miércoles, 12 de noviembre de 2014


EL TÍO CASTRADO EN EL MUSEO MINERO DEL SOCAVÓN

I

Arribar a la cuna de los urus, en plena meseta alta del altiplano, es siempre un motivo para reencontrase con las leyendas y los mitos creados y recreados por el ingenio popular desde antes de que Oruro se llamara Oruro.

En esta misma ciudad, hecha de arenales, mineros, socavones, diablos y carnavales, tenía previsto visitarle al Tío en su ya legendaria morada, ubicada en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, en la parte derecha del Santuario de la Virgen del Socavón, donde lo admiran y veneran quienes ingresan a ese sui géneris museo que lo exhibe como a una criatura que, siendo mitad humano y mitad demonio, representa el sincretismo religioso de una ciudad en la que se funde lo real maravilloso con la tragedia social de los candorosos khoyarunas.

Lo insólito fue que para visitarlo, como si se tratase de un desconocido y no de un viejo amigo, primero tuve que comprar un ticket en la secretaría y luego aguardar mi turno en el templo del Santuario, en compañía de un grupo de turistas que, moviéndose de un lado para otro como saltimbanquis, sacaban fotografías hasta del espíritu de los santos; entretanto yo, plantado cual centinela de un palacio real, contemplaba en un muro de roca natural, que parecía el ornamento de la puerta de entrada al museo, la perfecta réplica de una veta mineralógica hecha con casiterita, vivianita y cuarzo.

En eso nomás, la delgada voz del guía irrumpió el silencio y los turistas se agruparon para iniciar el recorrido hacia el museo, que se encuentra aproximadamente a unos 75 metros bajo tierra. Sentí el golpe del olor a copajira* y el espeso aire a medida que descendía por los peldaños de una gradería que, más que tener el aspecto de una bocamina abierta en la época colonial, parece un pasadizo angosto y húmedo que conduce al infierno de Dante.

II

Al llegar al piso de la galería, sujetándome de una cuerda que facilita el descenso, lo primero que me llamó la atención fue una cueva horadada en la roca, donde yace, a los pies de la imagen de la Virgen del Socavón, un muñeco en reemplazo del Chiru Chiru; ese legendario personaje al que, además de considerarlo el Robin Hood de la Villa Imperial de San Felipe de Austria, se le atribuye el honor de ser el causante de la veneración a la Virgen de la Candelaria en la tierra de los urus, donde los mineros la tienen como a  su Patrona desde fines del siglo XVI; es decir, desde el día en que encontraron su imagen pintada en la guarida donde vivía y se escondía el Chiru Chiru.

Según cuenta la leyenda, transmitida de padres a hijos, este ladrón, de cabellera arremolinada y honda sensibilidad humana, guardaba y veneraba a la Virgen de la Candelaria en su ladronera. Los creyentes juran que la Virgencita le iluminó el alma con la luz de su candela, hiciera bien o hiciera mal, hasta la noche en que el ladronzuelo, en un intento por apoderarse de los bienes de un comerciante de escasos recursos, fue mortalmente herido con el frío metal de un cuchillo y arrojado a la calle como un perro andariego y sin dueño.

El Chiru Chiru, cubriéndose la herida con las manos, caminó moribundo hasta la altura de Khonchupata, donde se le apareció una mujer parecida a la ñusta Inti Wara, quien, a pesar de tener un niño aupado entre los brazos, le ofreció su ayuda y, con la bondad y la predisposición de un lazarillo, le concedió fuerzas con su aliento y lo guió a rastras hasta el cerro Pie de Gallo, donde lo dejó descansar hasta que entornó sus ojos por última vez. Días después, los lugareños encontraron su cadáver tendido en el fondo de la pedregosa guarida, donde la lumbre de una vela iluminaba la imagen de la Virgen de la Candelaria, pintada en tamaño casi natural sobre el friso de la roca.

–¡Es un milagro! –exclamaron al unísono, mientras se postraban delante de la imagen, echándose cruces y rezando las oraciones del Avemaría.

Así nació la leyenda del Chiru Chiru y la veneración católica a la santa madre de Dios en la Villa de San Felipe de Austria, que con el tiempo cambió su nombre por el de Oruro en homenaje a los urus, como la mina Pie de Gallo cambió su nombre por el de Socavón de la Virgen en honor a la inmaculada imagen de la Mamita K’achamoza.

III

En la galería del museo, dividida en cinco interesantes secciones e iluminada por la luz mortecina de los focos, se exhiben las herramientas y los implementos de trabajo usados desde la época de la explotación argentífera, en un ámbito en el que se aprecia el maderamen hecho con callapos para evitar los derrumbes, parajes trifurcados, buzones de descarga, chimeneas de ventilación, rajos con vetas de mineral y otros vestigios que dan una leve noción de cómo se realizaba la faena en el interior de la mina.

No cabe duda de que el museo, que en realidad forma parte de una antigua bocamina, posee piezas de indiscutible valor histórico en el contexto de la minería, sobre todo, en lo referente a los instrumentos de trabajo que se usaban para la excavación y recolección de minerales desde fines del siglo XIX.

En el recorrido se observan perforadoras, colección de planos, antiguas máquinas de calcular, diversos minerales expuestos en vitrinas, un carro metalero plantado sobre dos herrumbrosos rieles, equipamientos usados por los mineros en la Era del Estaño y, junto a una serie de artefactos curiosos como teodolitos y brújulas, también un explosor eléctrico y un reloj de péndulo de principios del siglo pasado (1920), que fue propiedad del magnate minero Mauricio Hochshild.

IV

Como es de suponer, en esta mi visita al museo, tenía ganas de sorprenderle con mi presencia al Tío, cuya estatuilla principal está en el fondo de la galería, en un paraje atestado de cigarrillos, hojas de coca, botellas de aguardiente, latas de cerveza y otras ofrendas que le dejaron los turistas, como cuando los mineros, sentados sobre los callapos de su paraje, en una suerte de acto ritual establecido por las creencias ancestrales, ch’allaban y pijchaban en su presencia, a manera de congraciarse con él, suplicándole que los ilumine para encontrar las vetas, que los proteja de los peligros y luego los deje salir con vida de los tenebrosos vericuetos de su reino.


Luego me alejé del grupo de turistas y me acerqué a paso seguro hasta donde está el Tío, sobre una suerte de plataforma y sentado en un falso trono de madera, luciendo una percudida indumentaria debajo de las serpentinas que rodean su cuerpo. Y, aunque no transluce el resplandor de su linaje, tiene la estatura normal, la mirada impertérrita y un fuerte hálito a tabaco y alcohol, un guardatojo calado hasta la punta de sus orejas, botas de caucho, bolsas de coca y cajetillas de cigarrillos en sus manos que parecen garras.

No se inmutó ni se sorprendió por mi presencia, hasta el instante en que le saludé con el mismo respeto de siempre.

–Cómo estás, querido Tío –le dije, con el rostro encendido por la alegría y el corazón ahíto de felicidad–. He venido a visitarte desde la ciudad de El Alto… 

–Te lo agradezco muchísimo, mi querido escribano –contestó con la ronca campana de su voz–. Ya sabía que estás por aquí desde antes de que cruzaras la puerta de rejas metálicas y forjadas a golpes de martillo. ¿O acaso piensas que estoy cojudo por estar metido en esta ratonera? ¿O que he perdido las facultades de atravesar las rocas y paredes con la mirada?

No le contesté nada, como cada vez que lo veía molesto por algo que no era de su entero agrado, porque contradecirle en sus cabales razonamientos, que casi siempre los expresa de manera rotunda y con los ojos chispeantes cual enjambres de luciérnagas, era como meterse en los mismísimos calderos del infierno. 

–No te molesta que haya venido, ¿verdad? –le pregunté con voz trémula, mientras paseaba la miraba entre las ofrendas esparcidas a su alrededor.

–Cómo me va a molestar pues, carajo; al contrario, estoy feliz de que hayas venido. Lo único que me preocupa es que para visitarme, primero tuviste que pagar y luego atravesar por un templo consagrado a la adoración de las imágenes sagradas de la Santa Iglesia. ¿Sí o sí? ¡Qué jodido! ¿Verdad?

–Lo importante es que estás en manos de los custodios de la congregación de Los Siervos de María.

–¡Bahhh! –refunfuñó con aire malhumorado. Después, ordenándome que le encienda un cigarrillo, añadió–: La verdad es que hubiera preferido estar en mi paraje de origen a que me exhiban como a una inaudita pieza en este museo, nada menos que con dos de mis replicas, una pequeña y otra mediana, que están expuestas también en esta misma galería, donde todos los días debo soportar las cojudas preguntas de los turistas y las embusteras explicaciones de los guías que les maman con teorías que ellos mismos inventan sobre el porqué de mi existencia y sobre el porqué me tienen en las catacumbas de este Santuario católico, donde más que ser un santo patrono, soy un triste convidado de piedra.

Guardé silencio más por temor a él que por respeto al Creador, pero sin dejar de mirarle de arriba a abajo, mientras guardaba el encendedor en el bolsillo de mi saco.

El Tío me atravesó con los candentes dardos de su mirada y, aspirando el humo del cigarrillo, dijo:

–Estoy harto de que los guías y turistas tengan una idea errada de mi existencia. Nadie sabe con exactitud quién soy y de dónde vengo. Los guías, haciéndose los pendejos, les cuentan a los turistas una sarta de suposiciones que no tienen nada que ver conmigo. Unas veces les dicen que soy la representación de Wari, aquel dios cruel y vengativo que, al sentirse traicionado por los urus, a quienes los había creado cerca del lago Poopó, quiso exterminarlos desatando las cuatro plagas que tenían la misión de devorarlos, pero los gigantescos animales no lograron su cometido, debido a que fueron petrificados por la ñusta Inti Wara, la misma que, según cuenta la leyenda, me obligó a refugiarme para salvar mi pellejo en el vientre de la montaña, donde más tarde me encontraron los mitayos. Ellos, al constatar que había sufrido una suerte de metamorfosis, porque tenía un aspecto más de diablo que de vicuña, me llamaron Tiw y empezaron a tratarme como su benefactor y a rendirme culto y tributo para que les conceda las riquezas minerales. Otras veces les dicen que personifico al Supay de los quechuas y aymaras, a esa deidad precolombina que no sólo reinaba en el ukhupacha, sino que también era idolatrado por los nativos, hasta que llegaron los conquistadores ibéricos, quienes, al enterarse de que el Supay encarnaba a un espíritu maligno y que su morada estaba en el vientre de la Pachachama, lo confundieron con el Satanás del mundo bíblico, con el impenitente Lucifer, con ese hermoso ángel que, tras rebelarse contra la sagrada voluntad del Creador, fue condenado a purgar su osadía entre las llamas del infierno.

–Entonces, ¿cuál es la verdad sobre tu origen?

–Eso no te lo puedo decir, ni siquiera de manera confidencial. Estoy seguro que lo divulgarías a través de tus escritos, como lo hacen los periodistas de la prensa rosa, que no respetan la dignidad ni intimidad de los famosos y faranduleros.

–Quizás por eso mismo, por guardar ese secreto en un insondable silencio, todos se dan el lujo de inventar hipótesis sobre tu nombre y tu origen.

–¡Así es, pues! –dijo con tanta rabia, que sus ojos se le pusieron al rojo vivo–. Eso sí, aunque mi imagen es similar a la de los demonios, no soy el diablo, sino el Tío. ¡Soy el Tío, carajo!...

–¿Y por qué no les explicas esto a los guías, para que de una vez por todas se dejen de inventar tu origen y a la madre que te parió?

–No es tan fácil ni tan difícil, pero sí imposible.

–Entonces, al menos puedes sugerirles que lean mis libros para despejar sus dudas.

–No, eso no les puedo sugerir por la sencilla razón de que los responsables del museo han prohibido difundir tus irreverentes teorías entre los turistas del exterior y los turistas de tierra adentro….

Lo escuché atento, como cuando conversábamos en el cuarto oscuro de mi casa, donde lo tenía como a huésped especial, siempre atendido como un soberano y siempre apapachado con infinito cariño.

Sin embargo, cuando terminó de hablar, yo mismo, como cualquier turista que tiene más dudas que certezas sobre su presencia en el museo, le pregunté: 
  
–Si los curas te consideran diablo, ¿por qué te tienen aquí, tan cerca de sus narices?

–Eso pregúntaselos a ellos –contestó–. Supongo que me toleran porque creen que soy una de las deidades de la cosmovisión andina o porque saben que un diablo castrado es menos peligroso que un diablo armado de lujuria y tridente. Y, como te decía hablando en pepas, aunque mi apariencia es similar a la de los demonios imaginados por los padres de la Iglesia, a los devotos de la Virgen no les importa un rábano mi rabo ni mis cuernos. 

Al cabo de un tiempo, mientras observaba con detenimiento el guardatojo que coronaba su testuz, advertí que le faltaban sus cuernos. No supe qué decir, pero me cargué de valor y le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Y tus cuernos? ¿Qué ha pasado con esas protuberancias óseas, gachas y puntiagudas que tenías en la parte frontal, como los símbolos de traición que lucen los maridos cornudos?

–Ya, ya, ya… ¡No te pases, carajo! ¡Cómo te atreves a faltarme el respeto! –gruñó con el rostro bermejo y los ojos desorbitados–. No es lo mismo tener cuernos por ser diablo que por ser marido cornudo…

–Pero volverán a crecerte, ¿no es así?

–Eso no lo sé, porque los siervos del Señor parece que, al cortármelos con una cierra de calar, me han destrozado incluso la queratina, esa proteína rica en azufre, que les daba resistencia y dureza a mis cuernos que, en lugar de caerse como las astas de los ciervos, se hacían cada vez más fuertes y no dejan de crecer.


La mutilación de sus cuernos, me hizo suponer lo peor; por eso volví a mirarlo de punta a punta, para constatar si acaso le faltaba algo más en su cuerpo, mitad de humano y mitad de bestia. Y, en efecto, me llevé una sorpresa del tamaño del Santuario al ver que entre sus piernas le faltaba su reverendo órgano masculino, que le servía no sólo como bastón de mando, sino también para copular con la Chinasupay y la Pachamama.

–¿Con qué las fecundarás ahora? –le pregunté al tiro–. Te han cercenado el nervio que, debido a sus poderosas dimensiones, te convertía en la envidia de los curitas y en el ensueño de las monjitas.
 
–¡De eso ni hablar! –repuso quitándose la colilla de los labios. Después Iluminó su vientre con el fulgor de su mirada y, con un dejo de tristeza que se le escapó desde el fondo del alma, añadió–: Si bien es cierto que no me han reducido la fortaleza física al cortarme con un cuchillo de mueve pulgadas para matar cerdos, como cuando Dalila le cortó la cabellera a Sansón para arrebatarle sus fuerzas divinas, es cierto también que me han condenado al celibato mientras viva en esta ratonera, donde me visitan los turistas nacionales y extranjeros para sacarse fotos conmigo, como si yo fuese una reliquia religiosa y no el dios y diablo de la mitología minera. Además, antes de que uno de los custodios de Los Siervos de María me castrara, como Zeus hizo con Cronos, para redimirse de su propio complejo, las gringuitas se tomaban fotos conmigo, asomando su dulce cara contra mi cara y apoyando su suave mano en la parte más noble y erecta de mi humanidad. Ahora las cosas han cambiado, los hombres ya no me admiran por mi potencia viril ni las mujeres se sienten atraídas por mi mutilado cuerpo; así que estoy jodido, jodido y re-que-te-jodido, como un pobre inválido que no truena ni suena, como un macho que, después de desgraciar a muchas mujeres, está condenado a pagar sus culpas entre abrojos y martirios.

En ese instante escuché la voz del guía que, después de haber llevado a los turistas de un lado para otro, enseñándoles los detalles del museo, anunció que era hora de salir. Entonces no tuve más remedio que despedirle del Tío, no sin antes dejarle una botella de aguardiente para que aplacara su sed y prometiéndole volver otro día para seguir con nuestra conversa en esta misma galería, donde los colonizadores y mitayos creían que las riquezas de la montaña brotaban apenas se arañaban las rocas. La fiebre por los metales preciosos fue tan grande, que algunos confundieron incluso la pirita con el oro, como si no supiera que no todo lo que brilla es oro. 
  
–Te prometo que volveré antes del Carnaval –le dije, dándole un cariñoso abrazo de despedida y sintiendo que, más que desprender un olor a azufre, como ocurre con los diablos de los avernos, desprendía un fuerte olor a tabaco, coca y alcohol.

El Tío bajó la mirada y exhaló un inevitable suspiro. Me apretó entre sus robustos brazos y, con lágrimas que anegaron el fuego de sus ojos, me dijo que estaría esperándome para revelarme un secreto que tenía celosamente guardado desde el día de su nacimiento.

Lo miré por última vez y caminé en dirección a la quinta sección del museo, donde está la gradería que conduce directamente hacia el atrio del Santuario, que es una de las metas de peregrinación de los fieles durante los días del Carnaval.

V

Apenas alcancé el último peldaño, aspiré el cálido aire de la Plaza del Folklore, donde el sol reverberaba encima del monumento al minero y donde todos los años, a tiempo de ch’allar en agradecimiento a las bondades dispensadas por la Pachamama y el Tío, los danzarines de la diablada bailan con devoción en honor a la Virgen de la Candelaria, quien hizo su aparición misteriosa en el cerro Pie de Gallo; más todavía, la alegoría coreográfica de la diablada está inspirada en la lucha del Bien contra el Mal, entre el Tío y el arcángel San Miguel, quienes, en un momento en que el fastuoso Carnaval se hace plegaria y danza, bailan hasta caer rendidos a los pies la Patrona de los mineros.

El mismo Tío, disfrazado con su suntuoso traje de luces, baila como Lucifer en la fastuosa fiesta pagano-religiosa, representando la fusión entre la deidad subterránea de la cosmovisión andina y el diablo de la cultura occidental, desde que los mineros, reunidos al conjuro del descubrimiento de la imagen de la Virgen, a fines de 1789, resolvieron reverenciarla durante tres días al año, desde el sábado de Carnaval, usando disfraces a semejanza del Tío, para luego brincotear al ritmo de una cautivante música, que nadie sabe quién compuso, como nadie sabe quién pintó el fresco de la Virgen en la guarida del Chiru Chiru.


Antes de abandonar la Plaza del Folklore, con un montón de ideas atravesadas en la mente, me quedé con la sospecha de que el Tío, a quien lo visité en la galería del Museo Minero del Socavón de Oruro, no quiere bailar en el Carnaval, porque carece de los atributos que debe tener un Lucifer, no sólo para batirse en un reto a muerte con el arcángel San Miguel, sino también la fuerza volcánica para enamorar a las Chinasupay, acostumbradas a gozar con la potencia viril y las caricias infernales del amo y señor de las riquezas minerales.

GLOSARIO

Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo y plomizo, proveniente de los relaves.
Ch’allar: Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol, chicha o cerveza.
Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
K’achamoza: Mujer hermosa y elegante.
Pijchar: Mascar hojas de coca.
khoyaruna: Minero (khoya = mina, Runa = persona).
Supay: Diablo, Satanás. Personaje que representa la simbiosis entre la región andina y de la religión católica.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Ukhupacha: Infierno. Mundo subterráneo por cuyos caminos se creía que peregrinaban los difuntos. Ukhupacha fue convertido en el infierno católico por el clero del coloniaje.

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