UNA LITERATURA CON ALIENTO ALCOHÓLICO
Se entiende que hay una relación conflictiva entre borrachera
y actividad creativa, como conflictiva es la relación amorosa entre un hombre y
una mujer. De ahí que menudean las críticas que juzgan al músico más por los
litros de alcohol que consume, que por su virtuosismo y la magnitud de sus
composiciones; lo mismo que a un artista plástico se le juzga más por sus
inclinaciones políticas o sus preferencias sexuales, que por la profunda
calidad estética plasmada en sus creaciones pictóricas.
Ni qué decir de los escritores que, en la visión pacata
de algunos críticos ocasionales, son juzgados más por sus borracheras que por
la trascendencia de su literatura, aun sabiendo que sus escritos, aparte de
reflejar la autodestrucción emocional e intelectual de una personalidad
sensible, es la auténtica expresión de una realidad social hecha de hipocresía
y doble moral, que suele premiar a los ciudadanos
ejemplares y castigar a las ovejas
descarriadas del Señor.
Sin embargo, para quienes tenemos una visión más
tolerante y humana en torno a las adicciones de los creadores de la palabra
escrita, la borrachera no es vano y mucho menos una absurda pérdida de tiempo,
ya que la borrachera puede ser una fuente de inspiración y creación. No es
casual que algún poeta, después de vencer las angustias de la resaca, haya
creado lo siguiente: Copete nuestro que
estás envasado,/ santificado sea tu grado,/ venga a nosotros tu alcohol,/
hágase tu voluntad,/ así en caja como en botella./ Danos hoy la chela de cada
día,/ perdona a los que no toman/ como nosotros perdonamos/ a los que no convidan./
No nos dejes caer al suelo/ y líbranos del yogurt...
Quizás uno de los casos más emblemáticos de los
escritores que combinaron su creatividad literaria con las botellas de
aguardiente sea Charles Bukowski, nacido en Alemania en 1920 y fallecido en
Estados Unidos en 1994, francotirador de las letras y mito underground, Hijo de un severo soldado yanqui y de una alemana de
carácter frío, que radiografió con saña la vil mentira del sueño americano.
La leyenda cuenta que Bukowski entró en contacto con el
olor del alcohol a través del aliento de su abuelo de ojos azules y brillantes,
que lo levantaba en sus brazos para acariciarlo con la ternura que les hacía
falta a sus padres. Algunos años más tarde, cuando alcanzó la pubertad, él
mismo se llevó a la boca el gollete de la botella de whisky; una mamadera que
le servía como sustituto del amor de sus padres y de la que nunca más se
separaría por el resto de su vida.
Ya
de joven, ganado por el hechizo de las palabras, sus noches eran de alcohol y sus
días de biblioteca, donde descubrió las obras de Saroyan, Sinclair, Hemingway, Miller y muchos otros
que le aportaron sapiencia y técnicas para aglutinar las palabras en una prosa
afectiva y efectiva.
Después empezó su travesía por la ruta de la literatura
redactando sus primeros relatos fantásticos en una máquina Remington negra, que los
enviaba, una y otra vez, a algunas publicaciones donde no siempre eran
bienvenidos, mientras él trabajaba en una oficina de correos transportando sacos
de cartas; una experiencia que le sirvió como
base para escribir su novela Cartero
en 1971.
Su vida transcurrió en sombríos cuartuchos de California,
Nueva York, Filadelfia y en un barriobajero de alcantarillas de Los Ángeles, donde
aprendió a convivir con sus propios fantasmas, entre botellas de aguardiente y
escándalos protagonizados durante sus apoteósicas borracheras, pero sin dejar
de crear, en verso y en prosa, decenas de obras que escupió su máquina de
escribir; el único instrumento al que se aferraba cuando estaba sobrio y tenía
ganas de blasfemar contra todo y todos.
Al final, cuando los académicos
tildaron su más de medio centenar de libros como obras de un borracho, él se rió sarcásticamente en sus narices y,
sin titubear una pisca, confesó: Mi vida
no ha cambiado, me limito a beber cosas distintas.
Otros poetas malditos, más por provocación que por
presumir, lucían trajes al mejor estilo de los escritores dandis y suicidas, como
lo fueron Lord Byron y Oscar Wilde. En estas lindes, donde la genialidad y la
bohemia se dan la mano en armonía, no faltaron los escritores que se refugiaron
en el alcohol y se entregaron a la alquimia para encontrar la piedra filosofal,
como el eximio escritor sueco August Strindberg, de quien se decía que odiaba a
las mujeres cada vez que sufría una crisis emocional o un irresistible ataque
de celos.
Los escritores más pobres, que se ganaban el pan (y el
vino) ejerciendo trabajos extraliterarios, mantenían una mejor relación con el
vaso que con sus seres queridos. A veces perdían la compostura con la misma
facilidad con que perdían el trabajo y la familia. Los escritores con
prestigio, como Ernest Hemingway, incluso podían quitarse la vida pegándose un
tiro en la cabeza, sin importarles la opinión de los críticos de pacotilla ni
los prestigiosos premios que obtuvieron
en vida.
Entre los bolivianos abundaron los autores que bebieron
hasta terminar tirados en la intemperie, al amparo de la noche y en algún
callejón de la ciudad, como Jaime Saenz que se adentró en el submundo de la
ciudad bebiendo como maldito y en
compañía de los aparapitas, o como
Víctor Hugo Visacarra, quien transitaba por los sórdidos recovecos de la ciudad maravilla en busca de bodegas a
media luz, donde pudiera saciar su sed de alcohol o curar su ch’aki fulero,
con sorbitos de alcohol aguado y junto a los recluidos en el submundo de una
sociedad hecha a golpes de apariencias y doble moral, donde el alcohólico está -y
siempre estuvo- condenado a la exclusión social tanto por leyes humanas como
divinas.
A lo largo de la historia de la humanidad, muchos autores han tenido una
relación estrecha con el alcohol, algunos incluso han hecho de su adición
una forma de vida artística y han creado obras literarias con un cigarrillo en los labios y una copa en la mano, como
Baudelaire, Rulfo, Dario, Onetti, Allan
Poe, Faulkner, Dostoievski, Dylan Thomas y un
lago etcétera.
No cabe duda de que estos adorables escritores, que vivieron sus infiernos bajo los efectos de la bebida y
luego los contaron en las páginas de sus libros, estaban conscientes de
que lo más importante era, después de haberse precipitado en los toneles de
aguardiente, volver a trepar por sus empinadas paredes, alcanzar el borde,
salir con vida a la superficie y transmitir una sabiduría que sólo se aprende tras
haber tocado fondo o haberse zambullido en las bebidas espirituosas, donde
dicen que se encuentra el cofre de luces y sombras que un día perdió el diablo.
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