EL
ARTIFICIO IDIOMÁTICO DE CLAUDE SIMON
Claude
Simon nació en la isla de Madagascar, antigua colonia francesa, en 1913, y
falleció el 2005 en París. Hijo de un oficial de marina, que murió a poco de
estallar la Primera Guerra Mundial. Al quedar huérfano de madre, se marchó a
vivir con sus abuelos y tíos en Perpiñán, en el sureste francés, donde su amor
por la naturaleza encontró un ambiente propicio. Desde entonces, pasó la mayor
parte de su vida junto a la capital de Rosellón, quizá por eso, se sentía un
poco catalán y existan tantas referencias españolas en su obra.
Cursó
estudios de bachillerato en París y Oxford, y estudió pintura en la Academia
del maestro cubista André Lhote. A los 23 años de edad, su curiosidad y busca
de aventuras, lo llevaron a conocer Europa, atravesó la frontera y arribó a
Barcelona en los albores de la guerra civil, donde participó junto a las tropas
republicanas que luchaban por derrotar al fascismo e instaurar la democracia;
un acontecimiento que, años después, recordaba con cierta nostalgia: Fueron muy pocos los días que permanecí,
pero las imágenes aprehendidas en aquellos momentos no se han borrado de mi
memoria. Para mí fue algo más que una decepción. Era muy joven, no tenía
grandes conocimientos político y me daba cuenta de que nadie, ningún partido
político se entendía.
Durante
un tiempo se dedicó con ahínco a la pintura y fotografía, hasta que, como
soldado de un regimiento de caballería, participó en la Segunda Guerra Mundial,
donde cayó a manos de las tropas alemanas. En el traslado a un campo de
prisioneros en Francia, consiguió fugarse y se afilió al movimiento de la
Resistencia Francesa. Al cabo de este episodio, compró una propiedad en Salses,
cerca de Perpiñán y se convirtió en un vinicultor amante de la pintura y la
fotografía, antes de dedicarse a la creación literaria.
Claude
Simon comenzó a escribir bajo la sombra de William Faulkner y Marcel Proust,
influencias de las que, empero, se fue alejando de a poco, hasta derivar en la
línea del nouveau roman (nueva
novela), aunque él no compartía el criterio de quienes lo consideraban como el
portaestandarte o máximo representante de este movimiento literario de los años
sesenta, por la sencilla razón de que él rechazaba este denominativo, del mismo
modo como rechazaba el término vanguardismo,
ya que, según su criterio, la palabra crisis
era la más apropiada para referirse a los giros que experimenta la literatura.
Y no dudaba en afirmar: Nosotros nunca
hicimos postulados, nos limitábamos simplemente a rechazar lo que había de
repetitivo en la novela tradicional, sin ser psicólogos, moralistas ni
filósofos; lo mismo hicieron Proust, Faulkner, Joyce, Conrad y otros antes de
nosotros.
Este
ser solitario y conmovido por las hecatombes bélicas, pasó su vida entre París
y Salses, escribiendo con frenesí y cultivando vino añejo. Quienes lo conocían,
contaban que se parecía a un monje medieval cada vez que empezaba a escribir un
nuevo texto, pues se encerraba durante meses entre los gruesos muros de su
casa, construida en 1753 en la pequeña plaza del pueblo.
En
1983, cuando se le otorgó el Premio Nobel al británico William Golding, que
generó aspavientos entre los miembros de la Academia Sueca, Claude Simon
exclamó resignado: Ya nunca me darán el
Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, la tarde del 17 de octubre de
1985, el secretario permanente de la Academia, Lars Gyllensten, dio a conocer
su nombre como el laureado con el premio y leyó el siguiente comunicado: Se puede considerar el arte narrativo de
Claude Simon como una suerte de representaciones de algo que vive en nosotros,
querámoslo o no, comprendámoslo o no. Fuente de esperanza a despecho de toda
crueldad y el absurdo que parecen caracterizar nuestra condición y que son
expresadas en sus novelas con tanta claridad, penetración y profusión.
En
realidad, el Premio Nobel fue un elogio no sólo a las obras de Claude Simon,
que combinan la creatividad del poeta y
la del pintor al dar profundo testimonio de la complejidad de la condición
humana, sino también un merecido reconocimiento a la corriente de la
llamada nouveau roman, integrada por
Nathalie Sarraute, Roberto Pinget, Samuel Beckett, Robbe Grillet y Michel
Butor, entre otros.
Claude
Simon, aunque tuvo varios libros traducidos a otros idiomas, era un autor más
conocido en el exterior que en su propio país, a pesar de las sesudas tesis
elaboradas sobre su prosa en las universidades francesas. Desde luego que la
concesión del Premio Nobel, a veces cargada de magia y potencia publicitaria,
le abrió las puertas de un círculo de lectores conquistados, desde hacía
tiempo, por otros autores galos que manejaban la misma pluma afilada de
Marguerite Duras.
Su
primera novela, Le tricheur (El
tramposo), escribió a los veintiocho años de edad, pero se publicó recién en
1946. Esta obra, como muchas otras de su producción literaria, es fuertemente
autobiográfica y está influida por las técnicas de la pintura y fotografía;
recursos que le permitieron escribir como si pintara un cuadro y contemplara la
vida no como un movimiento continuo, sino como una sucesión de imágenes fijas.
Claude
Simon llamó la atención de la crítica recién en 1957, con su novela El viento, que testimonia su evolución
estilística y alcanza su madurez creadora, aparte de que recuerda a Faulkner no
sólo porque ambos tomaron parte de la guerra -el uno como piloto y el otro como
soldado de caballería-, sino también por la innovación de un estilo que rompe
con los cánones de la novela tradicional. El
viento es un intento lúdico de la sintaxis y la morfología del lenguaje, a
tal punto que la palabra cobra vida propia y el autor no es más que un medio de
la fuerza creadora del idioma.
En
su novela L'Herbe (La hierba, 1958), en la que reafirma
su progresión idiomática y su estilo barroco, cualquier lector paciente puede
encontrar un laberinto de paréntesis, cortados, a su vez, por otros paréntesis,
y todos ellos enmarcados dentro de un único paréntesis. Sus párrafos extensos,
sin puntos ni comas, se parecen al lenguaje explayado en El otoño del patriarca, de García Márquez, y en Rayuela, de Julio Cortázar. Por lo
tanto, este autor francés, como varios de los escritores hispanoamericanos, que
experimentaron con la estructura del discurso narrativo, obliga a sus lectores
a desperezarse y sentarse al escritorio, poco menos que para descubrir los secretos
que encierran sus novelas
La Route des
Flandres
(La ruta de Flandes, 1960), que trata sobre la derrota militar francesa en
1940, mereció el premio Nouvelle Vague
en 1961 y fue su primer libro traducido al español. La ruta, que no siempre es
fácil de seguir, surge de sus vivencias en la guerra: la derrota, la muerte y
el heroísmo absurdo. Está narrado en un ir y venir a través no sólo del tiempo,
sino de personaje a personaje. En una misma frase cambia implícitamente el
sujeto; es decir, lo que empieza sucediéndole a Raixach padre, continua
sucediéndole a su hijo. Toda la novela transcurre en el recuerdo de Georges,
durante algunas horas, una noche después de la guerra. Claude Simon, al igual
que Proust, trabajó recreando estéticamente los recuerdos del pasado, un pasado
con olor a sangre, pólvora y cadáveres, ya que para este novelista, que fusionó en sus obras la
creatividad del narrador y el pintor, los viajes por otros países y los
conflictos bélicos tuvieron tanto significado como lo tuvieron para Ernest
Hemingway y George Orwell; una experiencia que aflora en la literatura como un
modo de recrear la memoria, sobre todo, esa memoria colectiva de lo que fue
Europa antes y después de las dos Guerras Mundiales del siglo XX.
Alguna
vez, al recordar los turbulentos años de su juventud, dijo: Yo soy ahora un hombre viejo, y como muchos
habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida ha sido
bastante agitada: he sido testigo de una revolución, he hecho la guerra en
condiciones particularmente penosas (pertenecí a uno de esos regimientos cuyos
estados mayores sacrificaban fríamente a la avanzada), he sido hecho
prisionero, he conocido el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me
he fugado, he estado al borde de la muerte natural y violenta, he
confraternizado con la gente más diversa, curas e incendiarios de iglesias,
apacibles burgueses y anarquistas, filósofos y analfabetos, he conocido el
mundo, y sin embargo, a los 72 años, no he podido todavía descubrir ningún
sentido a todo ello si no es lo que creo que dijo Shakespeare: 'Si el mundo
significa alguna cosa, es que no significa nada, salvo que es.
Los
estudiosos de su obra coinciden en señalar que La ruta de Flandes sintetiza toda su creación literaria -Claude
Simon es uno de esos autores al que no se le puede juzgar o premiar por un solo
libro, sino por la totalidad de su obra-. En ella se aprecia la musicalidad
casi sinfónica de su prosa y su dominio de las formas verbales del tiempo
pasado, ante todo, el uso del presente participio que en francés está muy cerca
del adjetivo.
En
la novela Le Palace (El Palacio, 1962) no importa mucho que
el texto prescinda de la puntuación o presente frases de más de mil palabras,
tampoco que los adjetivos vayan de tres en tres o no se sepa con claridad a
quién corresponde cada fragmento del diálogo, puesto que lo importante radicaba
en rebuscar el instinto del lenguaje y procurar la estructuración de una prosa
con afán de belleza, sin importar mucho la caracterización detallada de los
personajes, que los monólogos interiores y las descripciones constituyen largos
pasajes y que la trama carezca de argumento cronológico.
Lo curioso es que las primeras 50 páginas del
original de esta novela, inicialmente publicada por Editions
de Minuit en 1962, cuando fue enviada bajo anonimato por
un admirador del Premio Nobel de Literatura, el escritor y pintor Serge Volle, a modo de experimentar cuáles
eran las normativas que regían a los comités de lectura para seleccionar obras
en las editoriales, constató que diecinueve
editoriales la rechazaron, sin saber que esta famosa obra le pertenecía a
Claude Simon. Los resultados hablan por sí solos: siete no respondieron y otros doce se negaron;
uno de ellos descartó el texto, de acuerdo a Volle, debido a que las frases no tienen final, haciendo que el
lector pierda totalmente el hilo, además de que la historia no permite el desarrollo de una trama real y que le faltan
personajes bien caracterizados. Es decir, Serge Volle, residente en una pequeña aldea en Ardèche, pudo comprobar que las editoriales buscan, en
primer lugar, creaciones del corte best
sellers, un tipo de literatura de fácil lectura en el que la trama tenga
mayor significado que la calidad estética de la escritura. Desde luego que
Volle no entendía ¿cómo se puede juzgar
un libro leyendo solo la primera y la última página? Y, para
ilustrar las normativas que rigen a los comités de lectura, el instigador o
provocador de esta pequeña trampa
consideró oportuno parafrasear a Marcel Proust, quien alguna vez dijo: Antes de escribir, sean famosos.
Histoire (Historia,
1964) es una novela parcialmente autobiográfica, que cuenta un día cualquiera
en la vida de un hombre joven. Fue galardonada con el premio nacional Médicis en 1967 y editada en español en
1971. Se trata de la secuencia de una historia, que comienza sin comenzar (una de ellas tocaba cerca de la casa,
así, sin mayúsculas y con ellas de
nuevo ambiguo), y que tampoco tiene un desenlace o fin. Es una historia que
tiene algo en común con el realismo
mágico; es decir, con esa clave que no precisa dónde comienza la fantasía y
dónde termina la realidad. Es parte de la idea de Claude Simon y de su escuela:
no importa la anécdota. El narrador es un espectador neutral, los objetivos
adquieren gran importancia y la sociología ninguna.
Tras la publicación de Historia,
han visto la luz sus libros La Bataille de Pharsale (La batalla de Farsalia, 1969), Les Corps conducteurs (Los cuerpos conductores, 1971), Triptyque (Tríptico, 1973) y la novela Les Géorgiques (Las Geórgicas, 1981), que recrea episodios de la
guerra civil española, es un libro apasionante, una suerte de franela salpicada
de múltiples colores, una poesía escrita en prosa. Las escenas están trazadas
con la mirada de un pintor, más que con la visión de un dramaturgo acostumbrado
a los diálogos precisos y a los contextos concretos. Mi sintaxis es libre y mis párrafos largos, reconoció Claude Simon,
porque los periodos y las frases cortas
suponen un corte que no existe en la realidad mental.
Las Geórgicas, novela
compleja y completa, no sólo causó asombro entre los lectores, sino entre los
traductores; por ejemplo, C.G. Bjurström manifestó que la traducción de Las Geórgicas le resultó más difícil que
traducir al francés la obra poética del sueco Gunnar Ekelöf; más todavía,
algunos críticos, refiriéndose a su compleja estructura novelística,
manifestaron que la lectura de sus libros, por su naturaleza y vocabulario, era
un trabajo laborioso, confuso y hasta artificial. No en vano, Claude Simon se
describió a sí mismo como un autor difícil,
aburrido, ilegible y confuso.
Claude
Simon, que murió a los noventa y uno años y publicó alrededor de una veintena
de títulos, confesó que tenía tres dificultades en el instante de escribir:
empezar la oración, continuar y terminar lo empezado; lo demás, estaba claro
como el cristal, ya que la literatura
habla siempre de las mismas cosas: el amor, la muerte, el paso del tiempo, la
esperanza, el sufrimiento y la desilusión; pero lo que importa es la manera de
decirlo, porque eso es lo que cambia y lo que permite que las mismas cosas se
conviertan en cosas diferentes.
Con
todo, este autor longevo, que publicó su última novela Le tramway (El tranvía, 2001), a los 88 años de edad, se esforzó
por legarnos una obra autobiográfica y antibélica, como el testimonio de un
hombre que, con la fuerza de la memoria y la pasión por la literatura, intentó
rescatar la historia contemporánea de un continente devastado por las acciones
genocidas del nazismo y las ideologías totalitarias del fascismo.