LAS
ALMAS DE CATAVI
En
el patio de una envejecida vivienda, ubicada detrás de la antigua Casa Gerencia
de Catavi, se escuchan los ladridos de un perro que parece enloquecer cada vez
que oye el prolongado silbido de una sirena instalada en el techo del Teatro
Simón I. Patiño. Esto sucede todos los días, perro y sirena invaden el silencio
al filo de la madrugada, cuando ni siquiera la luz del alba alcanzó a filtrarse
en las viviendas ni los primeros rayos del sol lograron posarse en la punta de
los cerros.
Los caídos en la
masacre de Catavi
El
perro sale de su caseta, bate la cola a diestra y siniestra, y comienza a
aullar como si el lamento de las almas en pena se hubiese desatado en su
interior, hasta que las trompetas de la sirena dejan de ulular y la población
vuelve otra vez a la calma, al mismo tiempo que el perro vuelve a meterse en su
caseta construida con cajones de dinamitas.
Las
mujeres más supersticiosas están seguras de que el perro ve el ánima de quienes
perdieron la vida accidentados en el Ingenio Victoria, sin despedirse de sus
padres, esposas ni hijos. Pero también que ve el alma de los mártires que
cayeron abatidos en la masacre de la pampa María Barzola, la mañana del 21 de
diciembre de 1942, cuando una marcha de mineros y palliris se dirigía hacia la Gerencia de Catavi, para reclamar por
sus derechos laborales, al son de atronadores gritos de protesta, cachorros de
dinamita, banderas rojas tendidas al viento y un pliego petitorio aprobado en
asamblea general.
El
perro, que tiene una alzada regular, la pelambre negra y cerdosa, moderadamente
larga, y la mirada profundamente triste, como la de los perros de la puna,
acostumbrados a pelear contra los soplos del viento y las corrientes de aire
frío, corretea por el patio haciendo cabriolas, siempre que su dueño le sirve
su comida en un plato de fierro losado, y, aunque no es un perro de caza sino
de casa, persigue a los gatos del vecindario como si fuesen sus presas.
Espíritus en
sitios emblemáticos
Apenas
asoman las penumbras del ocaso, despierta de su extendida siesta, abre sus
melancólicos ojos y agita su cabeza, da saltos impulsándose sobre sus patas
traseras y, haciendo restallar la cola como un látigo en el aire, enseña sus
afilados colmillos bajo la luz de la luna que, en las noches despobladas de
estrellas, parece un plato de porcelana suspendido sobre los cerros. Es un
perro inteligente, hiperactivo, de orejas largas y actitud valiente, tan
valiente que es capaz de enfrentarse, con bravura y potente ladrido, a las
almas que merodean por las cercanías del Teatro Simón I. Patiño, el Hospital
Obrero y la antigua Casa Gerencia, en la que ahora no habitan más los espíritus
de las gringas y los gringos que, en su condición de técnicos de la empresa,
vivieron como verdaderos aristócratas a costa del sudor de los obreros, gozando
de todos los privilegios en las amplias y cómodas viviendas, que actualmente
están abandonadas y desoladas, como si un colosal ventarrón hubiese cruzado por
esta población minera, llevándose consigo toda su grandeza y esplendor, tras la
aplicación del Decreto Supremo 21060 y la posterior relocalización, que provocó una masiva emigración de sus habitantes
hacia el campo y las ciudades.
El perro y la
sirena
La
sirena, que cada mañana y cada noche se escucha en Catavi, se parece en algo a
la sirena que había en Siglo XX, la misma que primero sirvió para hacer señales
en un barco mercante chileno y luego para indicar la hora de entrada y salida
de los trabajadores mineros; y, como no podía ser de otra manera, para convocar
a las asambleas en la Plaza del Minero, donde la sirena, que emitía un sonido
estridente desde la azotea de la sede sindical, jugaba un rol importante en los
momentos en que se agudizaban los conflictos sociales, cuando anunciaba la
presencia militar, las masacres y apresamientos de los dirigentes.
Cuando
la sirena toca por última vez en Catavi, cerca de la medianoche, el perro se
arma de coraje para ahuyentar a las almas de los obreros muertos en el Ingenio
Victoria y la pampa María Barzola, con la misma bravura con que aleja a los
extraños que se acercan a la puerta del patio, donde el perro ladra y aúlla
como un lobo herido, hasta que la sirena se calla como por mandato supremo en
medio de la oscuridad.
Los
cataveños aseguran que, a eso de la medianoche y cuando la sirena invade los
dominios del silencio, el perro detecta con su fino olfato el olor del almita
del minero que se hizo volar con cartuchos de dinamita. Dicen que el animal lo
ve como a un ser esquivo y huidizo, como si sintiera miedo, el mismo miedo que
él provoca con su presencia entre los vivos. Los testigos revelan que, algunas
noches, el almita se aparece como una silueta ensangrentada en las paredes de
la antigua Casa Gerencia y, otras veces, convertido en el espectro de una persona
mutilada que se desliza con agilidad felina, que traspasa los muros de las
habitaciones, sin necesidad de abrir puertas ni ventanas, y que se detiene en
el jardín que parece un paraíso, donde contempla la belleza cromática de las
flores y el macizo tronco de dos enormes árboles, en torno a los cuales solían
jugar los hijos de los gerentes de la empresa.
El almita del
minero inmolado
Su
paso por las habitaciones deja impregnado un olor a dinamitas y carne
chamuscada, y su presencia en el jardín de la antigua Casa Gerencia es breve,
tan breve que apenas dura lo que dura el toque de la sirena, porque cuando ésta
enmudece de golpe, el perro deja de ladrar como si le hubieran cortado la
lengua. Sólo entonces vuelve a meterse en su caseta y se tiende a descansar
sobre las frazadas sucias y deshilachadas que, a veces, aparecen en el patio
expuestas bajo el sol.
El
almita en pena, que el perro ve todas las noches, corresponde al minero que se
inmoló de manera atroz y sin precedentes. Quienes lo conocieron en los
campamentos de Siglo XX y Catavi, donde vivió y trajinó desde muy joven,
aseveran que el almita no encuentra el descanso eterno desde su trágica muerte,
acaecida aquel martes 30 de marzo del 2004, cuando entró en el edifico anexo
del Congreso Nacional, a unos cincuenta metros del Palacio de Gobierno, armado
con varios cartuchos de dinamita adheridos al cuerpo. Los policías de
seguridad, que intentaron arrebatarle los detonadores que llevaba en las manos,
forcejearon un instante con el minero, hasta que éste los activó y la explosión
los hizo volar por los aires en medio de una ventolera de fuego, sangre, polvo
y hojas de coca.
La
onda expansiva, que se oyó a varias cuadras a la redonda y llegó hasta el
corazón mismo de la sede de gobierno, hirió al menos a diez policías, hizo
añicos los vidrios de las ventanas y dejó mutiladas a las víctimas, cuyos
cuerpos volaron como piltrafas de muñecos de trapo, disparados por el soplo de
la explosión. Y eso que no se activaron todas las dinamitas, ni las que el
minero llevaba sujetas en la espalda ni los cinco kilos de explosivos que
cargaba en el maletín. Poco después, los restos dispersos fueron metidos en
bolsas negras de polietileno y retirados del edificio, donde no quedó más que
escombros, manchas de sangre, pedazos de carne chamuscada y las hojas de coca
que el minero llevaba en una bolsita de plástico.
El almita no
retornó para vengarse
Las
personas que no se movieron de Catavi, por nada ni para nada, ni antes ni
después de la relocalización, cuentan
que al almita del minero inmolado, que parece haber retornado desde el más allá
para reclamar sus derechos en la Gerencia de la Empresa Minera Catavi, se lo
siente por las noches como un vientecillo helado, incluso se escuchan sus pasos
en los adoquines de la Avenida Bolívar y se lo escucha llorar en los pasillos
fríos y vacíos de lo que antes fuera el Hospital Obrero, donde se encienden y
apagan las luces por las noches, mientras se escuchan quejidos y lamentos por
todas partes.
Los
lugareños cuentan que el almita llora por sus wawitas que quedaron huérfanos y por la desgracia de sus compañeros
que perdieron su trabajo, pulpería y hogar, y, por si fuera poco, que quedaron
en la cochina calle. Él no hizo más
que exigir justicia en honor a la verdad, porque cuando se hizo volar con los
cartuchos de dinamitas, estaba reclamando la devolución de sus aportes al
sistema de jubilación, después de haber trabajado 14 años en la Corporación
Minera de Bolivia (COMIBOL).
El
almita no ha retornado para hacer daño, afirman una y otra vez. Él no quiere
descargar su venganza contra nadie. Sólo quiere que hagamos penitencia para que
no se condene como espíritu maligno. Por eso rezamos a su nombre, para que un
día encuentre la paz en su última morada, porque en vida fue una persona muy
buena y querida. No hizo daño a nadie, pero tampoco se puede negar que tuvo una
muerte por demás violenta. Hacerse volar con dinamitas debe ser como comprarse
un pasaje directito al infierno, ¿no ve?
El almita se
aparece en varios sitios
Parece
que no quiere marcharse de Catavi. Se ha quedado con nosotros y entre nosotros,
porque estaba ligado afectivamente a la producción minera y a las personas que
lo querían y respetaban. Ésa es la razón por la que su alma descarnada, que
está atrapada entre el mundo de los vivos y los muertos, se manifiesta en
diferentes lugares. Algunos lo han visto ingresar al Teatro Simón I Patiño,
sentarse en el sillón de cuero del palco de preferencia, que antes estaba
reservado para el gerente de la empresa. También lo han visto ingresar en la
Escuela de Enfermería, donde los papeles de la oficina vuelan encima del
escritorio sin que nadie los toque. Eso no es todo, otros cuentan que, pasada
la medianoche, cuando el perro negro, que vive cerca de la antigua Casa
Gerencia, deja de ladrar y la sirena deja emitir un sonido capaz de despertar a
los muertos, el almita se mete en el Sauna
Turco de los baños termales y hace fila en las ventanillas de lo que antes
era la pulpería de la empresa.
Como
nadie atenderá las demandas del minero que, por no tener jubilación, trabajo ni
pan que llevar a su casa, se inmoló en el edifico anexo del Congreso Nacional,
su ánima seguirá deambulando por las dependencias de la antigua Casa Gerencia,
mientras el perro, que vive encerrado en el patio de la casa envejecida,
persiguiendo a los gatos y espantando a los intrusos, seguirá ladrándole toda
vez que oiga el agudo ulular de la sirena, que inunda el silencio desde por la
mañana hasta la media noche.
Las almas de
palliris y mineros
Los
aullidos del perro, que se confunden con el ulular de la sirena, son una prueba
fehaciente de que las almas de las palliris
y los mineros muertos en circunstancias trágicas, no han encontrado la paz
eterna en su tumba; al contrario, retornaron para hacer cumplir sus demandas
laborales en las oficinas de la Gerencia de la Empresa Minera Catavi que, hoy
por hoy, están desmanteladas desde que se produjo el retiro colectivo de los trabajadores, quienes cargaron sus
pertenencias en los camiones Leyland
y dejaron los campamentos rumbo a otros horizontes, con la esperanza de
encontrar nuevas y mejores condiciones de vida.
En
tanto en las calles y casas de esta población, cuya grandeza parece haber sido
borrada de un plumazo de la historia del movimiento obrero boliviano, se
quedaron las almas de las palliris y
los mineros que, noche tras noche, son ladrados por el perro que los ve aparecerse
cada vez que oye el ulular de la sirena instalada en el techo del Teatro Simón
I. Patio, único monumento que permanece intacto desde que el magnate minero
mandó a construirlo con bloques de piedra labrada y con la intención de
preservarlo para la posteridad, como uno de los mayores símbolos de la primera
gran industria minera, que se instaló al pie de los cerros volcánicos de
Catavi.
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