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martes, 17 de septiembre de 2024

 

CONVERSACIONES CON EL TÍO DE POTOSÍ

El protagonista principal de Conversaciones con el Tío de Potosí es un ser ambivalente entre lo sagrado y lo profano, entre lo celestial y lo infernal, que habita desde tiempos de la colonia en los tenebrosos socavones del Sumaj Orq’o. Es una de las deidades centrales de la cosmovisión andina y un personaje fantástico del mundo minero, donde los mitos y las leyendas se ensamblan de manera extraordinaria con las creencias y tradiciones de las culturas ancestrales.

Los relatos de este libro se fraguaron en una oscura habitación de la ciudad de El Alto, donde entablé amenas conversaciones con la estatuilla del Tío de Potosí, quien, en su condición de ser fabuloso, apareció en el ámbito minero tras el sensacional descubrimiento de los yacimientos de plata en las serranías del altiplano, donde miles de conquistadores se dieron cita con la intención de amasar fortunas. Desde entonces, el pueblo quechua de Kantumarca se convirtió en la Villa Imperial de Potosí y sus riquezas minerales en recursos que llenaron las arcas de la monarquía europea.

En el primer relato, titulado El Tío del Sumaj Orq´o, el autor presenta al personaje central de la obra. Acto seguido, ambos se encierran en un cuarto para intercambiar opiniones de carácter pagano, religioso y científico, como si de veras los diálogos estuviesen estructurados sobre la base de argumentos válidos tanto para los creyentes como para los agnósticos.

Conversaciones con el Tío de Potosí, cuyo personaje principal es el dios y el diablo de la mitología minera, es un volumen compuesto por más de una treintena de relatos en los que se abordan diversos temas inherentes a la condición humana y al sincretismo pagano-religioso vigente en la cultura boliviana. Las conversaciones no están exentas de polémicas discusiones y encendidas arengas, en las que se ventilan tratados filosóficos, la sabiduría popular, los postulados religiosos y, como es natural, una serie de críticas sociales que, con palabras y frases corrosivas, generan sátiras socioculturales del presente y el pasado.

No pocas veces, los diálogos entre el autor y el Tío, que empiezan como una amable conversación, terminan en acaloradas discusiones, que se intensifican con la connotación semántica de las palabras, pero también con los signos paralingüísticos y cinéticos, destacando la intensidad de la voz, los gestos, el estado de ánimo, el movimiento de las manos y la postura del cuerpo. Otras veces, el diálogo espontáneo, improvisado, libre y amistoso, deriva en una suerte de charla, donde los interlocutores desgranan sus ideas y argumentos sin importar las circunstancias, el tiempo ni las controversias en torno a un tema específico.

Desde luego que en Conversaciones con el Tío de Potosí, como en toda obra literaria, se procura recrear el habla de los personajes que forman parte de la narración como si se tratara de un diálogo real, reproduciendo palabras coloquiales, frases comunes, jergas, modismos y giros idiomáticos con la intención de agregarle un valor estético al discurso narrativo. A propósito del tema, es necesario mencionar que las voces provenientes del quechua, aymara y voces propias del lenguaje minero, se precisan en el glosario del libro, sobre todo, para los lectores no locales ni nacionales, que necesitan comprender las expresiones idiomáticas y giros lingüísticos que no están registrados en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. No obstante, para que las conversaciones fluyan de manera natural y sea de fácil comprensión, se ha evitado el excesivo uso de jergas que podían sonar demasiado artificiales y exageradas.

Como en repetidas ocasiones, fascinado por la mitología del Supay y las tradiciones mineras, volví a sumergirme en el contexto mágico del macizo andino, para acercar a los lectores hacia los misterios escondidos en las entrañas de la Pachamama, salvo que esta vez no con historias narradas en el género del cuento ni la novela, sino a través de relatos dialogados que le permitieron al Tío cobrar vida y expresarse con voz propia sobre un abanico de cuestiones que traslucen sus más genuinos pensamientos y sentimientos.

Debo confesarles que, a poco de retornar de Europa, visité una de las minas en el Cerro Rico, que en otrora manaba ingentes cantidades del preciado metal, para conocer el hábitat natural del protagonista de mi obra, consciente de que el Tío, aparte de reunir todos los atributos que requiere un personaje literario, representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre el monoteísmo católico y el politeísmo de las civilizaciones precolombinas.

En Conversaciones con el Tío de Potosí, lejos de reflejar la realidad agobiante de las minas y la tragedia de los mineros, propongo textos contextualizados en un territorio hecho de mitos, leyendas y supersticiones, como si desde un principio hubiese optado por tener una mirada sesgada de la realidad, para luego recrearla y reinventarla, con un desparpajo que pone a prueba la destreza del narrador y la inteligencia del lector.

Cabe anotar que en el libro, cuyas conversaciones son los principales pilares que sostienen la estructura básica de los relatos, se destila una irreverencia inusual y un fino sentido del humor, cargado de una fuerte dosis de transgresiones éticas y morales, sin que por ello los pensamientos dejen de ser embellecidos por la imaginación y enardecidos por el alma de quien, sin más recursos que la honestidad y conocimiento de causa, intenta encandilar la mente incluso de los escépticos acostumbrados a cuestionar la cuasi verosimilitud de las obras construidas sobre los andamios de la realidad y la fantasía.

En Conversaciones con el Tío de Potosí, como en toda obra que nos acerca a los vericuetos de la condición humana, se plantean concepciones filosóficas de la vida cotidiana y se penetra en las manifestaciones subconscientes de los trabajadores del subsuelo, quienes, durante más de quinientos años de colonización, asimilaron las costumbres de los conquistadores ibéricos y conservaron las costumbres de las civilizaciones originarias. No en vano el Tío de la mina, que adquiere protagonismo a lo largo de la obra, se encuentra a medio camino entre la religión católica y las creencias paganas de las comunidades indígenas. Así como el catolicismo predica la doctrina de que el subsuelo está poblado de seres demoníacos, en las culturas originarias se admite también la existencia de seres subterráneos, pero no revestidos con los mismos atributos que los demonios descritos en las páginas bíblicas.

En este libro, como en otros de mi producción literaria, retomé la temática minera, procurando recrearla a partir de las aventuras y desventuras fantásticas de uno de los personajes más emblemáticos de la tradición popular boliviana: el Tío de la mina, celoso guardián de las riquezas minerales, que castiga sin contemplaciones, cuando no se ha cumplido con él. De ahí que los mineros, para no sufrir castigos, accidentes ni muertes, le rinden pleitesía y le conceden ofrendas al entrar y al salir de la mina. Mastican hojas de coca en su presencia y rocían aguardiente en su paraje, donde ellos mismos levantaron su estatuilla de greda y granito, sin ser alfareros ni escultores; más todavía, le concedieron propiedades y facultades que resultan del sincretismo entre las supersticiones de las culturas ancestrales y las creencias judeocristianas impuestas por los conquistadores.

El Tío tiene cuernos como los demonios, ojos redondos, colmillos afilados, orejas largas, pesuñas en manos y pies. Por lo general, está sentado en su trono y su cuerpo monstruoso exhibe uno de los atributos que mejor lo caracteriza: su miembro viril, extremadamente enorme, que en la visión de los mineros, además de ser un elemento de carácter erótico y culto fálico, tiene la función de fecundar a la Pachamama, la diosa andina de la tierra, y abrir los rajos con la misma fuerza con que el barreno de una perforadora penetra en las duras rocas de la montaña.

Conversaciones con el Tío de Potosí es un libro que ofrece conocimientos, entretenimiento y, lo más importante, un paseo literario por los laberintos de un personaje, mitad dios y mitad demonio, que puede moverse por doquier, con la misma maestría y sutileza de quien posee una personalidad omnipotente y poderes mágicos, capaces de envilecer a cualquiera que se deje conducir hacia el interior de la mina, hacia un tétrico submundo, donde los topos humanos explotan las rocas para hacerse de las riquezas minerales que le pertenecen a la Pachamama, al Tío y la Chinasupay, al menos, según las tradiciones de quienes están acostumbrados a rendirles culto a los elementos mágicos y míticos, reales y ficticios, vivos y muertos, de la cosmovisión andina.

En Conversaciones con el Tío de Potosí, este esperpéntico personaje, que habita en el mundo mágico y secreto de los mineros, aparece sentado frente a su interlocutor, dispuesto a deleitar con la versatilidad de su verbo. No deja de sorprender con su sabiduría en cada una de las conversaciones en las que fluyen las ideas y palabras con una enorme carga emocional. Es decir, la magia de la palabra permite que el Tío, a pesar de su aspecto demoniaco y sus poderes sobrenaturales, aparezca retratado desde una perspectiva humana, con sus luces y sus sombras, como si de veras fuera un interlocutor de carne y hueso, y no un personaje mitológico creado por la fuerza y el candor de la invención popular, deslumbrando con la magia de su verbo y sabiduría.

En las conversaciones que componen el libro, donde los diálogos están hilvanados con un lenguaje coloquial, cruzamientos narrativos, contrapunteos e intertextualidades, el lector podrá familiarizase también con las creencias y hábitos de los mineros, en los que destacan el carnaval pagano-religioso y la ch’alla, un ritual de ofrenda y agradecimiento a la Pachamama, la divinidad que entrega los frutos de su vientre a sus hijos terrenales, y al Tío de la mina, protector de las riquezas minerales y amo de los mineros, quienes, sentados alrededor de su trono, le rinden pleitesía ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente, a modo de congraciarse con él, a quien lo veneran tanto como al misericordioso Tata Q’aqcha.

Conversaciones con el Tío de Potosí, además de ser un volumen que enseña y entretiene, es un justo homenaje a la Villa Imperial y al Cerro Rico, donde todavía reina el Tío, haciendo gala de su milenaria existencia y su poder infinito, mientras el afamado cerro, en cuyas faldas se levantaron las primeras casas de la Villa Imperial de Potosí, hoy mira a sus habitantes con un gesto de tristeza y melancolía, como diciéndoles que todo lo que un día empieza siendo grande, otro día termina siendo pequeño, que la riqueza termina en la pobreza y que todo lo que tiene un comienzo está condenado a tener un final.

El Tío, sin lugar a dudas, es uno de los personajes más insólitos en las minas potosinas, donde encontré la veta más rica del imaginario popular, para luego explotarla y usarla como materia prima en la elaboración de mi obra literaria que, analizada desde cualquier punto de vista, no es otra cosa que el rescate de la memoria colectiva y la demostración de que sí existe un realismo fantástico en el ámbito minero, cuya exuberancia se experimenta a través de la simbiosis inherente entre los trabajadores del subsuelo y el protagonista de mi obra, que no solo es una de las deidades mitológicas más significativas de las culturas ancestrales, sino también el dios-diablo recluido en las dantescas galerías de la mina.

El Tío, a estas alturas de mi vida, se ha convertido en un personaje literario que, como reiteré en varias ocasiones, no me deja ya vivir en paz, ni de día ni de noche, exigiéndome que lo universalice, de una vez y para siempre, a través de mis relatos que revelan su potestad en el interior de la mina y su fuero interno hecho de asombro y maravilla. Por eso mismo, volví a retomarlo, con pelos y señales, en Conversaciones con el Tío de Potosí, que, a decir verdad, es una suerte de testimonio de las desgracias y los milagros que definen su existencia en el imaginario popular, donde la ficción y la realidad parecen las dos caras de una misma moneda.

Conversaciones con el Tío de Potosí, sin ser blasfema con las religiones oficiales, es un libro que aborda temáticas que cuestionan las verdades absolutas acuñadas por las Sagradas Escrituras, desde una perspectiva humanista y libre de prejuicios sociales, culturales, raciales y sexuales. Es, en resumidas cuentas, un libro que busca un asidero en la memoria de los lectores deseosos por compartir los diálogos que conforman las páginas de Conversaciones con el Tío de Potosí, cuya fuerza narrativa está sustentada por el estilo del autor y la lucidez verbal de uno de los principales protagonistas de la mitología minera.

miércoles, 21 de agosto de 2024


TÍO MÍO

Este Tío, que parece haber dejado su traje de luces en algún paraje de la mina, no lleva pañoleta en el cuello ni pechera llena de lentejuelas resplandecientes como el sol; tampoco viste pollerín, con una faja llena de monedas tintineantes en la cintura; no usa buzo ceñido a las nalgas y piernas; no lleva una blusa con piedras de fantasía ni hilos plateados de Milán; no lleva guantes rojos con manguetas bordadas en las muñecas ni tiene botas cortas, con espuela en el tacón izquierdo; tampoco lleva una capa con alimañas que forman parte de la iconografía de los mitos ancestrales; no tiene pañoleta bordada en la mano derecha ni una serpiente en la mano izquierda.

Este Tío, con aspecto de diablo, no necesita usar peluca ni lucir alimañas como víboras, sapos, lagartos y hormigas –seres de la mitología de los urus–; tampoco tiene una máscara multicolor confeccionada en hojalata, ni pequeños cuernos de carnero, ni piel de cabra, ni nariz ni caninos de cerdo. Le basta con tener el semblante de ferocidad y espanto, cuernos retorcidos, ojos saltones y orejas de asno, ya que su rostro, así como se contempla en esta estatuilla, parece salido del mismísimo infierno, con un aspecto que, si se lo escruta de cerca, parece una obra de arte; tiene un falo respetable y los labios al borde de pronunciar palabras profanas destinadas a herir, como lanzas con puntas de pedernal, el corazón de los creyentes y guerreros de Dios.

Si bien podemos coincidir en que tiene el aspecto de un auténtico ángel rebelde, también podemos coincidir en que luce una pinta impresionante y que la expresión de sus redondos ojos, brillantes y mirada penetrante, reflejan la vivacidad de su mente y alma, como si su cuerpo fuese el templo de todos los saberes y demonios juntos, dispuestos a salir a la superficie, escabulléndose entre los humanos, quienes lo miran con hondo temor y lo reprochan por haberse rebelado contra el divino poder de las alturas.

Eso sí, debe quedar clarito que este Tío no es la personificación del Mal, tampoco es una fuerza hostil ni destructiva, menos una serpiente venenosa, un dragón de siete cabezas o un dios de magia negra. Es, contrariamente a lo que muchos piensan, la deidad de las culturas ancestrales, el Supay de la cosmovisión andina, el soberano de las profundidades y el dueño de las riquezas minerales.

Si en algunas estatuillas tiene cola, cuernos y patas de cabra, es porque la catequización de los indígenas influyó en el imaginario de las culturas ancestrales que fueron colonizadas por los inquisidores, que impusieron la imagen de Satanás, comparándolo con el Tío, mientras combatían las creencias indígenas calificándolas de idolatrías paganas, que debían ser exterminadas a sangre y fuego, usando la cruz y la espada como las mejores armas más efectivas de la conquista y la catequización.

Los estudiosos de la mitología minera concluyen en que el Tío es una suerte de metamorfosis de Wari, conocido en la tradición oral de los urus como el dios de los camélidos y los habitantes del lago Poopo, que sobrevivieron a los embates de aymaras, quechuas y españoles. Es un dios indígena a quien los mineros, igual que los mitayos de antaño, le ofrendan alimentos líquidos y sólidos, en rituales que no son satánicos, sino actos de veneración para que les conceda vetas ricas en minerales, el principal sustento de las familias mineras.

Ya dijimos, en repetidas ocasiones, que durante la colonia fue confundido con el diablo de la cultura cristiana, que los conquistadores trajeron en sus carabelas junto a la Biblia, los caballos y los cañones. Con la conquista, además de llegar un nuevo idioma al Abya Ayala, llegó también la moral cristiana y una nueva forma de ver las relaciones humanas –según los principios basados en las Sagradas Escrituras–, la misma moral sustentada por los poderes de dominación en la Europa medieval. Desde entonces, toda conducta que atentara contra la fe cristiana fue considerada como un acto inmoral y una amenaza contra los mandatos de la sagrada familia; por ejemplo, toda forma de relación carnal al margen de lo establecido por los jerarcas de la Iglesia no solo era calificada como un acto sacrílego, sino que el acusado era condenado a atroces torturas o a la hoguera por irreverencia y perversión.

Los conquistadores, una vez impuesta la presencia del diablo en las comunidades originarias, con todas sus características de maldad y fealdad, propagaron la leyenda negra de que el Supay o Wari era el mismísimo demonio, generador de vicios y maleficios, y que, por lo tanto, había que combatirlo y destruido a nombre de Dios, para evitar que permaneciera en la mente y el corazón de los nativos, que ofrecían ritos en su honor, sin obedecer las recomendaciones del clero y el virreinato.

Aunque los catequizadores se empeñaron en compararlo con el demonio bíblico, este Tío no tiene la marca de Satanás ni su número de ficha es el seiscientos sesenta y seis (666); tampoco vino al mundo para tentar a nadie, ni develar la hipocresía y doble moral de los falsos profetas, ni evitar que los sabios alcancen la iluminación y destruyan su Ego. Eso sí, a veces, atenido a su sabiduría por causa de su esplendor, pretendía asemejarse al Supremo todo poderoso, procurando milagros en el interior de la mina, en su afán de proporcionarles a los topos humanos los mejores filones del preciado metal.

El Tío, convertido en el Lucifer de la danza de la diablada en el Carnaval boliviano, es un personaje que corresponde al sincretismo religioso entre la tradición católica y el paganismo ancestral, y representa al dios y al diablo que habita en las galerías de la mina, donde los trabajadores le rinden pleitesía, ofrendándole lo que ellos mismos consumen durante la ch´alla y la wilancha, todo para tenerlo risueño y satisfecho, no como manda Dios, sino como manda el mismísimo Tío.

Algunos de los escritores de la narrativa minera –entre los que me encuentro desde siempre– lo han convertido en el personaje de sus poemas, cuentos, relatos y novelas, haciendo gala de los mismos recursos literarios del llamado realismo mágico, que tuvo a sus mejores exponentes en la generación del boom de la literatura latinoamericana de la pasada centuria. Así es como en mis novelas, cuentos y relatos, además de haber incursionado en el campo literario del llamado realismo social, he recreado mitos, leyendas y consejas del mágico mundo de los mineros, quienes, desde los albores de la colonia, empezaron a venerar al Tío, una deidad mitológica, mitad dios y mitad demonio, que reina en los tenebrosos socavones, donde los mineros dejan sus pulmones a cambio de un mísero salario.

Palabras más, palabras menos, lo único cierto e indiscutible es que esta escultura, que ven aquí y ahora, es mi Tío; es decir, mi propio Tío. Lo esculpí con mis manos, como si fuese un escultor sin serlo; más todavía, mientras lo esculpía, tenía la sensación de estar reivindicándolo de la maldad del fanatismo religioso, como si lo estuviese salvando del mismísimo infierno, evitando que las piedras de fuego lo devoraran hasta reducirlo a cenizas. Lo esculpí tal como llegó al mundo, por eso no tiene traje alguno cubriéndole su desnuda humanidad; no tiene un manto de piedras preciosas ni pechera hecha con rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita y esmeralda; algo más, no lleva pendientes labrados en oro ni querubines que engalanen su personalidad. No es bello ni perfecto. Es como lo ven, con la fealdad al límite de la monstruosidad, como si fuese el reflejo de una horrible pesadilla huyendo de la muerte. Es mi Tío, mi propio Tío, y lo quiero como al fiel compañero de mi vida, como se quiere a una mujer sin condiciones ni límites de tiempo.

lunes, 2 de noviembre de 2020

 

LA EVOLUCIÓN

Un nuevo día. El Tío se remeció en su trono, mientras le servía su infaltable trago; bostezó como si no hubiese dormido lo suficiente ni se hubiese soñado con angelitos, me siguió con la mirada, alumbrándome con la luz de sus ojos enrojecidos como brasas y dejó que le complaciera con mis servicios hechos de voluntad y pleitesía.

–Ya que hemos conversado sobre las teorías de la creación –dijo con voz carrasposa–, ahora nos toca conversar sobre otras teorías de la evolución. ¿Qué te parece?

Yo puse la copa llena de alcohol a su alcance, me senté en la silla que estaba cerca de la mesa y, sin muchas ganas de meterme en un tema que me parecía harto complicado, me hice el sueco; o por mejor decir, el del otro viernes, pero el Tío, sin considerar si estaba o no de acuerdo con su propuesta, se metió de cabeza en el tema diciéndome:

–Estuve pensando que el Diablo fue creado el mismo día que Dios creó al hombre.

–¿Cómo así? –pregunté.

–Sí –contestó, echándose el primer sorbo de la copa–. Estuve pensando en que tanto Dios como el Diablo fueron creados por la imaginación del hombre, una creación fantástica que los mismos humanos se encargaron de transmitirla de generación en generación y de boca en boca. Por cuanto ni Dios ni el Diablo existen de manera física, como la Tierra que es materia palpable, sino de una manera inmaterial, como son los sueños y las fantasías, que sólo existen en la mente de los humanos.

–Aunque estoy de acuerdo en que la fantasía humana es capaz de crear incluso lo inimaginable, no creo que el hombre haya creado a Dios y mucho menos al Diablo…

El Tío me pidió, con la lumbre de sus ojos, que le encendiera un cigarrillo. Así lo hice, conociéndolo como cualquier siervo conoce los caprichos y gustos de su amo, aparte de que él no podía beber alcohol si no lo acompañaba con una hebra de tabaco en los labios.  

–La existencia de la materia es objetiva y demostrable, a diferencia de la existencia de Dios, quien sólo vive en la mente de la gente y no en el mundo real.

–Entonces Dios, al ser un producto de la imaginación, no es un ser de carne y hueso como nosotros, ¿verdad?

–¡Correcto! –contestó–. Dios es un ser ideal, imperceptible, inmaterial, impalpable; un personaje intangible, al que no se puede ver, tocar ni oír; es como un alma en pena, a quien, según la imaginación popular, se le siente cerca de nosotros, pero al que no se lo puede ver ni tocar. En este caso, para creer o no en su existencia, más vale la pena repetir el lema: Ver para creer

No sabía si me estaba hablando de los cuentos del más allá, de esos seres que, después de la muerte, retornan al reino de los vivos; pero, como estuvimos hablando de creaciones, imaginaciones y fantasías, le pregunté:

–Y a ti, ¿quién te creó?

Me miró algo extrañado, frunció el ceño y, metiéndose un trago al mismo tiempo que echaba humo por las fosas nasales, me dijo en tono de reproche:

–Tú, ¿qué tienes en la cabeza? ¿Piedras? ¿Barro? Ya te dije repetidas veces que a mí me crearon los mineros a su imagen y semejanza. No soy como Adán ni como Eva, no soy hombre ni mujer, porque puedo transformarme en lo que me da la santísima gana; puedo ser hombre y mujer a la vez, ave o pez, ser terrestre, aéreo o acuático, de acuerdo a las circunstancias, necesidades y peligros que me acechan.

Sus palabras hicieron sentirme como un idiota que no aprende lo que se le enseña; peor aún, como a un tarado que, en lugar de sesos, tiene piedras y barro en la cabeza. Así que, sólo por salir de aprietos, no se me ocurrió otra cosa que cambiar el rumbo de la conversación. 

–Por qué mejor no hablamos de cómo Dios creó la Tierra y sobre todo lo que existe sobre ella –propuse como queriendo salirme por la tangente.

–La Tierra no fue creada por Dios –corrigió taxativo–, sino por las fuerzas naturales asociadas a los quintos infiernos.

–¡¿Cómo?! ¡¿Qué dices?!

–Lo que oíste –replicó el Tío–. La Tierra no fue creada por un ser Supremo, tampoco el sistema solar ni las demás galaxias que existen fuera del sistema solar. El universo surgió aproximadamente hace 14.000 millones de años atrás, a partir de una gran explosión conocida como el Big Bang. Los científicos dicen que no fue un escupitajo más de una estrella enana que, en un tiempo sin tiempo, hizo ¡¡¡Big Bang!!!, esparciendo sus pedacitos en el manto misterioso del universo.

–¡Big Bang! –repetí con gesto enérgico–. ¿Cómo la dinamita que hace Big Bang cuando revienta la roca en la mina?

–El planeta Tierra es apenas un puntito perdido en el espacio infinito. Esto quiere decir que la materia visible, visible solo con un poderoso telescopio, como las estrellas, los planetas, el sol, la luna y los satélites, constituye apenas el cinco por ciento del universo. El otro veinte cinco por ciento es materia nebulosa y el restante setenta por ciento es un infinito abismo de oscuridad y misterio…

–Oscuro como la mina, donde todo es polvo, gases, goteras y silencio… –dije, otra vez con un acento más de ignorante que de inocente.

–Los astrónomos dicen que sólo en la Vía Láctea, en la galaxia que alberga el sistema solar, existen miles de millones de planetas, y no sólo los nueve que a ti te enseñaron en la escuela.

–Sí, pues –le dije–. Yo sólo conocía el nombre de los nueve planetas del sistema solar, como Marte, Júpiter, Plutón… 

El Tío volvió a sorber un trago y a fumar, instante que yo aproveché para preguntarle:

–¿Habrán otros seres vivos u otras formas de vida en los otros planetas?

–Sí –dijo el Tío–, quizás seres que se parecen a mí, pues hay planetas que están hechos de fuego como el infierno. El sol, de hecho, no es un planeta pero sí una bola en llamas, una gigantesca pelota hecha de fuego…No en vano el sol parece un volcán de fuego y lava al mismo tiempo. Da luz y calor con su candente cuerpo. Sin el sol no habría vida en el planeta Tierra.

–Pero en la Biblia se afirma que Dios decidió que solo hubiese vida en el planeta Tierra

–Eso es lo que dice la Biblia, pero las investigaciones científicas afirman lo contrario; por citar un caso, el físico Stephen Hawking, en su famosa obra, Breve historia del tiempo, afirmó que las leyes de la naturaleza pudieron hacer que el universo apareciera de repente sin que nadie lo ayudara y que no hacía falta la presencia de Dios para explicar el origen de todo.

–Eso quiere decir que todo lo narrado en el Génesis es una simple visión teológica y no científica, aunque se diga que la existencia de la Tierra es consecuencia de la acción directa de un único Dios, que intervino incuestionablemente en la creación del mundo y los seres vivos.

–Todo eso dice la Biblia –dijo–, pero hay muchos otros, como los materialistas y ateos, quienes sostienen que Dios no existe y que todo obedece al desarrollo natural de la materia, como son los planetas y los elementos vivos y muertos existentes en el planeta Tierra.

Lo miré con un claro escepticismo dibujado en mi rostro. Entonces el Tío, al ver un enorme signo de interrogación dibujado en mi frente, me disparó una mirada chispeante y dijo:

–¡No me jodas! Tú que eres un aprendiz de los clásicos del marxismo, debías dominar este tema mucho mejor que yo, que sólo leo a los clásicos del infierno. No puedes negar que tú te formaste leyendo los mamotretos de Marx y Engels, dos ateos que negaban la existencia de Dios y que, de pasadita, apuntalaron la teoría de que la religión es el opio de los pueblos.

–Es cierto –dije con absoluta convicción–, los padres del marxismo estaban convencidos de que la religión, más que obedecer a la esencia natural de las cosas, era el producto de la necesidad existencial y la fantasía humana. No en vano el materialismo dialéctico se basa en el conocimiento científico de las cosas y no en la mera superstición, suposición o creencia religiosa.

–No sólo eso –corroboró el Tío–. Los marxistas no creen que Dios fue quien creó el mundo y los seres vivos. Te reitero, Karl Marx decía que la religión era el opio de los pueblos, debido a que los pobres eran quienes más creían en Dios y en las salvaciones de la Divina Providencia. El opio equivale a una droga que anula la voluntad y las facultades intelectuales. Y no me refiero al opio, que es utilizado frecuentemente como analgésico, sino a ese otro opio que adormece la mente de los humanos para consolar a los desposeídos y afligidos, intentando calmar sus sufrimientos, prometiéndoles que, si cumplen con los Diez Mandamientos, en el reino de Dios tendrán todo lo que no tuvieron en la vida terrenal. Su amigo y camarada Friedrich Engels fue más lejos, afirmando que el hombre primitivo, perdido en la naturaleza salvaje, expuesto a los peligros de los fenómenos naturales, creó a Dios por necesidad y no a la inversa.

–¿Cómo es eso? A ver, explícate mejor… ¿Dijiste que el hombre primitivo creó a Dios?

–Así es –repuso el Tío–. El hombre primitivo necesitaba la protección de un ser Supremo, como el niño necesita de la protección de los mayores, atemorizado ante los fenómenos físicos y naturales, como son los truenos o los rayos, que no siempre han sido comprendidos por el hombre primitivo, quien incluso consideraba que el sol y la luna eran dioses a los que había que ofrendarles sacrificios y rendirles pleitesía. Ante la realidad incomprensible, el hombre primitivo se vio obligado a creer en su imaginación a un ser Supremo, que tuviera bajo su dominio todos estos fenómenos naturales que estaban lejos de la mano del hombrecito perdido en los laberintos de una suerte de selva peligrosa e impenetrable…

–¿Entonces Dios no tuvo nada que ver con la creación del mundo ni con la existencia de los seres vivos? –pregunté.

–Por supuesto que no, no y no –contestó–. Algunos hombres de ciencia, como los Premio Nobel de Física del año 2019, los suizos Michel Mayor y Didier Qualoz, pensaban igual que Stephen Hawking, quien sostuvo que para crear el universo no fue necesario un ser Supremo. Ellos niegan la presencia de Dios en la formación de la Tierra y el universo. Y, por si se enojaran los creyentes más fanáticos, aclararon que Dios es para las creencias y el corazón, pero que no tuvo nada que ver en la formación de los seres vivos ni de la vida. Ellos sostuvieron la teoría de que la vida surgió a través de un proceso natural, en el cual no encajan los relatos bíblicos sobre Adán y Eva, la manzana, la serpiente y el pecado.

–Si bien es cierto que no hay pruebas científicas de lo que se dice en la Biblia, es también cierto que la mayoría de la población mundial cree en la teoría de que el hombre fue creado por un ser Supremo- ¿Es verdad o no?

–Es verdad que siempre hubieron y habrán personas que, independientemente de lo que digan los físicos o científicos en torno al mundo y el universo, creerán en la existencia de un ser Supremo, como los mineros creen en mi existencia y me tienen en su corazón y su mente. Por lo tanto, los conocimientos científicos no cambian la conciencia de las personas, como la fe religiosa que es la filosofía de Dios sobre la faz de la Tierra.

–Pero, ¿No todo está dicho, verdad?

–Lo cierto es que siguen esperándose nuevas investigaciones que echen más luces sobre la  existencia humana en nuestro planeta. De todos modos, de una cosa debemos estar seguros: las ideas se forman con el tiempo, como las ramas se forman con el tiempo del tronco de un árbol o como las ranas se forman con el tiempo de los renacuajos.

–En la historia de la humanidad, siempre resultó más fácil hablar de la creación del hombre por un ser Supremo, que de las teorías evolucionistas que sostienen la concepción de que los humanos son el producto de un largo proceso de evolución y selección natural de las especies.

–Quizás porque esa teoría, la denominada evolucionista, desde el instante en que afirma que el hombre no fue creado por un ser Supremo, sino que surgió por evolución a partir de seres inferiores, permite que nos realicemos una serie de preguntas como: ¿Cuándo?, ¿Cómo?, ¿dónde?...

–Debo aclararte que esas preguntas han sido ya respondidas por Charles Darwin y sus seguidores.

–¡Ah, sí! –exclamé algo confundido–. Sería genial que me expliques, de manera clara y concisa, ¿en qué consiste la teoría de la evolución?  

–La teoría de la evolución nos ayuda a comprender el mundo y sus asuntos mejor que en el pasado histórico –dijo el Tío–. No sólo es profundamente convincente, sino que está sustentada en abundantes pruebas, que son cada vez más crecientes, sólidamente conectadas y fácilmente disponibles en museos, enciclopedias, libros de texto y en un cúmulo de estudios científicos evaluados por expertos.

Yo estaba con un cúmulo de dudas girándome en la cabeza. Ya no sabía, a ciencia cierta, si el hombre existía por creación, como dice la Biblia, o por evolución, que se dio durante millones de años, desde que los seres vivos se desarrollaron a partir del CHON -carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno-, primero en el agua y luego en el la superficie terrestre.

El Tío se echó otro trago, fumó y dijo:  

–Entonces seguimos con la teoría evolucionista de Charles Darwin, ¿si o…?

–¿Darwin? –dije, dejando al descubierto mi universal ignorancia–. ¿Y quién era ese tal Darwin.

–Charles Darwin era un científico inglés del siglo XVIII. Sus teorías se propagaron junto a la revolución industrial, en una época en la que se abrieron nuevas perspectivas para la ciencia y la tecnología. La ciencia estudia los fenómenos naturales y sociales, las compara y relaciona con otras ciencias. Después elabora leyes para explicarlos y la sociedad se apropia de esos conocimientos. Sin embargo, te aclaro que no por esta lógica, la ciencia se ocupará de hacer arder las iglesias.

–No te pregunté en qué momento se propagaron sus teorías, sino quién era Darwin como persona…

–¡Ah! –exclamó el Tío, haciéndose el despistado. Pero luego de un rato, volvió a retomar el carril de la conversación–: Dicen que era un tipo tímido y meticuloso, un terrateniente adinerado y con amigos cercanos, que tenía diez hijos en la misma mujer que, además de ser su prima hermana, era la columna vertebral de la economía familiar, gracias a las herencias que a ella le dejaron sus padres. Estudió teología, con la intención de convertirse en clérigo, antes de descubrir su verdadera vocación de científico, y que se dedicó 22 años, en secreto, a reunir pruebas para desarrollar sus argumentos, a favor y en contra de sus teorías, antes de ponerse a escribir su mamotreto. No quería tener notoriedad sin tener fundamentos sólidos. A estas alturas de la historia, nadie o casi nadie cuestiona su correcta apreciación acerca del origen de la adaptación, complejidad y diversidad entre las criaturas vivientes en el planea Tierra. Sus teorías son la piedra angular de la biología moderna y su obra se constituye en el cimiento sobre el cual descansa dicha teoría que, a pesar de los peros que le pusieron los religiosos de toda laya, develó el misterio de los misterios: ¿De dónde vienen los seres vivos? Si vienen por creación o evolución.

Yo estaba cada vez más confundido e inseguro. No sabía si lo que me decía el Tío era evidente o, como tantas veces, una más de sus invenciones como invenciones eran los cuentos de mi modesta obra literaria.

–Si tú eres escéptico por naturaleza y desconoces la terminología de la ciencia e ignoras las abundantes pruebas, dirás que los aportes de Darwin son tan sólo teorías, puras teorías, ¿no es así? Dirás que la formación de las plataformas continentales es una teoría. Y que la existencia, estructura y dinámica de los átomos, son teorías atómicas. Incluso dirás que la electricidad es una construcción teórica, que involucra electrones, diminutas unidades de materia cargada que nadie ha visto nunca. Dirás que todos los avances científicos son puras teorías, ¿sí o no?

Dudé un instante y contesté:

–Si tú mismo dices que los aportes de Darwin son teorías sobre la evolución de la especies, entonces lo que está escrito en la Biblia son también teorías, ¿verdad?

–Las teorías bíblicas son más viejas que Adán y Eva, de quienes se dice que pecaron por comer el fruto prohibido del árbol de la sabiduría, que Dios hizo brotar del suelo en medio del Jardín del Edén. Esas teorías bíblicas, más que teorías, son creencias, puras creencias, sin ningún fundamento ni bases científicas. Son teorías que no pueden demostrarse a través de la observación y experimentación, como las teorías de Darwin que, más que ser simples teorías, son verídicas y científicas, que se pueden mostrar y demostrar; algo que no se puede hacer con la creencia sobre la existencia de Dios, a quien nunca se lo ha visto ni a luz ni a sombra.   

–¿Y cómo puedes estar seguro que las teorías de Darwin son irrefutables?

–Las teorías de Darwin pueden demostrarse con pruebas y hechos concretos. Algo que no es posible hacer con las teorías bíblicas sobre la creación del mundo y los seres vivos.

–¿Eso quiere decir que Darwin tenía pruebas contundentes para demostrar las teorías basadas en sus investigaciones?

–Así es–. Darwin tenía muchas pruebas después de haber visitado las Islas Galápagos, a bordo del buque de investigación Beagle. Las Galápagos, en las costas del Ecuador, fue su laboratorio durante cinco años de obsesivo trabajo para acumular los materiales necesarios para estructurar la piedra angular de su teoría sobre la evolución. Por ejemplo, reunió una variedad de pájaros y los clasificó de acuerdo a sus peculiaridades, convencido de que lo determinante en la forma de un animal son los aspectos genéticos y no el medio ambiente en el cual vive; es decir, los genes hacen que todos seamos diferentes, como las huellas digitales de nuestras manos. Realizó más viajes de investigación a países como Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, donde también observó a otras criaturas naturales y reunió abundantes materiales, confirmando así sus teorías sobre la evolución de las especies.

Yo me quedé confundido, sin preguntas ni respuestas; o por mejor decir, con más preguntas que respuestas, pero no le dije nada y dejé que el Tío siguiera con su cotorra:

–Cuando Darwin retornó a su casa, además de una enorme colección de insectos y aves –dijo con aire más de sobrador que de sabelotodo–, tenía unas 300 páginas escritas de paleontología, biología, arqueología; un material que, empero, no fue suficiente. Por eso siguió paseándose por el jardín de su casa, pensando y tomando apuntes sobre la evolución de las especies, hasta que en 1859 publicó un resumen del enorme volumen en el que había trabajado durante años en torno a sus teorías sobre la evolución de las especies mediante la selección natural.

–¿Y por qué no publicó el libro completo y por qué no antes de 1859?

–Por respeto a su esposa que era religiosa, cristiana confesa, y por temor a que los religiosos lo criticaran y acusaran de haber escrito el Evangelio del Diablo. No obstante, On the Origin of Species by Means of Natural Selection (El origen de las especies por medio de la selección natural), a pesar de su elevado precio y sus 490 páginas, fue todo un bestseller para su época. La primera edición se agotó el mismo día que apareció, el 24 de noviembre de 1859, a diferencia de tus libritos, que se venden como cuenta gotas, por no decir que se vende un ejemplar cada vez que se muere un Papa. 

–Supongo que sus oponentes, entre ellos los cristianos, lo criticaron por el contenido de su obra, ¿verdad?

–Por supuesto que sí –dijo mirándome fijamente–. Las críticas y los improperios no se dejaron esperar. Ni bien se leyó el libro en los círculos eclesiásticos, se desató un torbellino de protestas. Lo tildaron de impostor y ateo. Las manifestaciones de protesta provenían de diversas partes, incluso de personas que no entendían el contenido de la obra y de otras que ni siquiera la habían leído, pero que se oponían con mucha vehemencia a la difusión del libro.

–¿Y cómo reaccionó Darwin?

–Estaba claro que sus teorías desafiaban las creencias religiosas convencionales. Así que, sobreponiéndose incluso a las creencias cristianas de su esposa, que fue su primera crítica, renunció discretamente a la religión durante su edad madura, hasta que más tarde se describió como agnóstico, poniendo en duda la existencia de un único Dios, pero seguía creyendo en una deidad distante e impersonal de algún tipo, una entidad mayor que había puesto en movimiento al universo y sus leyes, pero convencido de que en la Tierra todo se generó por evolución y no por obra y gracia de un ser Supremo como se sostiene en la Biblia.

Me quedé callado, bajé la mirada y sentí una sensación extraña como cuando yo me veía acorralado por mis críticos más biliosos. No hubiera querido estar en los zapatos de Darwin, ya que en su época sería más difícil enfrentarse a una poderosa institución como eran la Iglesia Católica y la Iglesia Protestante.

–Los padres de la Iglesia lo criticaron hasta el cansancio –manifestó el Tío–. Igual o peor que cuando los prelados de la Santa Inquisición condenaron a Nicolás Copérnico y Galileo Galilei por haber afirmado que la Tierra no era el centro del universo y que todos los planetas giraban alrededor del sol y no de la Tierra.

Yo me quedé sorprendido de sólo escuchar los nombres de esos dos señores, cuyos nombres, descocidos hasta ese día para mí, el Tío pronunció en la lengua original de cada uno de ellos. Del primero con acento polaco y del segundo con acento italiano. 

–¿Y qué tiene que ver Nicolás Copérnico con el tema que nos ocupa?

–Copérnico fue un monje y astrónomo polaco, el científico más importante del Renacimiento, quien desmintió que el centro del universo era la Tierra y que todos los planetas giraban alrededor del sol, desde Mercurio hasta Saturno. En ese entonces no se conocían todavía Urano ni Neptuno y mucho menos el resto de los planetas del sistema solar. Copérnico confirmó la teoría de que el sol permanecía fijo, mientras que la Tierra tenía tres movimientos distintos: el movimiento de rotación, traslación y declinación. Por tanto, a diferencia de lo que pensaban los padres de la Iglesia, la Tierra no era el centro del universo y que todos los planetas giraban alrededor del sol y no alrededor de la Tierra.

–¿Y qué dijo Galileo Galilei para que lo jodan?

–Galilei fue otro astrónomo, filósofo y físico italiano, que pasó a la historia como el padre de la astronomía moderna, padre de la física moderna y padre de la ciencia. Él dijo, como contraviniendo los preceptos de los clérigos, que los cuerpos celestes del universo giraban alrededor del sol; un avance científico que lo llevó a ser condenado por las Santa Inquisición, acusado de que los resultados de sus investigaciones eran productos de la herejía, debido a que desmentían que Dios hubiese sido el creador del mundo y el universo.

Yo pensé un instante. Estaba algo apabullado con tanta información. No sé si como la Tierra que gira alrededor del sol o al revés, pero eso sí, estaba como un astronauta extraviado en el espacio infinito del universo. El Tío me miró con el ceño fruncido y, como toda vez que me veía con la cara de yo no sé, preguntó:

–¿Estás aprendiendo los conocimientos científicos, como aprendiste los disparates que te enseñaron en la escuela y la iglesia?

–Sí –le contesté sólo para evitar más preguntas. Pero, optando por una salida más fácil, añadí–: ¿Estos hombres de ciencia eran creyentes o ateos?

–Eran creyentes confesos –respondió–, pero sus investigaciones los indujeron a contradecir lo que creían los creyentes de su época. Rompieron con las normas establecidas por la religión, como al chofer rompe con las normas de tránsito al conducir en contra ruta; más todavía, los conocimientos científicos iluminaron las conciencias contra el oscurantismo religioso que, en algunos episodios de la historia humana, cometió estragos a nombre de Dios, como ocurrió en la Europa medieval, donde se desató la furia religiosa contra quienes no abogaban a favor de la Fe Católica.

Me quedé acorralado por un montón de dudas y, al cabo de un instante de cavilación, volví a preguntar:

–Si todo evolucionó durante miles y millones de años, ¿entonces los seres humanos teníamos otras formas en el pasado, verdad? Me imagino que hasta los mares y las montañas tenían otras formas, ¿verdad? De ser así, ¿entonces por qué el hombre y la mujer siguen teniendo la misma forma desde el día en que fueron creados por Dios, como si no hubiesen cambiado absolutamente en nada? 

–Eso es lo que se creía antes. Como se describe en el Génesis, Adán y Eva fueron creados casi perfectos, erguidos como los hombres y las mujeres de hoy, dotados de un lenguaje comprensible y sin pelos en el cuerpo. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la Tierra y sus formas orogénicas, para los creyentes, eran fijas y eternas como las creó Dios. ¡Nada más equivocado! Lo cierto es que las teorías evolutivas de Darwin nos enseñan que la vida es el resultado de un proceso evolutivo surgido por mecanismos naturales, demostrables y lógicos. El desarrollo de la geología primero y el de la paleontología después provocaron un profundo cambio en las creencias religiosas. Se descubrió que en los lugares en los que hay cordilleras, hubo mares en el pasado. Estos hechos demuestran que en la prehistoria, la forma de la Tierra y el reparto de mares y continentes, cordilleras y llanuras fueron completamente diferentes a los que tenemos actualmente, incluso las zonas climáticas estuvieron distribuidas de otro modo. ¡¿Qué te parece esa evidencia científica, eh?! ¡Qué te parece, cholito!

–Por eso lo criticaron a Darwin, ¿verdad? Por haber dicho que el hombre evolucionó desde su condición de primate.

–Esa su osada afirmación lo convirtió en víctima de ataques, burlas y mofas desde todos los flancos habidos y por haber. La mayoría de las críticas eran lanzadas desde la perspectiva teológica y nada científica. Algunos le dedicaron incluso caricaturas con aspecto de orangután o chimpancé, que, desde luego, no le quedaba nada mal; es más, a los caricaturistas no les hacía falta incluirle pelos en la cara, ya que Darwin lucía una barba parecida a la de un primate….  

–Pero nosotros no descendemos de los primates, ¿verdad? No somos parientes cercanos del mono, ¿verdad? –le dije dubitativo y mirándome de arriba abajo.

–¡Ja, ja, ja…! –estalló en una vibrante carcajada–. Cómo no aceptar, algunos no sólo se comportan como monos, sino que se parecen y hasta tienen el cuerpo cubierto de pelos, como tú tienen pelos en la cara, el pecho, las axilas y el pubis. Otra cosita más, ¿por qué siempre dices: verdad, verdad, verdad..., todo el maldito rato? ¡No puedes inventarte otra palabra! –dijo visiblemente molesto–. Además, tú sabes que una verdad absoluta no existe, habida cuenta de que todo es relativo, como ya lo explicó Albert Einstein, el padre de la ley de la relatividad

Lo miré desconcertado al notar que sus carcajadas estaban acompañadas de críticas sarcásticas contra mi palabra, siempre entre signos de interrogación: ¿verdad?, ¿verdad?

–Otra cosa que no aceptaron sus críticos fue el hecho fáctico de que todo es dialéctico y que nada es estático.

–¿Eso quiere decir que todo ha evolucionado desde que el mundo es mundo?

–Eso es lo que te estoy diciendo todo el tiempo. Todo ha cambiado y seguirá cambiando. El único que no ha cambiado a lo largo de la historia del planeta y la humanidad he sido yo, porque sigo siendo el mismo Diablo de siempre –dijo sonriéndose de sí mismo. Sorbió el último trago de la copa, aplastó la colilla del cigarrillo en las pezuñas de su mano y añadió–: Esito sería por ahora. Otro día seguiremos con otras teorías que tienen que ver con el mundo, el universo y la existencia de los seres vivos sobre la faz de la Tierra….

–Está bien –acepté, con un montón de ideas girándome como un carrusel en la cabeza.

El Tío cerró los ojos y se quedó callado. Me levanté de la silla y dirigí mis pasos hacia la puerta, pero sin dejar de pensar en que, como muchas otras veces antes, mi conversación sobre la evolución del mundo, la existencia de los seres vivos y el desarrollo del universo en general, fue otra de mis conversaciones; o por mejor decir, otra de mis batallas perdidas contra el Tío, quien parecía más sabio que todos los físicos y filósofos juntos. Y, como era de suponer, de esas sesudas discusiones el que no salía dormido, al menos salía más jodido y confundido. Con todo, algo estaba más claro que el agua: el Tío sabía de todo, y no poco sino mucho, más por viejo que por Diablo.


jueves, 10 de septiembre de 2020

DIVAGACIONES SOBRE EL MISMO TEMA

El Tío, con la ayuda de sus facultades mágicas, aprendió a descifrar los códigos de la escritura y a leer con la facilidad de quien está acostumbrado a los laberintos de la biblioteca de Babel. Así que un día, acaso sin quererlo, lo sorprendí leyendo atentamente Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, el filósofo alemán que conversaba consigo mismo, incluso antes de que sufriera un colapso mental y acabara en la locura. Fue tan grande mi curiosidad que, para salir de dudas, le pregunté:

–¿Ya aprendiste a leer?

El Tío se rió como siempre, agitándose con todo el peso de su cuerpo, y contestó:

–No sé leer, pero con solo ver un libro sé de lo que trata. Ya te conté que nunca fui a escuela alguna, pues sabía leer desde siempre, y no solo en español, sino en cualquier idioma, al mejor estilo de un políglota consumado.

Clavé los ojos en la tapa del libro de Nietzsche, repasé el título, que tenía el mismo tipo de letra de la primera edición, y le pregunté:

–¿Qué opinión te merece el autor de Así habló Zaratustra?

–Me lo imaginaba más profundo, como a todo filósofo que pierde la razón por sabio y no por loco. La verdad es que no me impresionó demasiado, ni siquiera con la elegancia de sus mostachos que, por cierto, los tenía mejor puestos que los de Stalin y Emiliano Zapata, el revolucionario mejicano que dicen que era macho, aunque no era de pelo en pecho.

–¿Es cierto que Nietzsche era un filósofo que podía conversar con los caballos?

–¡Qué caballos ni qué ocho cuartos, carajo! –me refutó con la velocidad del rayo–. Ha sido uno de los pensadores más influyentes de su época, junto a Karl Marx y Sigmund Freud.

–¿Así que no te convenció la lectura de Así habló Zaratustra?

–Me quedo con su grandiosa frase: Dios ha muerto, que es lo único que está claro en todo el libro, lleno de ideas difusas y entreveradas. Quizás por eso puso el subtítulo: Un libro para todos y para ninguno. La frase Dios ha muerto, más que ser un aforismo, es una suerte de declaración provocativa contra los falsos profetas de los Evangelios, aunque esta misma frase puso en boca de un personaje loco, en su obra La ciencia jovial. La gaya ciencia; un loco que buscaba a Dios, como Diógenes buscaba al hombre, con una linterna encendida a plena luz del día.

Por un instante me sentí confundido y como astronauta flotando en el espacio, hasta que aterricé, como atraído por la gravedad, con los pies clavados en el piso. Me sobrepuse a la impresión que el Tío me causaba con sus conocimientos sobre filosofía y literatura. Me senté en la silla que estaba delante de su trono y, apoyándome contra el respaldo, le pregunté:

–¿Cuál es la obra de Nietzsche que más te gustó?

El Tío puso el cigarrillo entre sus labios ennegrecidos de tanto fumar y contestó:

–Me gustó mucho más su libro El Anticristo, maldición sobre el cristianismo, en el que escribe sobre cómo la cristiandad se ha convertido en una ideología establecida por instituciones como la Iglesia, y cómo las iglesias han fallado a la hora de representar la vida de Cristo. Me gustó, sobre todo, la parte donde el filósofo alemán manifiesta su desprecio de la doctrina cristiana, al denunciar la falsedad que trae cuando reniega de la libertad espiritual del hombre.

–¿Cómo así? –le corté la palabra–. No entiendo...

–Ahora te explico –dijo–. Para Nietzsche era importante distinguir entre la religión de la cristiandad y la persona de Cristo;  es decir, consideraba que una cosa eran los llamados cristianos y otra muy distinta era Cristo, tanto en sus dichos como en sus hechos. Tal vez por eso, Nietzsche afirmó: El último cristiano murió en la cruz, ya que sus seguidores solo se preocuparon de hacer negocio con su figura a través de la Iglesia, pero nadie siguió fielmente sus pasos ni su doctrina. –Si no te convence del todo un filósofo como Nietzsche, ¿Entonces cuáles son los escritores que te gustan?

–Me gustan, como ya te lo dije cien mil veces, los escritores y filósofos que escriben lo que yo les soplo en el oído, como tú que estás escribiendo en este mismísimo instante. No olvides que soy el príncipe de las tinieblas y el pastor de los escribanos que son las ovejas obedientes de mi rebaño…  

–A propósito de lo que acabas de decir –volvía a cortarle la palabra–. ¿Sabías que hay muchos escritores que se han inspirado en tu vida para escribir cuentos, poemas y novelas?

El Tío entornó los ojos y los labios, pero luego atinó a esbozar una sonrisa pícara. Lanzó un fuerte hálito a tabaco y alcohol, abrió los ojos grandes y redondos como focos. Me bañó con la luz de su mirada y dijo:

–Algunos me han deformado más de la cuenta, me han hecho decir cosas que nunca dije; en tanto otros apenas me han nombrado por chiripas. Los demás, por no enfrentarse a las críticas de la Iglesia, nunca se han atrevido a convertirme en el personaje central de sus obras.  

–Ya se sabe que Nietzsche no exaltó directamente tu imagen ni tus pensamientos, pero hubieron otros que sí lo hicieron, como el alemán Johann Georg Faust. A él se le atribuye un gran número de instrucciones, en alemán y en latín, para hacer pactos con el diablo. Otro que exaltó tu imagen fue el poeta italiano contrario al Vaticano, Diosuè Carducci, quien publicó un poema encumbrando a Satán como el dios de la razón, y expresando su odio hacia la cristiandad. El poema que te dedicó, es un verdadero Inno a Satana (Himno a Satán).

–Aunque no siempre he sido una musa de inspiración para poetas y narradores, unos cuantos de ellos se identificaron conmigo, hasta se definieron como autores satánicos y crearon obras imperecederas en el ámbito literario.

–Yo sé de algunos poetas que no fueron satánicos, como los que tú conoces, pero si rebeldes, irreverentes y hasta borrachos –le dije solo por decirle algo.

–Puedes citar a algunos de ellos, al menos a uno que me menciona positivamente en sus versos ¿Eres capaz de citar a uno, al menos a uno? –insistió como queriendo ensalzar su ego.

–Sí –contesté–, pero ahora mismo no recuerdo su nombre, aunque lo tengo en la punta de la lengua.

–¡Siempre dices lo mismo, carajo! –rezongó el Tío–. Lo tengo en la punta de la lengua, como si tu lengua estuviera en tu cerebro y no en tu boca. ¿O tú piensas con tu lengua?

De solo verle la cara de furia y a punto de echarme del cuarto, me concentré con los cinco sentidos y traté de ser más convincente.

–¡Ah!, ya recuerdo –levanté la voz como atravesado por un rayito de inteligencia–. Se llama Baudelaire, Charles Baudelaire, un poeta maldito sumergido en el elixir de las drogas y en las perfumadas carnes de las prostitutas del Barrio Latino en París. Él  te dedicó unos versos que son tan inmortales como tu propia vida, elogiándote por tus dotes de sabio y tu belleza revestida con piedras preciosas.

El Tío, sin dejarse impresionar por mis palabras escupidas al azar y sin mayor erudición que el que destila su poderosa mente, levantó el arco de las cejas y me miró como cuando dudaba de mi sapiencia literaria. Desde luego que él sabía quién era Baudelaire, pero se hacía el que no sabía nada para someter a prueba mis escasos conocimientos sobre poetas malditos y ponerme incómodo como al alumno que olvidó la lección que aprendió de memoria.

–El poema titula Las letanías de Satán –le dije como luciéndome con mis mediocres conocimientos–. Lo publicó en su máxima obra, Las flores del mal, desatando un escandaloso revuelo entre los críticos de su época, que la consideraron un libelo de mal gusto, una incisiva ofensa contra la moral cristiana y las buenas costumbres ciudadanas, no solo porque era la negación de San Pedro, sino también una sátira contra los anodinos cuasi burgueses, que encarnaban la furia de Caín para vencer a los débiles y conquistar sus ciegas ambiciones de fortuna y poder. Además, Baudelaire no dudó en considerar que eres el único ser capaz de sentir piedad por el hombre, compartir sus tristezas y alegrías junto a él, ya que Dios, el Todo Poderoso, se trocó inaccesible para los simples mortales.

–¡Basta ya! –gruñó el Tío, quitándose la colilla de los labios–. Quiero que te vayas al grano, al grano. ¿Qué dicen esos versos?

–Los versos, en Las letanías de Satán, dicen: ¡Oh el más bello y más sabio de todos los Ángeles,/ dios privado de loas, por la suerte vendido,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Oh Príncipe del Exilio, a quien se le ha hecho un agravio,/ y que vencido, siempre te levantas más fuerte,/ oh Satán ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Tú que todo lo sabes, rey de lo subterráneo,/ taumaturgo inmortal de angustias humanas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!...

–¿Y qué más?

–Y sigue como sigue: ¡Tú que junto a la Muerte, tu más vieja amante,/ la Esperanza engendraste, esa bella demente,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que sabes los sitios de las tierras celosas,/ donde un Dios envidioso guarda piedras preciosas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Tú de clara mirada que conoces las vetas,/ donde duermen metales como en hondas mortajas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que mágicamente haces blandos los huesos/ del borracho caído bajo de los caballos,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que pusiste en los ojos y el corazón de las putas,/ el culto de la llaga y el amor de los andrajos,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Bastón de los exiliados, luz de los inventores,/ confesor de los ahorcados y de los conspiradores,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Padre adoptivo de estos que en su negra cólera/ del Paraíso terrestre ha desterrado Dios Padre,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!

–¡Ah, carajo! –Se regocijó el Tío, con el rostro encendido por la vanidad–. ¡Qué buen poeta era ese tipo!, además de borracho y mujeriego. ¡Mierdas! ¡Qué eximio poeta!...

–Sí, pues –asentí a manera de corroborar sus exclamaciones y, como sumergiéndome en la esencia alucinante de la poesía, añadí–: Era un poeta de incalculables quilates. Y para rematar los hermosos versos, inspirados en tu admirada y temible personalidad, Baudelaire escribió la siguiente plegaria: ¡Gloria y loor, oh Satán, a ti en las alturas/ de un cielo ayer tuyo, y en las profundidades/ del Infierno en que sueñas, derrotado, en silencio!/ ¡Haz que mi alma algún día, bajo el Árbol de Ciencia,/ de ti cerca repose, cuando sobre tu frente/ se entrelacen sus ramas como en un Templo nuevo!

–¡Qué bien pensado y escrito, carajo! ¡Qué gran poeta era ese tal… ese tal Baudelaire! –volvió a exclamar moviendo la cabeza en señal de aprobación–. Está claro que ese tal… Baudelaire era el poeta de los poetas bohemios. De seguro que después de su muerte, aun sin saber que se trataba de él, me lo llevé al Infierno, que está lleno de poetas malditos, borrachos, mujeriegos y fornicadores.

–Lo que me llama la atención es como tu indumentaria ha sido motivo de inspiración tanto para quienes te aman como para quienes te detestan –le dije–. Será porque parece echar chispas como el cielo en una noche estrellada.

–Así es, mi traje es de por sí una poesía, tanto por su pedrería como por sus belleza. ¿Qué opinas tú?

No supe que contestar. Me limité, como casi siempre en tales circunstancias, a menear la cabeza de arriba abajo y de abajo arriba.

El Tío se miró de cuerpo entero, echándose luces con el fuego de sus ojos. Suspiró como quien evoca un recuerdo del pasado y, como sintiéndose satisfecho con su vida, dijo: 

–Es cierto. Antes de convertirme en diablo, con el cuerpo y el rostro de esperpento, que causan horror y espanto, era bello entre los bellos. No es casual que los testimonios sagrados me describen así: Eras el sello de una obra maestra, / lleno de sabiduría, / acabado en belleza./ En Edén estabas, en el jardín de Dios./ Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto:/ rubí, topacio, diamante,/ crisólito, piedra de ónice, jaspe,/ zafiro, malaquita, esmeralda;/ en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas,/ aderezados desde el día de tu creación./ Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo,/ estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego/ (…) / Se ha llenado tu interior de violencia y has pecado./ Y yo te he degradado del monte de Dios,/ y te he eliminado, querubín protector,/ de en medio de las piedras de fuego./ Tu corazón se ha pagado de tu belleza,/ has corrompido tu sabiduría por causa de tu esplendor./ Yo te he precipitado en tierra,/ te he expuesto como espectáculo a los reyes (…),/ te he reducido a la ceniza sobre la tierra…

–¡Qué magníficos versos! –le comenté a manera de sonsacarle una reacción sincera desde su interior, y, para comprobar si sabía el nombre del autor de esas palabras que sonaban más a lamentos que a plegarias, le pregunté–: ¿Y quién fue el poeta que escribió los versos que repetiste de memoria y sin equivocarte, como si leyeras de un devocionario?

–Eso es lo de menos –contestó–. Lo importante no es quién los escribió, sino lo bien que se escribió, como cuando se canta una linda canción, sin importar quién es el cantautor.

Yo lo miré con la cara de cojudo, que es la cara del eterno aprendiz; pero el Tío, a poco de leer mis pensamientos, encontró una explicación más simple que comer pan con queso.  

–Lo único que puedo decirte es que los padres de la Iglesia eran también poetas por obra y gracia de Dios –dijo, mientras ponía una de sus pezuñas sobre mi hombro–. Estos versos, si acaso pueden llamarse versos, me describen por fuera y por dentro. Así que todo está dicho: Soy un ángel caído, pero el único ángel que brilla con luz propia.

Otro que ha escrito sobre tu reino es Dante Alighieri –le dije–, el poeta italiano nacido a mediados del siglo XIII y apodado il Sommo Poeta (el Poeta Supremo).

–¡Correcto! –confirmó el Tío–. Dante es el autor de la Divina comedia, una obra escrita en verso y prosa, en la que narra, con sorprendente belleza y excelente economía de palabras, su paseo por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Uno de los libros fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de las cumbres de la literatura universal.

–¿Entonces conoces la emblemática obra de Dante?

–Por supuesto que sí –contestó seguro de sí mismo–. Lo que no reconozco es el Infierno que describe en la Divina comedia. Ya sé que la obra está estructurada según el simbolismo del número tres, que representa la trinidad sagrada: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y que, además, está llena de citas bíblicas, de himnos y cantos litúrgicos, aparte de conocimientos y pensamientos de la época medieval, desde la astronomía hasta la filosofía.

El Tío se remeció en su trono y, con su natural soberbia, agregó:

–Lo que no reconozco en el extenso poema es el Infierno que describe. Eso me hace pensar que Dante nunca estuvo en el Infierno, sino que tuvo una pesadilla sobre el inframundo, a partir de los relatos que escuchó en boca de los prelados del Vaticano. Para que te quede bien claro, como agua de manantial, te diré que el único que conoce los diferentes ambientes del infiero, de rincón a rincón, soy yo, nadie más que yo…

–Pero todo lo que describe sobre el Infierno parece tan real, que los lectores se lo creen de pé a pá.

–Dante nunca ha entrado en mi reino –reafirmó su posición–; al menos, yo nunca lo vi, ni en cuerpo ni en espíritu, y mucho menos al poeta latino Virgilio, quien fue su guía durante su viaje al inframundo. Otra cosa, los que llegan a mi reino no llegan a través de una pesadilla, sino después de la muerte. Ahora bien, si alguna vez Dante entró en mis catacumbas, probablemente lo expulsé de allí, porque un escritor como él no me sirve ni para usarlo como combustible en los hornos donde se tuestan los pecadores de corte mayor. 

–Sin embargo, no puedes desmentir que, cuando se refiere a tu imponente presencia en el Infierno, te describe de manera brillante, como brillante era el estilo literario de Dante, ¿verdad?

El Tío arrastró su mirada por el piso y dio la impresión de que no le interesaba la forma de cómo el escritor se refirió a Lucifer.

–Dante te describe como a un demonio de tres cabezas y dice que en tu boca principal estaba Judas, a quien le mordías con tus filosos colmillos como si fuese un juguete de goma, mientras él pataleaba y pedía auxilio a grito pelado.

–¡Bah! ¡Disparates! ¡Son puros disparates!  –refunfuñó el Tío–. Il Sommo Poeta no ha logrado describirme con lujo de detalles, como sería de esperar en un escritor clásico entre los clásicos. De ti no digo nada, pues tampoco sabes describirme como me lo merezco, porque apenas eres un pichón, un aprendiz de escritor…

–Palabras más, palabras menos –le dije, encogiéndome de hombros–. Lo importante es que eres uno de los personajes de la Divina comedia.

–Estás equivocado como casi siempre. Los principales personajes de ese extenso poema en prosa son tres: Dante, que personifica al hombre o la tentación del pecado; Beatriz, que personifica a la fe y la esperanza; y Virgilio, que personifica a la razón y el saber humano. No obstante, siendo una obra cuya temática aborda en gran medida el Infierno y el Purgatorio, el personaje principal debía de haber sido yo, pero no es así, habida cuenta de que el extenso poema, desde que lo concibió Dante, estaba destinado a ser un canto a la cristiandad, haciendo hincapié en el pecado, la virtud y la teología, aparte de los otros temas que tienen que ver con su época, donde se mandaba a arder en hogueras a los apóstatas y ateos, y, sobre todo, a quienes eran acusados de herejía y de mantener pactos secretos conmigo. Por lo demás, la Divina Comedia, más que tratar sobre el Infierno, es un tratado sobre el mundo de ultratumba.

Yo me levanté de la silla, saqué el encendedor de mi bolsillo y encendí el cigarrillo del Tío, iluminándole el rostro con el fuego. Él aspiró el humo y, pidiéndome una copa de alcohol puro, dijo:

–No sé cuál de los infiernos habrá visitado Dante, porque el mío no está dividido en nueve círculos, ni el Purgatorio en siete. El Infierno donde yo reino no tiene forma de cono, sino la forma de catacumbas, parecidas a las galerías de la mina. Además, pienso que su viaje hacia el inframundo lo hizo en el sueño, pues sus descripciones se parecen más a una pesadilla que a la realidad.

–¿Por qué dices que se parecen a una pesadilla y no a una descripción real?

–Porque Dante, antes de meterse en el inframundo, despierta en un bosque sin saber por qué llegó ahí, como la niña Alicia, quien, a través del sueño y siguiéndole a un conejo con traje de caballero, se mete en el país de las maravillas por un agujero. ¡Que imaginación más genial la de Lewis Carroll!; al menos, siempre me pareció un escritor más ingenioso que Dante, quien, en la maraña del bosque encuentra un camino que conduce hacia Dios, pero en el trayecto, como ocurre en los cuentos clásicos, se ve impedido por tres alegóricas fieras: la pantera, que representa la lujuria; la loba, que representa la codicia; y el león, que representa la soberbia. En ese trance aparece Virgilio, el poeta latino y autor de la Eneida; quien le guiaría a Dante por los círculos del inframundo. Los dos, tras una amena y sabia conversación, descienden al Infierno, que tiene forma de cono, con la punta hacia abajo y dividido en círculos, donde los condenados, envueltos en llamas y lodo candente, son sometidos a diversos grados de castigos, según la gravedad de los pecados que cometieron en vida.

El Tío vació el aguardiente de la copa y pidió otra más cargada, con un simple movimiento de cejas y una mirada que parecía impartir órdenes. Yo levanté la botella y llené la copa hasta el borde. Él me agradeció por el servicio y continuó hablándome de la Divina Comedia:    

–Después llegan al Purgatorio, donde las almas expían sus pecados para purificarse antes de ingresar al Paraíso. En el Purgatorio están los orgullosos, envidiosos, iracundos, perezosos, avaros y pródigos. Dante encuentra en ese sitio a varios de sus enemigos políticos, a poetas renombrados, a personajes de la vida pública romana y de la antigua mitología, los mismos que purgan sus penas como almas condenadas por el Supremo. Al cabo de atravesar por un desierto donde llueve fuego y por una llanura de hielo, donde están sumergidos los traidores, Dante y Virgilio llegan hacia una empinada montaña que, según la imaginación del escritor, fue creada con la misma tierra utilizada para crear el abismo del Infierno, donde, supuestamente, caí yo, Luzbel, después de ser expulsado del Paraíso.

–¿Del Paraíso? –inquirí solo para saber qué me iba a contestar.

–Sí –replicó–, pero del Paraíso prefiero no hablar. Allí tuve muchos inconvenientes con Dios y con el arcángel San Miguel, con quien me batí en una batalla campal, hasta que fui derrotado y arrojado al Infierno. Allí se originó la dicotomía entre lo bueno y lo malo. Desde entonces, pocos han sido los temas que han fascinado tanto a los humanos como las disputas entre el Bien y el Mal, la luz y las tinieblas, el orden y el caos, la creación y la destrucción…

Yo miré el humo del cigarrillo, disipándose cerca de su boca, mientras pensaba cómo hacerle pisar el palito para que, al fin, aceptara que el inframundo no es un sitio herméticamente cerrado ni una suerte de prisión de alta seguridad.    

–Como fuere –le dije–. Lo importante es que Dante y Virgilio, después de recorrer por los círculos del Purgatorio, llegan hasta la puerta de acceso, custodiada por un ángel que tiene una espada de fuego. Él se encarga de marcar la letra P en la frente de Dante y abrir la puerta con dos llaves, una de plata y otra de oro, que San Pedro le dio para dejar salir a los condenados del Purgatorio...

El Tío me miró de reojo, como cada vez que me dejaba hablar a lengua suelta de algo que él sabía que yo sabía algo. Así que me dejó seguir con mi relato que, a esas alturas de nuestra conversación, ya no era el relato de Dante, sino mis propias interpretaciones de la Divina comedia.    

–Cuando Dante y Virgilio atraviesan un muro de fuego, tras la cual hay una escalera, aparecen en el Paraíso terrestre. Dante se muestra asustado y es confortado por su maestro y guía Virgilio. Están, aparentemente, en el lugar donde fueron creados Adán y Eva, y donde cometieron el primer pecado por desobedecer a Dios y comer del árbol del saber del Bien y del Mal…

–¿Y qué más? –indagó el Tío, fumándose el cigarrillo con el mismo placer que experimentan los niños cuando chupan un caramelo.

–Dante y Virgilio se despiden –dije–. Supongo que Virgilio no era la persona más indicada para conducirlo al reino de Dios, sino su amada Beatriz, con quien se reúne gracias a los buenos oficios de Santa Matilde, la personificación de la felicidad perfecta…

–Y qué más? –Volvió a indagar como tomándome el pulso y sometiendo a un riguroso examen mis escasos conocimientos.

–Beatriz le llama la atención severamente y luego le propone levantarle el velo para verle la cara. Dante, por su parte, busca a su maestro Virgilio, que ya no está junto a él; por cuanto decide seguirle a Beatriz, como hubiese deseado hacerlo en la vida real, hacia el tercer y último reino: el Paraíso.

–¿La Beatriz de la Divina Comedia es la misma muchacha de quien se enamoró a los nueve años, a primera vista y sin ni siquiera haberle hablado ni besado? –preguntó el Tío, tanteándome y haciendo chispear la lujuriosa lumbre de sus ojos.

–Así es –contesté con una sonrisa deformándome los labios–. Fue su musa de inspiración literaria y su amor platónico.

–Ahora entiendo mejor el porqué del título de Divina en el libro –dijo el Tío–. La narración no tiene un final trágico, sino feliz como en los cuentos de hadas, como de quien sale triunfante del Infierno y se va volando hacia el Paraíso, que aparentemente está en el cielo, aunque no existe cielo ni Paraíso.

–¿Cómo dijiste? ¿Qué no existe el cielo?

–Así es –contestó breve y categórico–. Eso que los poetas y creyentes llaman cielo no es más que un infinito vacío, donde los astros flotan como cachinas esparcidas por un soplido salido de los avernos.

–Bueno –dije–. Sigamos con lo del libro.

Divina comedia, aparte de ser una extraordinaria creación sobre el Infierno y el Purgatorio, es un mensaje a la humanidad, diciéndole que solo en la fe en Dios encontrará su felicidad eterna, no en vano el libro termina en el último canto referido al Paraíso, el cual finaliza en la Luz interminable que es Dios mismo, la Luz que es al mismo tiempo el Amor que mueve al Sol y a los astros del universo.

–¿Y por qué crees que le puso el adjetivo comedia en el título? –le pregunté con la ingenuidad de quien es incapaz de sacar sus propias conclusiones.

El Tío se rascó la sien con la pezuña, aspiró el humo del cigarrillo hasta los pulmones y, mientras lo lanzaba en forma de argollitas delante de mis ojos, me contestó:

–Yo tampoco lo sé, porque tratándose del Infierno y del Purgatorio, lo correcto era ponerle el adjetivo tragedia y no comedia, pues todo lo que existe en el inframundo no es para reírse sino para llorar, como los condenados que Dante vio sumergidos en la llanura de hielo, blanquecina como el salar de Uyuni, donde los traidores, que para él eran los peores pecadores entre los pecadores, lloraban lágrimas que les cortaban los ojos.


Yo me limité a escucharlo, no tanto por respeto ni temor, sino porque el Tío casi siempre tenía la razón, hasta que él se tragó la colilla del cigarrillo y volvió a rezongar como cuando estaba enfadado y ponía en duda cualquier afirmación.

 –Dante nunca estuvo en mi Infierno –dijo negando con la cabeza.

–¿Por qué dices eso?

–Porque como dice el refrán: Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en casa ajena. Te reitero, Dante nunca estuvo en mi Infierno, porque si hubiese estado, así sea de paseíto o de pasadita, no lo hubiera dejado salir. De mi reino no sale nadie para contar lo que vio en sus galerías, menos los escritores que, a veces, no me sirven ni como combustible para avivar las llamas de las hogueras donde tuesto a los condenados. A esos escritores que me convierten en personaje de segundo nivel o me usan como un simple fantoche, ni siquiera los retorno a la vida terrenal, convertidos en almas errantes y atormentadas.

–Dime una cosa –le dije mirándole a los ojos–.¿Qué hubiese ocurrido si Dante escapaba de tu reino, sorteando la vigilancia de tus bestias infernales?

–¡¿Qué diablos quieres que te diga?! –se enfadó el Tío y se puso con la cara rojiza como la brasa–. Si hubiese intentado huir del Infierno y retornar al reino de los vivos o marcharse al Paraíso, podía haberlo jodido bien jodido, dándole el mismo castigo que Hades le dio a Sisifo, quien, valiéndose de artimañas y engañando a Estefani, la reina del inframundo, quiso huir de la muerte y de Tártaro, el reino de Hades. Si Dante hubiese hecho lo mismo que Sisifo, el castigo era irrevocable y sin derecho a apelaciones; es decir, le hubiese condenado a la parte más ardiente del Infierno, donde hubiera tenido que empujar, todos los días de su vida, una piedra redonda hacia la punta de una empinada loma.

–Sí Dante no ha logrado describir tu reino, ¿Puedes decirme cómo es el Infierno donde tú pasas tu tiempo cuando no estás en la mina?

–¡¿Cuántas veces te voy a contar lo mismo?! ¡Cabeza dura! Ya te dije que el Infierno es una serie interminable de galerías subterráneas, parecidas a las galerías de la mina. Con pasadizos de circulación, apenas iluminados por antorchas hechas con el cebo de los muertos, y calabozos oscuros y lodosos para infundir terror y evitar que los gritos de dolor se oigan en el mundo exterior. De esas catacumbas no puede escapar nadie, por mucho que arañe las paredes de fuego y roca dura. Solo entonces se entiende que la muerte para los pecadores es dolorosa y terrible.

Yo lo miré con la boca abierta y la sangre helada de pavor de solo escuchar la descripción de su reino y de ver su espeluznante aspecto, que de por si me provocaba temor. El Tío me iluminó con el fuego de su mirada y, como si estuviese en un trance de delirio, prosiguió con su relato:

–Los diablos, que ejercen de verdugos, con tridentes y látigos en mano, flagelan a los condenados de día y de noche, hasta reventarles la piel a latigazos, mientras otros les atraviesan los ojos y la lengua con espinos, o les introducen tridentes de hierro candente entre las piernas, hasta quitarles la razón y dejarlos vagar como dementes entre sombríos bosques, ríos de lava candente y túneles habitados por monstruos de tres cabezas y seis brazos. A los rebeldes y a quienes desobedecen mis órdenes, les espera un final atroz; se los arrastra hasta la parte más ardiente del Infierno y se los deja al borde de un abismo, de donde emerge una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos; y en los cuernos diez diademas y, sobre la cabeza, un diablo blasfemo. La bestia es rechoncha como un sapo; patas con garras, dientes de tigre y cola de sierpe. Echa fuego por la boca y sus ojos están tintos de sangre. Sale de su guarida cuando yo, que soy su amo, lo convoco para que se trague como a moscas a los condenados que desobedecen mi palabra.

–¿Y se puede saber quién engendró a esa monstruosa bestia?

–La bestia es la criatura que yo engendré con una hermosa diablesa que, luego de perder el control de su lujuria, me fue infiel como otro diablo, más horripilante y grotesco, quien la poseyó sobre un lecho de fuego que terminó en cenizas.   

–¿O sea que tu reino está habitado por monstruos nunca vistos ni imaginados por Dante?

–En mi reino habitan también enormes langostas, que parecen caballos preparados para la guerra; en la cabeza llevan coronas de oro; tienen la cara de humanos, los cabellos largos como colas de caballos y los colmillos como de leones. Llevan arreos de guerra, que más parecen corazas de hierro, y el ruido de sus alas, semejante a planchas metálicas, suenan como el estruendo de muchas carretas corriendo a la batalla; Sus colas terminan en aguijones que lanzan veneno como si fuesen colas de escorpiones. Son langostas apocalípticas, capaces de exterminar a ejércitos enteros de ángeles celestiales y capaces de acabar en un instante con sembradíos enteros y con el agua de los lagos, dejándolos secos como el desierto.

Lo recorrí con la mirada de arriba abajo, de un lado a otro y, solo para confirmar mis sospechas sobre su aspecto de Tío, le hablé con ciertas dificultades, como cuando tartamudeaba después de haberme tragado un susto.

–¿Y cómo es tu apariencia cuando estás en tu reino? ¿Tal cual te imaginaron los mineros antes de esculpirte en barro y cuarzo?

 –Más o menos –replicó el Tío–. Mi apariencia es la misma que tú conoces, la misma que forma parte del imaginario popular, como la de un Minotauro, mitad toro y mitad humano. Eso sí, en mi reino me cubro con una capa de fuego. Soy más temido que la misma muerte; mi voz, más que voz, sueña como un ronquido grave y lejano. No soy ningún príncipe azul soñado por las mujeres enamoradas, sino el Lucifer que se rebeló contra la palabra de Dios, quien me consideró un ángel sin oficio ni beneficio, desde que fui expulsado del cielo como Luzbel y que, una vez renacido de las cenizas como el ave Fénix, me convertí en Lucifer, en un demonio de aspecto espantoso. Aunque lo cierto es que en mi condición de ángel caído, y a poco de romper las cadenas que me sujetaban en el profundo abismo del Infierno, allí donde nacen los candentes ríos y los fuegos de los volcanes, me dispuse a vagar por el mundo, tropezándome con la fe de los humanos y las prédicas de los guardianes de la santa Iglesia, que siempre me consideraron su adversario y competidor irreconciliable.

–Es por eso que los padres de la Iglesia no dudaron en llamarte Satán, el rebelde, acusador y delator en el tribunal de Dios. En tu condición de diablo estás considerado como enemigo cósmico del humano y como el principal enemigo de Cristo, no solo porque actúas como delator en el tribunal de Dios, sino porque eres un maldito que niega al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Todos los creyentes dicen que tú eres un impostor en procura de compararte en todas las cosas al Hijo de Dios, aunque luchas y despotricas contra Él, como lo hacen algunos de los personajes de Nietzsche, el antagonista y adversario de la religión católica, el enemigo del Hijo de Dios, quien vino al mundo hecho Hombre, para redimirnos de nuestros pecados a través de la crucifixión.

–Los apelativos de impostor o delator son puras acusaciones. No tienen una base real ni un sólido fundamento. ¡Son puras acusaciones!

–Lo peor es que algunos dicen que cuando te acusan, tú sientes un enorme placer dentro de tu corazón, como si te gustara que te acusen. Tú aceptas dichoso toda recriminación venga de donde venga –le dije como reprochándole por su conducta demoniaca y sus malas intenciones. Pero apenas hube soltado esas impertinentes palabras, me mordí la lengua, pero era ya demasiado tarde.

Por suerte para mí, y contrariamente a lo que me esperaba, el Tío se rió a carcajadas y echó escupitajos. Me contempló con cierto cariño, como un padre contempla compasivo a su hijo contestatario. Luego puso su otra pezuña sobre mi hombro y dijo:

–Por suerte tú no eres propiedad del Espíritu Santo, sino uno de los corderos mansos de mi rebaño, desde que me entregaste tu voluntad, tu vida y tu amor; por cuanto no tienes por qué preocuparte ni nada que temer. Tú serás un huésped bienvenido en mi reino, donde los humanos que fueron poseídos, y actuaron como fieles aliados del Mal en la vida terrenal, no desean irse al Reino de los Cielos, porque en el Infiero viven como si estuviesen en el Paraíso. No es raro que estos condenados privilegiados vivan felices como si estuvieran en un hermoso jardín, lleno de árboles frutales, flores y animales como los que Dios puso en el Jardín del Edén. Los hombres y las mujeres, que fueron mis siervos en la vida terrenal, gozan a plenitud en el Infierno, donde no hay prejuicios ni prohibiciones, donde no se conocen los límites entre la verdad y la mentira, entre el mito y la leyenda, entre la realidad y la fantasía. Todo parece estar hecho conforme a los deseos de quienes anhelan vivir en un mundo sin límites morales ni leyes, con abundante comida, vino y sexo…

Si bien sus palabras me hicieron recorrer por su reino en las naves de la imaginación, pasando de los hornos crematorios del Infierno a los fétidos calabozos del Purgatorio, siempre de sorpresa en sorpresa, no podía encontrar paz en mi interior, pues me sentía su cómplice sin serlo y, quizás, sin quererlo. Pero, al fin y al cabo, no me quedaba otra que convivir con el Tío en la misma casa, donde nuestros encuentros eran inevitables como nuestras conversaciones.

El Tío se acomodó en su trono, con todo el peso de su cuerpo y toda la autoridad que lo caracteriza, mientras yo intentaba retomar el tema sobre los escritores y los libros referentes al diablo y al inframundo. Por eso se me ocurrió formularle otra pregunta:  

  –¿Y qué me dices de la apología que hacen de tu personalidad algunos autores que han creado personajes diabólicos, como es Mefistófeles en el drama Fausto, del alemán Johann Wolfgang von Goethe, y Satán en la novela El maestro y Margarita, del ruso Mijaíl Bulgákov?

–De ellos hablaremos otro día –se excusó el Tío, algo molesto y agotado, vaciándose toda la botella de aguardiente de un solo sorbo–. Por ahora debo aprenderme de memoria los versos del poeta Baudelaire y tú debes aprenderte de memoria los nombres de los preciosos topacios que forman parte de mi traje de Lucifer. ¿Estamos de acuerdo? ¿Sí o no?

–Sí –le respondí levantándome de la silla. Di media vuelta y salí del cuarto, en cuya oscuridad el Tío era el único que brillaba con luz propia…