lunes, 2 de noviembre de 2020

 

LA EVOLUCIÓN

Un nuevo día. El Tío se remeció en su trono, mientras le servía su infaltable trago; bostezó como si no hubiese dormido lo suficiente ni se hubiese soñado con angelitos, me siguió con la mirada, alumbrándome con la luz de sus ojos enrojecidos como brasas y dejó que le complaciera con mis servicios hechos de voluntad y pleitesía.

–Ya que hemos conversado sobre las teorías de la creación –dijo con voz carrasposa–, ahora nos toca conversar sobre otras teorías de la evolución. ¿Qué te parece?

Yo puse la copa llena de alcohol a su alcance, me senté en la silla que estaba cerca de la mesa y, sin muchas ganas de meterme en un tema que me parecía harto complicado, me hice el sueco; o por mejor decir, el del otro viernes, pero el Tío, sin considerar si estaba o no de acuerdo con su propuesta, se metió de cabeza en el tema diciéndome:

–Estuve pensando que el Diablo fue creado el mismo día que Dios creó al hombre.

–¿Cómo así? –pregunté.

–Sí –contestó, echándose el primer sorbo de la copa–. Estuve pensando en que tanto Dios como el Diablo fueron creados por la imaginación del hombre, una creación fantástica que los mismos humanos se encargaron de transmitirla de generación en generación y de boca en boca. Por cuanto ni Dios ni el Diablo existen de manera física, como la Tierra que es materia palpable, sino de una manera inmaterial, como son los sueños y las fantasías, que sólo existen en la mente de los humanos.

–Aunque estoy de acuerdo en que la fantasía humana es capaz de crear incluso lo inimaginable, no creo que el hombre haya creado a Dios y mucho menos al Diablo…

El Tío me pidió, con la lumbre de sus ojos, que le encendiera un cigarrillo. Así lo hice, conociéndolo como cualquier siervo conoce los caprichos y gustos de su amo, aparte de que él no podía beber alcohol si no lo acompañaba con una hebra de tabaco en los labios.  

–La existencia de la materia es objetiva y demostrable, a diferencia de la existencia de Dios, quien sólo vive en la mente de la gente y no en el mundo real.

–Entonces Dios, al ser un producto de la imaginación, no es un ser de carne y hueso como nosotros, ¿verdad?

–¡Correcto! –contestó–. Dios es un ser ideal, imperceptible, inmaterial, impalpable; un personaje intangible, al que no se puede ver, tocar ni oír; es como un alma en pena, a quien, según la imaginación popular, se le siente cerca de nosotros, pero al que no se lo puede ver ni tocar. En este caso, para creer o no en su existencia, más vale la pena repetir el lema: Ver para creer

No sabía si me estaba hablando de los cuentos del más allá, de esos seres que, después de la muerte, retornan al reino de los vivos; pero, como estuvimos hablando de creaciones, imaginaciones y fantasías, le pregunté:

–Y a ti, ¿quién te creó?

Me miró algo extrañado, frunció el ceño y, metiéndose un trago al mismo tiempo que echaba humo por las fosas nasales, me dijo en tono de reproche:

–Tú, ¿qué tienes en la cabeza? ¿Piedras? ¿Barro? Ya te dije repetidas veces que a mí me crearon los mineros a su imagen y semejanza. No soy como Adán ni como Eva, no soy hombre ni mujer, porque puedo transformarme en lo que me da la santísima gana; puedo ser hombre y mujer a la vez, ave o pez, ser terrestre, aéreo o acuático, de acuerdo a las circunstancias, necesidades y peligros que me acechan.

Sus palabras hicieron sentirme como un idiota que no aprende lo que se le enseña; peor aún, como a un tarado que, en lugar de sesos, tiene piedras y barro en la cabeza. Así que, sólo por salir de aprietos, no se me ocurrió otra cosa que cambiar el rumbo de la conversación. 

–Por qué mejor no hablamos de cómo Dios creó la Tierra y sobre todo lo que existe sobre ella –propuse como queriendo salirme por la tangente.

–La Tierra no fue creada por Dios –corrigió taxativo–, sino por las fuerzas naturales asociadas a los quintos infiernos.

–¡¿Cómo?! ¡¿Qué dices?!

–Lo que oíste –replicó el Tío–. La Tierra no fue creada por un ser Supremo, tampoco el sistema solar ni las demás galaxias que existen fuera del sistema solar. El universo surgió aproximadamente hace 14.000 millones de años atrás, a partir de una gran explosión conocida como el Big Bang. Los científicos dicen que no fue un escupitajo más de una estrella enana que, en un tiempo sin tiempo, hizo ¡¡¡Big Bang!!!, esparciendo sus pedacitos en el manto misterioso del universo.

–¡Big Bang! –repetí con gesto enérgico–. ¿Cómo la dinamita que hace Big Bang cuando revienta la roca en la mina?

–El planeta Tierra es apenas un puntito perdido en el espacio infinito. Esto quiere decir que la materia visible, visible solo con un poderoso telescopio, como las estrellas, los planetas, el sol, la luna y los satélites, constituye apenas el cinco por ciento del universo. El otro veinte cinco por ciento es materia nebulosa y el restante setenta por ciento es un infinito abismo de oscuridad y misterio…

–Oscuro como la mina, donde todo es polvo, gases, goteras y silencio… –dije, otra vez con un acento más de ignorante que de inocente.

–Los astrónomos dicen que sólo en la Vía Láctea, en la galaxia que alberga el sistema solar, existen miles de millones de planetas, y no sólo los nueve que a ti te enseñaron en la escuela.

–Sí, pues –le dije–. Yo sólo conocía el nombre de los nueve planetas del sistema solar, como Marte, Júpiter, Plutón… 

El Tío volvió a sorber un trago y a fumar, instante que yo aproveché para preguntarle:

–¿Habrán otros seres vivos u otras formas de vida en los otros planetas?

–Sí –dijo el Tío–, quizás seres que se parecen a mí, pues hay planetas que están hechos de fuego como el infierno. El sol, de hecho, no es un planeta pero sí una bola en llamas, una gigantesca pelota hecha de fuego…No en vano el sol parece un volcán de fuego y lava al mismo tiempo. Da luz y calor con su candente cuerpo. Sin el sol no habría vida en el planeta Tierra.

–Pero en la Biblia se afirma que Dios decidió que solo hubiese vida en el planeta Tierra

–Eso es lo que dice la Biblia, pero las investigaciones científicas afirman lo contrario; por citar un caso, el físico Stephen Hawking, en su famosa obra, Breve historia del tiempo, afirmó que las leyes de la naturaleza pudieron hacer que el universo apareciera de repente sin que nadie lo ayudara y que no hacía falta la presencia de Dios para explicar el origen de todo.

–Eso quiere decir que todo lo narrado en el Génesis es una simple visión teológica y no científica, aunque se diga que la existencia de la Tierra es consecuencia de la acción directa de un único Dios, que intervino incuestionablemente en la creación del mundo y los seres vivos.

–Todo eso dice la Biblia –dijo–, pero hay muchos otros, como los materialistas y ateos, quienes sostienen que Dios no existe y que todo obedece al desarrollo natural de la materia, como son los planetas y los elementos vivos y muertos existentes en el planeta Tierra.

Lo miré con un claro escepticismo dibujado en mi rostro. Entonces el Tío, al ver un enorme signo de interrogación dibujado en mi frente, me disparó una mirada chispeante y dijo:

–¡No me jodas! Tú que eres un aprendiz de los clásicos del marxismo, debías dominar este tema mucho mejor que yo, que sólo leo a los clásicos del infierno. No puedes negar que tú te formaste leyendo los mamotretos de Marx y Engels, dos ateos que negaban la existencia de Dios y que, de pasadita, apuntalaron la teoría de que la religión es el opio de los pueblos.

–Es cierto –dije con absoluta convicción–, los padres del marxismo estaban convencidos de que la religión, más que obedecer a la esencia natural de las cosas, era el producto de la necesidad existencial y la fantasía humana. No en vano el materialismo dialéctico se basa en el conocimiento científico de las cosas y no en la mera superstición, suposición o creencia religiosa.

–No sólo eso –corroboró el Tío–. Los marxistas no creen que Dios fue quien creó el mundo y los seres vivos. Te reitero, Karl Marx decía que la religión era el opio de los pueblos, debido a que los pobres eran quienes más creían en Dios y en las salvaciones de la Divina Providencia. El opio equivale a una droga que anula la voluntad y las facultades intelectuales. Y no me refiero al opio, que es utilizado frecuentemente como analgésico, sino a ese otro opio que adormece la mente de los humanos para consolar a los desposeídos y afligidos, intentando calmar sus sufrimientos, prometiéndoles que, si cumplen con los Diez Mandamientos, en el reino de Dios tendrán todo lo que no tuvieron en la vida terrenal. Su amigo y camarada Friedrich Engels fue más lejos, afirmando que el hombre primitivo, perdido en la naturaleza salvaje, expuesto a los peligros de los fenómenos naturales, creó a Dios por necesidad y no a la inversa.

–¿Cómo es eso? A ver, explícate mejor… ¿Dijiste que el hombre primitivo creó a Dios?

–Así es –repuso el Tío–. El hombre primitivo necesitaba la protección de un ser Supremo, como el niño necesita de la protección de los mayores, atemorizado ante los fenómenos físicos y naturales, como son los truenos o los rayos, que no siempre han sido comprendidos por el hombre primitivo, quien incluso consideraba que el sol y la luna eran dioses a los que había que ofrendarles sacrificios y rendirles pleitesía. Ante la realidad incomprensible, el hombre primitivo se vio obligado a creer en su imaginación a un ser Supremo, que tuviera bajo su dominio todos estos fenómenos naturales que estaban lejos de la mano del hombrecito perdido en los laberintos de una suerte de selva peligrosa e impenetrable…

–¿Entonces Dios no tuvo nada que ver con la creación del mundo ni con la existencia de los seres vivos? –pregunté.

–Por supuesto que no, no y no –contestó–. Algunos hombres de ciencia, como los Premio Nobel de Física del año 2019, los suizos Michel Mayor y Didier Qualoz, pensaban igual que Stephen Hawking, quien sostuvo que para crear el universo no fue necesario un ser Supremo. Ellos niegan la presencia de Dios en la formación de la Tierra y el universo. Y, por si se enojaran los creyentes más fanáticos, aclararon que Dios es para las creencias y el corazón, pero que no tuvo nada que ver en la formación de los seres vivos ni de la vida. Ellos sostuvieron la teoría de que la vida surgió a través de un proceso natural, en el cual no encajan los relatos bíblicos sobre Adán y Eva, la manzana, la serpiente y el pecado.

–Si bien es cierto que no hay pruebas científicas de lo que se dice en la Biblia, es también cierto que la mayoría de la población mundial cree en la teoría de que el hombre fue creado por un ser Supremo- ¿Es verdad o no?

–Es verdad que siempre hubieron y habrán personas que, independientemente de lo que digan los físicos o científicos en torno al mundo y el universo, creerán en la existencia de un ser Supremo, como los mineros creen en mi existencia y me tienen en su corazón y su mente. Por lo tanto, los conocimientos científicos no cambian la conciencia de las personas, como la fe religiosa que es la filosofía de Dios sobre la faz de la Tierra.

–Pero, ¿No todo está dicho, verdad?

–Lo cierto es que siguen esperándose nuevas investigaciones que echen más luces sobre la  existencia humana en nuestro planeta. De todos modos, de una cosa debemos estar seguros: las ideas se forman con el tiempo, como las ramas se forman con el tiempo del tronco de un árbol o como las ranas se forman con el tiempo de los renacuajos.

–En la historia de la humanidad, siempre resultó más fácil hablar de la creación del hombre por un ser Supremo, que de las teorías evolucionistas que sostienen la concepción de que los humanos son el producto de un largo proceso de evolución y selección natural de las especies.

–Quizás porque esa teoría, la denominada evolucionista, desde el instante en que afirma que el hombre no fue creado por un ser Supremo, sino que surgió por evolución a partir de seres inferiores, permite que nos realicemos una serie de preguntas como: ¿Cuándo?, ¿Cómo?, ¿dónde?...

–Debo aclararte que esas preguntas han sido ya respondidas por Charles Darwin y sus seguidores.

–¡Ah, sí! –exclamé algo confundido–. Sería genial que me expliques, de manera clara y concisa, ¿en qué consiste la teoría de la evolución?  

–La teoría de la evolución nos ayuda a comprender el mundo y sus asuntos mejor que en el pasado histórico –dijo el Tío–. No sólo es profundamente convincente, sino que está sustentada en abundantes pruebas, que son cada vez más crecientes, sólidamente conectadas y fácilmente disponibles en museos, enciclopedias, libros de texto y en un cúmulo de estudios científicos evaluados por expertos.

Yo estaba con un cúmulo de dudas girándome en la cabeza. Ya no sabía, a ciencia cierta, si el hombre existía por creación, como dice la Biblia, o por evolución, que se dio durante millones de años, desde que los seres vivos se desarrollaron a partir del CHON -carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno-, primero en el agua y luego en el la superficie terrestre.

El Tío se echó otro trago, fumó y dijo:  

–Entonces seguimos con la teoría evolucionista de Charles Darwin, ¿si o…?

–¿Darwin? –dije, dejando al descubierto mi universal ignorancia–. ¿Y quién era ese tal Darwin.

–Charles Darwin era un científico inglés del siglo XVIII. Sus teorías se propagaron junto a la revolución industrial, en una época en la que se abrieron nuevas perspectivas para la ciencia y la tecnología. La ciencia estudia los fenómenos naturales y sociales, las compara y relaciona con otras ciencias. Después elabora leyes para explicarlos y la sociedad se apropia de esos conocimientos. Sin embargo, te aclaro que no por esta lógica, la ciencia se ocupará de hacer arder las iglesias.

–No te pregunté en qué momento se propagaron sus teorías, sino quién era Darwin como persona…

–¡Ah! –exclamó el Tío, haciéndose el despistado. Pero luego de un rato, volvió a retomar el carril de la conversación–: Dicen que era un tipo tímido y meticuloso, un terrateniente adinerado y con amigos cercanos, que tenía diez hijos en la misma mujer que, además de ser su prima hermana, era la columna vertebral de la economía familiar, gracias a las herencias que a ella le dejaron sus padres. Estudió teología, con la intención de convertirse en clérigo, antes de descubrir su verdadera vocación de científico, y que se dedicó 22 años, en secreto, a reunir pruebas para desarrollar sus argumentos, a favor y en contra de sus teorías, antes de ponerse a escribir su mamotreto. No quería tener notoriedad sin tener fundamentos sólidos. A estas alturas de la historia, nadie o casi nadie cuestiona su correcta apreciación acerca del origen de la adaptación, complejidad y diversidad entre las criaturas vivientes en el planea Tierra. Sus teorías son la piedra angular de la biología moderna y su obra se constituye en el cimiento sobre el cual descansa dicha teoría que, a pesar de los peros que le pusieron los religiosos de toda laya, develó el misterio de los misterios: ¿De dónde vienen los seres vivos? Si vienen por creación o evolución.

Yo estaba cada vez más confundido e inseguro. No sabía si lo que me decía el Tío era evidente o, como tantas veces, una más de sus invenciones como invenciones eran los cuentos de mi modesta obra literaria.

–Si tú eres escéptico por naturaleza y desconoces la terminología de la ciencia e ignoras las abundantes pruebas, dirás que los aportes de Darwin son tan sólo teorías, puras teorías, ¿no es así? Dirás que la formación de las plataformas continentales es una teoría. Y que la existencia, estructura y dinámica de los átomos, son teorías atómicas. Incluso dirás que la electricidad es una construcción teórica, que involucra electrones, diminutas unidades de materia cargada que nadie ha visto nunca. Dirás que todos los avances científicos son puras teorías, ¿sí o no?

Dudé un instante y contesté:

–Si tú mismo dices que los aportes de Darwin son teorías sobre la evolución de la especies, entonces lo que está escrito en la Biblia son también teorías, ¿verdad?

–Las teorías bíblicas son más viejas que Adán y Eva, de quienes se dice que pecaron por comer el fruto prohibido del árbol de la sabiduría, que Dios hizo brotar del suelo en medio del Jardín del Edén. Esas teorías bíblicas, más que teorías, son creencias, puras creencias, sin ningún fundamento ni bases científicas. Son teorías que no pueden demostrarse a través de la observación y experimentación, como las teorías de Darwin que, más que ser simples teorías, son verídicas y científicas, que se pueden mostrar y demostrar; algo que no se puede hacer con la creencia sobre la existencia de Dios, a quien nunca se lo ha visto ni a luz ni a sombra.   

–¿Y cómo puedes estar seguro que las teorías de Darwin son irrefutables?

–Las teorías de Darwin pueden demostrarse con pruebas y hechos concretos. Algo que no es posible hacer con las teorías bíblicas sobre la creación del mundo y los seres vivos.

–¿Eso quiere decir que Darwin tenía pruebas contundentes para demostrar las teorías basadas en sus investigaciones?

–Así es–. Darwin tenía muchas pruebas después de haber visitado las Islas Galápagos, a bordo del buque de investigación Beagle. Las Galápagos, en las costas del Ecuador, fue su laboratorio durante cinco años de obsesivo trabajo para acumular los materiales necesarios para estructurar la piedra angular de su teoría sobre la evolución. Por ejemplo, reunió una variedad de pájaros y los clasificó de acuerdo a sus peculiaridades, convencido de que lo determinante en la forma de un animal son los aspectos genéticos y no el medio ambiente en el cual vive; es decir, los genes hacen que todos seamos diferentes, como las huellas digitales de nuestras manos. Realizó más viajes de investigación a países como Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, donde también observó a otras criaturas naturales y reunió abundantes materiales, confirmando así sus teorías sobre la evolución de las especies.

Yo me quedé confundido, sin preguntas ni respuestas; o por mejor decir, con más preguntas que respuestas, pero no le dije nada y dejé que el Tío siguiera con su cotorra:

–Cuando Darwin retornó a su casa, además de una enorme colección de insectos y aves –dijo con aire más de sobrador que de sabelotodo–, tenía unas 300 páginas escritas de paleontología, biología, arqueología; un material que, empero, no fue suficiente. Por eso siguió paseándose por el jardín de su casa, pensando y tomando apuntes sobre la evolución de las especies, hasta que en 1859 publicó un resumen del enorme volumen en el que había trabajado durante años en torno a sus teorías sobre la evolución de las especies mediante la selección natural.

–¿Y por qué no publicó el libro completo y por qué no antes de 1859?

–Por respeto a su esposa que era religiosa, cristiana confesa, y por temor a que los religiosos lo criticaran y acusaran de haber escrito el Evangelio del Diablo. No obstante, On the Origin of Species by Means of Natural Selection (El origen de las especies por medio de la selección natural), a pesar de su elevado precio y sus 490 páginas, fue todo un bestseller para su época. La primera edición se agotó el mismo día que apareció, el 24 de noviembre de 1859, a diferencia de tus libritos, que se venden como cuenta gotas, por no decir que se vende un ejemplar cada vez que se muere un Papa. 

–Supongo que sus oponentes, entre ellos los cristianos, lo criticaron por el contenido de su obra, ¿verdad?

–Por supuesto que sí –dijo mirándome fijamente–. Las críticas y los improperios no se dejaron esperar. Ni bien se leyó el libro en los círculos eclesiásticos, se desató un torbellino de protestas. Lo tildaron de impostor y ateo. Las manifestaciones de protesta provenían de diversas partes, incluso de personas que no entendían el contenido de la obra y de otras que ni siquiera la habían leído, pero que se oponían con mucha vehemencia a la difusión del libro.

–¿Y cómo reaccionó Darwin?

–Estaba claro que sus teorías desafiaban las creencias religiosas convencionales. Así que, sobreponiéndose incluso a las creencias cristianas de su esposa, que fue su primera crítica, renunció discretamente a la religión durante su edad madura, hasta que más tarde se describió como agnóstico, poniendo en duda la existencia de un único Dios, pero seguía creyendo en una deidad distante e impersonal de algún tipo, una entidad mayor que había puesto en movimiento al universo y sus leyes, pero convencido de que en la Tierra todo se generó por evolución y no por obra y gracia de un ser Supremo como se sostiene en la Biblia.

Me quedé callado, bajé la mirada y sentí una sensación extraña como cuando yo me veía acorralado por mis críticos más biliosos. No hubiera querido estar en los zapatos de Darwin, ya que en su época sería más difícil enfrentarse a una poderosa institución como eran la Iglesia Católica y la Iglesia Protestante.

–Los padres de la Iglesia lo criticaron hasta el cansancio –manifestó el Tío–. Igual o peor que cuando los prelados de la Santa Inquisición condenaron a Nicolás Copérnico y Galileo Galilei por haber afirmado que la Tierra no era el centro del universo y que todos los planetas giraban alrededor del sol y no de la Tierra.

Yo me quedé sorprendido de sólo escuchar los nombres de esos dos señores, cuyos nombres, descocidos hasta ese día para mí, el Tío pronunció en la lengua original de cada uno de ellos. Del primero con acento polaco y del segundo con acento italiano. 

–¿Y qué tiene que ver Nicolás Copérnico con el tema que nos ocupa?

–Copérnico fue un monje y astrónomo polaco, el científico más importante del Renacimiento, quien desmintió que el centro del universo era la Tierra y que todos los planetas giraban alrededor del sol, desde Mercurio hasta Saturno. En ese entonces no se conocían todavía Urano ni Neptuno y mucho menos el resto de los planetas del sistema solar. Copérnico confirmó la teoría de que el sol permanecía fijo, mientras que la Tierra tenía tres movimientos distintos: el movimiento de rotación, traslación y declinación. Por tanto, a diferencia de lo que pensaban los padres de la Iglesia, la Tierra no era el centro del universo y que todos los planetas giraban alrededor del sol y no alrededor de la Tierra.

–¿Y qué dijo Galileo Galilei para que lo jodan?

–Galilei fue otro astrónomo, filósofo y físico italiano, que pasó a la historia como el padre de la astronomía moderna, padre de la física moderna y padre de la ciencia. Él dijo, como contraviniendo los preceptos de los clérigos, que los cuerpos celestes del universo giraban alrededor del sol; un avance científico que lo llevó a ser condenado por las Santa Inquisición, acusado de que los resultados de sus investigaciones eran productos de la herejía, debido a que desmentían que Dios hubiese sido el creador del mundo y el universo.

Yo pensé un instante. Estaba algo apabullado con tanta información. No sé si como la Tierra que gira alrededor del sol o al revés, pero eso sí, estaba como un astronauta extraviado en el espacio infinito del universo. El Tío me miró con el ceño fruncido y, como toda vez que me veía con la cara de yo no sé, preguntó:

–¿Estás aprendiendo los conocimientos científicos, como aprendiste los disparates que te enseñaron en la escuela y la iglesia?

–Sí –le contesté sólo para evitar más preguntas. Pero, optando por una salida más fácil, añadí–: ¿Estos hombres de ciencia eran creyentes o ateos?

–Eran creyentes confesos –respondió–, pero sus investigaciones los indujeron a contradecir lo que creían los creyentes de su época. Rompieron con las normas establecidas por la religión, como al chofer rompe con las normas de tránsito al conducir en contra ruta; más todavía, los conocimientos científicos iluminaron las conciencias contra el oscurantismo religioso que, en algunos episodios de la historia humana, cometió estragos a nombre de Dios, como ocurrió en la Europa medieval, donde se desató la furia religiosa contra quienes no abogaban a favor de la Fe Católica.

Me quedé acorralado por un montón de dudas y, al cabo de un instante de cavilación, volví a preguntar:

–Si todo evolucionó durante miles y millones de años, ¿entonces los seres humanos teníamos otras formas en el pasado, verdad? Me imagino que hasta los mares y las montañas tenían otras formas, ¿verdad? De ser así, ¿entonces por qué el hombre y la mujer siguen teniendo la misma forma desde el día en que fueron creados por Dios, como si no hubiesen cambiado absolutamente en nada? 

–Eso es lo que se creía antes. Como se describe en el Génesis, Adán y Eva fueron creados casi perfectos, erguidos como los hombres y las mujeres de hoy, dotados de un lenguaje comprensible y sin pelos en el cuerpo. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la Tierra y sus formas orogénicas, para los creyentes, eran fijas y eternas como las creó Dios. ¡Nada más equivocado! Lo cierto es que las teorías evolutivas de Darwin nos enseñan que la vida es el resultado de un proceso evolutivo surgido por mecanismos naturales, demostrables y lógicos. El desarrollo de la geología primero y el de la paleontología después provocaron un profundo cambio en las creencias religiosas. Se descubrió que en los lugares en los que hay cordilleras, hubo mares en el pasado. Estos hechos demuestran que en la prehistoria, la forma de la Tierra y el reparto de mares y continentes, cordilleras y llanuras fueron completamente diferentes a los que tenemos actualmente, incluso las zonas climáticas estuvieron distribuidas de otro modo. ¡¿Qué te parece esa evidencia científica, eh?! ¡Qué te parece, cholito!

–Por eso lo criticaron a Darwin, ¿verdad? Por haber dicho que el hombre evolucionó desde su condición de primate.

–Esa su osada afirmación lo convirtió en víctima de ataques, burlas y mofas desde todos los flancos habidos y por haber. La mayoría de las críticas eran lanzadas desde la perspectiva teológica y nada científica. Algunos le dedicaron incluso caricaturas con aspecto de orangután o chimpancé, que, desde luego, no le quedaba nada mal; es más, a los caricaturistas no les hacía falta incluirle pelos en la cara, ya que Darwin lucía una barba parecida a la de un primate….  

–Pero nosotros no descendemos de los primates, ¿verdad? No somos parientes cercanos del mono, ¿verdad? –le dije dubitativo y mirándome de arriba abajo.

–¡Ja, ja, ja…! –estalló en una vibrante carcajada–. Cómo no aceptar, algunos no sólo se comportan como monos, sino que se parecen y hasta tienen el cuerpo cubierto de pelos, como tú tienen pelos en la cara, el pecho, las axilas y el pubis. Otra cosita más, ¿por qué siempre dices: verdad, verdad, verdad..., todo el maldito rato? ¡No puedes inventarte otra palabra! –dijo visiblemente molesto–. Además, tú sabes que una verdad absoluta no existe, habida cuenta de que todo es relativo, como ya lo explicó Albert Einstein, el padre de la ley de la relatividad

Lo miré desconcertado al notar que sus carcajadas estaban acompañadas de críticas sarcásticas contra mi palabra, siempre entre signos de interrogación: ¿verdad?, ¿verdad?

–Otra cosa que no aceptaron sus críticos fue el hecho fáctico de que todo es dialéctico y que nada es estático.

–¿Eso quiere decir que todo ha evolucionado desde que el mundo es mundo?

–Eso es lo que te estoy diciendo todo el tiempo. Todo ha cambiado y seguirá cambiando. El único que no ha cambiado a lo largo de la historia del planeta y la humanidad he sido yo, porque sigo siendo el mismo Diablo de siempre –dijo sonriéndose de sí mismo. Sorbió el último trago de la copa, aplastó la colilla del cigarrillo en las pezuñas de su mano y añadió–: Esito sería por ahora. Otro día seguiremos con otras teorías que tienen que ver con el mundo, el universo y la existencia de los seres vivos sobre la faz de la Tierra….

–Está bien –acepté, con un montón de ideas girándome como un carrusel en la cabeza.

El Tío cerró los ojos y se quedó callado. Me levanté de la silla y dirigí mis pasos hacia la puerta, pero sin dejar de pensar en que, como muchas otras veces antes, mi conversación sobre la evolución del mundo, la existencia de los seres vivos y el desarrollo del universo en general, fue otra de mis conversaciones; o por mejor decir, otra de mis batallas perdidas contra el Tío, quien parecía más sabio que todos los físicos y filósofos juntos. Y, como era de suponer, de esas sesudas discusiones el que no salía dormido, al menos salía más jodido y confundido. Con todo, algo estaba más claro que el agua: el Tío sabía de todo, y no poco sino mucho, más por viejo que por Diablo.


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