sábado, 24 de febrero de 2018


EL ARTIFICIO IDIOMÁTICO DE CLAUDE SIMON

Claude Simon nació en la isla de Madagascar, antigua colonia francesa, en 1913, y falleció el 2005 en París. Hijo de un oficial de marina, que murió a poco de estallar la Primera Guerra Mundial. Al quedar huérfano de madre, se marchó a vivir con sus abuelos y tíos en Perpiñán, en el sureste francés, donde su amor por la naturaleza encontró un ambiente propicio. Desde entonces, pasó la mayor parte de su vida junto a la capital de Rosellón, quizá por eso, se sentía un poco catalán y existan tantas referencias españolas en su obra. 

Cursó estudios de bachillerato en París y Oxford, y estudió pintura en la Academia del maestro cubista André Lhote. A los 23 años de edad, su curiosidad y busca de aventuras, lo llevaron a conocer Europa, atravesó la frontera y arribó a Barcelona en los albores de la guerra civil, donde participó junto a las tropas republicanas que luchaban por derrotar al fascismo e instaurar la democracia; un acontecimiento que, años después, recordaba con cierta nostalgia: Fueron muy pocos los días que permanecí, pero las imágenes aprehendidas en aquellos momentos no se han borrado de mi memoria. Para mí fue algo más que una decepción. Era muy joven, no tenía grandes conocimientos político y me daba cuenta de que nadie, ningún partido político se entendía.

Durante un tiempo se dedicó con ahínco a la pintura y fotografía, hasta que, como soldado de un regimiento de caballería, participó en la Segunda Guerra Mundial, donde cayó a manos de las tropas alemanas. En el traslado a un campo de prisioneros en Francia, consiguió fugarse y se afilió al movimiento de la Resistencia Francesa. Al cabo de este episodio, compró una propiedad en Salses, cerca de Perpiñán y se convirtió en un vinicultor amante de la pintura y la fotografía, antes de dedicarse a la creación literaria.

Claude Simon comenzó a escribir bajo la sombra de William Faulkner y Marcel Proust, influencias de las que, empero, se fue alejando de a poco, hasta derivar en la línea del nouveau roman (nueva novela), aunque él no compartía el criterio de quienes lo consideraban como el portaestandarte o máximo representante de este movimiento literario de los años sesenta, por la sencilla razón de que él rechazaba este denominativo, del mismo modo como rechazaba el término vanguardismo, ya que, según su criterio, la palabra crisis era la más apropiada para referirse a los giros que experimenta la literatura. Y no dudaba en afirmar: Nosotros nunca hicimos postulados, nos limitábamos simplemente a rechazar lo que había de repetitivo en la novela tradicional, sin ser psicólogos, moralistas ni filósofos; lo mismo hicieron Proust, Faulkner, Joyce, Conrad y otros antes de nosotros.

Este ser solitario y conmovido por las hecatombes bélicas, pasó su vida entre París y Salses, escribiendo con frenesí y cultivando vino añejo. Quienes lo conocían, contaban que se parecía a un monje medieval cada vez que empezaba a escribir un nuevo texto, pues se encerraba durante meses entre los gruesos muros de su casa, construida en 1753 en la pequeña plaza del pueblo.

En 1983, cuando se le otorgó el Premio Nobel al británico William Golding, que generó aspavientos entre los miembros de la Academia Sueca, Claude Simon exclamó resignado: Ya nunca me darán el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, la tarde del 17 de octubre de 1985, el secretario permanente de la Academia, Lars Gyllensten, dio a conocer su nombre como el laureado con el premio y leyó el siguiente comunicado: Se puede considerar el arte narrativo de Claude Simon como una suerte de representaciones de algo que vive en nosotros, querámoslo o no, comprendámoslo o no. Fuente de esperanza a despecho de toda crueldad y el absurdo que parecen caracterizar nuestra condición y que son expresadas en sus novelas con tanta claridad, penetración y profusión.

En realidad, el Premio Nobel fue un elogio no sólo a las obras de Claude Simon, que combinan la creatividad del poeta y la del pintor al dar profundo testimonio de la complejidad de la condición humana, sino también un merecido reconocimiento a la corriente de la llamada nouveau roman, integrada por Nathalie Sarraute, Roberto Pinget, Samuel Beckett, Robbe Grillet y Michel Butor, entre otros.

Claude Simon, aunque tuvo varios libros traducidos a otros idiomas, era un autor más conocido en el exterior que en su propio país, a pesar de las sesudas tesis elaboradas sobre su prosa en las universidades francesas. Desde luego que la concesión del Premio Nobel, a veces cargada de magia y potencia publicitaria, le abrió las puertas de un círculo de lectores conquistados, desde hacía tiempo, por otros autores galos que manejaban la misma pluma afilada de Marguerite Duras.

Su primera novela, Le tricheur (El tramposo), escribió a los veintiocho años de edad, pero se publicó recién en 1946. Esta obra, como muchas otras de su producción literaria, es fuertemente autobiográfica y está influida por las técnicas de la pintura y fotografía; recursos que le permitieron escribir como si pintara un cuadro y contemplara la vida no como un movimiento continuo, sino como una sucesión de imágenes fijas.

Claude Simon llamó la atención de la crítica recién en 1957, con su novela El viento, que testimonia su evolución estilística y alcanza su madurez creadora, aparte de que recuerda a Faulkner no sólo porque ambos tomaron parte de la guerra -el uno como piloto y el otro como soldado de caballería-, sino también por la innovación de un estilo que rompe con los cánones de la novela tradicional. El viento es un intento lúdico de la sintaxis y la morfología del lenguaje, a tal punto que la palabra cobra vida propia y el autor no es más que un medio de la fuerza creadora del idioma.       

En su novela L'Herbe (La hierba, 1958), en la que reafirma su progresión idiomática y su estilo barroco, cualquier lector paciente puede encontrar un laberinto de paréntesis, cortados, a su vez, por otros paréntesis, y todos ellos enmarcados dentro de un único paréntesis. Sus párrafos extensos, sin puntos ni comas, se parecen al lenguaje explayado en El otoño del patriarca, de García Márquez, y en Rayuela, de Julio Cortázar. Por lo tanto, este autor francés, como varios de los escritores hispanoamericanos, que experimentaron con la estructura del discurso narrativo, obliga a sus lectores a desperezarse y sentarse al escritorio, poco menos que para descubrir los secretos que encierran sus novelas

La Route des Flandres (La ruta de Flandes, 1960), que trata sobre la derrota militar francesa en 1940, mereció el premio Nouvelle Vague en 1961 y fue su primer libro traducido al español. La ruta, que no siempre es fácil de seguir, surge de sus vivencias en la guerra: la derrota, la muerte y el heroísmo absurdo. Está narrado en un ir y venir a través no sólo del tiempo, sino de personaje a personaje. En una misma frase cambia implícitamente el sujeto; es decir, lo que empieza sucediéndole a Raixach padre, continua sucediéndole a su hijo. Toda la novela transcurre en el recuerdo de Georges, durante algunas horas, una noche después de la guerra. Claude Simon, al igual que Proust, trabajó recreando estéticamente los recuerdos del pasado, un pasado con olor a sangre, pólvora y cadáveres, ya que para este  novelista, que fusionó en sus obras la creatividad del narrador y el pintor, los viajes por otros países y los conflictos bélicos tuvieron tanto significado como lo tuvieron para Ernest Hemingway y George Orwell; una experiencia que aflora en la literatura como un modo de recrear la memoria, sobre todo, esa memoria colectiva de lo que fue Europa antes y después de las dos Guerras Mundiales del siglo XX.


Alguna vez, al recordar los turbulentos años de su juventud, dijo: Yo soy ahora un hombre viejo, y como muchos habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida ha sido bastante agitada: he sido testigo de una revolución, he hecho la guerra en condiciones particularmente penosas (pertenecí a uno de esos regimientos cuyos estados mayores sacrificaban fríamente a la avanzada), he sido hecho prisionero, he conocido el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me he fugado, he estado al borde de la muerte natural y violenta, he confraternizado con la gente más diversa, curas e incendiarios de iglesias, apacibles burgueses y anarquistas, filósofos y analfabetos, he conocido el mundo, y sin embargo, a los 72 años, no he podido todavía descubrir ningún sentido a todo ello si no es lo que creo que dijo Shakespeare: 'Si el mundo significa alguna cosa, es que no significa nada, salvo que es.

Los estudiosos de su obra coinciden en señalar que La ruta de Flandes sintetiza toda su creación literaria -Claude Simon es uno de esos autores al que no se le puede juzgar o premiar por un solo libro, sino por la totalidad de su obra-. En ella se aprecia la musicalidad casi sinfónica de su prosa y su dominio de las formas verbales del tiempo pasado, ante todo, el uso del presente participio que en francés está muy cerca del adjetivo.

En la novela Le Palace (El Palacio, 1962) no importa mucho que el texto prescinda de la puntuación o presente frases de más de mil palabras, tampoco que los adjetivos vayan de tres en tres o no se sepa con claridad a quién corresponde cada fragmento del diálogo, puesto que lo importante radicaba en rebuscar el instinto del lenguaje y procurar la estructuración de una prosa con afán de belleza, sin importar mucho la caracterización detallada de los personajes, que los monólogos interiores y las descripciones constituyen largos pasajes y que la trama carezca de argumento cronológico.

Lo curioso es que las primeras 50 páginas del original de esta novela, inicialmente publicada por Editions de Minuit en 1962, cuando fue enviada bajo anonimato por un admirador del Premio Nobel de Literatura, el escritor y pintor Serge Volle, a modo de experimentar cuáles eran las normativas que regían a los comités de lectura para seleccionar obras en las editoriales, constató que diecinueve editoriales la rechazaron, sin saber que esta famosa obra le pertenecía a Claude Simon. Los resultados hablan por sí solos: siete no respondieron y otros doce se negaron; uno de ellos descartó el texto, de acuerdo a Volle, debido a que las frases no tienen final, haciendo que el lector pierda totalmente el hilo, además de que la historia no permite el desarrollo de una trama real y que le faltan personajes bien caracterizados. Es decir, Serge Volle, residente en una pequeña aldea en Ardèche,  pudo comprobar que las editoriales buscan, en primer lugar, creaciones del corte best sellers, un tipo de literatura de fácil lectura en el que la trama tenga mayor significado que la calidad estética de la escritura. Desde luego que Volle no entendía ¿cómo se puede juzgar un libro leyendo solo la primera y la última página? Y, para ilustrar las normativas que rigen a los comités de lectura, el instigador o provocador de esta pequeña trampa consideró oportuno parafrasear a Marcel Proust, quien alguna vez dijo: Antes de escribir, sean famosos.

Histoire (Historia, 1964) es una novela parcialmente autobiográfica, que cuenta un día cualquiera en la vida de un hombre joven. Fue galardonada con el premio nacional Médicis en 1967 y editada en español en 1971. Se trata de la secuencia de una historia, que comienza sin comenzar (una de ellas tocaba cerca de la casa, así, sin mayúsculas y con ellas de nuevo ambiguo), y que tampoco tiene un desenlace o fin. Es una historia que tiene algo en común con el realismo mágico; es decir, con esa clave que no precisa dónde comienza la fantasía y dónde termina la realidad. Es parte de la idea de Claude Simon y de su escuela: no importa la anécdota. El narrador es un espectador neutral, los objetivos adquieren gran importancia y la sociología ninguna.

Tras la publicación de Historia, han visto la luz sus libros La Bataille de Pharsale (La batalla de Farsalia, 1969), Les Corps conducteurs (Los cuerpos conductores, 1971), Triptyque (Tríptico, 1973) y la novela Les Géorgiques (Las Geórgicas, 1981), que recrea episodios de la guerra civil española, es un libro apasionante, una suerte de franela salpicada de múltiples colores, una poesía escrita en prosa. Las escenas están trazadas con la mirada de un pintor, más que con la visión de un dramaturgo acostumbrado a los diálogos precisos y a los contextos concretos. Mi sintaxis es libre y mis párrafos largos, reconoció Claude Simon, porque los periodos y las frases cortas suponen un corte que no existe en la realidad mental.

Las Geórgicas, novela compleja y completa, no sólo causó asombro entre los lectores, sino entre los traductores; por ejemplo, C.G. Bjurström manifestó que la traducción de Las Geórgicas le resultó más difícil que traducir al francés la obra poética del sueco Gunnar Ekelöf; más todavía, algunos críticos, refiriéndose a su compleja estructura novelística, manifestaron que la lectura de sus libros, por su naturaleza y vocabulario, era un trabajo laborioso, confuso y hasta artificial. No en vano, Claude Simon se describió a sí mismo como un autor difícil, aburrido, ilegible y confuso.

Claude Simon, que murió a los noventa y uno años y publicó alrededor de una veintena de títulos, confesó que tenía tres dificultades en el instante de escribir: empezar la oración, continuar y terminar lo empezado; lo demás, estaba claro como el cristal, ya que la literatura habla siempre de las mismas cosas: el amor, la muerte, el paso del tiempo, la esperanza, el sufrimiento y la desilusión; pero lo que importa es la manera de decirlo, porque eso es lo que cambia y lo que permite que las mismas cosas se conviertan en cosas diferentes.

Con todo, este autor longevo, que publicó su última novela Le tramway (El tranvía, 2001), a los 88 años de edad, se esforzó por legarnos una obra autobiográfica y antibélica, como el testimonio de un hombre que, con la fuerza de la memoria y la pasión por la literatura, intentó rescatar la historia contemporánea de un continente devastado por las acciones genocidas del nazismo y las ideologías totalitarias del fascismo.   

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