jueves, 27 de noviembre de 2014


POETAS MALDITOS

Conozco a algunos poetas malditos que, como castigados por un delirante destino, beben sus versos en toneles de licor, como paisanos que se entregan al amor ciego, incluso a riesgo de caer en el fango del dolor o perder la vida de un modo insólito. Sé que el desprecio y la incomprensión minaron sus existencias, aunque ellos no se dejaron apabullar por los dimes y diretes, conscientes de que toda forma de libertad tiene un precio y que la poesía no tiene la función de reflejar la sociedad sino de subvertirla.

No revelaré sus nombres, no viene a cuenta ni creo que sería de su agrado, pero tomaré sus experiencias para reflexionar en torno a la conducta de los llamados por sus pares poetas malditos, quienes, independientemente de su genialidad y talento, son marginados por sus contemporáneos y casi nunca reconocidos en vida; especialmente si llevan una existencia bohemia, desarrollando un arte provocativo y rechazando las normas establecidas por los convencionalismos sociales y los cánones políticamente correctos.

Los poetas malditos, en honor a su consagrado apelativo, son bohemios empedernidos, que declaman sus versos con el corazón en la boca, mientras el tufo del alcohol y el humo del cigarrillo rompen en pedazos la tertulia de amigos, donde todos comparten la ley de beber noche y día, hasta quedar hechos lona, agotados de empinar el codo y besar el gollete de la botella; al fin y al cabo, comparten más o menos una misma historia personal: no tienen familia, trabajo ni bienes inmuebles, por asumir la pose de antihéroes, hasta terminar, en algunos casos, tirados en la miserable intemperie.

Los poetas malditos son dueños de todo y de nada. Sus versos son el cante jondo de su alma herida y un grito de pavor bajo el manto estrellado de la noche. Su poesía es tiempo comprimido como sus vidas, más comprimido todavía si, en lugar de dedicarle más tiempo a la escritura, optan por el camino del suicidio tras un síndrome de abstinencia, que los sumerge en una profunda depresión y melancolía.

Los poetas malditos tienen una genialidad al borde de la locura, una lucidez verbal que logra desnudar el lenguaje y una honestidad a prueba de balas, que les permite revelar los secretos de la vida, el amor y la muerte; a veces, recluidos en la soledad, dándole duro a la máquina de escribir y combinando sus largos períodos de aislamiento con botellas de aguardiente, soportan los flagelos de su cotidianeidad, invocando a la muerte como si se tratara de una encumbrada dama, a quien ruegan concederles la paz en el territorio de los difuntos.

Los poetas malditos, por antonomasia y legítimo derecho, son raras avIs, controvertidos y periféricos. Están en contra de la lógica formal, la disciplina y el refinamiento burgués. No en vano son retratados como desiguales respecto a la sociedad, con vidas trágicas y entregados con frecuencia a tendencias autodestructivas; todo esto a despecho de sus dones literarios, cuyo lenguaje poético transgrede las fronteras de lo convencional. Escriben a espaldas de la cultura oficial y hasta atentan contra la moral pública. Se mueven en los márgenes de la literatura, en los extramuros de la convención social, alejados siempre de la ortodoxia de escribas dóciles y escribanos de medio pelo.

Les Poètes maudits (Los poetas malditos), el libro de ensayos escrito por el francés Paul Verlaine, cuya primera edición data de 1884, es el que mejor define a los poetas hechos de bohemia y excesos, cuando dice que el genio de cada uno de ellos es también su maldición, pues los aleja del resto de las personas de costumbres atávicas, llevándolos a acogerse en el hermetismo y la autodestrucción como formas de existencia y escritura.

El concepto de Verlaine sobre el malditismo fue tomado de Bendición, poema de Charles Baudelaire, que está en el inicio de su libro Las flores del mal (1857), donde se sugiere que los poetas malditos son como los desequilibrados mentales que, además de depresivos y melancólicos, sólo pueden vivir en absoluta libertad, entregados a una existencia autodestructiva que, tarde o temprano, los induce hacia submundos parecidos a los avernos de Dante.

Sin embargo, su poesía, inspirada en su propia realidad existencial, transmite los vericuetos de sus sentimientos más profundos y profanos, que son criticados por los defensores de las buenas costumbres ciudadanas y los académicos que abogaban por una escritura propia de los salones literarios, donde no siempre se rescata la locura como fuente de creatividad y mucho menos las ideas irreverentes que, aparte de ser las llaves que abren las puertas del mundo mágico de las palabras, sirven para cosechar las ideas revolucionarias de una época.

Los poetas malditos, que se tornan en los personajes de sus propias obras, son tripulantes de una nave de locos, donde todos o casi todos viven a la deriva entre nubes de cigarrillos y oleajes de alcohol, lejos del cuerdo razonamiento y apartados de los códigos moralizantes de una sociedad hecha a golpes de normas y leyes preestablecidas por los poderes de dominación. Algunos de ellos, que allanan los caminos por los que luego transitan los sabios y eruditos de las ciencias humanas, atracan en los puertos del pecado y pronuncian discursos desafiantes contra las leyes divinas.

Estos poetas de pensamientos incendiarios, que escriben entre la locura y la lucidez, son los apóstoles que empujan los carros de la historia de la literatura, no sólo porque son hábiles en el manejo del lenguaje, sino también porque están liberados de los chalecos de fuerza impuestos por una sociedad conservadora y retrógrada, que escucha más a los prelados del ámbito religioso que a los filósofos que convierten el libre albedrío en una admirable virtud.

Los poetas malditos saben que su oficio consiste en captar el instante poético, donde el principio y el final no sólo se unen sino que se funden. Las palabras que casa el poeta no las separe el lector, salvo la misma respiración del poeta, quien hace un alto entre verso y verso, para echarse otro trago y aliviar la resaca. No cabe duda de que son rebeldes en la actitud y el verbo, escriben poemas exentos de métrica, rima y aliteración; en ellos, los versos breves, lacónicos, cargados de ironía, humor y reflexión, son como relámpagos que iluminan las penumbras del alma y aguijones que penetran en la mente del lector.

Los poetas malditos son conscientes de que la palabra tiene un poder trascendental cuando ésta es manejada por la destreza idiomática de quien aprendió a domar al lenguaje como a un potro salvaje, dejando de lado los artificios que tienen que ver con lo fónico, semántico y sintáctico del verso.

Ellos aprenden a sintetizar en pocas palabras las situaciones más difíciles, a economizar el lenguaje para simplificar las expresiones complejas, explayando siempre un lenguaje lúdico que, una vez convertido en metáforas de hondo sentimiento, calan como sables en la conciencia y los instintos naturales del individuo, que busca avivar su sed de amor o mitigar la pena de un amor perdido.

Asimismo, como respuesta a la métrica de la poesía clásica, que está llena de figuras de dicción y resonancias musicales, insisten en practicar el verso libre, convencidos de que la musicalidad no es un recurso suficiente para expresar todo lo que los sentidos percibían de la realidad, antes de que ésta sea transformada en poesía viva o en antipoesía.

De un modo general, no están acostumbrados a manifestar sus pensamientos y sentimientos de manera indirecta, sugerida, disfrazada; en esto se diferencian de quienes, creyendo hacer una poesía figurativa y altamente estética, suelen escribir con circunloquios, evitando no herir la sensibilidad ajena ni contradecir el consabido precepto de que una poesía sin ritmo no es poesía.

Valga señalar que la mayoría de los poetas malditos son autores de una obra proteica, olvidada y, no pocas veces, menospreciada y vilipendiada, pues no sólo se enfrentan a un entorno hostil, sino también a las críticas de los doctores de la literatura. No obstante, por muy tarde que lleguen a la cita con la historia, sus obras, en algunos casos dispersas y escasas, tienen la fuerza de salir de los sótanos oscuros de la indiferencia y emerger a la luz de la superficie, como una prueba contundente de que todo lo que es bueno y auténtico, más que acabar soterrado, está destinado a sobreponerse a los polvos del olvido y al paso del tiempo.  

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