jueves, 10 de septiembre de 2020

DIVAGACIONES SOBRE EL MISMO TEMA

El Tío, con la ayuda de sus facultades mágicas, aprendió a descifrar los códigos de la escritura y a leer con la facilidad de quien está acostumbrado a los laberintos de la biblioteca de Babel. Así que un día, acaso sin quererlo, lo sorprendí leyendo atentamente Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, el filósofo alemán que conversaba consigo mismo, incluso antes de que sufriera un colapso mental y acabara en la locura. Fue tan grande mi curiosidad que, para salir de dudas, le pregunté:

–¿Ya aprendiste a leer?

El Tío se rió como siempre, agitándose con todo el peso de su cuerpo, y contestó:

–No sé leer, pero con solo ver un libro sé de lo que trata. Ya te conté que nunca fui a escuela alguna, pues sabía leer desde siempre, y no solo en español, sino en cualquier idioma, al mejor estilo de un políglota consumado.

Clavé los ojos en la tapa del libro de Nietzsche, repasé el título, que tenía el mismo tipo de letra de la primera edición, y le pregunté:

–¿Qué opinión te merece el autor de Así habló Zaratustra?

–Me lo imaginaba más profundo, como a todo filósofo que pierde la razón por sabio y no por loco. La verdad es que no me impresionó demasiado, ni siquiera con la elegancia de sus mostachos que, por cierto, los tenía mejor puestos que los de Stalin y Emiliano Zapata, el revolucionario mejicano que dicen que era macho, aunque no era de pelo en pecho.

–¿Es cierto que Nietzsche era un filósofo que podía conversar con los caballos?

–¡Qué caballos ni qué ocho cuartos, carajo! –me refutó con la velocidad del rayo–. Ha sido uno de los pensadores más influyentes de su época, junto a Karl Marx y Sigmund Freud.

–¿Así que no te convenció la lectura de Así habló Zaratustra?

–Me quedo con su grandiosa frase: Dios ha muerto, que es lo único que está claro en todo el libro, lleno de ideas difusas y entreveradas. Quizás por eso puso el subtítulo: Un libro para todos y para ninguno. La frase Dios ha muerto, más que ser un aforismo, es una suerte de declaración provocativa contra los falsos profetas de los Evangelios, aunque esta misma frase puso en boca de un personaje loco, en su obra La ciencia jovial. La gaya ciencia; un loco que buscaba a Dios, como Diógenes buscaba al hombre, con una linterna encendida a plena luz del día.

Por un instante me sentí confundido y como astronauta flotando en el espacio, hasta que aterricé, como atraído por la gravedad, con los pies clavados en el piso. Me sobrepuse a la impresión que el Tío me causaba con sus conocimientos sobre filosofía y literatura. Me senté en la silla que estaba delante de su trono y, apoyándome contra el respaldo, le pregunté:

–¿Cuál es la obra de Nietzsche que más te gustó?

El Tío puso el cigarrillo entre sus labios ennegrecidos de tanto fumar y contestó:

–Me gustó mucho más su libro El Anticristo, maldición sobre el cristianismo, en el que escribe sobre cómo la cristiandad se ha convertido en una ideología establecida por instituciones como la Iglesia, y cómo las iglesias han fallado a la hora de representar la vida de Cristo. Me gustó, sobre todo, la parte donde el filósofo alemán manifiesta su desprecio de la doctrina cristiana, al denunciar la falsedad que trae cuando reniega de la libertad espiritual del hombre.

–¿Cómo así? –le corté la palabra–. No entiendo...

–Ahora te explico –dijo–. Para Nietzsche era importante distinguir entre la religión de la cristiandad y la persona de Cristo;  es decir, consideraba que una cosa eran los llamados cristianos y otra muy distinta era Cristo, tanto en sus dichos como en sus hechos. Tal vez por eso, Nietzsche afirmó: El último cristiano murió en la cruz, ya que sus seguidores solo se preocuparon de hacer negocio con su figura a través de la Iglesia, pero nadie siguió fielmente sus pasos ni su doctrina. –Si no te convence del todo un filósofo como Nietzsche, ¿Entonces cuáles son los escritores que te gustan?

–Me gustan, como ya te lo dije cien mil veces, los escritores y filósofos que escriben lo que yo les soplo en el oído, como tú que estás escribiendo en este mismísimo instante. No olvides que soy el príncipe de las tinieblas y el pastor de los escribanos que son las ovejas obedientes de mi rebaño…  

–A propósito de lo que acabas de decir –volvía a cortarle la palabra–. ¿Sabías que hay muchos escritores que se han inspirado en tu vida para escribir cuentos, poemas y novelas?

El Tío entornó los ojos y los labios, pero luego atinó a esbozar una sonrisa pícara. Lanzó un fuerte hálito a tabaco y alcohol, abrió los ojos grandes y redondos como focos. Me bañó con la luz de su mirada y dijo:

–Algunos me han deformado más de la cuenta, me han hecho decir cosas que nunca dije; en tanto otros apenas me han nombrado por chiripas. Los demás, por no enfrentarse a las críticas de la Iglesia, nunca se han atrevido a convertirme en el personaje central de sus obras.  

–Ya se sabe que Nietzsche no exaltó directamente tu imagen ni tus pensamientos, pero hubieron otros que sí lo hicieron, como el alemán Johann Georg Faust. A él se le atribuye un gran número de instrucciones, en alemán y en latín, para hacer pactos con el diablo. Otro que exaltó tu imagen fue el poeta italiano contrario al Vaticano, Diosuè Carducci, quien publicó un poema encumbrando a Satán como el dios de la razón, y expresando su odio hacia la cristiandad. El poema que te dedicó, es un verdadero Inno a Satana (Himno a Satán).

–Aunque no siempre he sido una musa de inspiración para poetas y narradores, unos cuantos de ellos se identificaron conmigo, hasta se definieron como autores satánicos y crearon obras imperecederas en el ámbito literario.

–Yo sé de algunos poetas que no fueron satánicos, como los que tú conoces, pero si rebeldes, irreverentes y hasta borrachos –le dije solo por decirle algo.

–Puedes citar a algunos de ellos, al menos a uno que me menciona positivamente en sus versos ¿Eres capaz de citar a uno, al menos a uno? –insistió como queriendo ensalzar su ego.

–Sí –contesté–, pero ahora mismo no recuerdo su nombre, aunque lo tengo en la punta de la lengua.

–¡Siempre dices lo mismo, carajo! –rezongó el Tío–. Lo tengo en la punta de la lengua, como si tu lengua estuviera en tu cerebro y no en tu boca. ¿O tú piensas con tu lengua?

De solo verle la cara de furia y a punto de echarme del cuarto, me concentré con los cinco sentidos y traté de ser más convincente.

–¡Ah!, ya recuerdo –levanté la voz como atravesado por un rayito de inteligencia–. Se llama Baudelaire, Charles Baudelaire, un poeta maldito sumergido en el elixir de las drogas y en las perfumadas carnes de las prostitutas del Barrio Latino en París. Él  te dedicó unos versos que son tan inmortales como tu propia vida, elogiándote por tus dotes de sabio y tu belleza revestida con piedras preciosas.

El Tío, sin dejarse impresionar por mis palabras escupidas al azar y sin mayor erudición que el que destila su poderosa mente, levantó el arco de las cejas y me miró como cuando dudaba de mi sapiencia literaria. Desde luego que él sabía quién era Baudelaire, pero se hacía el que no sabía nada para someter a prueba mis escasos conocimientos sobre poetas malditos y ponerme incómodo como al alumno que olvidó la lección que aprendió de memoria.

–El poema titula Las letanías de Satán –le dije como luciéndome con mis mediocres conocimientos–. Lo publicó en su máxima obra, Las flores del mal, desatando un escandaloso revuelo entre los críticos de su época, que la consideraron un libelo de mal gusto, una incisiva ofensa contra la moral cristiana y las buenas costumbres ciudadanas, no solo porque era la negación de San Pedro, sino también una sátira contra los anodinos cuasi burgueses, que encarnaban la furia de Caín para vencer a los débiles y conquistar sus ciegas ambiciones de fortuna y poder. Además, Baudelaire no dudó en considerar que eres el único ser capaz de sentir piedad por el hombre, compartir sus tristezas y alegrías junto a él, ya que Dios, el Todo Poderoso, se trocó inaccesible para los simples mortales.

–¡Basta ya! –gruñó el Tío, quitándose la colilla de los labios–. Quiero que te vayas al grano, al grano. ¿Qué dicen esos versos?

–Los versos, en Las letanías de Satán, dicen: ¡Oh el más bello y más sabio de todos los Ángeles,/ dios privado de loas, por la suerte vendido,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Oh Príncipe del Exilio, a quien se le ha hecho un agravio,/ y que vencido, siempre te levantas más fuerte,/ oh Satán ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Tú que todo lo sabes, rey de lo subterráneo,/ taumaturgo inmortal de angustias humanas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!...

–¿Y qué más?

–Y sigue como sigue: ¡Tú que junto a la Muerte, tu más vieja amante,/ la Esperanza engendraste, esa bella demente,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que sabes los sitios de las tierras celosas,/ donde un Dios envidioso guarda piedras preciosas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Tú de clara mirada que conoces las vetas,/ donde duermen metales como en hondas mortajas,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que mágicamente haces blandos los huesos/ del borracho caído bajo de los caballos,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!(…)/ ¡Tú que pusiste en los ojos y el corazón de las putas,/ el culto de la llaga y el amor de los andrajos,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Bastón de los exiliados, luz de los inventores,/ confesor de los ahorcados y de los conspiradores,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!/ ¡Padre adoptivo de estos que en su negra cólera/ del Paraíso terrestre ha desterrado Dios Padre,/ oh Satán, ten piedad de mi enorme miseria!

–¡Ah, carajo! –Se regocijó el Tío, con el rostro encendido por la vanidad–. ¡Qué buen poeta era ese tipo!, además de borracho y mujeriego. ¡Mierdas! ¡Qué eximio poeta!...

–Sí, pues –asentí a manera de corroborar sus exclamaciones y, como sumergiéndome en la esencia alucinante de la poesía, añadí–: Era un poeta de incalculables quilates. Y para rematar los hermosos versos, inspirados en tu admirada y temible personalidad, Baudelaire escribió la siguiente plegaria: ¡Gloria y loor, oh Satán, a ti en las alturas/ de un cielo ayer tuyo, y en las profundidades/ del Infierno en que sueñas, derrotado, en silencio!/ ¡Haz que mi alma algún día, bajo el Árbol de Ciencia,/ de ti cerca repose, cuando sobre tu frente/ se entrelacen sus ramas como en un Templo nuevo!

–¡Qué bien pensado y escrito, carajo! ¡Qué gran poeta era ese tal… ese tal Baudelaire! –volvió a exclamar moviendo la cabeza en señal de aprobación–. Está claro que ese tal… Baudelaire era el poeta de los poetas bohemios. De seguro que después de su muerte, aun sin saber que se trataba de él, me lo llevé al Infierno, que está lleno de poetas malditos, borrachos, mujeriegos y fornicadores.

–Lo que me llama la atención es como tu indumentaria ha sido motivo de inspiración tanto para quienes te aman como para quienes te detestan –le dije–. Será porque parece echar chispas como el cielo en una noche estrellada.

–Así es, mi traje es de por sí una poesía, tanto por su pedrería como por sus belleza. ¿Qué opinas tú?

No supe que contestar. Me limité, como casi siempre en tales circunstancias, a menear la cabeza de arriba abajo y de abajo arriba.

El Tío se miró de cuerpo entero, echándose luces con el fuego de sus ojos. Suspiró como quien evoca un recuerdo del pasado y, como sintiéndose satisfecho con su vida, dijo: 

–Es cierto. Antes de convertirme en diablo, con el cuerpo y el rostro de esperpento, que causan horror y espanto, era bello entre los bellos. No es casual que los testimonios sagrados me describen así: Eras el sello de una obra maestra, / lleno de sabiduría, / acabado en belleza./ En Edén estabas, en el jardín de Dios./ Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto:/ rubí, topacio, diamante,/ crisólito, piedra de ónice, jaspe,/ zafiro, malaquita, esmeralda;/ en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas,/ aderezados desde el día de tu creación./ Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo,/ estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego/ (…) / Se ha llenado tu interior de violencia y has pecado./ Y yo te he degradado del monte de Dios,/ y te he eliminado, querubín protector,/ de en medio de las piedras de fuego./ Tu corazón se ha pagado de tu belleza,/ has corrompido tu sabiduría por causa de tu esplendor./ Yo te he precipitado en tierra,/ te he expuesto como espectáculo a los reyes (…),/ te he reducido a la ceniza sobre la tierra…

–¡Qué magníficos versos! –le comenté a manera de sonsacarle una reacción sincera desde su interior, y, para comprobar si sabía el nombre del autor de esas palabras que sonaban más a lamentos que a plegarias, le pregunté–: ¿Y quién fue el poeta que escribió los versos que repetiste de memoria y sin equivocarte, como si leyeras de un devocionario?

–Eso es lo de menos –contestó–. Lo importante no es quién los escribió, sino lo bien que se escribió, como cuando se canta una linda canción, sin importar quién es el cantautor.

Yo lo miré con la cara de cojudo, que es la cara del eterno aprendiz; pero el Tío, a poco de leer mis pensamientos, encontró una explicación más simple que comer pan con queso.  

–Lo único que puedo decirte es que los padres de la Iglesia eran también poetas por obra y gracia de Dios –dijo, mientras ponía una de sus pezuñas sobre mi hombro–. Estos versos, si acaso pueden llamarse versos, me describen por fuera y por dentro. Así que todo está dicho: Soy un ángel caído, pero el único ángel que brilla con luz propia.

Otro que ha escrito sobre tu reino es Dante Alighieri –le dije–, el poeta italiano nacido a mediados del siglo XIII y apodado il Sommo Poeta (el Poeta Supremo).

–¡Correcto! –confirmó el Tío–. Dante es el autor de la Divina comedia, una obra escrita en verso y prosa, en la que narra, con sorprendente belleza y excelente economía de palabras, su paseo por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Uno de los libros fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de las cumbres de la literatura universal.

–¿Entonces conoces la emblemática obra de Dante?

–Por supuesto que sí –contestó seguro de sí mismo–. Lo que no reconozco es el Infierno que describe en la Divina comedia. Ya sé que la obra está estructurada según el simbolismo del número tres, que representa la trinidad sagrada: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y que, además, está llena de citas bíblicas, de himnos y cantos litúrgicos, aparte de conocimientos y pensamientos de la época medieval, desde la astronomía hasta la filosofía.

El Tío se remeció en su trono y, con su natural soberbia, agregó:

–Lo que no reconozco en el extenso poema es el Infierno que describe. Eso me hace pensar que Dante nunca estuvo en el Infierno, sino que tuvo una pesadilla sobre el inframundo, a partir de los relatos que escuchó en boca de los prelados del Vaticano. Para que te quede bien claro, como agua de manantial, te diré que el único que conoce los diferentes ambientes del infiero, de rincón a rincón, soy yo, nadie más que yo…

–Pero todo lo que describe sobre el Infierno parece tan real, que los lectores se lo creen de pé a pá.

–Dante nunca ha entrado en mi reino –reafirmó su posición–; al menos, yo nunca lo vi, ni en cuerpo ni en espíritu, y mucho menos al poeta latino Virgilio, quien fue su guía durante su viaje al inframundo. Otra cosa, los que llegan a mi reino no llegan a través de una pesadilla, sino después de la muerte. Ahora bien, si alguna vez Dante entró en mis catacumbas, probablemente lo expulsé de allí, porque un escritor como él no me sirve ni para usarlo como combustible en los hornos donde se tuestan los pecadores de corte mayor. 

–Sin embargo, no puedes desmentir que, cuando se refiere a tu imponente presencia en el Infierno, te describe de manera brillante, como brillante era el estilo literario de Dante, ¿verdad?

El Tío arrastró su mirada por el piso y dio la impresión de que no le interesaba la forma de cómo el escritor se refirió a Lucifer.

–Dante te describe como a un demonio de tres cabezas y dice que en tu boca principal estaba Judas, a quien le mordías con tus filosos colmillos como si fuese un juguete de goma, mientras él pataleaba y pedía auxilio a grito pelado.

–¡Bah! ¡Disparates! ¡Son puros disparates!  –refunfuñó el Tío–. Il Sommo Poeta no ha logrado describirme con lujo de detalles, como sería de esperar en un escritor clásico entre los clásicos. De ti no digo nada, pues tampoco sabes describirme como me lo merezco, porque apenas eres un pichón, un aprendiz de escritor…

–Palabras más, palabras menos –le dije, encogiéndome de hombros–. Lo importante es que eres uno de los personajes de la Divina comedia.

–Estás equivocado como casi siempre. Los principales personajes de ese extenso poema en prosa son tres: Dante, que personifica al hombre o la tentación del pecado; Beatriz, que personifica a la fe y la esperanza; y Virgilio, que personifica a la razón y el saber humano. No obstante, siendo una obra cuya temática aborda en gran medida el Infierno y el Purgatorio, el personaje principal debía de haber sido yo, pero no es así, habida cuenta de que el extenso poema, desde que lo concibió Dante, estaba destinado a ser un canto a la cristiandad, haciendo hincapié en el pecado, la virtud y la teología, aparte de los otros temas que tienen que ver con su época, donde se mandaba a arder en hogueras a los apóstatas y ateos, y, sobre todo, a quienes eran acusados de herejía y de mantener pactos secretos conmigo. Por lo demás, la Divina Comedia, más que tratar sobre el Infierno, es un tratado sobre el mundo de ultratumba.

Yo me levanté de la silla, saqué el encendedor de mi bolsillo y encendí el cigarrillo del Tío, iluminándole el rostro con el fuego. Él aspiró el humo y, pidiéndome una copa de alcohol puro, dijo:

–No sé cuál de los infiernos habrá visitado Dante, porque el mío no está dividido en nueve círculos, ni el Purgatorio en siete. El Infierno donde yo reino no tiene forma de cono, sino la forma de catacumbas, parecidas a las galerías de la mina. Además, pienso que su viaje hacia el inframundo lo hizo en el sueño, pues sus descripciones se parecen más a una pesadilla que a la realidad.

–¿Por qué dices que se parecen a una pesadilla y no a una descripción real?

–Porque Dante, antes de meterse en el inframundo, despierta en un bosque sin saber por qué llegó ahí, como la niña Alicia, quien, a través del sueño y siguiéndole a un conejo con traje de caballero, se mete en el país de las maravillas por un agujero. ¡Que imaginación más genial la de Lewis Carroll!; al menos, siempre me pareció un escritor más ingenioso que Dante, quien, en la maraña del bosque encuentra un camino que conduce hacia Dios, pero en el trayecto, como ocurre en los cuentos clásicos, se ve impedido por tres alegóricas fieras: la pantera, que representa la lujuria; la loba, que representa la codicia; y el león, que representa la soberbia. En ese trance aparece Virgilio, el poeta latino y autor de la Eneida; quien le guiaría a Dante por los círculos del inframundo. Los dos, tras una amena y sabia conversación, descienden al Infierno, que tiene forma de cono, con la punta hacia abajo y dividido en círculos, donde los condenados, envueltos en llamas y lodo candente, son sometidos a diversos grados de castigos, según la gravedad de los pecados que cometieron en vida.

El Tío vació el aguardiente de la copa y pidió otra más cargada, con un simple movimiento de cejas y una mirada que parecía impartir órdenes. Yo levanté la botella y llené la copa hasta el borde. Él me agradeció por el servicio y continuó hablándome de la Divina Comedia:    

–Después llegan al Purgatorio, donde las almas expían sus pecados para purificarse antes de ingresar al Paraíso. En el Purgatorio están los orgullosos, envidiosos, iracundos, perezosos, avaros y pródigos. Dante encuentra en ese sitio a varios de sus enemigos políticos, a poetas renombrados, a personajes de la vida pública romana y de la antigua mitología, los mismos que purgan sus penas como almas condenadas por el Supremo. Al cabo de atravesar por un desierto donde llueve fuego y por una llanura de hielo, donde están sumergidos los traidores, Dante y Virgilio llegan hacia una empinada montaña que, según la imaginación del escritor, fue creada con la misma tierra utilizada para crear el abismo del Infierno, donde, supuestamente, caí yo, Luzbel, después de ser expulsado del Paraíso.

–¿Del Paraíso? –inquirí solo para saber qué me iba a contestar.

–Sí –replicó–, pero del Paraíso prefiero no hablar. Allí tuve muchos inconvenientes con Dios y con el arcángel San Miguel, con quien me batí en una batalla campal, hasta que fui derrotado y arrojado al Infierno. Allí se originó la dicotomía entre lo bueno y lo malo. Desde entonces, pocos han sido los temas que han fascinado tanto a los humanos como las disputas entre el Bien y el Mal, la luz y las tinieblas, el orden y el caos, la creación y la destrucción…

Yo miré el humo del cigarrillo, disipándose cerca de su boca, mientras pensaba cómo hacerle pisar el palito para que, al fin, aceptara que el inframundo no es un sitio herméticamente cerrado ni una suerte de prisión de alta seguridad.    

–Como fuere –le dije–. Lo importante es que Dante y Virgilio, después de recorrer por los círculos del Purgatorio, llegan hasta la puerta de acceso, custodiada por un ángel que tiene una espada de fuego. Él se encarga de marcar la letra P en la frente de Dante y abrir la puerta con dos llaves, una de plata y otra de oro, que San Pedro le dio para dejar salir a los condenados del Purgatorio...

El Tío me miró de reojo, como cada vez que me dejaba hablar a lengua suelta de algo que él sabía que yo sabía algo. Así que me dejó seguir con mi relato que, a esas alturas de nuestra conversación, ya no era el relato de Dante, sino mis propias interpretaciones de la Divina comedia.    

–Cuando Dante y Virgilio atraviesan un muro de fuego, tras la cual hay una escalera, aparecen en el Paraíso terrestre. Dante se muestra asustado y es confortado por su maestro y guía Virgilio. Están, aparentemente, en el lugar donde fueron creados Adán y Eva, y donde cometieron el primer pecado por desobedecer a Dios y comer del árbol del saber del Bien y del Mal…

–¿Y qué más? –indagó el Tío, fumándose el cigarrillo con el mismo placer que experimentan los niños cuando chupan un caramelo.

–Dante y Virgilio se despiden –dije–. Supongo que Virgilio no era la persona más indicada para conducirlo al reino de Dios, sino su amada Beatriz, con quien se reúne gracias a los buenos oficios de Santa Matilde, la personificación de la felicidad perfecta…

–Y qué más? –Volvió a indagar como tomándome el pulso y sometiendo a un riguroso examen mis escasos conocimientos.

–Beatriz le llama la atención severamente y luego le propone levantarle el velo para verle la cara. Dante, por su parte, busca a su maestro Virgilio, que ya no está junto a él; por cuanto decide seguirle a Beatriz, como hubiese deseado hacerlo en la vida real, hacia el tercer y último reino: el Paraíso.

–¿La Beatriz de la Divina Comedia es la misma muchacha de quien se enamoró a los nueve años, a primera vista y sin ni siquiera haberle hablado ni besado? –preguntó el Tío, tanteándome y haciendo chispear la lujuriosa lumbre de sus ojos.

–Así es –contesté con una sonrisa deformándome los labios–. Fue su musa de inspiración literaria y su amor platónico.

–Ahora entiendo mejor el porqué del título de Divina en el libro –dijo el Tío–. La narración no tiene un final trágico, sino feliz como en los cuentos de hadas, como de quien sale triunfante del Infierno y se va volando hacia el Paraíso, que aparentemente está en el cielo, aunque no existe cielo ni Paraíso.

–¿Cómo dijiste? ¿Qué no existe el cielo?

–Así es –contestó breve y categórico–. Eso que los poetas y creyentes llaman cielo no es más que un infinito vacío, donde los astros flotan como cachinas esparcidas por un soplido salido de los avernos.

–Bueno –dije–. Sigamos con lo del libro.

Divina comedia, aparte de ser una extraordinaria creación sobre el Infierno y el Purgatorio, es un mensaje a la humanidad, diciéndole que solo en la fe en Dios encontrará su felicidad eterna, no en vano el libro termina en el último canto referido al Paraíso, el cual finaliza en la Luz interminable que es Dios mismo, la Luz que es al mismo tiempo el Amor que mueve al Sol y a los astros del universo.

–¿Y por qué crees que le puso el adjetivo comedia en el título? –le pregunté con la ingenuidad de quien es incapaz de sacar sus propias conclusiones.

El Tío se rascó la sien con la pezuña, aspiró el humo del cigarrillo hasta los pulmones y, mientras lo lanzaba en forma de argollitas delante de mis ojos, me contestó:

–Yo tampoco lo sé, porque tratándose del Infierno y del Purgatorio, lo correcto era ponerle el adjetivo tragedia y no comedia, pues todo lo que existe en el inframundo no es para reírse sino para llorar, como los condenados que Dante vio sumergidos en la llanura de hielo, blanquecina como el salar de Uyuni, donde los traidores, que para él eran los peores pecadores entre los pecadores, lloraban lágrimas que les cortaban los ojos.


Yo me limité a escucharlo, no tanto por respeto ni temor, sino porque el Tío casi siempre tenía la razón, hasta que él se tragó la colilla del cigarrillo y volvió a rezongar como cuando estaba enfadado y ponía en duda cualquier afirmación.

 –Dante nunca estuvo en mi Infierno –dijo negando con la cabeza.

–¿Por qué dices eso?

–Porque como dice el refrán: Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en casa ajena. Te reitero, Dante nunca estuvo en mi Infierno, porque si hubiese estado, así sea de paseíto o de pasadita, no lo hubiera dejado salir. De mi reino no sale nadie para contar lo que vio en sus galerías, menos los escritores que, a veces, no me sirven ni como combustible para avivar las llamas de las hogueras donde tuesto a los condenados. A esos escritores que me convierten en personaje de segundo nivel o me usan como un simple fantoche, ni siquiera los retorno a la vida terrenal, convertidos en almas errantes y atormentadas.

–Dime una cosa –le dije mirándole a los ojos–.¿Qué hubiese ocurrido si Dante escapaba de tu reino, sorteando la vigilancia de tus bestias infernales?

–¡¿Qué diablos quieres que te diga?! –se enfadó el Tío y se puso con la cara rojiza como la brasa–. Si hubiese intentado huir del Infierno y retornar al reino de los vivos o marcharse al Paraíso, podía haberlo jodido bien jodido, dándole el mismo castigo que Hades le dio a Sisifo, quien, valiéndose de artimañas y engañando a Estefani, la reina del inframundo, quiso huir de la muerte y de Tártaro, el reino de Hades. Si Dante hubiese hecho lo mismo que Sisifo, el castigo era irrevocable y sin derecho a apelaciones; es decir, le hubiese condenado a la parte más ardiente del Infierno, donde hubiera tenido que empujar, todos los días de su vida, una piedra redonda hacia la punta de una empinada loma.

–Sí Dante no ha logrado describir tu reino, ¿Puedes decirme cómo es el Infierno donde tú pasas tu tiempo cuando no estás en la mina?

–¡¿Cuántas veces te voy a contar lo mismo?! ¡Cabeza dura! Ya te dije que el Infierno es una serie interminable de galerías subterráneas, parecidas a las galerías de la mina. Con pasadizos de circulación, apenas iluminados por antorchas hechas con el cebo de los muertos, y calabozos oscuros y lodosos para infundir terror y evitar que los gritos de dolor se oigan en el mundo exterior. De esas catacumbas no puede escapar nadie, por mucho que arañe las paredes de fuego y roca dura. Solo entonces se entiende que la muerte para los pecadores es dolorosa y terrible.

Yo lo miré con la boca abierta y la sangre helada de pavor de solo escuchar la descripción de su reino y de ver su espeluznante aspecto, que de por si me provocaba temor. El Tío me iluminó con el fuego de su mirada y, como si estuviese en un trance de delirio, prosiguió con su relato:

–Los diablos, que ejercen de verdugos, con tridentes y látigos en mano, flagelan a los condenados de día y de noche, hasta reventarles la piel a latigazos, mientras otros les atraviesan los ojos y la lengua con espinos, o les introducen tridentes de hierro candente entre las piernas, hasta quitarles la razón y dejarlos vagar como dementes entre sombríos bosques, ríos de lava candente y túneles habitados por monstruos de tres cabezas y seis brazos. A los rebeldes y a quienes desobedecen mis órdenes, les espera un final atroz; se los arrastra hasta la parte más ardiente del Infierno y se los deja al borde de un abismo, de donde emerge una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos; y en los cuernos diez diademas y, sobre la cabeza, un diablo blasfemo. La bestia es rechoncha como un sapo; patas con garras, dientes de tigre y cola de sierpe. Echa fuego por la boca y sus ojos están tintos de sangre. Sale de su guarida cuando yo, que soy su amo, lo convoco para que se trague como a moscas a los condenados que desobedecen mi palabra.

–¿Y se puede saber quién engendró a esa monstruosa bestia?

–La bestia es la criatura que yo engendré con una hermosa diablesa que, luego de perder el control de su lujuria, me fue infiel como otro diablo, más horripilante y grotesco, quien la poseyó sobre un lecho de fuego que terminó en cenizas.   

–¿O sea que tu reino está habitado por monstruos nunca vistos ni imaginados por Dante?

–En mi reino habitan también enormes langostas, que parecen caballos preparados para la guerra; en la cabeza llevan coronas de oro; tienen la cara de humanos, los cabellos largos como colas de caballos y los colmillos como de leones. Llevan arreos de guerra, que más parecen corazas de hierro, y el ruido de sus alas, semejante a planchas metálicas, suenan como el estruendo de muchas carretas corriendo a la batalla; Sus colas terminan en aguijones que lanzan veneno como si fuesen colas de escorpiones. Son langostas apocalípticas, capaces de exterminar a ejércitos enteros de ángeles celestiales y capaces de acabar en un instante con sembradíos enteros y con el agua de los lagos, dejándolos secos como el desierto.

Lo recorrí con la mirada de arriba abajo, de un lado a otro y, solo para confirmar mis sospechas sobre su aspecto de Tío, le hablé con ciertas dificultades, como cuando tartamudeaba después de haberme tragado un susto.

–¿Y cómo es tu apariencia cuando estás en tu reino? ¿Tal cual te imaginaron los mineros antes de esculpirte en barro y cuarzo?

 –Más o menos –replicó el Tío–. Mi apariencia es la misma que tú conoces, la misma que forma parte del imaginario popular, como la de un Minotauro, mitad toro y mitad humano. Eso sí, en mi reino me cubro con una capa de fuego. Soy más temido que la misma muerte; mi voz, más que voz, sueña como un ronquido grave y lejano. No soy ningún príncipe azul soñado por las mujeres enamoradas, sino el Lucifer que se rebeló contra la palabra de Dios, quien me consideró un ángel sin oficio ni beneficio, desde que fui expulsado del cielo como Luzbel y que, una vez renacido de las cenizas como el ave Fénix, me convertí en Lucifer, en un demonio de aspecto espantoso. Aunque lo cierto es que en mi condición de ángel caído, y a poco de romper las cadenas que me sujetaban en el profundo abismo del Infierno, allí donde nacen los candentes ríos y los fuegos de los volcanes, me dispuse a vagar por el mundo, tropezándome con la fe de los humanos y las prédicas de los guardianes de la santa Iglesia, que siempre me consideraron su adversario y competidor irreconciliable.

–Es por eso que los padres de la Iglesia no dudaron en llamarte Satán, el rebelde, acusador y delator en el tribunal de Dios. En tu condición de diablo estás considerado como enemigo cósmico del humano y como el principal enemigo de Cristo, no solo porque actúas como delator en el tribunal de Dios, sino porque eres un maldito que niega al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Todos los creyentes dicen que tú eres un impostor en procura de compararte en todas las cosas al Hijo de Dios, aunque luchas y despotricas contra Él, como lo hacen algunos de los personajes de Nietzsche, el antagonista y adversario de la religión católica, el enemigo del Hijo de Dios, quien vino al mundo hecho Hombre, para redimirnos de nuestros pecados a través de la crucifixión.

–Los apelativos de impostor o delator son puras acusaciones. No tienen una base real ni un sólido fundamento. ¡Son puras acusaciones!

–Lo peor es que algunos dicen que cuando te acusan, tú sientes un enorme placer dentro de tu corazón, como si te gustara que te acusen. Tú aceptas dichoso toda recriminación venga de donde venga –le dije como reprochándole por su conducta demoniaca y sus malas intenciones. Pero apenas hube soltado esas impertinentes palabras, me mordí la lengua, pero era ya demasiado tarde.

Por suerte para mí, y contrariamente a lo que me esperaba, el Tío se rió a carcajadas y echó escupitajos. Me contempló con cierto cariño, como un padre contempla compasivo a su hijo contestatario. Luego puso su otra pezuña sobre mi hombro y dijo:

–Por suerte tú no eres propiedad del Espíritu Santo, sino uno de los corderos mansos de mi rebaño, desde que me entregaste tu voluntad, tu vida y tu amor; por cuanto no tienes por qué preocuparte ni nada que temer. Tú serás un huésped bienvenido en mi reino, donde los humanos que fueron poseídos, y actuaron como fieles aliados del Mal en la vida terrenal, no desean irse al Reino de los Cielos, porque en el Infiero viven como si estuviesen en el Paraíso. No es raro que estos condenados privilegiados vivan felices como si estuvieran en un hermoso jardín, lleno de árboles frutales, flores y animales como los que Dios puso en el Jardín del Edén. Los hombres y las mujeres, que fueron mis siervos en la vida terrenal, gozan a plenitud en el Infierno, donde no hay prejuicios ni prohibiciones, donde no se conocen los límites entre la verdad y la mentira, entre el mito y la leyenda, entre la realidad y la fantasía. Todo parece estar hecho conforme a los deseos de quienes anhelan vivir en un mundo sin límites morales ni leyes, con abundante comida, vino y sexo…

Si bien sus palabras me hicieron recorrer por su reino en las naves de la imaginación, pasando de los hornos crematorios del Infierno a los fétidos calabozos del Purgatorio, siempre de sorpresa en sorpresa, no podía encontrar paz en mi interior, pues me sentía su cómplice sin serlo y, quizás, sin quererlo. Pero, al fin y al cabo, no me quedaba otra que convivir con el Tío en la misma casa, donde nuestros encuentros eran inevitables como nuestras conversaciones.

El Tío se acomodó en su trono, con todo el peso de su cuerpo y toda la autoridad que lo caracteriza, mientras yo intentaba retomar el tema sobre los escritores y los libros referentes al diablo y al inframundo. Por eso se me ocurrió formularle otra pregunta:  

  –¿Y qué me dices de la apología que hacen de tu personalidad algunos autores que han creado personajes diabólicos, como es Mefistófeles en el drama Fausto, del alemán Johann Wolfgang von Goethe, y Satán en la novela El maestro y Margarita, del ruso Mijaíl Bulgákov?

–De ellos hablaremos otro día –se excusó el Tío, algo molesto y agotado, vaciándose toda la botella de aguardiente de un solo sorbo–. Por ahora debo aprenderme de memoria los versos del poeta Baudelaire y tú debes aprenderte de memoria los nombres de los preciosos topacios que forman parte de mi traje de Lucifer. ¿Estamos de acuerdo? ¿Sí o no?

–Sí –le respondí levantándome de la silla. Di media vuelta y salí del cuarto, en cuya oscuridad el Tío era el único que brillaba con luz propia…   


 

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