistad con el cantautor Nilo Soruco y con algunos dirigentes de la Central Obrera Boliviana y la Federación Sindical de Trabajadores Mineros, quienes, a través del Ministerio de Educación y Cultura, le conseguían autorización para que visitara las escuelas pertenecientes a la COMIBOL, donde se aparecía, sin escatimar esfuerzos, con su pelo pulcramente peinado, su perilla inconfundible y sus anteojos de cristales transparentes como su alma.

Asimismo, valga recordar que el autor tarijeño, que hacía a la vez de escritor, editor y difusor de su obra, cargaba a cuestas sus libros, casi siempre ilustrados a colores, para ofrecer entre los alumnos y profesores a un precio módico, en una época en que no habían muchas editoriales en el país; y, menos aún, editoriales interesadas en publicar libros de literatura infantil y juvenil. De modo que Óscar Alfaro, como la mayoría de sus connacionales, se vio en la necesidad de invertir sus propios recursos en la edición de sus obras de creación.

Por otro lado, siempre que tenía la oportunidad de hablar sobre los derechos de los niños y la importancia de la literatura infantil en la enseñanza primaria, lo hacía con una explosión enérgica de razonamientos filantrópicos, como cada vez que se lo escuchaba hablar a través del programa La república de los niños, que él conducía en la estatal Radio Illimani de la ciudad de La Paz.

Al morir el poeta, a sus escasos 42 años de edad, dejó una gran parte de su obra inédita, que fue conocida y reconocida de manera póstuma, gracias al empeño de su viuda, la profesora Fanny Mendizábal de Alfaro, quien concluyó con la tarea de sacarlos a luz y difundirlos entre los lectores interesados en zambullirse en los sentimientos y pensamientos de este eximio escritor, cuya fama, con el trascurso de los años, fue creciendo como la espuma. ¡Enhorabuena!

Óscar Alfaro se ganó el sitial que le corresponde en el parnaso de los más grandes, con una prosa diáfana y reflexiva, llena de magia y valores humanistas; y, por supuesto, con una colección de poemarios que, amén de su calidad ética y estética, se echaron a volar por el mundo como palomas mensajeras de paz, amor y libertad.

Faltando dos años para conmemorar el centenario de su nacimiento, las instituciones culturales del Estado, los establecimientos educativos, los editores, escritores y lectores en general, debemos prepararnos, con compromiso moral y cívico, para izar las banderas de la literatura infantil y juvenil en homenaje a Óscar Alfaro, quien fue una de las lumbreras de la literatura boliviana, con una obra indispensable y sustancial, en la que se funden el talento creativo, la galanura del lenguaje, la pasión por la escritura y el amor desmedido por la infancia.

viernes, 13 de septiembre de 2019


EL DISFRAZ DEL TÍO


Fue un sueño que yo soñé.
Un ser que vivió,
porque yo deseaba que viviera.
Sigurd Christiansen

Pensé un momento que quizá no estaría aún bien despierto y que aquello que tenía ante mis ojos era solo un sueño. Entonces volví a cerrar los ojos y busqué en mi memoria dónde había estado en la víspera. En ese instante sentí como si estuviese despierto y plantado en uno de los ángulos de un suntuoso salón en cuyo ámbito se respiraba un aliento a demonios; del techo pendía una lámpara de cristales y del piso se levantaba una tupida alfombra persa, las ventanas estaban cubiertas con cortinas bordadas con hilos de oro y la enorme puerta de cobre, que más parecía un espléndido pórtico de columnas romanas, parecía tan pesada que era preciso varios hombres para hacerla girar sobre sus goznes.

Lo más  extraño de todo era el hecho de que allí mismo, en el centro de la sala, había un individuo de cuerpo contrahecho, espalda ancha, desnudo, piernas separadas y cabeza ladeada hacia el hombro derecho.

–¿Quién eres? –le pregunté.

El hombre se volvió y quedó quieto, mirándome de frente. Era él, el mismo Tío de la mina, tan feo como el mismísimo demonio. No lo vi muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia, como la de todo monstruo subterráneo, inspiraba una suerte de espanto. Para ser más preciso, les diré que tenía la nariz promitente, con las fosas nasales dilatadas, el rostro con los pómulos rojizos como la lumbre y las cejas tupidas que daban sombra a sus encendidos ojos, que parecían darle un aire de potestad y sabiduría. Lucía la barbilla hirsuta y el labio inferior caído como la jeta de un moreno. Su cabeza estaba sostenida por un cuello de toro y su cabellera negra y desgreñada se precipitaba por encima de sus hombros, mientras su miembro viril le pendía como una cachiporra entre los muslos.

–¿Cómo estás Tío? –le dije en medio del silencio que parecía flotar en el ámbito.

Él entornó los ojos y asumió una repentina actitud de desinterés por mis palabras, como si quisiera esquivar mi presencia con un mutismo casi hermético. Se puso firme, se deslizó por encima de la alfombra y se encaminó con paso pesado hacia una pequeña puerta que daba acceso a un angosto pasadizo, donde había un baúl de nogal, con dos llaves y asentado sobre cuatro pies en forma de patas de león. La cubierta, además de estar reforzada con placas de bronce esmaltado, tenía dos serpientes repujadas a modo de decoración medieval.

El Tío sujetó el baúl por las manillas y lo levantó como si nada. Luego volvió a la sala y lo puso delante de mi atenta mirada. Levantó la cubierta y del interior del mueble emergió un humo con olor a azufre. Yo me tapé la nariz con los dedos y me arrimé contra la pared; en tanto el Tío, que parecía reírse de mis gestos de aversión, inclinó su cuerpo hacia el baúl, que no era una caja cualquiera, sino el sitio donde él guardaba su disfraz de Lucifer para bailar en el Carnaval, donde deslumbraba a los espectadores con la danza de la diablada.

–¿Te disfrazarás de Lucifer? –le pregunté.

Él desoyó mis palabras y procedió a sacar sus prendas una por una. Su disfraz de Lucifer, sin lugar a dudas, era una indumentaria impresionante y de gran valor artístico. Se puso una apretada blusa y sobre ella se ajustó la pechera bordada elegantemente con hilos de oro y plata, y cuyas lentejuelas podían reflejar los dorados destellos del sol. Se puso un bombacho carmesí, un brilloso pollerón terminado en flecos y se los ciñó a la cintura con una faja llena de tintineantes monedas de oro, en tanto sus pezuñas se hundían en unas botas de lona, decoradas con elementos de la mitología de los urus; en la bota izquierda llevaba una espuela plateada, que sonaba ¡chischás!, ¡chischás!, a tiempo de que daba pasos en el mismo lugar.

Metió las manos dentro del baúl y sacó una capa ornamentada con piedras preciosas que, dispuestas en alto relieve, formaban las imágenes de las cuatro plagas: las hormigas, la serpiente, el sapo y el lagarto que, más que lagarto, parecían un dragón lanzando llamas por las fauces abierta a la luz y el aire. La capa, con un cuello alto y amarrado con un cordón alrededor del cuello, le caía como una catarata de luces desde los hombros hasta las pantorrillas Se amarró también pañoletas rojas al cuello y las muñecas, antes de ponerse en las manos, de enormes garras en la punta de los dedos, unos guantes con manguetes de cuero, debidamente acicalados con arácnidos y otras alimañas.

Al final, como quien se disfraza con satisfacción y alegría, se puso una máscara de dimensiones impresionantes; la máscara, hecha de cartón prensado y hojalata, tenía las facciones más horribles y feroces que su propio rostro. Aun así, por sus decoraciones y dimensiones que superaban el metro de altura, era una verdadera obra de arte, con cuernos retorcidos y alucinantes adornos de animales; en la frente llevaba un lagarto hasta de cinco cabezas; los ojos, grandes y saltones, eran de focos y las cejas eran de pedazos de termo; las demás facciones estaban hechas de yeso, plástico, metal y vidrio.

Una vez que estuvo disfrazado, moviéndose con garbo y supremacía, pude comprender que la nieve podía arder en sus ojos, el viento helado templarse en su aliento y la noche encenderse con las luces de su disfraz de Lucifer.

–Ahora estás listo para ir a bailar en el Carnaval, nada menos que en honor de la Virgencita del Socavón –le comenté.

Él me miró con su cara de Lucifer y, mientras sujetaba una víbora serpenteante en la mano derecha y un cetro de mando en la izquierda, me dirigió la palabra por primera vez:

–Y tú, ¿qué me ves? ¿Por qué me jodes tanto?...

–Solo quería saber si te disfrazaste de Lucifer para ir a bailar en el Carnaval.

–Ya lo has dicho. Iré a bailar en el Carnaval, pero no en honor de la Virgen del Socavón, sino para cargármelo a los calderos del infierno al arcángel San Miguel, a ese saltimbanqui que lleva yelmo de hierro y espada desenfundada, comandando a un séquito de ángeles de color celestial, como corresponde al firmamento; en cambio yo, ataviado con mi disfraz de luces y máscara de horror y espanto, no solo represento al Mal de los Males, sino que comando a una legión de diablos que encarnan los siete pecados capitales y hacen ondear pañoletas coloradas en alegoría a las llamas del infierno.

–¿Así que a San Miguel te lo cargarás como si fuese un pecador más, un condenado cualquiera?

–Claro que sí –contestó con tanta frialdad, que hasta el infierno tuvo que haberse congelado–. Lo cogeré por las patas y me lo cargaré como leña para avivar las llamas del infierno, para escarmentarlo por ser un siervo de Dios. Al fin y al cabo, qué diablos se ha creído ese zonzo del arcángel, disfrazado con su disfraz de mariposita blanca…

–¿Entonces no lo temes? –le pregunté–. Quizás debías hacerlo. Él cuenta con el apoyo y la potestad de Dios…

–¡No hables macanas! –vociferó el Tío–. ¡No hay quien me infunda temor, ni siquiera todas las Vírgenes ni todos los Dioses juntos! Menos cuando sé que soy el soberano del reino que está hecho de suplicios y dolores físicos. Allí no sobrevive nadie ni siquiera el arcángel San Miguel, ese jefecito de un ejército de ángeles celestiales y guardián del reino de los cielos. Además, como bien dice el sabio proverbio: Mas sabe el diablo en su casa que el arcángel en casa ajena.

Desde luego que a mí, cada vez que él se refería al infierno, se me achinaba la piel y se me hacía chuño el corazón. No obstante, como estaba mordido por una curiosidad infinita, no dejé de preguntarle cómo era ese sitio donde iban a dar los humanos después de la muerte, dependiendo de los pecados y faltas que cometieron en vida. Se suponía que aquellos que no estaban destinados a gozar del paraíso, estaban condenas a bajar a una inmensa habitación llamada sheol, donde la oscuridad era permanente y el hedor a azufre era insoportable.

–La posibilidad de arder eternamente en el infierno es un castigo absolutamente terrible –le dije por decirle algo, con una voz temblorosa como cuando estaba estremecido de pavor.

–Así es –asintió balanceando su espectacular mascara sobre los hombros–. El Infierno es un lugar de dolor y horror. Nadie sabe exactamente lo que es infierno, porque nadie ha retornado de allá para contárselos a los vivos, ni si quiera los teólogos, que lo único que saben es que hay un algo en el más allá, a lo que ellos llaman infierno, y que es el reino subterráneo dominado por el diablo, un territorio diferente al reino dominado por Dios. Allí los pecadores son atormentados con terribles castigos, que van de menos a más. Unos son lanzados en cavernas y fosos de tortura, mientras otros, los más pecadores, son lanzados a un lago de fuego, donde el alma no muere ni el fuego se apaga. Son hornos capaces de reducirlo todo a cenizas, que provocan quemaduras que causan dolores indecibles y que atormentan por los siglos de los siglos.

–Eso quiere decir que los castigos son peores que todos los que experimentó la humanidad a lo largo de su historia.

–Sí –dijo explícito–. A pesar de eso, mis subalternos, que están prestos a terminar en el infierno y sufrir lo indecible, no se arrepienten ni buscan a Dios para consagrarse a la vida eterna; por el contrario, blasfeman contra Él y se postran a mis pies rindiéndome respeto y pleitesía; es más, debo aclararte que el infierno no es un castigo inventado por Dios, porque de ser así, Él sería un ser cruel y despiadado, un ser sádico deseoso de vengarse de los humanos que lo desobedecieron y no pudieron enmendar sus pecados en vida...

Yo, de sólo escuchar su voz y su descripción apocalíptica del infierno, sentí que se me aflojaban las piernas y la respiración se me entrecortaba en la garganta, como a cualquier cobarde que quería huir horrorizado de un escenario de terror.

–¡Oh, mierdas! –exclamó de pronto el Tío, cuando vio que la serpiente se le deslizó de la mano y cayó como una bufanda alrededor de sus pies.

–¿Por qué llevas esa serpiente en la mano? –le pregunté–. ¿Acaso simboliza al demonio que tentó a Eva y Adán en el jardín de Edén?

–No digas zonceras –contestó desde detrás de los colmillos de su máscara de Lucifer–. La serpiente es una pobre bestia. No es la más astuta entre todos los animales del campo. Tampoco tiene habla ni tiene nada que ver con la tentación al pecado, pero que, sin embargo, Dios la acusó de ser maligna, la castigó a respetar sobre su pecho y a comer polvo todos los días de su vida…

Yo miré a la serpiente retorciéndose en el aire, hasta que el Tío, viendo que lo estaba mirando con mucho temor, dijo:

–A propósito de esta serpiente que estás mirando como opa, tengo que contarte que el dragón de siete cabezas y diez cuernos, cuerpo de leopardo, patas de oso y fauces de león, y otros animales cornudos y feroces, capaces de arrastrar con su cola la tercera parte de las estrellas del firmamento, no está en los mares ni en los océanos, como dicen los relatos del Antiguo Testamento, sino en los lagos de fuego del infierno, donde estos monstruos matan y devoran a los condenados, porque en lugar de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, se ocupan de vigilar las corrientes de magma y lava de los purgatorios y sus calderos en constante ebullición.

Yo estaba espantado y en mi imaginación veía el infierno como un territorio habitado por todas las bestias que desaparecieron como consecuencia de un gigantesco asteroide que impactó contra la Tierra hace 66 millones de años, provocando un desastre ecológico, que aniquiló a los dinosaurios y otras mastodontes criaturas. El impacto del asteroide generó millones de toneladas de polvo y ceniza, que incrementó la toxicidad del aire y el agua, oscureció el sol, provocó un enfriamiento global y llevó a la pérdida generalizada de la vegetación. A esto se sumaron las actividades volcánicas masivas durante la Era Cretácica. Lo que me hacía suponer que las prehistóricas bestias fueron a dar, probablemente, en esos calderos subterráneos que ahora se conoce con el nombre genérico de averno, pero como no estaba del todo seguro, preferí preguntárselo al Tío disfrazado de Lucifer.

–Un viaje al infierno no es lo mismo que las aventuras que imaginó Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino y el Viaje al centro de la Tierra, ¿verdad?

–Nada que ver con la ciencia-ficción de la literatura –repuso el Tío–, El viaje al infierno no es una simple odiosea, sino una larga travesía sin retorno; es como introducirse en la chimenea de un volcán activo y deslizarse hasta tocar el fondo del cráter, donde existen monstruos nunca avistados por la humanidad.

Yo estaba completamente inmóvil y absorto, con las espadas arrimadas contra la pared, con el rostro iluminado por las luces provenientes del disfraz de Lucifer y la mente llena de dudas e interrogantes, pero como no podía quedarme con la lengua amarrada, me animé a decirle que no hacía falta que él se disfrazara de príncipe de las tinieblas, porque su aspecto natural era más asombroso y espectacular que todos los disfraces que se exhibían en el Carnaval. 

El Tío, cansado de mi majadería y blandiendo su cetro delante de mis ojos, como un símbolo de potestad y bastón de mando, me señaló la puerta, me echó del cuarto y, estremeciéndose de furia, me gritó entre escupitajos:

–¡Vete al carajo! ¡Y no me vuelvas hasta cuando te haya llamado!...

Como es natural, sentí sus palabras más fuertes que los golpes de un combo en el tímpano de los oídos.

Luego lanzó un gemido bestial y me detuvo de golpe.

–¡Un momento! Espera que yo salga primero. Cuando tú lo hagas, aseguras bien la puerta.

–La puerta parece demasiado pesada para abrirla o cerrarla –le dije.

–¡¿Y qué diablos quieres que haga?!

Me quedé enmudecido, al mirar que me miraba con una severidad incuestionable, sin dejar de pensar en lo que alguna vez le escuché decir a un cura con cara de bobo: Abre tu corazón a Dios y quebranta el poder del enemigo representado por Satanás. Dios es el bien supremo y el demonio es el mal por antonomasia. Cuando llegue el diluvio, Cristo será el arca de la salvación y en el arca se salvarán todos los que en él depositaron su fe…

El Tío se miró de cuerpo entero en un espejo empotrado en la pared, se arregló las pañoletas del cuello y se ajustó la máscara a la altura del mentón. Yo le escruté desde la punta de las botas hasta la punta de los cuernos y, al saber que los mineros le rendían pleitesía como al absoluto soberano de las entrañas de la tierra, recordé uno de los Diez Mandamientos que, según el Antiguo Testamento, Dios escribió con el dedo en dos tablas de piedra y se las entregó a Moisés en el Monte Sinaí: No harás esculturas de otros dioses delante de mí y mucho menos de personajes malignos. No te postrarás ante ellos ni les rendirás culto. Yo soy Yahveh, el único Dios, fuerte y celoso. Así como hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos, castigo a los que me odian y desafían…

Cuando salí de mis reflexiones, cegado por las luces del disfraz de Lucifer que, para bien o para mal, escondía el verdadero aspecto del Tío, le pregunté:

–¿Qué opinión te merecen los Diez Mandamientos de Dios?

–¡Pero tú eres zonzo o qué! –graznó en voz alta–. A mí qué diablos me importan los Diez Mandamientos. Ya te he repetido las mil y una veces que a mí sólo me importa mi propio decálogo… Cuándo vas a entender que no es lo mismo decir: en el invierno hace frío, que decir: en el infierno hace frío. Además, si el profeta Moisés recibió las Tablas de la Ley de Dios en el monte Sinaí, en esa península desértica y montañosa de Egipto, yo recibí las Tablas de mis Leyes, por decirlo de alguna manera, en las montañas de Llallagua, en esa población minera del norte de Potosí. 

–¿Entonces a ti sólo te importa todo lo que sucede en el infierno?

–No sólo en el infierno –replicó–. Me importa también todo lo que sucede sobre la faz de la Tierra. Pero si tú y los evangelistas me siguen jodiendo más de la cuenta, usaré mis poderes malignos y haré añicos todo lo que Dios creó en las aguas, los aires y la tierra; por ejemplo, haré que se desate un granizo de gran magnitud, que los vientos soplen como vendavales de otras dimensiones y que las islas sucumban bajo la furia de los mares. Lo que es peor, provocaré un temblor de mil demonios. Los montes se desmoronarán y los valles se levantarán. Todas las ciudades y aldeas serán reducidas a polvo. Los humanos perderán la razón por el pánico y acabarán vagando sin conciencia ni voluntad. Los peces del mar, las aves de los cielos, las bestias del campo y todos los animales se hundirán como gusanos en las grietas que se abrirán en la tierra. ¿Qué te parece? ¿Qué te parece el castigo que le tengo reservado a la humanidad?

No supe qué decir. Sus palabras sentí como puñales clavándoseme entre los huesos de mi pecho. Estaba acongojado y un frío sudor, como para aplacar las llamas del infierno, me bañó el cuerpo entero.

El Tío escondió su máscara de Lucifer debajo de su capa de luces, abrió la enorme puerta con un soplido y, haciendo sonar, ¡chischás!, ¡chischás!, la espuela de plata que llevaba en la bota izquierda, salió del cuarto rumbo al Carnaval, mientras mi absorta mirada seguía sus pasos que se perdieron más allá de la puerta, hasta que me quedé solo, hundido en una tupida oscuridad y con una sensación de miedo oprimiéndome el pecho, como cuando se ve de cerca la cara del diablo, igual que en una aparición fantasmagórica, que luego se desvanece como el humo de un cigarrillo.

Cuando desperté del sueño, con la cara vuelta hacia la pared y la mente todavía atravesada por la imagen del Tío disfrazado de Lucifer, vi aparecer las luces de la mañana filtrándose por las ventanas de mi cuarto. ¡Qué mierda!, me dije, el Tío no me dejará en paz ni de noche ni de día, ni cuando esté despierto ni cuando esté dormido. 

miércoles, 14 de agosto de 2019


Elda Alarcón de Cárdenas (La Paz, 1928 – 2019)
Matriarca de la Literatura Infantil boliviana

Después de muchos años de haber conservado su nombre en la mente y haber abrigado los deseos de conocerla personalmente, tuve la ocasión de estrecharle la mano, abrazarla con cariño y dirigirle palabras de sincera admiración el 5 de septiembre de 2012, en la sala anexa del Espacio Simón I. Patiño de la ciudad de La Paz, donde hizo su ingreso a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, con todos los honores que ameritan su larga trayectoria en el ámbito de la educación y la literatura destinada a los niños y niñas de nuestro país.

Algo que no sabía de su vida, sino hasta que conversé con ella, es que esta dama de palabra elocuente, memoria lúcida y trato afectuoso, fue víctima de las represiones desencadenas por las dictaduras militares que asaltaron el poder a fines del siglo XX. La acusaron de pertenecer a organizaciones de extrema izquierda y de estar involucra en actos subversivos. Estuvo detenida en el Ministerio del Interior, el Departamento de Orden Político (DOP) y la cárcel de Achocalla. Mas su compromiso con las ideas libertarias, la responsabilidad con su familia y la educación boliviana, la mantuvieron a salvo de las acusaciones vertidas por los enemigos declarados de la democracia, la libertad y la justicia.

Elda Alarcón de Cárdenas que, para la pena de muchos de nosotros, falleció hace poco tiempo atrás, fue la matriarca indiscutible de la Literatura Infantil boliviana, no sólo porque, en su condición de maestra normalista y fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil en 1964, dedicó su tiempo, sensibilidad y profesionalismo a los pequeños grandes lectores, sino también porque es la primera autora que se animó a escribir un ensayo titulado Literatura Infantil (1969), que ella misma aplicó como material de estudio en la cátedra que dictaba en el Instituto Superior Simón Bolívar (1969-80).

Este mismo ensayo, que llegó a mis manos gracias a la amistad y gentileza de don Werner Guttentag, creador de la prestigiosa editorial Los Amigos del Libro, me sirvió de mucho durante el proceso de elaboración de mi libro Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía (2003), en cuyo capítulo dedicado a las condiciones que debe reunir un libro escrito para los infantes -quienes en el pasado fueron tratados como hombrecitos en miniatura y no siempre han tenido acceso a una literatura apropiada para su edad, desde el punto de vista lingüístico, emocional e intelectual-, cité textualmente sus palabras: Literatura para ofrecerle al párvulo ha existido seguramente desde que la humanidad se considera como tal; pero intuitiva o arbitrariamente elaborada para él, no respondía a las características de su desarrollo, puesto que estas eran totalmente desconocidas; no olvidemos al homúnculo citado por tantos pedagogos, considerado como un hombre en miniatura, para quien por lo tanto no podían existir consideraciones especiales (Alarcón de Cárdenas, E., p. 23).

No es para menos, pues esta excelente poeta, ensayista y docente normalista, supo encaminar con acierto su intelecto hacia el mundo que más necesita de sus conocimientos pedagógicos y su orientación en el campo de la Literatura Infantil y Juvenil; una profusa labor que le ganó el respeto de sus colegas y fue reconocida con la Gran Cruz de la Educación Boliviana, en Grado de Oficial, en 1979, y, en 1998, le hizo merecedora de la medalla y el diploma CEBIAE Forjadores de la Educación.


En cierta ocasión, cuya fecha no recuerdo exactamente, una nieta suya, que vivía por entonces en Suecia, me hizo llegar por correo un libro dedicado y, en una conversación telefónica, me dijo: Mi abuelita lee en la prensa boliviana todo lo que escribe usted. Entonces, sin salir de mi asombro, me quedé pensando en que Elda Alarcón de Cárdenas y yo éramos como arrieros recorriendo por los mismos senderos trazados por el interés de impulsar una literatura que contemple el mundo fantástico de los niños y las niñas. ¡Qué felicidad!

Sin embargo, lo cierto es que nunca pude comunicarme con ella para agradecerle por su amabilidad y gentileza, que desde luego no es un gesto frecuentes entre las mujeres y los hombres de letras en un país como el nuestro, donde el costo de envío de un libro por correo, fuera de las fronteras patrias y al otro lado del Océano Atlántico, está por encima de las nubes o cuesta un ojo de la cara. Con todo, jamás dejé de abrigar las esperanzas de encontrarla algún día en La Paz para estrecharla entre mis brazos y agradecerle por ese libro que hoy ocupa un lugar preferente en mi biblioteca particular.      

Luego de mantener una charla amena en el anexo del Espacio Simón I. Patiño, me enteré de que venía preparando la edición de sus obras completas, tanto en verso como en prosa. ¡Enhorabuena, doña Elda! Y, como no podía faltar, están también en marcha las versiones actualizadas y corregidas de sus investigaciones sobre pedagogía y Literatura Infantil y Juvenil. No cabe duda de que sus lectores/as y admiradores/as tendrán la grata sorpresa de reencontrarse, a través de la lectura, con una de las autoras que fue incorporada al Lexicón Mundial de la Literatura Infantil (1985) y que ocupa un sitial merecido en el parnaso de los precursores de la Literatura Infantil boliviana, donde compartía sus fantasías con Óscar Alfaro, Rosa Fernández de Carrasco, Alberto Guerra Gutiérrez, Beatriz Schulze Arana, Hugo Molina Viaña y Nery Paz Nava Bohórquez, entre otros.    

Elda Alarcón de Cárdenas, a pesar de los años idos y a pesar de las mareas de la existencia humana, no dejó de declamarnos sus poemas para niños escritos en español y aymara, ni dejó de contarnos las travesuras de Manuelito entre los pastores ni las leyendas de los Andes, mientras siguió navegando hacia la eternidad en uno de esos barquitos de papel que ella misma construyó, como el Arca de Noé, para poner a salvo la Literatura Infantil y Juvenil, que fue uno de los alicientes de su alma y uno de los motores principales de su larga vida.

Ahora que se nos fue, a los 90 años de edad, sus lectores, colegas y amigos la despedimos con un profundo agradecimiento por todo lo que nos dio en el ámbito de la educación y la promoción de la Literatura Infantil; un invalorable legado que perdurará para siempre a través de sus obras, que son el mejor reflejo de su personalidad llena de humanismo y sabiduría.

Apuntes bibliográficos

Poesía: Despertar. Poemario para niños (coautora con Emilio Valverde, 1982); Barquitos de papel (1997); Calesita (coautora con Álvaro Ruilova, 1999); Pinceladas (coautora con Álvaro Ruilova, 2000). Cuento: Manuelito de la Candelaria (2002); Leyendas del Ande (2000). Estudio: Literatura infantil (1969); La poesía en la literatura infantil (1979); Infancia, adolescencia y narrativa (2005). Escribió también módulos educativos para los alumnos normalistas en torno a las leyendas, los mitos y la historia de la Literatura Infantil.