viernes, 8 de agosto de 2025

EL SACERDOTE Y LA DAMA

En la época de la Real Audiencia de Charcas, un sacerdote fue destinado a trabajar en la iglesia de un remoto pueblo fundado en nombre de Dios y del rey de España. Su misión consistía en convertir a los indígenas al cristianismo y expandir la colonización en las tierras conquistadas, donde abundaban los yacimientos de oro y plata.

Nadie sabía cómo se llamaba el sacerdote ni cuál era su país de origen, excepto el dato de que llegó al pueblo una noche de tempestad, tras salvarse de un rayo caído cerca de los cascos de su caballo, que se alzó relinchando sobre las patas traseras, en procura de evitar que el jinete muera en un recodo del camino.

Los pobladores, sin oponer resistencia alguna, asistían a las misas celebradas por el sacerdote, considerándolo un servidor de Dios y un hermano en quien depositaban toda su confianza; más todavía, los feligreses iban a la iglesia no solo para cumplir con su fe, sino también para confesar sus pecados.

El sacerdote, de tez rojiza y vigorosa corpulencia, vestía siempre con una sotana provista de grandes mangas y un capuchón de tela blanca, como símbolo de inocencia y santidad. En los pies, cubiertos de pelos parecidos a los del jabalí, calzaba unas sandalias espartanas y llevaba un cordón que él se lo ajustaba a la cintura, mientras repetía la siguiente oración: Ceñidme, Señor, con el cíngulo de la pureza y extingue en mi cuerpo el fuego de la sensualidad, para que posea siempre la virtud de la continencia y de la castidad.

Todo parecía normal en su apariencia de sacerdote, salvo que cuando celebraba la misa, tenía los ojos encendidos como el rubí y sobre la sotana una cruz roja que parecía hecha de fuego. Los feligreses, aunque cuchicheaban sobre estos detalles al salir de la iglesia, lo tenían en sumo respeto, debido a que durante la Real Audiencia de Charcas, la autoridad de un sacerdote era tan reverenciada como la de un corregidor al servicio de la Corona española.

Así pasó un tiempo, hasta que apareció en la capilla una dama de ascendencia criolla, guapísima como una diosa y elegantemente vestida, con una mantilla de seda cubriéndole la cabeza y parte del rostro, un collar de piedras preciosas entre sus abultados pechos y un vestido de talle angosto, mangas abullonadas, altos puños de encaje y un escote entreabierto que dejaba entrever el brocado de su prenda interior.

El sacerdote, apenas la vio contonear su cuerpo juncal y mirar por doquier con sus ojazos color esmeralda, se quedó sin aliento por un buen rato, como si la saeta del amor le hubiese atravesado el corazón. Sintió una súbita sensación de enamoramiento y no demoró en averiguar el estado civil de quien lo enganchó a primera vista.

Así supo que era la viuda de un caballero de noble cuna, diez años mayor que ella. Supo también que el caballero disponía de una considerable fortuna, gracias a la explotación de una mina de oro, y que murió durante un duelo, al que le retó un desafiante que, como todo amigo de lo ajeno, quiso hacerse de las pepitas de oro, que el marido de la dama llevaba en una taleguita sujeta al cinto. Pero como este no estaba dispuesto a perder pacíficamente el oro ni la vida, aceptó el reto sin mayores preámbulos.

Una vez que los oponentes se ubicaron espalda contra espalda, caminaron un número prefijado de pasos, hasta detenerse en el punto indicado. Luego  giraron sobre el tacón de sus botines de cuero y se pusieron frente a frente, las pistolas cargadas en la mano; instantes después, se oyeron los estampidos de las armas; uno de los dualistas cayó inerte, el cráneo destrozado por el proyectil que le penetró por el ojo izquierdo, mientras el otro quedó de pie, soplando el cañón humeante de la pistola, que era de corto calibre y cacha repujada a mano.

Los testigos del acto, donde corrió la sangre y el aire se impregnó de pólvora, relataron que el duelo no se debió a razones de honor, sino a una riña por un puñado de oro, puesto que el desafiante, un aventurero ávido de riquezas, se acercó al cuerpo sin vida y, antes de arrojarlo en el caudaloso río, le  sustrajo su anillo de oro macizo, un brazalete y un collar del mismo metal. Así fue cómo el marido de la dama, un caballero de armas llevar, perdió el oro y la vida de un solo tiro.

La tercera vez que la dama asistió a la iglesia, el sacerdote, al ver que estaban solos después de la misa, la abordó con mucha astucia, atrapándola con su poder de seducción y el encanto de sus palabras nacidas desde el fondo de su corazón. Ella le habló con acento andaluz y, envilecida como estaba por ese fornido cuerpo, cayó redondita ante sus galanterías e insinuaciones. Por eso le confesó que no tenía galán ni pretendiente. Entonces el sacerdote, sin perder más tiempo y tomándola por el talle, la acercó contra su pecho y le quemó los labios con el fuego de sus labios. Ella se quedó atarantada por un instante, pero luego accedió a las caricias que le despertaron su sensibilidad hecha de pasión y de fuego.

El romance entre el sacerdote y la dama se puso en marcha, a ocultas de los feligreses y viéndose solo por las noches en un pequeño dormitorio anexado a la iglesia, donde la hizo suya por primera vez. La puso de cara contra la pared, le levantó el vestido y le bajó los bombachos de encaje, acariciándole las piernas y las nalgas, hasta que él, levantándose la sotana que le cubría hasta los talones, la penetró con tal violencia, que la dama se quejó como nunca, mordiéndose los labios y entornando los ojos, como si estuviese con un hombre que escondía al demonio debajo de la sotana.

Al término de la cópula carnal, que los hizo conocer el infinito entre gemidos de placer, la dama se subió los bombachos y se arregló el vestido; en tanto el sacerdote, ofreciéndole disculpas por su monstruosa virilidad, procedió a secarle las lágrimas con la estola, esa suerte de bufanda que él llevaba alrededor del cuello cada vez que oficiaba misa, nada menos que en el mismo recinto donde empezó a desatar sus desaforadas perversiones.

La conducta pícara del sacerdote llegó al extremo cuando, enterado de la fortuna que la dama heredó de su difunto marido, le pidió un cofre lleno de oro a cambio de liberarla de todos los males de su alma. Ella no dudó en entregárselo, como quien cumple con una obra de caridad en beneficio de la santa Iglesia y el sacrificado oficio de un sacerdote destinado a un remoto pueblo para abolir el paganismo ancestral de los indígenas y divulgar los buenos propósitos del cristianismo.

Todo era miel sobre hojuelas para ambos, lejos del glamour de las familias aristocráticas de la época, hasta que un día el sacerdote, que ignoraba que su amada era de cascos ligeros y llevaba una doble vida, se informó por boca de una feligresa chismosa, quien, a tiempo de confesarse, le contó que la dama mantenía relaciones impúdicas con un mozo de buen abolengo, afamado como Don Juan por sus amoríos con las doncellas más apetecidas de la región.

El sacerdote, ante la inminente infidelidad de su amada, se quedó en silencio y con el corazón partido. Apartó a la vieja chismosa del confesionario, pidiéndole rezar tres Avemarías para redimirse de sus pecados, y se retiró al sótano de la iglesia, donde se vació toda una bota de vino añejo.

Por la noche, cuando la dama tocó la puerta lateral de la Casa de Dios, el sacerdote, poseído ya por el demonio de los celos, la hizo pasar sin besarla ni saludarla, y la condujo a empellones hasta el dormitorio, donde tenía pensado segarle la vida; sacó una daga del armario donde guardaba sus hábitos y los ornamentos sagrados, y, sujetándola por el cuello, le ensartó en el flanco izquierdo del pecho.

La dama, consciente de que estaba a punto de entregar su alma al Creador, le confesó, arrepentida y con gran remordimiento, que lo sentía mucho por haberse entregado a otro hombre y haber incurrido en el pecado de la carne. El sacerdote solo movió la cabeza y, con los ojos encendidos al rojo vivo, dijo en un tono de reproche: ¡Tú no mereces el perdón de Dios ni del diablo!

Acto seguido, dejándose dominar por una furia endemoniada, levantó el cuerpo agonizante con la fuerza de sus brazos y lo cargó hasta la capilla, donde lo escondió emparedándolo entre dos muros de medio metro de espesor, para que nadie supiera dónde se metió o qué rumbo tomó la dama del acaudalado caballero.

Poco después desapareció el sacerdote, sin anunciar a los feligreses el motivo de su partida. Alguien dijo que lo vio salir del templo a la medianoche, montar a caballo y alejarse del pueblo, las alforjas llenas y la capa tendida al viento. Tampoco faltó alguien que afirmó que el sacerdote no era un siervo de Dios, sino el diablo disfrazado de cura, con una sotana que escondía su origen maligno y un crucifijo de fuego colgado a la altura del pecho.

La iglesia quedó abandonada a su suerte y ningún otro sacerdote puso sus pies en el pueblo, así que los vecinos empezaron a ver el fantasma de una mujer que, en las noches de tempestad, aparecía delante del pórtico, cubierta por un manto negro, antes de deambular por las calzadas, arrastrando penosamente unas cadenas enganchadas a los pies y las manos, como si con ello arrastrara también el dolor de sus pecados.

Algunas veces, los peatones más osados, que cruzaban por la desmantelada iglesia a altas horas de la noche, relataban que en su interior se oían cantos sacrílegos y los terribles lamentos de una mujer. Eso sí, nadie sabía con certeza de quién se trataba, aunque todos coincidían en que el fantasma se parecía a la dama que desapareció de un modo enigmático, poco antes de que el sacerdote hiciera lo mismo.

Un siglo más tarde, los pobladores de aquel remoto pueblo de la Real Audiencia de Charcas, fieles a su fe cristiana, solicitaron a las autoridades la restauración de la iglesia en ruinas, no solo para reiniciar la celebración de las misas, sino también para liberar a los pobladores del fantasma de la dama que deambulaba por sus alrededores en las noches de tempestad.

Cuando los albañiles empezaron a demoler el grueso muro de la capilla, el único que se mantuvo intacto de la antigua construcción, se quedaron aterrados al ver que allí había un esqueleto suspendido por unas cadenas pendientes de dos argollas adosadas al muro; es más, en el mismo lugar hallaron las elegantes prendas de una mujer y una daga de plata atravesada entre sus costillas.

Una vez realizadas las investigaciones y los cotejos correspondientes, se determinó que la osamenta pertenecía a la dama desaparecida y que el presunto autor del crimen era el sacerdote, quien, a manera de castigo y venganza, la emparedó por haberle sido infiel con un mozo diez años menor que ella y porque no supo guardar su honra ni el respeto por su difunto marido.

Concluida la restauración del recinto sagrado, los pobladores constataron que el fantasma de la dama, que por mucho tiempo permaneció emparedada por los celos de un sacerdote que no soportó su traición, desapareció de la iglesia junto a su esqueleto que recibió cristiana sepultura en una tumba cerrada a cal y canto, donde acudían las mujeres infieles, con el propósito de rendirle pleitesía y suplicarle que las proteja bajo su mantilla de seda, para que sus maridos no descubrieran sus amoríos secretos con los amantes que, si bien no prometían segundas nupcias, al menos devolvían las ilusiones perdidas y reavivaban las llamas del amor que sus maridos las convertían en cenizas.

viernes, 25 de julio de 2025

LA MONJA Y EL CURA

Una joven monja y un apuesto cura fueron destinados a cumplir una nueva misión en un nuevo monasterio que, durante la colonización española en las tierras del norte de África, fue construido en una remota aldea del Sahara Occidental, donde se podía llegar solo a lomo de camello y a través de un desierto donde los beduinos bereberes dejaban sus cuerpos fundidos por los rayos del sol.

La monja y el cura, tras varios días de andar perdidos en el desierto, sintieron mucho la muerte del camello, que se tumbó entre las dunas y exhaló la última respiración de su vida. Los religiosos se arrodillaron, se persignaron y rogaron a Dios tenerlos siempre en su misericordia. Después descargaron sus pertenencias y buscaron refugio a la sombra de un arbusto, donde se vaciaron los últimos sorbos de agua que quedaban en la bota hecha con cuero de cabra.

Desde allí vieron hundirse al sol en el ocaso y sintieron amainar el sofocante calor en un inmenso mar de arena, que parecía una calamina de aluminio bajo el reflejo argentífero de la luna.

El cura se puso de pie y se acercó a la monja, vestida a la usanza de las mujeres de su época y sentada sobre una petaca que contenía sus hábitos, túnicas, velos, cinturones y algunos accesorios sagrados. Se paró delante de ella y, sin dejar de mirarle los lubricados senos que parecían escaparse por el escote de la blusa y el corpiño, le dijo:

–En esta situación, ninguno de los dos saldrá vivo del desierto.

La monja levantó la cabeza, miró la mirada del cura y preguntó:

–¿Ahora qué haremos, padre?

–Solo nos queda pedir nuestro último deseo…

–¿Y cuál será el suyo? –preguntó la monja, retirándose el mechón de cabellos que le barría la frente.

–Nunca he visto los senos de una mujer –contestó el cura–, pero creo que ahora ha llegado la hora en que pueda verlos…

La monja no dijo nada, aunque entendió la descarada insinuación del cura, que no dejó de mirarle los senos ni las nalgas desde que emprendieron el viaje montados en el dromedario que ahora yacía tendido sobre la arena.

–¿Me los enseñas, hija? –preguntó solícito y sin rodeos–. No creo que a estas alturas importe mucho conservar nuestra castidad, ¿verdad?

La monja se desabotonó el corpiño, la blusa y sacó los senos como melones apetecidos en cualquier desierto.

El cura extendió las manos y acarició los pezones duros y rosados, se puso de cuclillas, los besó apasionadamente y terminó dándoles una reverenda mamada, hasta que ella, el corazón alborotado y la cara lívida de excitación, sintió un placentero cosquilleó recorriéndole por el cuerpo. 

La luna brillaba en las alturas con un fulgor de plata y los espinos del arbusto parecían haberse ablandado con las rachas de viento fresco. 

La monja, entregándose a una lujuria pecaminosa, no perdió la ocasión para pedir también su último deseo. Le miró al cura en los ojos, claros y serenos como las aguas de un oasis, y dijo:

–Yo tampoco nunca he visto la parte íntima de un hombre. ¿Me la puede enseñar usted, padre?

El cura se puso de pie, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y…

–¿Puedo tocarlo, padre?

–Por supuesto que sí, mi hija.

Entonces ella empezó a acariciarlo con ambas manos, hasta que el flácido miembro se llenó de sangre y se puso duro como un pepino de proporciones mayores.

El cura, al ver que la monja miraba con fascinación la respetable erección que sujetaba en sus manos, le guiñó con el ojo derecho y le pidió que se lo pusiera en la boca.

La monja, que era una joven de carácter tierno y sensuales labios, chasqueó con su lengua el enrojecido glande y, cubriéndolo de besos y aplicándole suaves fricciones, se lo metió en la boca y empezó a chupetearlo una y otra vez, mientras una espumosa saliva se le escapaba por la comisura de los labios.

El cura, sintiéndose volar por el reino de los cielos, no dejaba de mirar los turgentes senos de la monja, cuyos erguidos pezones podía amamantar a un ejército de santos.

Al poco rato, ni bien el cura alcanzó un placer que lo elevó al infinito, como cuando se masturbaba presionando su miembro viril con las manos, le pidió a la monja levantarse la falda larga y quitarse la bombacha.

–¿Para qué, padre? –preguntó la monja, la mirada avergonzada y las mejillas ruborizadas como el hierro puesto al fuego.

–Para meter este enorme tesoro en tu otra boquita, en la que tienes entre las piernas –contestó con los ojos encendidos por las llamas del pecado carnal.

La monja se quedó pensativa, levantó su trasero de la petaca y dio unos pasos al costado. Lo miró al cura y miró su vigorosa erección, tan grande, tan gorda, tan velluda. Luego se cargó de valor y, presa de una inevitable curiosidad, le lanzó una pregunta ingenua:

–¿Y si me lo mete hasta el fondo, qué pasará, padre?

–Te daré más vida de la que tienes –contestó–. Además, en una cópula dulce y sublime, el pene tiene la facultad de dar y devolver vida…

–¿Es verdad lo que dice, padre?

–¡Claro que sííí, hija mía!

La monja se cubrió los senos con las manos, se sonrió con los ojos chispeantes de picardía y arrastró su mirada hacia el inerme cuerpo del camello, que yacía con la joroba bañada por la luz plateada de la luna.

El cura, plantado como una estatua y los pantalones caídos hasta los tobillos, no sabía qué hacer con su miembro de venas hinchadas como cuerdas, hasta que ella, abotonándose la blusa y el corpiño, se le acercó por el flanco y, como si le soplara un secreto en el oído, le dijo:

–Padre, si su enorme tesoro puede revivir a los muertos, por qué no se lo mete al camello, así podremos salir de este infierno y proseguir nuestro viaje hacia el monasterio, donde podremos terminar lo que empezamos en el desierto.

El cura se subió los pantalones y retomó el voto de castidad, pero convencido de que estaba a punto de caer en la tentación del diablo, quien convierte a las monjas en seductoras y a los curas en embusteros.

martes, 15 de julio de 2025

 

EL ARTE DE NARRAR EN POCAS PALABRAS

El autor, en un intento por reducir a los dinosaurios al tamaño de los insectos, pone a prueba su capacidad de síntesis, re-creando, con increíble naturalidad, situaciones diversas por medio de personajes nacidos en el maravilloso universo de la fantasía, donde estas Microficciones comienzan en la condensación semántica del lenguaje y culminan en el instante de la revelación.

El libro aborda diversos temas que ocupan el tiempo y el pensamiento de todo ser humano, como son la vida, el amor y la muerte. Está dividido en tres partes: El baúl de los suspiros breves, Microzoología y Uno, dos, tres, cuenta al revés. Desde un principio, el libro hace referencia al reino animal desde una perspectiva fabulada y humorística, así como en la última parte, a manera de un ejercicio lúdico, recrea varios cuentos clásicos re-contándolos al revés y con una fuerte dosis de irreverencia y erotismo.

El libro, compuesto por ciento cincuenta y cuatro microcuentos, tiene textos escritos de manera muy breve, con una gran economía de lenguaje; en algunos casos, solo con uno o dos párrafos, con dos o tres renglones, que constituye una de las principales características de este género literario cultivado con pasión por diversos autores desde tiempos inmemoriales.

Asimismo, como en toda creación anclada en el mundo real, se añaden a las historias elementos ficticios, ilusorios, con el fin de que el lector tenga la sensación de estar ubicado frente a personajes que recobran vida por medio de la palabra escrita y desfilan a lo largo de las páginas ilustradas por el reconocido artista plástico Jorge Codas.

El autor del libro, en una entrevista publicada hace años, dijo que entró en contacto con el artista paraguayo por medio de su esposa, la francesa Vanessa Tiogroset, quien editaba una revista digital de artes visuales. Ella editó en la revista una parte de Microzoología, con las fabulosas ilustraciones de Jorge Codas, quien, inspirado en los temas de los microcuentos, realizó un trabajo de gran calidad artística.

Víctor Montoya afirmó entonces: A mí me encantaron las ilustraciones hechas a todo color y con una fantasía de desbordante belleza. Así que, cuando iba a editarse el libro completo en Bolivia y en soporte papel, le pedí que ilustrara todo el libro. Él accedió amablemente a mi pedido y llenó las páginas con extraordinarias imágenes, que no solo sirven de apoyo a los textos, sino que son verdaderas obras de arte que despiertan la imaginación y el interés estético de los lectores.

Estas Microficciones, a fuerza de valorar lo efímero en el arte narrativo, nos ponen en marcha contra el reloj y apuestan por una literatura futurista, cuyas sorprendentes técnicas responden a las exigencias de un mundo moderno, donde el tiempo es plata y la prosa breve es oro. Las micronarraciones de este ameno libro, prolijamente ilustradas por un artista de talla internacional, son verdaderas piezas de orfebrería y se parecen a un felino veloz y cimbreante, constituido más por músculos que por grasa; una concepción que hace hincapié en el dominio de los complejos recursos inherentes a estas Microficciones, conforme el hilo argumental tenga coherencia, los protagonistas sean verosímiles y, como en todo cuento bien contado, tenga un principio que atrape el interés del lector y un desenlace que lo encandile antes de llegar al punto final.

Víctor Montoya es autor de una serie de obras que transitan por los territorios de la realidad y la ficción, sin más pretensión que estimular la fantasía y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal, con un estilo personal y una técnica innovadora.

lunes, 7 de julio de 2025

LA MARQUESA Y EL ESCLAVO NEGRO

Esta es la historia de un marqués francés que, aun siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos negros, era gentil, confiado y cornudo. Acumuló sus riquezas gracias al comercio de mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro. De modo que cada vez que se iba de viaje, urgido por sus asuntos de negocio, se ausentaba por varios días, semanas y meses, de su joven y bella esposa, la marquesa que, habiendo sido una modesta doncella de pueblo, se convirtió en una de las damas más atractivas de la corte.  

La última vez que se iba de viaje, estando ya en el puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el cofre que tenía en su aposento. Volvió a la mansión sin perder mucho tiempo y se encaminó directamente hacia donde se suponía que debía estar su amada esposa, a quien pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.

Cuando llegó a la puerta, grande fue su sorpresa al escuchar una voz masculina emergiendo de la alcoba. No tocó la puerta ni hizo ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse sigilosamente a la ventana, curioso por descubrir al dueño de esa voz cuyo armonioso acento podía conquistar el corazón de cualquiera.

El marqués asomó los ojos a la ventana y vio a su esposa en los brazos de un esclavo negro, que estaba muy cerca del mullido lecho, donde ella se desnudaba y acostaba cada noche. La alcoba, ornamentada con lujosos muebles y piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas de espejos y era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante la intimidad sexual.

Desde luego que los sentimientos del marqués, al ver tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de cualquier hombre herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le cubrió el rostro, el mundo se le oscureció ante los ojos y la llama de los celos le quemaron por dentro, como si en su interior tuviera una llaga en carne viva. No sabía cómo reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los cornudos, apenas atinó a pensar, repitiéndose para sus adentros: Si esto ocurre en el poco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta de mi esposa cuando me ausentó por mucho más tiempo?

La marquesa le despojó de sus ropas al esclavo negro, con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que la excitaba de solo verla y palparla con los dedos. El negro quedó desnudo y a merced de su ama, quien se sentía obsesionada por ese trasero musculoso, redondo e inmenso, no solo porque era el doble del que tenía su marido, sino también porque estaba en completa armonía con el resto de su fornido físico.

Al cabo de un tiempo, la marquesa le entregó al negro su piel blanca como la porcelana oriental y, sintiendo que las tentadoras caricias la hacían estremecerse de punta a punta, se quitó el camisón de gasa, ofreciéndole la espalda al esclavo negro, que la rodeó con los brazos por atrás, acercándole su enorme falo en la hendidura de las nalgas. Ella aceptó el juego y empezó a menearse contra el unicornio, en tanto él le recorría el cuerpo con las encallecidas manos, intentando acceder a sus turgentes senos, cuyos pezones eran del color de las cerezas.

El marqués, al mismo tiempo de que esto ocurría en el interior de la alcoba, recordaba que su esposa, cada vez que tenía ganas de vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con antelación; se limpiaba los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier, se peinaba su blonda cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo, mirándose desnuda delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su juventud y belleza.

La marquesa se recostó de espaldas sobre las pieles que cubrían el lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba acostumbrada a usar a un esclavo para satisfacer los impulsos enardecidos de su deseo carnal. El negro se puso de cuclillas y le recorrió con la lengua las entrepiernas y nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y, cuando llegó al dilatado orificio del rosado fruto, la penetró con la lengua hasta el fondo, hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito, se vino entre pequeños gritos y palabras delirantes:

–Sí, sí, así, sí, sí…

El esclavo negro levantó la cabeza y, el rostro empapado por los jugos que ella emanaba con efusión, preguntó:

–¿Le gusta así, mi ama?

–Sí, sí, sí, sí, sí…

El marqués, que seguía parado en la ventana, en silencio y la respiración contenida, empezó a sentir menos celos al ver que su esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo negro. Incluso parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer tenían los mismos deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante una inexorable pasión erótica.

La marquesa se incorporó de un brinco, miró la recia musculatura del negro y le ordenó tenderse de espaldas sobre el lecho, para montarse a horcajadas sobre su robusto miembro. Él obedeció sin pronunciar palabras y ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría los empurpurados labios y entornaba los azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo más profundo de sus entrañas, hasta que, como si fuera a desfallecer tendida sobre el pecho del hombre que la hacía navegar en una ola de estrellas, se vino en un orgasmo fenomenal, contrayendo las nalgas y segregando más jugos que nunca.

El esposo de la marquesa infiel, que gozaba con las escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro hacía lo que él no era capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y afrodisiacos, permaneció callado al otro lado de la ventana, tocándose las partes íntimas como cualquiera que satisface su curiosidad sexual masturbándose delante de una realidad que supera a la fantasía o mirando las imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en poses sugerentes, exhiben las depiladas zonas de su endiosada anatomía.

La marquesa desmontó con la destreza de una amazona, seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin dejar de acariciarle los senos que parecían sandías maduras. Después, la marquesa se puso de cuatro, boca abajo, los codos apoyados sobre las pieles y los pechos aplastados contra un cojín de terciopelo. Arqueó la espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al esclavo negro los húmedos ojos de su cuerpo.

El negro, con el miembro torcido como un banano por el peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara disfrutar de una estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y le permitiera acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que parecía guiñarle desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole que estaba lista para la posesión total.

La marquesa retrocedió hasta el borde del lecho, sin levantar la cabeza ni voltear la cara. El esclavo negro le apartó las nalgas con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas carnes. La sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose con una mano, la penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después violentamente. Ella gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo y sintiendo cómo el enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía sensualmente en su interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía menearse sin cesar, mientras los gemidos llenaban la alcoba y las gotas de sudor perlaban en su piel.

Al marqués, así como resultaba difícil despegar la mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos marionetas en blanco y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba también difícil no recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera vez que la metió en el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los padres de la marquesa, convencidos de que su única hija había encontrado un buen partido, se la entregaron virgen antes de que otro caballero de la corte la hiciera suya. Nunca pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables noches de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas conyugales de la aristocracia de la época.

El esclavo negro seguía moviéndose con los pies clavados en las felpas de la alfombra, hasta que, los músculos tensos y los ojos en blanco, estalló en una lava caliente que saltó intermitentemente sobre el depilado cuerpo de la marquesa, que aprendió a gozar de sus caricias y su potencia viril.

Ambos acabaron extenuados y tendidos lado a lado, como la noche y el día. Luego se vistieron y se besaron antes de despedirse. El esclavo negro salió de la alcoba por la misma puerta secreta por donde entró y ella se sentó en la mecedora, presta a retomar su bordado en el bastidor, un oficio al que se dedicaba cada vez que su marido estaba a punto de llegar de su viaje.

El marqués estaba satisfecho y resignado por la infidelidad de su esposa, ya que como nunca, a tiempo de contemplar las escenas de la increíble relación sexual entre ella y el negro, se masturbó estimulándose con las manos, hasta que eyaculó con una sensación placentera. Al final, se retiró de la ventana, los pantalones mojados y el pensamiento ocupado por la belleza incomparable de la marquesa infiel y la musculosa virilidad del esclavo negro.

Desde ese día, el marqués, siempre que simulaba ausentarse por asuntos de negocio, se daba la vuelta en medio camino y retornaba a la mansión disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que de manera habitual estaba siempre ataviado como un caballero de la corte, sombrero con pluma, bombacho hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en mano.

Entraba en la mansión y se dirigía directamente hacia el jardín. Avanzaba a hurtadillas hasta la ventana de la alcoba, donde estaba su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, observaba a escondidas cómo se abría la puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y cómo su esposa, la marquesa, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le asomaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en los sentidos, hasta que terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que su esposo, el marqués, estaba supuestamente de viaje y ella estaba supuestamente sola en la alcoba de la suntuosa mansión.

domingo, 8 de junio de 2025

TERCERA EDICIÓN DE CUENTOS DE LA MINA

El Grupo editorial Kipus acaba de lanzar la tercera edición de Cuentos de la mina. Se trata de una de las obras más difundidas del escritor Víctor Montoya, quien reunió en un solo volumen cuentos que giran en torno a los mitos y las leyendas de la tradición andina, cuyo principal protagonista es el mitológico Tío de la mina; un ser ambivalente entre lo divino y lo profano. El autor juega con los elementos narrativos de la realidad y la ficción, con un criterio ecléctico que oscila entre las creencias católicas occidentales y las creencias paganas de las culturas ancestrales.

El estilo depurado del escritor es una muestra de su dominio del lenguaje narrativo y su experiencia en el arte de elaborar cuentos que, por la calidad estilística y la verosimilitud de los personajes, explaya fantásticas historias arrancadas del mundo mágico de las minas, donde el Tío, aparte de ser el protagonista omnipresente en las oscuras galerías, está considerado como el soberano de los trabajadores y el dueño absoluto de las riquezas minerales.

La tercera edición de Cuentos de la mina es una prueba de que el libro ha tenido una excelente acogida entre los lectores acostumbrados a deleitarse con obras que, debido a la temática y el vigor narrativo, tienen la virtud de transportarlos hacia territorios poblados por seres que oscilan entre la realidad y la fantasía. El libro ha trascendido las fronteras nacionales y su éxito está avalado por las ediciones publicadas en otros países y en varios idiomas.

El escritor Víctor Montoya, autor de libros que corresponden a diversos géneros literarios, encontró en la temática minera una rica veta para su creación literaria, que le permitió universalizar la imagen mitológica del Tío de la mina, un ser tutelar del imaginario popular, que dio origen a la diablada boliviana, y uno de los personajes centrales en la obra literaria de este narrador paceño, quien vivió desde su infancia en las poblaciones mineras del norte de Potosí.

El libro está a la venta en el stand del Grupo Editorial Kipus, en el marco de la 26 Feria Internacional del Libro de Santa Cruz de la Sierra.

lunes, 2 de junio de 2025

 

LOS FRUSTRANTES SENDEROS DEL COLEGIO

En la educación secundaria, cuando ya había cruzado las puertas de la pubertad, me enfrenté a otra realidad que no fue menos traumática que la experimentada en mi infancia. Para entonces, como si hubiese superado mis problemas emocionales adquiridos en la niñez, había aprendido a leer y a escribir como cualquiera de mis compañeros de curso; más todavía, leía incluso libros que no estaban contemplados en el programa de educación secundaria, como las obras de los clásicos del marxismo y las obras que mi madre atesoraba en su pequeña biblioteca familiar. A veces, incluso tenía la sensación de que poseía un bagaje cultural y un cargamento de conocimientos que superaba a la de mis profesores, con quienes, de manera consciente o inconsciente, me enfrascada en discusiones que, para muchos de ellos, no eran de su agrado, razón por la que me tenían considerado como un alumno rebelde y contestatario.

Discutía con ellos sobre el contenido de algunas signaturas, no en vano sino con conocimientos de causa, que los incomodaba desde todo punto de vista, sobre todo, cuando ponía en evidencia su mediocridad delante del resto de los alumnos; un malestar que se manifestaba en las calificaciones que me ponían después de los exámenes y en las repetidas expulsiones del aula, de donde me sacaban con el argumento de que era un alumno no grato en el colegio.

A los catorce años me inicié activamente en la vida política, organizándome en un partido de tendencia trotskista, que proclamaba la lucha contra el sistema de explotación capitalista, en aras de conquistar la liberación nacional y abolir la injusticia social. Esta actividad, por demás riesgosa en los años ‘70, la desarrollé clandestinamente durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, que se empeñó por hacer desaparecer toda sombra de resistencia proveniente de las organizaciones políticas y sindicales denominadas correas de transmisión de la subversión comunista.

Dos años más tarde, mientras cursaba el segundo curso del ciclo medio, se me ocurrió editar una revista con el mismo nombre del colegio, 1º de Mayo, donde se publicaban las reflexiones, poesías y cuentos de los alumnos que, en principio, aparecían en los periódicos murales. Los trabajos mejor elaborados eran seleccionados y luego publicados en la revista, junto a otros artículos de interés para los adolescentes, como la crítica de cine que escribió el jesuita español Luis Espinal, sobre la película La naranja mecánica, basada en la novela del mismo nombre del escritor inglés Anthony Burgess.

Los profesores nunca dijeron una palabra positiva en torno a la publicación, que sirvió para incentivar la creatividad de los estudiantes; por el contrario, el director del colegio, Hugo Calderón Ramírez, quien, aparte de ser un soplón de la dictadura militar de entonces, era un hombre de conducta autoritaria y retrógrada. En alguna ocasión, convocándome a su oficina, me amonestó por mi conducta y mi interés por la actividad política, señalándome que yo, en lugar de estudiar en el colegio, debía asistir a una escuela de sindicalistas. Asimismo, aprovechó para criticar el contenido de la revista, tachándola de izquierdista, extremista y subversiva.

Nunca entendí cómo este sujeto, que empezó siendo profesor de Ciencias Naturales, se estableció como director de un establecimiento educativo fundado el 5 de marzo de 1956 por iniciativa del Prof. Arturo López y Pacífico Sotomayor, quienes, a su vez, contaron con el decidido apoyo del Control Obrero Federico Escobar Zapata y el Secretario General del Sindicato de Siglo XX Irineo Pimentel Rojas, dirigentes obreros que comprometieron la participación activa de la Empresa Minera Catavi, el aporte económico de los trabajadores de la Comibol, de los padres de familia y las autoridades municipales.

El flamante establecimiento educativo fue bautizado con el nombre de Colegio Nacional Mixto 1º de Mayo, en homenaje al Día Internacional del Trabajador y en memoria de los Mártires de Chicago, acribillados en la Plaza Haymarkert en las jornadas de mayo de 1886 por oponerse a la explotación del sistema capitalista y conseguir mejores condiciones de vida y de trabajo.

El colegio, desde su fundación y por razones de carácter sociocultural, se identificó con los intereses de los mineros de Siglo XX, las amas de casa y los movimientos revolucionarios del país, sobre todo, en las sombrías épocas de las dictaduras militares, hasta que apareció Hugo Calderón Ramírez, un personaje de ideas reaccionarias y conducta abominable, que estaba en contra de que los estudiantes adquirieran una conciencia política y simpatizaran con las luchas reivindicativas de sus padres y madres, que eran los trabajadores mineros y las señoras del Comité de Amas de Casa. 

Lo cierto es que no tenía por qué negar mi compromiso político con la causa de los desposeídos; era un estudiante belicoso y estaba consciente de que había que cambiar la realidad social del país sea como sea, pero que había que cambiarla, por las buenas o por las malas, de eso no cabía la menor duda.

Después de las clases en el colegio, no disponía de tiempo para ir a jugar fútbol ni a buscar enamoradas en el pueblo, porque tenía que preparar los temas que debía abordar en las reuniones con algunos estudiantes que estaban agrupados en células no solo en Llallagua, sino también en Catavi, Siglo XX, Cancañiri y Uncía. Esta era una actividad que, a pesar de consumirme demasiado tiempo, me llenaba de gozo y me daba muchas satisfacciones en el plano personal.

No faltaron las oportunidades en que, por la benevolencia de algunos de los profesores –los menos–, daba charlas en las clases sobre temas que no estaban dentro de las asignaturas de Ciencias Naturales o Sociales. Los profesores me invitaban a ponerme delante de mis compañeros y me concedían la oportunidad de poner a prueba mis conocimientos y mi capacidad discursiva; oportunidades que aprovechaba para demostrar que los estudiantes también podían generar ideas que no estaban contempladas en las asignaturas establecidas por los tecnócratas de la educación secundaria.

Si bien es cierto que no siempre cumplí con los deberes del colegio, leyendo los libros de texto obligatorios, es cierto también que leía otros libros que eran de mi interés, como los textos de los clásicos del marxismo –desde Lenin hasta Trotsky–, pasando por los novelistas como Dostoyevski, Tolstói y Gorki–, los folletos del Partido Obrero Revolucionario y las publicaciones que llegaban a mis manos a través de fuentes no oficiales. Además, aunque no me consideraba un alumno aplicado, andaba siempre con un libro bajo el brazo, pero con un libro que nada tenía que ver con los aburridos libros de texto que había que tragarse completos y memorizar para los exámenes finales.


No faltaban los compañeros que me ofrecían la oportunidad de formar parte de algún grupo musical para tocar en las horas cívicas del colegio. Les agradecía por la gentileza, arguyendo de que, así como ellos debían dedicarse al deporte o a la música, yo debía dedicarme a hacer la revolución, y que esto requería de mucho esfuerzo y dedicación. Ellos se limitaban a mirarme con escepticismo, mientras yo seguía concentrado en la lectura de mis libros, tratando de comprender el mensaje de los autores que, en muchos de los casos, usaban un lenguaje elaborado que difería mucho del lenguaje restringido o coloquial que se usaba en un medio ambiente de obreros y campesinos, donde una buena parte de las personas no sabían leer ni escribir.

Algunas noches, emergiendo de la clandestinidad y burlando la vigilancia policial, un grupo de osados adolescentes, nos cubríamos el rostro con pasamontañas y, brochas y tarros de pintura en mano, tomábamos las calles principales para estampar consignas revolucionarias y anti-dictatoriales en las paredes de algunas casas que, al despuntar de un nuevo día, aparecían pintarrajeadas con color rojo y negro. De lo que decían después los dueños, seguramente enfurecidos de ver sus fachadas con consignas escritas con letras grandes y gordas, nunca nos enterábamos y, si alguna vez alguien nos lo comentaba en voz baja, nos hacíamos los desentendidos.  

El mismo año que fui elegido presidente del centro de estudiantes, llovieron las críticas de algunos profesores, incluido el director del colegio, quienes decían que yo, en mi condición de dirigente estudiantil, los conducía a mis compañeros hacia actividades extraescolares, vinculadas al movimiento sindical de los mineros de Siglo XX, donde supuestamente tenía mis contactos políticos y cuyas ideologías izquierdistas, a manera de adoctrinamiento, introducía entre los alumnos. Por lo tanto, estaba identificado como un elemento peligroso para los intereses de la institución educativa. 

No pasó mucho tiempo para que el director, con el beneplácito de algunos profesores acostumbrados a una enseñanza mecánica y memorística, me expulsara del colegio, no solo una vez, sino tres veces, arguyendo que estaba transmitiendo a los estudiantes las ideologías foráneas del comunismo internacional. Y que eso no estaba permitido en una institución educativa, donde se iba a estudiar y no a hacer campañas políticas a favor de los sindicalistas que nunca están conformes con nada.

Si volví a las aulas del colegio, las tres veces que me expulsaron, fue gracias a las suplicas de mi señora madre, quien ejercía como profesora de Lenguaje y Literatura en el mismo establecimiento educativo; de no haber sido por ella, no hubiese podido proseguir con mis estudios hasta el último año de secundaria que, por lo visto, no concluí ni salí bachiller, dado que los agentes de la dictadura militar, después de que participé, en representación de la Federación de Estudiantes de  Secundaria de la provincia Rafael Bustillo, en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en el distrito de Corocoro en mayo de 1976, me persiguieron y apresaron, lanzándome a las mazmorras de la dictadura militar.

Estando en la cárcel, en calidad de preso político, justo cuando estaba a punto de promocionarme como bachiller, me vi privado de proseguir con mis estudios secundarios, aunque mi madre y algunos profesores –los menos–, reclamaron para que dé mis exámenes finales en la cárcel, para así promocionarme como bachiller, pero no fue posible, habida cuenta de que el director y la mayoría de los profesores se negaron a concederme mi certificado de bachiller.

Si se me daba esta oportunidad, que el Ministerio del Interior y el Ministerio de Educación no lo hubieran negado, de seguro que hubiese proseguido con mis estudios en la cárcel, donde podía haber dado mis exámenes finales hasta obtener mi certificado de bachiller. No era casual que varios de mis compañeros de cautiverio, sobre todo los universitarios, preparaban sus tesis de licenciatura metidos en sus celdas. Si ellos podían hacer esto, con la autorización de las autoridades gubernamentales, por qué no hubiera podido yo rendir mis exámenes en la cárcel y culminar mis estudios de secundaria.

Algunos de mis compañeros de colegio reclamaron para lograr mi libertad, pero nada pudieron conseguir, hasta que, al cabo de un tiempo, la dictadura militar, considerándome un elemento peligroso para la doctrina de seguridad nacional, optó por exiliarme a Suecia en 1977, donde culminé mis estudios secundarios, para luego proseguir con mis estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo. Con todo, nunca dejé de sentirme profundamente orgulloso de haber sido alumno del Colegio 1º de Mayo de Llallagua, donde forjé mis ideales y descubrí mi vocación literaria.

Como comprenderá el atento lector, mis experiencias en el ciclo primario y secundario estuvieron plagadas de dificultades e incomprensiones, debido a la falta de mejor preparación pedagógica de parte de los educadores que, en lugar de estimular mis inquietudes, se ocuparon de frustrarlas una y otra vez. Estaban en contra por el simple hecho de que no era un alumno que se sometía a la mordaza ni a una educación autoritaria, sino porque mis lecturas extraescolares me hicieron tomar conciencia de que un estudiante de secundaria tenía también el derecho a diferir del sistema de enseñanza aplicado por los profesores, que poco o nada sabían sobre psicopedagogía, desarrollo sociolingüístico, emocional e intelectual del infante y el adolescente.

La ignorancia de varios de los profesores fue una suerte de muro de contención, que frenaba mis iniciativas personales y no me permitía actuar con libertad y conforme a las normativas democráticas establecidas en el marco de la defensa de los Derechos Humanos. No obstante, debo confesar que este mismo muro impuesto en mi infancia y adolescencia, y contrariamente a lo que se propusieron mis profesores, me impulsaron a estudiar pedagogía; en primer lugar, para comprenderme a mí mismo y, en segundo, para comprender a los demás estudiantes, que fueron víctimas de un sistema educativo que liquidaba las facultades creativas y la inteligencia de muchos que no guardan un buen recuerdo de su educación primaria y secundaria, en vista de que se sentían como seres que carecían de sentimientos y pensamientos por culpa de un sistema educativo que no convertía al estudiante en sujeto y en el principal artífice de su propia educación, sino en un objeto pasivo cuya única función era obedecer sumisamente los mandatos del profesor y repetir de memoria los conocimientos impartidos en el aula, así estos conocimientos no fuesen la verdad absoluta ni los profesores tuvieran toda la razón a la hora de enseñar lo que era bueno o lo que era malo, lo que era correcto o incorrecto, lo que servía y no se servía para la vida profesional.

Desde luego que no faltaban los alumnos que estaban bien adaptados al sistema de enseñanza mecánica y memorística de la educación empaquetada en los libros de texto. Ellos eran los favoritos, quienes se aprendían de memoria las lecciones, quienes sacaban los más altos puntajes en las evaluaciones y estaban siempre al día con los deberes escolares. Ellos eran los chanchitos mimados de los profesores.

Si en sus libretas lucías las mejores notas se hacían merecedores de los halagos y aplausos, y, de pasadita, antes de culminar el año lectivo, recibían  los regalos y diplomas de parte de los profesores, quienes los exhibían ante los demás como a los paradigmas del buen estudiante. Además, en los desfiles patrios del 23 de marzo y el 6 de agosto, ellos eran los abanderados y portaestandartes del colegio, los llamados a izar la bandera nacional en las horas cívicas y los encargados de velar por la buena imagen y el prestigio de la institución educativa a la que representaban en cuerpo y alma.   

De modo que, en un sistema de enseñanza donde no había cabida para los libres pensadores, los alumnos memoriones, que se aprendían el contenido de los libros de textos como el rezo del Padre Nuestro, pasaban por inteligentes, mientras los inteligentes pasaban por burros, por el simple hecho de no haber memorizado las lecciones ni haber cumplido con los deberes escolares.

Como es de suponer, los alumnos que copiaban los apuntes que los profesores escribían con tiza en la pizarra, sin modificar ni un punto, ni una coma, y se tragaban como con aceite el contenido de los libros de texto de la educación empaquetada, eran los que obtenían las mejores calificaciones en los exámenes y, por consiguiente, eran aprobados y promovidos a un curso inmediatamente superior, a diferencia de los alumnos que no asimilaban, en silencio y disciplinadamente, los conocimientos de la educación empaquetada. A estos les tocaba la peor parte, pues eran reprobados sin contemplaciones y estaban condenados a repetir el año lectivo cuantas veces fuese necesario, mientras sus compañeros se burlaran de ellos, mirándoles en la cara y gritándoles al unísono: ¡Aplazado, año pasado!

A estas alturas de mi vida, resulta triste recordar los años de mi infancia y adolescencia, porque están más cargados de malos recuerdos que de buenos, ya que los profesores que tuve, y de cuyos nombres prefiero no acordarme, actuaron más como mis verdugos que como los educadores que debían velar por el bienestar del alumno, procurando que este tenga sólido cimientos para desarrollarse exitosamente tanto en su vida personal como profesional.

FOTOS:

1. Víctor Montoya y su madre, Gloria Lora. Llallagua, 1970.

2. Leyendo un libro de Marx.

3. Víctor Montoya (con portafolio en mano) junto a sus compañeros de colegio, Llallagua, 1973.

viernes, 23 de mayo de 2025

 

VÍCTOR MONTOYA EN ANTOLOGÍA INTERNACIONAL

Dioses y monstruos es una reciente antología digital que publicó Letralia –Tierra de Letras– en Cagua, Venezuela, con motivo de celebrar sus veintinueve años de actividad literaria y cultural. La antología puede descargarse de manera gratuita en la página web de Letralia: https://letralia.com/

El cuento del escritor boliviano, intitulado El hijo del Tío, forma para de los 76 trabajos seleccionados entre las propuestas de los autores provenientes de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, El Salvador, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela.

En la presentación del libro, a cargo del editor responsable de la antología, el escritor Jorge Gómez Jiménez, se explican las motivaciones de esta antología que llevaba el llamativo título de Dioses y monstruos. En palabras del editor: el libro que tienes en este momento ante tus ojos, explora este tema a través de múltiples espacios estéticos, culturales y simbólicos (…) Lo mítico, lo contemporáneo, lo fantástico, lo íntimo, lo político, lo filosófico, se han dado cita en estas más de setecientas páginas con invocaciones a entidades antiguas y recreaciones demitologías personales, así como reflexiones sobre el cuerpo, la fe, la culpa, el poder o el lenguaje, con una variedad de tonos en los que el lector encontrará humor, crueldad, ternura y desconcierto.

El libro de 756 páginas, con ilustraciones atractivas y breves presentaciones de los autores, tiene una pulcra diagramación y ofrece una variedad de textos que despiertan el interés de los lectores, como los anteriores libros temáticos que fueron publicados en formato PDF por la editorial Letralia.

miércoles, 21 de mayo de 2025

 

RECUERDOS DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA

Estudié pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.

Yo asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad Educativa Jaime Mendoza) de la población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la inmensa mayoría.

La escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua, perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).

Como les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y mano dura, me permite rastrear los primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.

Si alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad, la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad Nacional Siglo XX en 1985; una Casa Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí. 

Retomando el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.

A diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley de la educación a palos, consistente en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.

Está claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la escuela tradicional en la que el profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba pasivamente, el profesor confundía autoridad con autoritarismo, mientras el alumno estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa, donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la participación activa del profesor y el alumno en el proceso de enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos religiosos e ideologías diversas.  

Cuando estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los investigadores de la  psicología evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes, quienes, de acuerdo a la Convención sobre los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.

Debo reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial, no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social. Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que dice: La letra con sangre entra. 

Lo extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza, se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a ella.

En cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto, en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer una necesidad de compensación o equilibrio emocional.

La profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el  proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.

No cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi condición de pésimo alumno y comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino unos tristes gana panes, que estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática, donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.

No está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos, no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración, acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el programa de educación primaria.  

La profesora que tuve en ciclo inicial se parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.

Por otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.

Desde luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como individuos débiles, poco populares y sin amigos.

Yo pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día, armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad, como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el último pupitre del aula.

La mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba su falsa imagen de líder sobre el resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las excursiones.

Sin embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes, fuertes y considerados populares, buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto, estaban  acostumbrados a la agresión física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna, débil, indefensa, estúpida y cobarde.

El acosador, incapaz de ponerse en los zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.

Solo cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.

No era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.  

El año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad, tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana, de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación retrógrada y obsoleta.