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viernes, 30 de marzo de 2018


EL FORASTERO

En el pueblo, desparramado en la ladera de una montaña árida y pedregosa, no había otra seña de identidad que una bocamina siempre negra y abierta que, vista a lo lejos y bajo los rayos del sol, parecía las fauces de un monstruo queriendo tragarse a los habitantes, cuya única esperanza estaba depositada en los buenos propósitos de un forastero que un día llegó montado en un caballo alazán, con la promesa de devolverle vida al pueblo, donde hacía mucho que el yacimiento de estaño se agotó como la leche en la teta de una mujer entrada en años.

Los habitantes asistieron a la asamblea organizada en la única y pequeña plaza, para discutir la propuesta del forastero, cuyo nombre extranjero era de difícil pronunciación y cuyo país estaba ubicado, según él mismo relató, en las remotas tierras de allende los mares.

El forastero tenía el pelo cobrizo, un ojo color de esmeralda y otro color de ébano, unos bigotes espesos y revueltos, como los que se ven en las películas sobre la vida de Búfalo Bill. Su estatura era imponente, sus ropas eran de cuero brilloso y en sus musculosos brazos resaltaban tatuajes parecidos a los que exhibían los marineros más avezados y forajidos de ultramar.

La asamblea transcurrió en orden, con la debida calma y mesura, y, por votación unánime, se resolvió que la mina volvería a reactivarse bajo la dirección del forastero, quien se comprometió a invertir todo el dinero que hiciera falta en la explotación de los yacimientos incrustados en la corteza terrestre.

Como es de suponer, el desprendimiento desinteresado de este hombre de aspecto extravagante, que a unos les caía simpático y les inspiraba confianza, no dejaba de intrigar a otros que, intuyendo que algo más se traía entre manos, ponían reparos a sus ideas altruistas y su conducta poco usual entre los pobladores.

Algunos se preguntaban, por ejemplo, cómo podía ser posible que un forastero de paso por un pueblo decida, así por así y de la noche a la mañana, devolverle vida a una montaña que, por medio de su bocamina, estaba clamando que la dejen en paz porque estaba agotada y no rendía más.

Por otro lado, aparte de su nombre, su país de origen y su vida cotidiana en la casa donde estaba hospedado, nadie conocía otros antecedentes del forastero, salvo que era un hombre acaudalado y un aventurero que conocía el mundo entero mejor que la palma de sus manos.

Cuando los mineros empezaron a horadar las rocas, el forastero, con la luz de sus ojos que desprendían lumbres en la oscuridad, les iba enseñando cuál era la dirección que debían tomar, para luego ir abriendo los rajos palmo a palmo, hasta llegar a lo más profundo de la montaña.

El laboreo minero, que se reinició en la bocamina abandonada, se prolongó durante días, semanas y meses. En principio no encontraron más que vetas con minerales de baja ley y algunas aleaciones compuestas de plata, pirita, plomo y zinc, hasta que un buen día, a cientos de metros bajo la superficie y cuando los ánimos empezaban a menguar, dieron con unos filones de estaño que, alumbrados por  la luz mortecina de las lámparas, parecían anacondas brillando con luz propia en la impenetrable oscuridad. Sólo entonces, todos arrojaron el guardatojo por los aires, brincaron de júbilo y se alistaron para ch’allar el fabuloso hallazgo.

Así fue como el pueblo, que antes estaba como largado de la mano de Dios, volvió a cobrar nuevos bríos y requirió de más fuerza de trabajo. Los mineros, que abrían rajos y galerías, destrozando las rocas a plan de palas, picos, barrenos y dinamitas, recobraron la dignidad y se llenaron los bolsillos con las ganancias provenientes de la explotación minera.

En poco tiempo, la mayoría de los habitantes, que tenían las esperanzas perdidas y muy poco que comer, se convirtieron en prósperos comerciantes. Las calles se llenaron de tiendas y los niños volvieron a sonreír, como cuando las flores vuelven a brotar en un marchito jardín. O sea que la presencia del forastero fue un signo de buen augurio y prosperidad.

Todos sabían que el auge económico se debía a la minería, pero lo que no sabían era que el forastero, quien no volvió a salir de la mina desde la última vez que ingresó sin compañía, era el mismísimo Tío disfrazado de forastero, porque cuando los mineros lo buscaron como aguja en el pajar, creyendo que se había precipitado en un buzón o que había perdido la vida debajo de un enorme planchón de roca, advirtieron que en el paraje de la galería más profunda, de donde emanaba una luz parecida a una aureola color naranja, se divisaba la silueta de un hombre sentado en un sillón.

Cuando los mineros se acercaron al lugar y lo miraron de cerca, se quedaron sin palabras y con una sensación aterradora atravesada en el cuerpo, porque el hombre al que andaban buscando, a ese forastero que un día llegó cabalgando al pueblo y que otro día dispuso su fortuna para reactivar la mina, estaba desnudo y petrificado en un trono de roca, con un aspecto diabólico que evocaba al príncipe de las tinieblas, ya que en las chispas de su mirada se reflejaban las llamas del infierno y en sus cuernos se escondían los poderes mágicos de su reino.

–Soy el Tío de la mina –se presentó con voz estruendosa–. Les concederé todo lo que me pidan, siempre y cuando se porten bien conmigo, rindiéndome pleitesía y ofrendándome hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

–¿Y todo eso por qué? –preguntó uno de los mineros, temblando de pies a cabeza.

–Porque soy el amo de ustedes y el dueño de los minerales –contestó deslumbrándoles con el fuego de sus ojos.

A poco de que todos se enteraron de la verdadera identidad del forastero, no tuvieron más remedio que profesarle respeto y cariño, convencidos de que de él dependía la felicidad o la desgracia de una familia en el pueblo. 

lunes, 16 de enero de 2017


LAS ALMAS DE CATAVI

En el patio de una envejecida vivienda, ubicada detrás de la antigua Casa Gerencia de Catavi, se escuchan los ladridos de un perro que parece enloquecer cada vez que oye el prolongado silbido de una sirena instalada en el techo del Teatro Simón I. Patiño. Esto sucede todos los días, perro y sirena invaden el silencio al filo de la madrugada, cuando ni siquiera la luz del alba alcanzó a filtrarse en las viviendas ni los primeros rayos del sol lograron posarse en la punta de los cerros.

Los caídos en la masacre de Catavi

El perro sale de su caseta, bate la cola a diestra y siniestra, y comienza a aullar como si el lamento de las almas en pena se hubiese desatado en su interior, hasta que las trompetas de la sirena dejan de ulular y la población vuelve otra vez a la calma, al mismo tiempo que el perro vuelve a meterse en su caseta construida con cajones de dinamitas.

Las mujeres más supersticiosas están seguras de que el perro ve el ánima de quienes perdieron la vida accidentados en el Ingenio Victoria, sin despedirse de sus padres, esposas ni hijos. Pero también que ve el alma de los mártires que cayeron abatidos en la masacre de la pampa María Barzola, la mañana del 21 de diciembre de 1942, cuando una marcha de mineros y palliris se dirigía hacia la Gerencia de Catavi, para reclamar por sus derechos laborales, al son de atronadores gritos de protesta, cachorros de dinamita, banderas rojas tendidas al viento y un pliego petitorio aprobado en asamblea general.


El perro, que tiene una alzada regular, la pelambre negra y cerdosa, moderadamente larga, y la mirada profundamente triste, como la de los perros de la puna, acostumbrados a pelear contra los soplos del viento y las corrientes de aire frío, corretea por el patio haciendo cabriolas, siempre que su dueño le sirve su comida en un plato de fierro losado, y, aunque no es un perro de caza sino de casa, persigue a los gatos del vecindario como si fuesen sus presas.

Espíritus en sitios emblemáticos

Apenas asoman las penumbras del ocaso, despierta de su extendida siesta, abre sus melancólicos ojos y agita su cabeza, da saltos impulsándose sobre sus patas traseras y, haciendo restallar la cola como un látigo en el aire, enseña sus afilados colmillos bajo la luz de la luna que, en las noches despobladas de estrellas, parece un plato de porcelana suspendido sobre los cerros. Es un perro inteligente, hiperactivo, de orejas largas y actitud valiente, tan valiente que es capaz de enfrentarse, con bravura y potente ladrido, a las almas que merodean por las cercanías del Teatro Simón I. Patiño, el Hospital Obrero y la antigua Casa Gerencia, en la que ahora no habitan más los espíritus de las gringas y los gringos que, en su condición de técnicos de la empresa, vivieron como verdaderos aristócratas a costa del sudor de los obreros, gozando de todos los privilegios en las amplias y cómodas viviendas, que actualmente están abandonadas y desoladas, como si un colosal ventarrón hubiese cruzado por esta población minera, llevándose consigo toda su grandeza y esplendor, tras la aplicación del Decreto Supremo 21060 y la posterior relocalización, que provocó una masiva emigración de sus habitantes hacia el campo y las ciudades.

El perro y la sirena

La sirena, que cada mañana y cada noche se escucha en Catavi, se parece en algo a la sirena que había en Siglo XX, la misma que primero sirvió para hacer señales en un barco mercante chileno y luego para indicar la hora de entrada y salida de los trabajadores mineros; y, como no podía ser de otra manera, para convocar a las asambleas en la Plaza del Minero, donde la sirena, que emitía un sonido estridente desde la azotea de la sede sindical, jugaba un rol importante en los momentos en que se agudizaban los conflictos sociales, cuando anunciaba la presencia militar, las masacres y apresamientos de los dirigentes.

Cuando la sirena toca por última vez en Catavi, cerca de la medianoche, el perro se arma de coraje para ahuyentar a las almas de los obreros muertos en el Ingenio Victoria y la pampa María Barzola, con la misma bravura con que aleja a los extraños que se acercan a la puerta del patio, donde el perro ladra y aúlla como un lobo herido, hasta que la sirena se calla como por mandato supremo en medio de la oscuridad.


Los cataveños aseguran que, a eso de la medianoche y cuando la sirena invade los dominios del silencio, el perro detecta con su fino olfato el olor del almita del minero que se hizo volar con cartuchos de dinamita. Dicen que el animal lo ve como a un ser esquivo y huidizo, como si sintiera miedo, el mismo miedo que él provoca con su presencia entre los vivos. Los testigos revelan que, algunas noches, el almita se aparece como una silueta ensangrentada en las paredes de la antigua Casa Gerencia y, otras veces, convertido en el espectro de una persona mutilada que se desliza con agilidad felina, que traspasa los muros de las habitaciones, sin necesidad de abrir puertas ni ventanas, y que se detiene en el jardín que parece un paraíso, donde contempla la belleza cromática de las flores y el macizo tronco de dos enormes árboles, en torno a los cuales solían jugar los hijos de los gerentes de la empresa.

El almita del minero inmolado

Su paso por las habitaciones deja impregnado un olor a dinamitas y carne chamuscada, y su presencia en el jardín de la antigua Casa Gerencia es breve, tan breve que apenas dura lo que dura el toque de la sirena, porque cuando ésta enmudece de golpe, el perro deja de ladrar como si le hubieran cortado la lengua. Sólo entonces vuelve a meterse en su caseta y se tiende a descansar sobre las frazadas sucias y deshilachadas que, a veces, aparecen en el patio expuestas bajo el sol.

El almita en pena, que el perro ve todas las noches, corresponde al minero que se inmoló de manera atroz y sin precedentes. Quienes lo conocieron en los campamentos de Siglo XX y Catavi, donde vivió y trajinó desde muy joven, aseveran que el almita no encuentra el descanso eterno desde su trágica muerte, acaecida aquel martes 30 de marzo del 2004, cuando entró en el edifico anexo del Congreso Nacional, a unos cincuenta metros del Palacio de Gobierno, armado con varios cartuchos de dinamita adheridos al cuerpo. Los policías de seguridad, que intentaron arrebatarle los detonadores que llevaba en las manos, forcejearon un instante con el minero, hasta que éste los activó y la explosión los hizo volar por los aires en medio de una ventolera de fuego, sangre, polvo y hojas de coca.

La onda expansiva, que se oyó a varias cuadras a la redonda y llegó hasta el corazón mismo de la sede de gobierno, hirió al menos a diez policías, hizo añicos los vidrios de las ventanas y dejó mutiladas a las víctimas, cuyos cuerpos volaron como piltrafas de muñecos de trapo, disparados por el soplo de la explosión. Y eso que no se activaron todas las dinamitas, ni las que el minero llevaba sujetas en la espalda ni los cinco kilos de explosivos que cargaba en el maletín. Poco después, los restos dispersos fueron metidos en bolsas negras de polietileno y retirados del edificio, donde no quedó más que escombros, manchas de sangre, pedazos de carne chamuscada y las hojas de coca que el minero llevaba en una bolsita de plástico.

El almita no retornó para vengarse

Las personas que no se movieron de Catavi, por nada ni para nada, ni antes ni después de la relocalización, cuentan que al almita del minero inmolado, que parece haber retornado desde el más allá para reclamar sus derechos en la Gerencia de la Empresa Minera Catavi, se lo siente por las noches como un vientecillo helado, incluso se escuchan sus pasos en los adoquines de la Avenida Bolívar y se lo escucha llorar en los pasillos fríos y vacíos de lo que antes fuera el Hospital Obrero, donde se encienden y apagan las luces por las noches, mientras se escuchan quejidos y lamentos por todas partes.


Los lugareños cuentan que el almita llora por sus wawitas que quedaron huérfanos y por la desgracia de sus compañeros que perdieron su trabajo, pulpería y hogar, y, por si fuera poco, que quedaron en la cochina calle. Él no hizo más que exigir justicia en honor a la verdad, porque cuando se hizo volar con los cartuchos de dinamitas, estaba reclamando la devolución de sus aportes al sistema de jubilación, después de haber trabajado 14 años en la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).

El almita no ha retornado para hacer daño, afirman una y otra vez. Él no quiere descargar su venganza contra nadie. Sólo quiere que hagamos penitencia para que no se condene como espíritu maligno. Por eso rezamos a su nombre, para que un día encuentre la paz en su última morada, porque en vida fue una persona muy buena y querida. No hizo daño a nadie, pero tampoco se puede negar que tuvo una muerte por demás violenta. Hacerse volar con dinamitas debe ser como comprarse un pasaje directito al infierno, ¿no ve?

El almita se aparece en varios sitios

Parece que no quiere marcharse de Catavi. Se ha quedado con nosotros y entre nosotros, porque estaba ligado afectivamente a la producción minera y a las personas que lo querían y respetaban. Ésa es la razón por la que su alma descarnada, que está atrapada entre el mundo de los vivos y los muertos, se manifiesta en diferentes lugares. Algunos lo han visto ingresar al Teatro Simón I Patiño, sentarse en el sillón de cuero del palco de preferencia, que antes estaba reservado para el gerente de la empresa. También lo han visto ingresar en la Escuela de Enfermería, donde los papeles de la oficina vuelan encima del escritorio sin que nadie los toque. Eso no es todo, otros cuentan que, pasada la medianoche, cuando el perro negro, que vive cerca de la antigua Casa Gerencia, deja de ladrar y la sirena deja emitir un sonido capaz de despertar a los muertos, el almita se mete en el Sauna Turco de los baños termales y hace fila en las ventanillas de lo que antes era la pulpería de la empresa.

Como nadie atenderá las demandas del minero que, por no tener jubilación, trabajo ni pan que llevar a su casa, se inmoló en el edifico anexo del Congreso Nacional, su ánima seguirá deambulando por las dependencias de la antigua Casa Gerencia, mientras el perro, que vive encerrado en el patio de la casa envejecida, persiguiendo a los gatos y espantando a los intrusos, seguirá ladrándole toda vez que oiga el agudo ulular de la sirena, que inunda el silencio desde por la mañana hasta la media noche.

Las almas de palliris y mineros

Los aullidos del perro, que se confunden con el ulular de la sirena, son una prueba fehaciente de que las almas de las palliris y los mineros muertos en circunstancias trágicas, no han encontrado la paz eterna en su tumba; al contrario, retornaron para hacer cumplir sus demandas laborales en las oficinas de la Gerencia de la Empresa Minera Catavi que, hoy por hoy, están desmanteladas desde que se produjo el retiro colectivo de los trabajadores, quienes cargaron sus pertenencias en los camiones Leyland y dejaron los campamentos rumbo a otros horizontes, con la esperanza de encontrar nuevas y mejores condiciones de vida.

En tanto en las calles y casas de esta población, cuya grandeza parece haber sido borrada de un plumazo de la historia del movimiento obrero boliviano, se quedaron las almas de las palliris y los mineros que, noche tras noche, son ladrados por el perro que los ve aparecerse cada vez que oye el ulular de la sirena instalada en el techo del Teatro Simón I. Patio, único monumento que permanece intacto desde que el magnate minero mandó a construirlo con bloques de piedra labrada y con la intención de preservarlo para la posteridad, como uno de los mayores símbolos de la primera gran industria minera, que se instaló al pie de los cerros volcánicos de Catavi.  

domingo, 25 de diciembre de 2016


EL MONSTRUO DE LA MINA

En el paraje más profundo y alejado de la mina, donde se detuvo el tiempo en un tiempo sin tiempo, habita un monstruo de dos cabezas, cuatro piernas y cuatro brazos.

Los mineros que lo vieron de lejos, entre la pálida luz de las lámparas y las cortinas de la oscuridad impenetrable, cuentan que el monstruo se alimenta con el cadáver de quienes perdieron la vida en los buzones de la galería.

Dicen también que el monstruo, de cuernos retorcidos y ojos rutilantes, llora como un niño abandonado y da vueltas sobre sí mismo, mordiéndose la cola que a veces restalla como un látigo de fuego.

Los mineros, conocedores de los secretos escondidos en el seno de la montaña, aseveran que el monstruo es la criatura que el Tío tuvo con una chola, a quien le quitó el honor y la embarazó en un solo acto de amor.

El monstruo de la mina, hijo legítimo del Tío y heredero único de las riquezas minerales, se les aparece sólo a los mineros que pierden la razón de tanto haber pijchado y bebido.

lunes, 26 de septiembre de 2016


EL FORASTERO

En el pueblo, desparramado en la ladera de una montaña árida y pedregosa, no había otra seña de identidad que una bocamina siempre negra y abierta que, vista a lo lejos y bajo los rayos del sol, parecía las fauces de un monstruo queriendo tragarse a los habitantes, cuya única esperanza estaba depositada en los buenos propósitos de un forastero que un día llegó montado en un caballo alazán, con la promesa de devolverle vida al pueblo, donde hacía mucho que el yacimiento de estaño se agotó como la leche en la teta de una mujer entrada en años.

Los habitantes asistieron a la asamblea organizada en la única y pequeña plaza, para discutir la propuesta del forastero, cuyo nombre extranjero era de difícil pronunciación y cuyo país estaba ubicado, según él mismo relató, en las remotas tierras de allende los mares.

El forastero tenía el pelo cobrizo, un ojo color de esmeralda y otro color de ébano, unos bigotes espesos y revueltos, como los que se ven en las películas sobre la vida de Búfalo Bill. Su estatura era imponente, sus ropas eran de cuero brilloso y en sus musculosos brazos resaltaban tatuajes parecidos a los que exhibían los marineros más avezados y forajidos de ultramar.

La asamblea transcurrió en orden, con la debida calma y mesura, y, por votación unánime, se resolvió que la mina volvería a reactivarse bajo la dirección del forastero, quien se comprometió a invertir todo el dinero que hiciera falta en la explotación de los yacimientos incrustados en la corteza terrestre.

Como es de suponer, el desprendimiento desinteresado de este hombre de aspecto extravagante, que a unos les caía simpático y les inspiraba confianza, no dejaba de intrigar a otros que, intuyendo que algo más se traía entre manos, ponían reparos a sus ideas altruistas y su conducta poco usual entre los pobladores.

Algunos se preguntaban, por ejemplo, cómo podía ser posible que un forastero de paso por un pueblo decida, así por así y de la noche a la mañana, devolverle vida a una montaña que, por medio de su bocamina, estaba clamando que la dejen en paz porque estaba agotada y no rendía más.

Por otro lado, aparte de su nombre, su país de origen y su vida cotidiana en la casa donde estaba hospedado, nadie conocía otros antecedentes del forastero, salvo que era un hombre acaudalado y un aventurero que conocía el mundo entero mejor que la palma de sus manos.

Cuando los mineros empezaron a horadar las rocas, el forastero, con la luz de sus ojos que desprendían lumbres en la oscuridad, les iba enseñando cuál era la dirección que debían tomar, para luego ir abriendo los rajos palmo a palmo, hasta llegar a lo más profundo de la montaña.

El laboreo minero, que se reinició en la bocamina abandonada, se prolongó durante días, semanas y meses. En principio no encontraron más que vetas con minerales de baja ley y algunas aleaciones compuestas de plata, pirita, plomo y zinc, hasta que un buen día, a cientos de metros bajo la superficie y cuando los ánimos empezaban a menguar, dieron con unos filones de estaño que, alumbrados por  la luz mortecina de las lámparas, parecían anacondas brillando con luz propia en la impenetrable oscuridad. Sólo entonces, todos arrojaron el guardatojo por los aires, brincaron de júbilo y se alistaron para ch’allar el fabuloso hallazgo.

Así fue como el pueblo, que antes estaba como largado de la mano de Dios, volvió a cobrar nuevos bríos y requirió de más fuerza de trabajo. Los mineros, que abrían rajos y galerías, destrozando las rocas a plan de palas, picos, barrenos y dinamitas, recobraron la dignidad y se llenaron los bolsillos con las ganancias provenientes de la explotación minera.

En poco tiempo, la mayoría de los habitantes, que tenían las esperanzas perdidas y muy poco que comer, se convirtieron en prósperos comerciantes. Las calles se llenaron de tiendas y los niños volvieron a sonreír, como cuando las flores vuelven a brotar en un marchito jardín. O sea que la presencia del forastero fue un signo de buen augurio y prosperidad.

Todos sabían que el auge económico se debía a la minería, pero lo que no sabían era que el forastero, quien no volvió a salir de la mina desde la última vez que ingresó sin compañía, era el mismísimo Tío disfrazado de forastero, porque cuando los mineros lo buscaron como aguja en el pajar, creyendo que se había precipitado en un buzón o que había perdido la vida debajo de un enorme planchón de roca, advirtieron que en el paraje de la galería más profunda, de donde emanaba una luz parecida a una aureola color naranja, se divisaba la silueta de un hombre sentado en un sillón.

Cuando los mineros se acercaron al lugar y lo miraron de cerca, se quedaron sin palabras y con una sensación aterradora atravesada en el cuerpo, porque el hombre al que andaban buscando, a ese forastero que un día llegó cabalgando al pueblo y que otro día dispuso su fortuna para reactivar la mina, estaba desnudo y petrificado en un trono de roca, con un aspecto diabólico que evocaba al príncipe de las tinieblas, ya que en las chispas de su mirada se reflejaban las llamas del infierno y en sus cuernos se escondían los poderes mágicos de su reino.

–Soy el Tío de la mina –se presentó con voz estruendosa–. Les concederé todo lo que me pidan, siempre y cuando se porten bien conmigo, rindiéndome pleitesía y ofrendándome hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

–¿Y todo eso por qué? –preguntó uno de los mineros, temblando de pies a cabeza.

–Porque soy el amo de ustedes y el dueño de los minerales –contestó deslumbrándoles con el fuego de sus ojos.

A poco de que todos se enteraron de la verdadera identidad del forastero, no tuvieron más remedio que profesarle respeto y cariño, convencidos de que de él dependía la felicidad o la desgracia de una familia en el pueblo.

viernes, 1 de enero de 2016


LA REENCARNACIÓN

Desde el día en que entró a trabajar en la mina, lo destinaron a la sección Block-caving, para realizar un trabajo en extremo peligroso e insalubre. La galería estaba llena de buzones y buzones, y el minero, enfrentándose a la muerte en su condición de lamero, estaba encargado de hacer chorrear la carga hasta el nivel 650, con la ayuda de barretas y explosiones de dinamita.

El minero, que empezó como chambón y aprendió las mañas del trabajo de la mano del cabecilla de su cuadrilla, un antiguo obrero que atesoraba todo el saber y la experiencia, concibió la idea de que la única forma de salir con vida de la galería era suplicándole protección al Tío, suprema deidad del mundo subterráneo, bueno con los buenos y malo con los malos.

El lamero, después de chispear la guía, conectada al fulminante y al cartucho de dinamita, llutada en la roca o en la carga atascada en el buzón, salía corriendo de la galería al grito de: ¡Tiro! ¡Tiro! ¡Tiro!..., para evitar que nadie fuera sorprendido por la explosión ni nadie fuera a dar al otro lado de la vida por un simple descuido.

Una vez ejecutado el desembolso de la carga, que se precipitaba a través de los buzones produciendo un ruido de mil demonios, la galería se llenaba de una masa compacta de polvo, que no permitía ni siquiera distinguir al compañero a dos metros de distancia. De modo que lo único que el lamero respiraba durante la jornada eran las partículas de polvo.

A cinco años de haber trabajado en una galería insalubre, jugándose la vida con la muerte, tenía los pulmones dañados por el mal de mina y el cuerpo prematuramente envejecido, hasta que empezó a toser de manera convulsiva y a escupir coágulos de sangre, como si sus pulmones se le estuvieran escapando por la boca.

El minero estaba acostumbrado a entregar su fuerza de trabajo a cambio de un salario de hambre, mientras otros amasaban fortunas a costa de quienes arrojaban sus pulmones petrificados por la silicosis. Quizás por eso, en los momentos del pijchu, cuando la cuadrilla se reunía en el paraje del Tío, no faltaban los obreros que, sintiéndose víctimas de una despiadada explotación, le reprochaban al amo de los minerales por no ayudarlos a mejorar su condición de vida ni de trabajo, a pesar de las ofrendas que le dejaban cada vez que estaban pijchando a su lado.

Esta fue la razón del porqué el minero, afectado por el mal de mina como todo lamero, no resistió a un ataque de cólera, se vació una botella de alcohol aguado y, asegurarse de que nadie lo viera ni se diera cuenta de su ausencia, se dirigió al paraje del Tío, llevándose en las manos un combo de 25 libras.
    
El Tío lo miró desde su trono y no se inquietó para nada. Conocía de antemano el motivo de su presencia y las razones de su enojo. El minero, borracho y encolerizado, levantó varias veces el combo por encima del guardatojo y, golpe tras golpe, destrozó la estatuilla del Tío.

–¡Del polvo vienes y al polvo volverás! –le gritaba, mientras blandía el combo con ambas manos, una y otra vez, hasta hacer saltar en pedazos la diabólica imagen del Tío.

Lo que el minero no vio, en el momento en que destrozaba al supuesto responsable de su desgracia, era que el espíritu del Tío abandonó la estatuilla y se refugió en un rincón del paraje, a la espera de que su atacante terminara de descargar su furia y luego se retirara del paraje, llevándose el combo con el que lo embistió salvajemente.

Cuando el minero volvió a su hogar, le contó a su esposa que, encorajinado por la borrachera, la frustración y la impotencia de soportar una subsistencia miserable, destrozó a combazos la estatuilla del Tío.

–¡Jesús, María y José! –fue lo único que atinó a exclamar su esposa, persignándose delante de las estampitas de santos y vírgenes colocadas en una repisa empotrada en la pared.

El minero hizo un gesto de desaliento y, rindiéndose ante el cansancio y la borrachera, se tumbó sobre la cama, sin quitarse las botas ni la ropa de trabajo. Al poco rato, con el cerebro sumido en las tinieblas de una estremecedora pesadilla, se le apareció la imagen intangible del Tío, como un ente incorpóreo que sobrevivió a la destrucción de su cuerpo.

–Nadie puede desalojarme de la mina, por mucho que destroce mi estatuilla –le dijo, clavándole una mirada ardiente–. Por eso sigo vivo, delante de tus ojos, dispuesto a meterme en tu cuerpo cuando a mí me dé la gana...

El minero se quedó mudo y quieto, se empapó en sudor frío y en lágrimas de espanto. Estaba claro que la simple inmovilidad de su cuerpo era suficiente para deducir que su estado de ánimo no era idéntico al de la vigilia y que, debido a fuerzas ajenas a la voluntad humana, sentía un vacío por dentro, como si su alma, durante el trance de la pesadilla, le hubiese abandonado para emprender un viaje al más allá, sin que él pudiera hacer nada para atraerlo de vuelta.

Al día siguiente, poco antes del alba, despertó de la pesadilla al primer toque de la sirena, se levantó sin hacer ruidos, cogió su bolsa de Calcuta, con los enseres necesarios para cumplir con una nueva jornada. No se despidió de su esposa ni de sus hijos, abrió y cerró la puerta. Se encaminó rumbo a la bocamina, pero sin dejar de pensar en que de nadie sirvió que su esposa se santiguara ni que tuvieran una herradura de caballo en la puerta, que él mismo puso contra los malos augurios y los espíritus malignos, porque el Tío, acostumbrado a desafiar los mandatos divinos, como si quisiera imponer siempre su propio mandato en medio de una lucha entre el Bien y el Mal, se aparecía igual que la luz y el aire, allí donde nadie lo invitaba y donde menos se lo esperaba.

Al llegar a la galería de la sección Block-caving, donde era conocido como el lamero más intrépido entre sus compañeros, lo primero que hizo, incluso antes de quitarse la bolsa de Calcuta, fue dirigirse al paraje del Tío, curioso por ver los estragos que causó en su arrebato de rabia y borrachera. Alumbró con la lámpara el lugar donde estaba el trono del Tío y no divisó más que escombros: botellas rotas de aguardiente, cigarrillos, serpentinas, mixturas y hojas de coca esparcidas como por un torbellino. De la estatuilla no quedó nada, salvo los pedazos de roca a la que fue reducida a combazos.

El minero estaba sorprendido por su violento accionar, aunque estaba consciente de que su osadía tendría consecuencias funestas, tratándose nada menos que del Tío, quien no perdonaba a las personitas que se atrevían a insultarlo y a ponerle las manos encima. En efecto, ni bien el minero se dispuso a salir del paraje, no pudo mover los pies, como si una fuerza sobrenatural las sujetara desde el fondo de la tierra. Estaba sobrecogido por el susto, sin comprender lo que sucedía con su cuerpo; tenía la cara compungida, los ojos llorosos y los nervios en estado de pánico; en vano abrió la boca para gritar y pedir auxilio, su voz no se escuchó y se quedó atorada en su garganta. En eso nomás, un ventarrón caldeado se metió en el paraje y el minero, como atrapado en el ojo de un huracán, fue despojado de sus ropas y quedó como Dios lo trajo al mundo. Después vino lo peor, ya que ante la luz de la lámpara, iluminándolo desde el guardatojo tirado en el suelo, sintió que algo candente le penetró en el cuerpo, como empalándolo en una estaca recién sacada del fuego.

En el paraje estallaron carcajadas diabólicas y al minero, que experimentaba un repentino trastorno de los sentidos, le salieron cuernos en la frente y afilados colmillos en la boca; su lengua se le hizo gorda como la de una vaca y sus orejas largas como las de un burro; sus cabellos se tornaron en rubios y sus ojos echaron lumbres en la oscuridad; los dedos de las manos y los pies se transformaron en pezuñas; su piel se hizo rechoncha y espantosa; su cuerpo se deformó hasta el límite del horror y hasta su miembro viril adquirió dimensiones sobrehumanas.

El minero sufrió una metamorfosis más dolorosa que un suplicio infernal, hasta que encarnó todos los atributos del Tío, desde los cuernos hasta las pezuñas de los pies. Así fue como el espíritu del amo de los socavones, que se salvó de los combazos y se quedó intacto, se reencarnó con una tremenda ferocidad en el cuerpo material del minero, quien, desde ese instante, estaba más conectado con las catacumbas del demonio que con el reino celestial de Dios.

Sus compañeros de cuadrilla, al no saber dónde se había metido, lo buscaron en los buzones de las diferentes galerías, y, al no encontrar otros rastros que sus desgarradas ropas en el paraje del Tío, lo dieron por desaparecido, como a tantos otros que, una vez que entraron a la mina, no volvieron a salir a la luz del día.

Desde esa vez, en la sección Block-caving, donde los mineros se enfrentaban ojo a ojo con la muerte, no vieron más al lamero, descolgando la carga con barretas y dinamitas, ni escucharon sus resonantes gritos de: ¡Tiro! ¡Tiro! ¡Tiro!..., aunque algunos tenían la sospecha de que la nueva estatuilla del Tío, que apareció de la noche a la mañana en el paraje donde pijchaban a diario, era el mismo minero que, pensando en darle muerte al soberano de la mina, acabo entregándole su vida y su cuerpo, en el que se reencarnó el espíritu del Tío, con la misma crueldad con que castiga a quienes le faltan al respeto y no le rinden tributo ni pleitesía antes de penetrar en los laberintos de su dominio.

Glosario

Acullicar: Masticar hojas de coca.

Carga: Rocas, mineral y tierra mezclados que se vacían en el buzón.

Lamero: Obrero que descuelga la “carga” de mineral atascada en los buzones, colocando entre las rocas cartuchos de dinamita.

Mal de mina: Nombre popular de la silicosis.

Llutar: Sujetar con barro la masa de dinamita en la abertura de la roca o en la “carga” atascada en el buzón.

Pijchar: Masticar hojas de coca.

Pijchu: Acullico de coca.

Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas. Su estatuilla es de greda y rocas, está colocada en el lugar de paso obligado de los mineros.

lunes, 13 de abril de 2015


LA CHINA SUPAY EN EL ALTO

En uno de mis viajes a la Villa Imperial de Potosí, el artista Edwin Callapino me entregó la estatuilla de la China Supay, la amante celosa y seductora del Tío de la mina. Me la traje en el autobús hasta la ciudad de El Alto, empaquetada en un cartón cuyo rótulo advertía: Contenido frágil.

No la miré sino hasta que llegué a casa. Me aguanté la curiosidad con irresistible paciencia, como quien espera y desespera por descubrir la sorpresa escondida en un embalaje parecido a un regalo de Navidad. Además, quería darle una grata sorpresa al Tío, quien estaba esperándola ansioso desde  hace tiempo, con unas ganas locas de estrecharla contra su fornido cuerpo y, acuñándola con su reverendo miembro, amarla con fuerza salvaje y ardiente pasión.

Ni bien la saqué del cartón, el Tío se quedó fascinado ante la belleza de la China Supay, cuyos descubiertos senos le hicieron galopar el corazón. Y, como todo libertino aficionado a los excesos de la carne, no tardó en examinarle el trasero con la cara encendida por la lujuria, calculando el grosor de sus muslos y el diámetro de su cintura. Al final, como la China Supay estaba despojada de su bombacha, el Tío le clavó la mirada en la concavidad húmeda de su cuerpo.

La China Supay, aunque es fría en apariencia, pero caliente a la hora de ofrecer su cuerpo al hombre que le dedique su vida y amor, no se molestó por las miradas libidinosas ni los gestos imprudentes de su amado amante. Estaba acostumbrada a exhibir sus encantos en los Carnavales, donde forma parte de los danzarines de la diablada, que representan la lucha entre el Bien y el Mal, entre Dios y Satanás.

En los Carnavales, ella luce una máscara de mujer coqueta, una tentadora sonrisa y dos pequeños cuernos en la frente; sus ojos grandes y celestes tienen una expresión pícara, sus pestañas son largas y revueltas, sus labios de granate, carnosos, seductores y entreabiertos, dejan entrever una dentadura tan perfecta como el arco de cupido. Así, flanqueada por Lucifer y Satanás, avanza dando brincos en zigzag, como si dibujara una serpiente reptando hacia el mismísimo infierno. En la danza es vigilada por el Arcángel San Miguel y acompañada por osos, cóndores y diablos que encarnan los siete pecados capitales.

La China Supay no baila sólo por devoción a la Virgen del Socavón, sino para conquistar el amor del Arcángel San Miguel, quien, a pesar de ser su rival y el rival del Tío, es su amor platónico, el amor de sus amores, pero un amor imposible al fin y al cabo, porque si ella, lejos de hechizar a los hombres con el movimiento provocativo de sus nalgas y senos, encarna los atributos de un ser infernal, el Arcángel San Miguel es dueño de una apariencia atractiva, corazón incorruptible y espíritu tranquilo, atributos preferidos por Dios.

Sin embargo, la China Supay, con su blonda cabellera flotando al aire, no deja de enseñarle las tetas ni las piernas en el recorrido por las calles de la ciudad, como si quisiera hacerle caer en la tentación, pero el Arcángel San Miguel, consciente de que es el guerrero de Dios y guardián de los reinos celestiales, la esquiva una y otra vez, como un santo enfundado en traje inmaculado; máscara de ángel celestial, casco invulnerable, coraza azul, blusa de seda blanca, falda corta, botines de media caña, escudo plateado y espada en ristre.

Todos saben que la China Supay, como no encuentra ninguna razón para que una mujer se consagre a la virtud de la castidad, atenta contra las buenas costumbres sexuales y pone en jaque a los hombres que la acosan en los Carnavales, intentando manosearla donde no deben y probar el elixir que ella guarda celosamente para el Tío de la mina, el único macho capaz de hacerla navegar en las estrellas y el único ser incapaz de renunciar a los placeres de la carne.

El Tío entiende y tolera las irreverencias de la China Supay, incluidos sus atrevimientos más extravagantes que concitan la crítica de los devotos de la Virgencita del Socavón; es más, él mismo me contó que en cierta ocasión, cuando demostraba una danza llena de piruetas y saltos, como si no quisiera quemarse los pies en las brasas del infierno, tuvo la osadía de dejar escapar de su mano una blanca paloma y de su blanca blusa una blanca teta, aureolada por un pezón rosado, tan propio en las mujeres que superan el rubio platinado.
La China Supay  no soporta la hipocresía ni la doble moral. Es la que mejor simboliza el secreto que cada mujer guarda en el fondo de su alma, en el oscuro pozo del subconsciente. Si la mujer calla, la China Supay habla como bruja deslenguada; si la mujer llora, la China Supay ríe a mandíbula batiente; si la mujer sufre, la China Supay se regocija con el dolor de los hombres; si la mujer goza de la vida y el amor, la China Supay goza junto con ella, por ser el fiel reflejo del yo profundo de una mujer que se mira en el espejo.
La China Supay, que simboliza la lujuria y el pecado, tiene el cuerpo esculpido de carne ideal en el que todo es bueno y bello, tan bello que perturba la razón y levanta el animal en reposo de cualquiera que la mire por adelante o por atrás. No hay hombre sobre la faz de la tierra que no se enamore del fulgor de su belleza; digo fulgor, porque todo su cuerpo es luminoso como una lámpara; más todavía, puedo aseverar que su enigmática belleza, hecha de miel y de fuego, puede abrirle incluso las puertas del Paraíso.
La China Supay será también ama y señora en mi casa, pero como quiero que baile en esa suerte de ballet infernal, que es la danza de la diablada, ejecutada por los seres llegados de los avernos y por el Tío de la mina, quien se muestra en los Carnavales con su traje de Lucifer, le pediré al mejor mascarero y artesano de Oruro confeccionar un traje de lujo para la China Supay, que ahora mismo está semidesnuda, con sus intimidades expuestas a la vista de todos.
Me imagino que su traje estará compuesto por diadema de oro y gemas preciosas, blusa escotada, corpiño brocado, minipollera decorada con dragones bordados con hilo Milán, medias nylon, bombacha con encajes, cetro de mando y pañoleta al cuello; sus botas de taco alto, caladas en la parte trasera y hasta la pantorrilla, llevarán aplicaciones de realce, como un chorizo que simboliza el órgano genital masculino, para que todos sepan que la sexualidad de la China Supay es voraz como las llamas del infierno. Y, como es natural, para engalanar su aspecto de diablesa, llevará alhajas con engastes de pedrería en las orejas, el cuello y los dedos.
Mientras esto ocurra, y con todo el respeto que se merece el Tío, ch’allaré por la feliz estadía de los dos, augurándoles eterno amor y eterna vida, aunque sé que ellos, que son mis huéspedes de honor, llegaron a mi casa para revelarme los secretos escondidos en el baúl de sus recuerdos que, más recuerdos, son el crisol donde se fundieron los cuentos, mitos y leyendas de la tradición oral de los mineros. 

lunes, 23 de febrero de 2015


EN EL TEMPLO DEL SOCAVÓN

–¡Abran cancha, carajos! ¡Aquí viene Lucifer! –Vociferó el Tío, abriéndose paso entre los danzarines de la fraternidad de los diablos–. Soy el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros, quienes se entregan a la danza y borrachera en cada Carnaval. Así olvidan por unos días la dureza del medio en el que viven y la precariedad de un trabajo que apenas sí les da para subsistir con dignidad... 

Los danzarines, apenas lo vieron entrar en el Templo del Socavón, se hicieron a un lado dejándole el paso libre, mientras la Virgen de la Candelaria, patrona de los mineros, no le perdía de vista desde el retablo principal, donde estaba el fresco representando su inmaculada imagen y por donde pasaban, una y otra vez, los promesantes en los días del Carnaval.

El Tío, batiendo su capa de luces como el capote de un torero, avanzó de manera resuelta hacia ella, se dejó caer de rodillas y dijo:

–Vengo a bailártelo mi diablada con fe y devoción, y, si no es un agravio contra la fe, vengo también a divertirme con las Chinasupay, quienes tienen los deseos más ardientes que las llamas del infierno, queriéndose tragar a los hombres como a leñas del monte.

La Virgen, con su pequeño hijo en el brazo izquierdo, la candela en la mano derecha  y luciéndose con sus mejores atuendos y alhajas,  lo miró desde arriba, escrutándole el traje de deslumbrantes reptiles y batracios, que en las hombreras de su capa lucían como animales hechos de querubines, zafiros y esmeraldas.

La Virgen sabía que el Tío era el indiscutible promotor y protagonista central del Carnaval de Oruro, donde bailaba a sus anchas, borracho y enamorado, con el látigo de vergajo en una mano y el cetro de mando en la otra, a modo de advertir a todos que jamás habrá fuerza humana ni divina que ponga frenos a la danza de los diablos, capaces de arrancarle chispas al empedrado con sus tacones más claveteados que las herraduras del caballo.
El Tío, de semblante feroz y cuernos puntiagudos como para rasgar la franela del reino celestial, recorrió hasta los pies de la Mamita K’achamosa, levantó la cabeza y, dirigiéndole una mirada encendida por luces infernales, le dijo:

–Vengo desde la eterna noche de mi reino, lleno de fervor y hondo pesar, esperando poder confesarte mis pecados de pendenciero, mujeriego y bebedor.

La Virgen, como si estuviese sorda, no escuchó los pedidos de quien suplicaba bendiciones para abrir las puertas de su corazón; por el contario, le clavó una mirada severa, parecida a la saeta de un cazador de bestias, y le reprochó:

Eres el ángel caído por haberte rebelado contra la palabra de Dios, eres el príncipe de las tinieblas y tentador del género humano. Te pareces al reptil que se deja amilanar por Satanás como por la flauta de un encantador de serpientes. Así que no vengas con que aquí lo puse y no aparece, pobre diablo...

El Tío levantó las manos, se cubrió la cara y pensó: ¡Oh, mierdas! La Mamita conoce mis debilidades como si me hubiese parido. ¡Ah, pobre de mí!

La Virgen, al verlo con los hombros encogidos como un pájaro alicaído, se inclinó ligeramente hacia él y, rozándole los cuernos con la punta de los dedos, le advirtió:

–Deja ya de blasfemar en la casa del Señor, criatura inmunda. De nada sirve que vengas de rodillas y seas tan ligero de mente como de lengua, porque sé que detrás de tu mano se esconde la zarpa de Satanás. Y, por si lo has olvidado, te recuerdo que se puede luchar contra todo y todos en este mundo, pero nunca contra la santísima Iglesia ni contra el infinito poder de Dios.

–Lo único que quiero es confesarte mis pecados y bailártelo mi diablada, Mamita del Socavón –suplicó el Tío, con una voz parecida el lamento de las zampoñas….

–No me supliques nada que nada puedo hacer por ti –dijo la protectora de los mineros–. Y, por último, ¡vete al demonio con tus diabladas!...

El Tío, sintiéndose atravesado por la misma sensación de quien entrega su alma al diablo antes de ser excomulgado de la santa Iglesia, se puso de pie, miró de un lado a otro, de arriba a abajo y, como todo aquel que no quiere llevar en la conciencia el inconmensurable peso de traición contra el supremo Creador, se metió a rezar en voz baja, apenas perceptible: 

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo…

Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre… –se escuchó un coro de voces en la nave mayor; eran los danzarines de la fraternidad de la diablada, quienes, postrados, zalameros, y sujetando su feroz máscara en las manos, rezaban con fervor y profunda fe en los milagros de la patrona de los mineros.

El Tío dejó de rezar y salió del Templo, cubriéndose el rostro con su capa de pedrería y abriéndose paso entre los danzarines hacinados en la casa del Señor.

Mientras los devotos volvían a persignarse, pronunciando a coro: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…, el Tío se alejó del Santuario de la Virgen del Socavón entre tamboreros, platilleros y soplalatas que, haciendo vibrar la Plaza del Folklore, interpretaban la música de la diablada al compás binario de dos por cuatro y ritmo marcial.

Así fue como el Tío, disfrazado con su traje de Lucifer, retornó a las entrañas de la Pachamama, convencido de que cuando se cierran las puertas del cielo, se abren las del infierno, donde uno cae, ¡zas!, así nomás, luego de ser empujado por un soplo divino hacia las crepitantes llamas del antro dominado por Satanás y sus siervos.

–Ésta no fue la primera ni la última vez que me reprochó la Mamita del Socavón –se dijo el Tío, sentándose en su trono de rocas minerales–, pero fue la primera vez que me recordó mis orígenes y me echó en cara las verdaderas intenciones de mi condición de pecador, la primera vez que bailé a medias mi diablada, la primera vez que dejé de aplacar el fuego de mis deseos con las caricias de las Chinasupay y, como si fuera poco, la primera vez que estalló mi voz estruendosa en el fondo de la mina, maldiciendo a la desconocida madre que me parió, con esta espantosa fealdad que, acepte o no la Mamita K’achamosa, adquiere la belleza de un Lucifer sólo en los días del Carnaval.

Está claro que el Tío, desde aquella vez en que sus súplicas de confesión fueron negadas por la Virgen del Socavón, se sintió como un pobre desgraciado en medio de sus riquezas minerales, exactamente igual que los mineros que, a pesar de bailárselo con alegría y devoción año tras año, siguen siendo pobres, y mientras más pobres, más devotos y fiestacuetillos.

De todas maneras el Tío, a diferencia de los mineros, tenía la capacidad de superar los sinsabores de este mundo y reírse de las trampas que le tendía la vida procurándole su estrepitosa caída. No en vano era el soberano de los mineros y el Lucifer más respetado del Carnaval de Oruro, y si no me creen, que me lo desmientan los directivos de la Asociación de Conjuntos del Folklore… ¡Qué carachos! 

martes, 2 de diciembre de 2014


SOÑAR CON EL TÍO

Todo parece estar dicho: el Tío -mi Tío-, como advirtiéndome que allí donde manda capitán, no manda marinero, se metió en mi mundo onírico para impedir que sueñe con angelitos y escuche, como por línea telefónica, los mensajes del divino salvador.

Como ustedes ya saben, cada vez que caigo en un profundo sopor, en el que a veces me veo transportado a otras dimensiones, sueño impajaritablemente con el Tío, como si lo tuviera metido bajo la piel o él me tuviera delante de sus ojos que, más que ojos, parecen dos pozos de lodo y fuego.

En las secuencias del sueño, que duran entre 100 y 120 minutos, no se me aparece como en las películas de Chaplin, en escenas torpes ni en blanco y negro, sino en tecnicolor como en las películas de cinemascope. ¿Quién sabe por qué? Quizás porque el Tío tiene la facultad de filtrarse en el subconsciente con la misma facilidad con que se filtran las imágenes por la retina de la memoria.

Lo insólito del hecho es que, a pesar de avanzar contra su voluntad suprema, me siento poseído en cuerpo y alma por su espíritu demoniaco. Él mira todo a través de mis ojos y blasfema contra todos a través de mi boca, utilizándome como un médium cada vez que se le pega la santísima gana.

En los minutos y segundos del sueño, donde el Tío se me aparece, ora vestido de Lucifer, ora vestido de minero, no me atrevo a decirle nada por temor a herir su sensibilidad y menos a reprocharle por temor a herir su orgullo, pues un simple disgusto podría ser suficiente para encender la chispa de su furia y el principal motivo para poner fin a mi vida.

Anoche, como casi todas las noches, lo vi caminando de puntillas, en medio de la mortecina luz que emanaba el pabilo de la vela, y acercándose hacia mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio, se sentó en la cama. Puso la palmatoria en el velador, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así: Ahora que eres mi siervo y aliado, espero que no te eches pa’atrás y te arrepientas del pacto que sellaste conmigo. Tú me diste vida con tu imaginación, como Dios le dio vida al primer hombre con su divino aliento. Tú te esforzaste para que mi estatuilla, forjada en roca y arcilla, tuviera vida, voz y movimientos, y para que castigara a los que, en actitud de rebeldía y soberbia, desobedecen mis mandatos de soberano de las tinieblas, aun sabiendo que soy el absoluto dueño de las minas y sus riquezas.

Yo, viéndome rendido a merced del Tío, cuya mirada me atravesaba como un relámpago de fuego, primero me alegré por dentro y, a poco pensar que la cosa iba en serio, me angustié como nunca y dije para mis adentros: ¡Pucha, caray! ¿Por qué mierdas vendí mi alma al diablo? ¿Ahora qué hago?

Y como no sabía qué hacer, quise gritar, chillar, pedir auxilio, pero fue inútil; tenía la garganta seca y cerrada. Me sentía como una porquería cualquiera, como una criatura soltada de la mano de Dios, quien, por cierto, hace mucho ya que me negó su misericordia y me cerró las puertas de su paraíso celestial.


El Tío se levantó de la cama, alzó la palmatoria del  velador y, retirándose a paso lento y sin despedirse, se perdió detrás de la puerta, dejándome sumido en un remanso de dudas y temores. Lo más jodido es que uno, por mucho que no quiera, ama más al diablo que a Dios. Quizás sea porque dentro de nosotros habita más la maldad que la bondad de la leche humana. ¿O me equivoco?

Cuando desperté, el sol se encontraba en su punto más alto y en el cuarto aún flotaban palabras e imágenes difusas, como si el mismísimo Tío, a modo de macanearme más de la cuenta, los hubiese dejado allí, con la intención de hacerme creer que todo lo que forma parte de la realidad, forma también parte del mundo onírico en cuyo telón de fondo se reproducen, como en una película proyectada en función rotativa, las palabras e imágenes que bullen en el pozo de la memoria.

Desde que lo conocí al Tío, en mi primera visita al interior de la mina, no he dejado de pensar en él ni un solo instante. Lo llevo conmigo por donde ando y desando, como si fuese mi propia sombra, dispuesto a no dejarme vivir en paz, ni de noche ni de día. Y lo que es más grave, a veces, me parezco a él en los dichos y los hechos, pues queriendo hacer el bien, como todo filántropo de capa y espada, siempre acabo haciendo el mal por la maldita suerte de haber nacido de pies y no de cabeza.  

Apenas me senté en la cama, empecé a llorar bajito, como si el sueño hubiera sido una realidad y no un simple reflejo de mi fuero interno. Así estuve por un tiempo, hasta que escuché una voz llamándola desde el patio, donde los inquilinos de la casa, vestidos de luto y con guirnaldas de flores artificiales, se congregaron para asistir a mis funerales.

Eso sí, no puedo resistir a la tentación de compartir con ustedes mis sueños con el Tío, aunque siempre que escapo de sus garras, despertándome empapado en sudor y con una angustia devorándome por dentro, me siento como un condenado que retorna al reino de los vivos, cargando a cuestas un miedo acosador, que ni pa’qué les cuento.

Por lo demás, ustedes me dirán qué debo hacer para liberarme de él y de los sueños que, más que experiencias oníricas, parecen pesadillas metidas en el fondo de mi alma, atormentándome con la misma inmisericordia con que un amo atormenta a su esclavo, venga de donde venga. ¡Qué carachos!

Cuando encuentren una posible solución a mi problema existencial, les suplico que, por favor, me lo hagan saber a través de mi blog, correo electrónico o cuenta de Twitter; de lo contrario, esto que escribo después de haber huido de mi más reciente pesadilla, será lo último que les cuento en vida.

miércoles, 12 de noviembre de 2014


EL TÍO CASTRADO EN EL MUSEO MINERO DEL SOCAVÓN

I

Arribar a la cuna de los urus, en plena meseta alta del altiplano, es siempre un motivo para reencontrase con las leyendas y los mitos creados y recreados por el ingenio popular desde antes de que Oruro se llamara Oruro.

En esta misma ciudad, hecha de arenales, mineros, socavones, diablos y carnavales, tenía previsto visitarle al Tío en su ya legendaria morada, ubicada en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, en la parte derecha del Santuario de la Virgen del Socavón, donde lo admiran y veneran quienes ingresan a ese sui géneris museo que lo exhibe como a una criatura que, siendo mitad humano y mitad demonio, representa el sincretismo religioso de una ciudad en la que se funde lo real maravilloso con la tragedia social de los candorosos khoyarunas.

Lo insólito fue que para visitarlo, como si se tratase de un desconocido y no de un viejo amigo, primero tuve que comprar un ticket en la secretaría y luego aguardar mi turno en el templo del Santuario, en compañía de un grupo de turistas que, moviéndose de un lado para otro como saltimbanquis, sacaban fotografías hasta del espíritu de los santos; entretanto yo, plantado cual centinela de un palacio real, contemplaba en un muro de roca natural, que parecía el ornamento de la puerta de entrada al museo, la perfecta réplica de una veta mineralógica hecha con casiterita, vivianita y cuarzo.

En eso nomás, la delgada voz del guía irrumpió el silencio y los turistas se agruparon para iniciar el recorrido hacia el museo, que se encuentra aproximadamente a unos 75 metros bajo tierra. Sentí el golpe del olor a copajira* y el espeso aire a medida que descendía por los peldaños de una gradería que, más que tener el aspecto de una bocamina abierta en la época colonial, parece un pasadizo angosto y húmedo que conduce al infierno de Dante.

II

Al llegar al piso de la galería, sujetándome de una cuerda que facilita el descenso, lo primero que me llamó la atención fue una cueva horadada en la roca, donde yace, a los pies de la imagen de la Virgen del Socavón, un muñeco en reemplazo del Chiru Chiru; ese legendario personaje al que, además de considerarlo el Robin Hood de la Villa Imperial de San Felipe de Austria, se le atribuye el honor de ser el causante de la veneración a la Virgen de la Candelaria en la tierra de los urus, donde los mineros la tienen como a  su Patrona desde fines del siglo XVI; es decir, desde el día en que encontraron su imagen pintada en la guarida donde vivía y se escondía el Chiru Chiru.

Según cuenta la leyenda, transmitida de padres a hijos, este ladrón, de cabellera arremolinada y honda sensibilidad humana, guardaba y veneraba a la Virgen de la Candelaria en su ladronera. Los creyentes juran que la Virgencita le iluminó el alma con la luz de su candela, hiciera bien o hiciera mal, hasta la noche en que el ladronzuelo, en un intento por apoderarse de los bienes de un comerciante de escasos recursos, fue mortalmente herido con el frío metal de un cuchillo y arrojado a la calle como un perro andariego y sin dueño.

El Chiru Chiru, cubriéndose la herida con las manos, caminó moribundo hasta la altura de Khonchupata, donde se le apareció una mujer parecida a la ñusta Inti Wara, quien, a pesar de tener un niño aupado entre los brazos, le ofreció su ayuda y, con la bondad y la predisposición de un lazarillo, le concedió fuerzas con su aliento y lo guió a rastras hasta el cerro Pie de Gallo, donde lo dejó descansar hasta que entornó sus ojos por última vez. Días después, los lugareños encontraron su cadáver tendido en el fondo de la pedregosa guarida, donde la lumbre de una vela iluminaba la imagen de la Virgen de la Candelaria, pintada en tamaño casi natural sobre el friso de la roca.

–¡Es un milagro! –exclamaron al unísono, mientras se postraban delante de la imagen, echándose cruces y rezando las oraciones del Avemaría.

Así nació la leyenda del Chiru Chiru y la veneración católica a la santa madre de Dios en la Villa de San Felipe de Austria, que con el tiempo cambió su nombre por el de Oruro en homenaje a los urus, como la mina Pie de Gallo cambió su nombre por el de Socavón de la Virgen en honor a la inmaculada imagen de la Mamita K’achamoza.

III

En la galería del museo, dividida en cinco interesantes secciones e iluminada por la luz mortecina de los focos, se exhiben las herramientas y los implementos de trabajo usados desde la época de la explotación argentífera, en un ámbito en el que se aprecia el maderamen hecho con callapos para evitar los derrumbes, parajes trifurcados, buzones de descarga, chimeneas de ventilación, rajos con vetas de mineral y otros vestigios que dan una leve noción de cómo se realizaba la faena en el interior de la mina.

No cabe duda de que el museo, que en realidad forma parte de una antigua bocamina, posee piezas de indiscutible valor histórico en el contexto de la minería, sobre todo, en lo referente a los instrumentos de trabajo que se usaban para la excavación y recolección de minerales desde fines del siglo XIX.

En el recorrido se observan perforadoras, colección de planos, antiguas máquinas de calcular, diversos minerales expuestos en vitrinas, un carro metalero plantado sobre dos herrumbrosos rieles, equipamientos usados por los mineros en la Era del Estaño y, junto a una serie de artefactos curiosos como teodolitos y brújulas, también un explosor eléctrico y un reloj de péndulo de principios del siglo pasado (1920), que fue propiedad del magnate minero Mauricio Hochshild.

IV

Como es de suponer, en esta mi visita al museo, tenía ganas de sorprenderle con mi presencia al Tío, cuya estatuilla principal está en el fondo de la galería, en un paraje atestado de cigarrillos, hojas de coca, botellas de aguardiente, latas de cerveza y otras ofrendas que le dejaron los turistas, como cuando los mineros, sentados sobre los callapos de su paraje, en una suerte de acto ritual establecido por las creencias ancestrales, ch’allaban y pijchaban en su presencia, a manera de congraciarse con él, suplicándole que los ilumine para encontrar las vetas, que los proteja de los peligros y luego los deje salir con vida de los tenebrosos vericuetos de su reino.


Luego me alejé del grupo de turistas y me acerqué a paso seguro hasta donde está el Tío, sobre una suerte de plataforma y sentado en un falso trono de madera, luciendo una percudida indumentaria debajo de las serpentinas que rodean su cuerpo. Y, aunque no transluce el resplandor de su linaje, tiene la estatura normal, la mirada impertérrita y un fuerte hálito a tabaco y alcohol, un guardatojo calado hasta la punta de sus orejas, botas de caucho, bolsas de coca y cajetillas de cigarrillos en sus manos que parecen garras.

No se inmutó ni se sorprendió por mi presencia, hasta el instante en que le saludé con el mismo respeto de siempre.

–Cómo estás, querido Tío –le dije, con el rostro encendido por la alegría y el corazón ahíto de felicidad–. He venido a visitarte desde la ciudad de El Alto… 

–Te lo agradezco muchísimo, mi querido escribano –contestó con la ronca campana de su voz–. Ya sabía que estás por aquí desde antes de que cruzaras la puerta de rejas metálicas y forjadas a golpes de martillo. ¿O acaso piensas que estoy cojudo por estar metido en esta ratonera? ¿O que he perdido las facultades de atravesar las rocas y paredes con la mirada?

No le contesté nada, como cada vez que lo veía molesto por algo que no era de su entero agrado, porque contradecirle en sus cabales razonamientos, que casi siempre los expresa de manera rotunda y con los ojos chispeantes cual enjambres de luciérnagas, era como meterse en los mismísimos calderos del infierno. 

–No te molesta que haya venido, ¿verdad? –le pregunté con voz trémula, mientras paseaba la miraba entre las ofrendas esparcidas a su alrededor.

–Cómo me va a molestar pues, carajo; al contrario, estoy feliz de que hayas venido. Lo único que me preocupa es que para visitarme, primero tuviste que pagar y luego atravesar por un templo consagrado a la adoración de las imágenes sagradas de la Santa Iglesia. ¿Sí o sí? ¡Qué jodido! ¿Verdad?

–Lo importante es que estás en manos de los custodios de la congregación de Los Siervos de María.

–¡Bahhh! –refunfuñó con aire malhumorado. Después, ordenándome que le encienda un cigarrillo, añadió–: La verdad es que hubiera preferido estar en mi paraje de origen a que me exhiban como a una inaudita pieza en este museo, nada menos que con dos de mis replicas, una pequeña y otra mediana, que están expuestas también en esta misma galería, donde todos los días debo soportar las cojudas preguntas de los turistas y las embusteras explicaciones de los guías que les maman con teorías que ellos mismos inventan sobre el porqué de mi existencia y sobre el porqué me tienen en las catacumbas de este Santuario católico, donde más que ser un santo patrono, soy un triste convidado de piedra.

Guardé silencio más por temor a él que por respeto al Creador, pero sin dejar de mirarle de arriba a abajo, mientras guardaba el encendedor en el bolsillo de mi saco.

El Tío me atravesó con los candentes dardos de su mirada y, aspirando el humo del cigarrillo, dijo:

–Estoy harto de que los guías y turistas tengan una idea errada de mi existencia. Nadie sabe con exactitud quién soy y de dónde vengo. Los guías, haciéndose los pendejos, les cuentan a los turistas una sarta de suposiciones que no tienen nada que ver conmigo. Unas veces les dicen que soy la representación de Wari, aquel dios cruel y vengativo que, al sentirse traicionado por los urus, a quienes los había creado cerca del lago Poopó, quiso exterminarlos desatando las cuatro plagas que tenían la misión de devorarlos, pero los gigantescos animales no lograron su cometido, debido a que fueron petrificados por la ñusta Inti Wara, la misma que, según cuenta la leyenda, me obligó a refugiarme para salvar mi pellejo en el vientre de la montaña, donde más tarde me encontraron los mitayos. Ellos, al constatar que había sufrido una suerte de metamorfosis, porque tenía un aspecto más de diablo que de vicuña, me llamaron Tiw y empezaron a tratarme como su benefactor y a rendirme culto y tributo para que les conceda las riquezas minerales. Otras veces les dicen que personifico al Supay de los quechuas y aymaras, a esa deidad precolombina que no sólo reinaba en el ukhupacha, sino que también era idolatrado por los nativos, hasta que llegaron los conquistadores ibéricos, quienes, al enterarse de que el Supay encarnaba a un espíritu maligno y que su morada estaba en el vientre de la Pachachama, lo confundieron con el Satanás del mundo bíblico, con el impenitente Lucifer, con ese hermoso ángel que, tras rebelarse contra la sagrada voluntad del Creador, fue condenado a purgar su osadía entre las llamas del infierno.

–Entonces, ¿cuál es la verdad sobre tu origen?

–Eso no te lo puedo decir, ni siquiera de manera confidencial. Estoy seguro que lo divulgarías a través de tus escritos, como lo hacen los periodistas de la prensa rosa, que no respetan la dignidad ni intimidad de los famosos y faranduleros.

–Quizás por eso mismo, por guardar ese secreto en un insondable silencio, todos se dan el lujo de inventar hipótesis sobre tu nombre y tu origen.

–¡Así es, pues! –dijo con tanta rabia, que sus ojos se le pusieron al rojo vivo–. Eso sí, aunque mi imagen es similar a la de los demonios, no soy el diablo, sino el Tío. ¡Soy el Tío, carajo!...

–¿Y por qué no les explicas esto a los guías, para que de una vez por todas se dejen de inventar tu origen y a la madre que te parió?

–No es tan fácil ni tan difícil, pero sí imposible.

–Entonces, al menos puedes sugerirles que lean mis libros para despejar sus dudas.

–No, eso no les puedo sugerir por la sencilla razón de que los responsables del museo han prohibido difundir tus irreverentes teorías entre los turistas del exterior y los turistas de tierra adentro….

Lo escuché atento, como cuando conversábamos en el cuarto oscuro de mi casa, donde lo tenía como a huésped especial, siempre atendido como un soberano y siempre apapachado con infinito cariño.

Sin embargo, cuando terminó de hablar, yo mismo, como cualquier turista que tiene más dudas que certezas sobre su presencia en el museo, le pregunté: 
  
–Si los curas te consideran diablo, ¿por qué te tienen aquí, tan cerca de sus narices?

–Eso pregúntaselos a ellos –contestó–. Supongo que me toleran porque creen que soy una de las deidades de la cosmovisión andina o porque saben que un diablo castrado es menos peligroso que un diablo armado de lujuria y tridente. Y, como te decía hablando en pepas, aunque mi apariencia es similar a la de los demonios imaginados por los padres de la Iglesia, a los devotos de la Virgen no les importa un rábano mi rabo ni mis cuernos. 

Al cabo de un tiempo, mientras observaba con detenimiento el guardatojo que coronaba su testuz, advertí que le faltaban sus cuernos. No supe qué decir, pero me cargué de valor y le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Y tus cuernos? ¿Qué ha pasado con esas protuberancias óseas, gachas y puntiagudas que tenías en la parte frontal, como los símbolos de traición que lucen los maridos cornudos?

–Ya, ya, ya… ¡No te pases, carajo! ¡Cómo te atreves a faltarme el respeto! –gruñó con el rostro bermejo y los ojos desorbitados–. No es lo mismo tener cuernos por ser diablo que por ser marido cornudo…

–Pero volverán a crecerte, ¿no es así?

–Eso no lo sé, porque los siervos del Señor parece que, al cortármelos con una cierra de calar, me han destrozado incluso la queratina, esa proteína rica en azufre, que les daba resistencia y dureza a mis cuernos que, en lugar de caerse como las astas de los ciervos, se hacían cada vez más fuertes y no dejan de crecer.


La mutilación de sus cuernos, me hizo suponer lo peor; por eso volví a mirarlo de punta a punta, para constatar si acaso le faltaba algo más en su cuerpo, mitad de humano y mitad de bestia. Y, en efecto, me llevé una sorpresa del tamaño del Santuario al ver que entre sus piernas le faltaba su reverendo órgano masculino, que le servía no sólo como bastón de mando, sino también para copular con la Chinasupay y la Pachamama.

–¿Con qué las fecundarás ahora? –le pregunté al tiro–. Te han cercenado el nervio que, debido a sus poderosas dimensiones, te convertía en la envidia de los curitas y en el ensueño de las monjitas.
 
–¡De eso ni hablar! –repuso quitándose la colilla de los labios. Después Iluminó su vientre con el fulgor de su mirada y, con un dejo de tristeza que se le escapó desde el fondo del alma, añadió–: Si bien es cierto que no me han reducido la fortaleza física al cortarme con un cuchillo de mueve pulgadas para matar cerdos, como cuando Dalila le cortó la cabellera a Sansón para arrebatarle sus fuerzas divinas, es cierto también que me han condenado al celibato mientras viva en esta ratonera, donde me visitan los turistas nacionales y extranjeros para sacarse fotos conmigo, como si yo fuese una reliquia religiosa y no el dios y diablo de la mitología minera. Además, antes de que uno de los custodios de Los Siervos de María me castrara, como Zeus hizo con Cronos, para redimirse de su propio complejo, las gringuitas se tomaban fotos conmigo, asomando su dulce cara contra mi cara y apoyando su suave mano en la parte más noble y erecta de mi humanidad. Ahora las cosas han cambiado, los hombres ya no me admiran por mi potencia viril ni las mujeres se sienten atraídas por mi mutilado cuerpo; así que estoy jodido, jodido y re-que-te-jodido, como un pobre inválido que no truena ni suena, como un macho que, después de desgraciar a muchas mujeres, está condenado a pagar sus culpas entre abrojos y martirios.

En ese instante escuché la voz del guía que, después de haber llevado a los turistas de un lado para otro, enseñándoles los detalles del museo, anunció que era hora de salir. Entonces no tuve más remedio que despedirle del Tío, no sin antes dejarle una botella de aguardiente para que aplacara su sed y prometiéndole volver otro día para seguir con nuestra conversa en esta misma galería, donde los colonizadores y mitayos creían que las riquezas de la montaña brotaban apenas se arañaban las rocas. La fiebre por los metales preciosos fue tan grande, que algunos confundieron incluso la pirita con el oro, como si no supiera que no todo lo que brilla es oro. 
  
–Te prometo que volveré antes del Carnaval –le dije, dándole un cariñoso abrazo de despedida y sintiendo que, más que desprender un olor a azufre, como ocurre con los diablos de los avernos, desprendía un fuerte olor a tabaco, coca y alcohol.

El Tío bajó la mirada y exhaló un inevitable suspiro. Me apretó entre sus robustos brazos y, con lágrimas que anegaron el fuego de sus ojos, me dijo que estaría esperándome para revelarme un secreto que tenía celosamente guardado desde el día de su nacimiento.

Lo miré por última vez y caminé en dirección a la quinta sección del museo, donde está la gradería que conduce directamente hacia el atrio del Santuario, que es una de las metas de peregrinación de los fieles durante los días del Carnaval.

V

Apenas alcancé el último peldaño, aspiré el cálido aire de la Plaza del Folklore, donde el sol reverberaba encima del monumento al minero y donde todos los años, a tiempo de ch’allar en agradecimiento a las bondades dispensadas por la Pachamama y el Tío, los danzarines de la diablada bailan con devoción en honor a la Virgen de la Candelaria, quien hizo su aparición misteriosa en el cerro Pie de Gallo; más todavía, la alegoría coreográfica de la diablada está inspirada en la lucha del Bien contra el Mal, entre el Tío y el arcángel San Miguel, quienes, en un momento en que el fastuoso Carnaval se hace plegaria y danza, bailan hasta caer rendidos a los pies la Patrona de los mineros.

El mismo Tío, disfrazado con su suntuoso traje de luces, baila como Lucifer en la fastuosa fiesta pagano-religiosa, representando la fusión entre la deidad subterránea de la cosmovisión andina y el diablo de la cultura occidental, desde que los mineros, reunidos al conjuro del descubrimiento de la imagen de la Virgen, a fines de 1789, resolvieron reverenciarla durante tres días al año, desde el sábado de Carnaval, usando disfraces a semejanza del Tío, para luego brincotear al ritmo de una cautivante música, que nadie sabe quién compuso, como nadie sabe quién pintó el fresco de la Virgen en la guarida del Chiru Chiru.


Antes de abandonar la Plaza del Folklore, con un montón de ideas atravesadas en la mente, me quedé con la sospecha de que el Tío, a quien lo visité en la galería del Museo Minero del Socavón de Oruro, no quiere bailar en el Carnaval, porque carece de los atributos que debe tener un Lucifer, no sólo para batirse en un reto a muerte con el arcángel San Miguel, sino también la fuerza volcánica para enamorar a las Chinasupay, acostumbradas a gozar con la potencia viril y las caricias infernales del amo y señor de las riquezas minerales.

GLOSARIO

Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo y plomizo, proveniente de los relaves.
Ch’allar: Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol, chicha o cerveza.
Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
K’achamoza: Mujer hermosa y elegante.
Pijchar: Mascar hojas de coca.
khoyaruna: Minero (khoya = mina, Runa = persona).
Supay: Diablo, Satanás. Personaje que representa la simbiosis entre la región andina y de la religión católica.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Ukhupacha: Infierno. Mundo subterráneo por cuyos caminos se creía que peregrinaban los difuntos. Ukhupacha fue convertido en el infierno católico por el clero del coloniaje.