VICTOR MONTOYA
LA CUEVA DEL TIO DE LA MINA
viernes, 8 de agosto de 2025


EL
SACERDOTE Y LA DAMA
En
la época de la Real Audiencia de Charcas, un sacerdote fue destinado a trabajar
en la iglesia de un remoto pueblo fundado en nombre de Dios y del rey de
España. Su misión consistía en convertir a los indígenas al cristianismo y expandir
la colonización en las tierras conquistadas, donde abundaban los yacimientos de
oro y plata.
Nadie
sabía cómo se llamaba el sacerdote ni cuál era su país de origen, excepto el
dato de que llegó al pueblo una noche de tempestad, tras salvarse de un rayo
caído cerca de los cascos de su caballo, que se alzó relinchando sobre las
patas traseras, en procura de evitar que el jinete muera en un recodo del
camino.
Los
pobladores, sin oponer resistencia alguna, asistían a las misas celebradas por
el sacerdote, considerándolo un servidor de Dios y un hermano en quien
depositaban toda su confianza; más todavía, los feligreses iban a la iglesia no
solo para cumplir con su fe, sino también para confesar sus pecados.
El
sacerdote, de tez rojiza y vigorosa corpulencia, vestía siempre con una sotana
provista de grandes mangas y un capuchón de tela blanca, como símbolo de
inocencia y santidad. En los pies, cubiertos de pelos parecidos a los del
jabalí, calzaba unas sandalias espartanas y llevaba un cordón que él se lo
ajustaba a la cintura, mientras repetía la siguiente oración: Ceñidme, Señor, con el cíngulo de la pureza
y extingue en mi cuerpo el fuego de la sensualidad, para que posea siempre la
virtud de la continencia y de la castidad.
Todo
parecía normal en su apariencia de sacerdote, salvo que cuando celebraba la
misa, tenía los ojos encendidos como el rubí y sobre la sotana una cruz roja
que parecía hecha de fuego. Los feligreses, aunque cuchicheaban sobre estos
detalles al salir de la iglesia, lo tenían en sumo respeto, debido a que
durante la Real Audiencia de Charcas, la autoridad de un sacerdote era tan
reverenciada como la de un corregidor al servicio de la Corona española.
Así
pasó un tiempo, hasta que apareció en la capilla una dama de ascendencia criolla,
guapísima como una diosa y elegantemente vestida, con una mantilla de seda
cubriéndole la cabeza y parte del rostro, un collar de piedras preciosas entre
sus abultados pechos y un vestido de talle angosto, mangas abullonadas, altos
puños de encaje y un escote entreabierto que dejaba entrever el brocado de su
prenda interior.
El
sacerdote, apenas la vio contonear su cuerpo juncal y mirar por doquier con sus
ojazos color esmeralda, se quedó sin aliento por un buen rato, como si la saeta
del amor le hubiese atravesado el corazón. Sintió una súbita sensación de
enamoramiento y no demoró en averiguar el estado civil de quien lo enganchó a
primera vista.
Así
supo que era la viuda de un caballero de noble cuna, diez años mayor que ella.
Supo también que el caballero disponía de una considerable fortuna, gracias a
la explotación de una mina de oro, y que murió durante un duelo, al que le retó
un desafiante que, como todo amigo de lo ajeno, quiso hacerse de las pepitas de
oro, que el marido de la dama llevaba en una taleguita sujeta al cinto. Pero
como este no estaba dispuesto a perder pacíficamente el oro ni la vida, aceptó
el reto sin mayores preámbulos.
Una
vez que los oponentes se ubicaron espalda contra espalda, caminaron un número
prefijado de pasos, hasta detenerse en el punto indicado. Luego giraron sobre el tacón de sus botines de
cuero y se pusieron frente a frente, las pistolas cargadas en la mano;
instantes después, se oyeron los estampidos de las armas; uno de los dualistas
cayó inerte, el cráneo destrozado por el proyectil que le penetró por el ojo
izquierdo, mientras el otro quedó de pie, soplando el cañón humeante de la
pistola, que era de corto calibre y cacha repujada a mano.
Los
testigos del acto, donde corrió la sangre y el aire se impregnó de pólvora,
relataron que el duelo no se debió a razones de honor, sino a una riña por un
puñado de oro, puesto que el desafiante, un aventurero ávido de riquezas, se
acercó al cuerpo sin vida y, antes de arrojarlo en el caudaloso río, le sustrajo su anillo de oro macizo, un
brazalete y un collar del mismo metal. Así fue cómo el marido de la dama, un
caballero de armas llevar, perdió el oro y la vida de un solo tiro.
La
tercera vez que la dama asistió a la iglesia, el sacerdote, al ver que estaban
solos después de la misa, la abordó con mucha astucia, atrapándola con su poder
de seducción y el encanto de sus palabras nacidas desde el fondo de su corazón.
Ella le habló con acento andaluz y, envilecida como estaba por ese fornido
cuerpo, cayó redondita ante sus galanterías e insinuaciones. Por eso le confesó
que no tenía galán ni pretendiente. Entonces el sacerdote, sin perder más
tiempo y tomándola por el talle, la acercó contra su pecho y le quemó los
labios con el fuego de sus labios. Ella se quedó atarantada por un instante,
pero luego accedió a las caricias que le despertaron su sensibilidad hecha de
pasión y de fuego.
El
romance entre el sacerdote y la dama se puso en marcha, a ocultas de los
feligreses y viéndose solo por las noches en un pequeño dormitorio anexado a la
iglesia, donde la hizo suya por primera vez. La puso de cara contra la pared,
le levantó el vestido y le bajó los bombachos de encaje, acariciándole las
piernas y las nalgas, hasta que él, levantándose la sotana que le cubría hasta
los talones, la penetró con tal violencia, que la dama se quejó como nunca,
mordiéndose los labios y entornando los ojos, como si estuviese con un hombre
que escondía al demonio debajo de la sotana.
Al
término de la cópula carnal, que los hizo conocer el infinito entre gemidos de
placer, la dama se subió los bombachos y se arregló el vestido; en tanto el
sacerdote, ofreciéndole disculpas por su monstruosa virilidad, procedió a
secarle las lágrimas con la estola, esa suerte de bufanda que él llevaba
alrededor del cuello cada vez que oficiaba misa, nada menos que en el mismo
recinto donde empezó a desatar sus desaforadas perversiones.
La
conducta pícara del sacerdote llegó al extremo cuando, enterado de la fortuna
que la dama heredó de su difunto marido, le pidió un cofre lleno de oro a
cambio de liberarla de todos los males de su alma. Ella no dudó en
entregárselo, como quien cumple con una obra de caridad en beneficio de la
santa Iglesia y el sacrificado oficio de un sacerdote destinado a un remoto
pueblo para abolir el paganismo ancestral de los indígenas y divulgar los
buenos propósitos del cristianismo.
Todo
era miel sobre hojuelas para ambos, lejos del glamour de las familias
aristocráticas de la época, hasta que un día el sacerdote, que ignoraba que su
amada era de cascos ligeros y llevaba una doble vida, se informó por boca de
una feligresa chismosa, quien, a tiempo de confesarse, le contó que la dama
mantenía relaciones impúdicas con un mozo de buen abolengo, afamado como Don
Juan por sus amoríos con las doncellas más apetecidas de la región.
El
sacerdote, ante la inminente infidelidad de su amada, se quedó en silencio y
con el corazón partido. Apartó a la vieja chismosa del confesionario,
pidiéndole rezar tres Avemarías para redimirse de sus pecados, y se retiró al
sótano de la iglesia, donde se vació toda una bota de vino añejo.
Por
la noche, cuando la dama tocó la puerta lateral de la Casa de Dios, el sacerdote, poseído ya por el demonio de los celos,
la hizo pasar sin besarla ni saludarla, y la condujo a empellones hasta el
dormitorio, donde tenía pensado segarle la vida; sacó una daga del armario
donde guardaba sus hábitos y los ornamentos sagrados, y, sujetándola por el
cuello, le ensartó en el flanco izquierdo del pecho.
La
dama, consciente de que estaba a punto de entregar su alma al Creador, le
confesó, arrepentida y con gran remordimiento, que lo sentía mucho por haberse
entregado a otro hombre y haber incurrido en el pecado de la carne. El
sacerdote solo movió la cabeza y, con los ojos encendidos al rojo vivo, dijo en
un tono de reproche: ¡Tú no mereces el perdón de Dios ni del diablo!
Acto
seguido, dejándose dominar por una furia endemoniada, levantó el cuerpo
agonizante con la fuerza de sus brazos y lo cargó hasta la capilla, donde lo
escondió emparedándolo entre dos muros de medio metro de espesor, para que
nadie supiera dónde se metió o qué rumbo tomó la dama del acaudalado caballero.
Poco
después desapareció el sacerdote, sin anunciar a los feligreses el motivo de su
partida. Alguien dijo que lo vio salir del templo a la medianoche, montar a
caballo y alejarse del pueblo, las alforjas llenas y la capa tendida al viento.
Tampoco faltó alguien que afirmó que el sacerdote no era un siervo de Dios,
sino el diablo disfrazado de cura, con una sotana que escondía su origen
maligno y un crucifijo de fuego colgado a la altura del pecho.
La
iglesia quedó abandonada a su suerte y ningún otro sacerdote puso sus pies en
el pueblo, así que los vecinos empezaron a ver el fantasma de una mujer que, en
las noches de tempestad, aparecía delante del pórtico, cubierta por un manto
negro, antes de deambular por las calzadas, arrastrando penosamente unas
cadenas enganchadas a los pies y las manos, como si con ello arrastrara también
el dolor de sus pecados.
Algunas
veces, los peatones más osados, que cruzaban por la desmantelada iglesia a
altas horas de la noche, relataban que en su interior se oían cantos sacrílegos
y los terribles lamentos de una mujer. Eso sí, nadie sabía con certeza de quién
se trataba, aunque todos coincidían en que el fantasma se parecía a la dama que
desapareció de un modo enigmático, poco antes de que el sacerdote hiciera lo
mismo.
Un
siglo más tarde, los pobladores de aquel remoto pueblo de la Real Audiencia de Charcas,
fieles a su fe cristiana, solicitaron a las autoridades la restauración de la
iglesia en ruinas, no solo para reiniciar la celebración de las misas, sino
también para liberar a los pobladores del fantasma de la dama que deambulaba
por sus alrededores en las noches de tempestad.
Cuando
los albañiles empezaron a demoler el grueso muro de la capilla, el único que se
mantuvo intacto de la antigua construcción, se quedaron aterrados al ver que
allí había un esqueleto suspendido por unas cadenas pendientes de dos argollas
adosadas al muro; es más, en el mismo lugar hallaron las elegantes prendas de
una mujer y una daga de plata atravesada entre sus costillas.
Una
vez realizadas las investigaciones y los cotejos correspondientes, se determinó
que la osamenta pertenecía a la dama desaparecida y que el presunto autor del
crimen era el sacerdote, quien, a manera de castigo y venganza, la emparedó por
haberle sido infiel con un mozo diez años menor que ella y porque no supo
guardar su honra ni el respeto por su difunto marido.
Concluida la
restauración del recinto sagrado, los pobladores constataron que el fantasma de
la dama, que por mucho tiempo permaneció emparedada por los celos de un
sacerdote que no soportó su traición, desapareció de la iglesia junto a su
esqueleto que recibió cristiana sepultura en una tumba cerrada a cal y canto,
donde acudían las mujeres infieles, con el propósito de rendirle pleitesía y
suplicarle que las proteja bajo su mantilla de seda, para que sus maridos no
descubrieran sus amoríos secretos con los amantes que, si bien no prometían
segundas nupcias, al menos devolvían las ilusiones perdidas y reavivaban las
llamas del amor que sus maridos las convertían en cenizas.


viernes, 25 de julio de 2025
LA MONJA Y EL CURA
Una joven monja y un apuesto cura fueron
destinados a cumplir una nueva misión en un nuevo monasterio que, durante la
colonización española en las tierras del norte de África, fue construido en una
remota aldea del Sahara Occidental, donde se podía llegar solo a lomo de
camello y a través de un desierto donde los beduinos bereberes dejaban sus
cuerpos fundidos por los rayos del sol.
La monja y el cura, tras varios días de
andar perdidos en el desierto, sintieron mucho la muerte del camello, que se
tumbó entre las dunas y exhaló la última respiración de su vida. Los religiosos
se arrodillaron, se persignaron y rogaron a Dios tenerlos siempre en su
misericordia. Después descargaron sus pertenencias y buscaron refugio a la
sombra de un arbusto, donde se vaciaron los últimos sorbos de agua que quedaban
en la bota hecha con cuero de cabra.
Desde allí vieron hundirse al sol en el
ocaso y sintieron amainar el sofocante calor en un inmenso mar de arena, que
parecía una calamina de aluminio bajo el reflejo argentífero de la luna.
El cura se puso de pie y se acercó a la
monja, vestida a la usanza de las mujeres de su época y sentada sobre una
petaca que contenía sus hábitos, túnicas, velos, cinturones y algunos
accesorios sagrados. Se paró delante de ella y, sin dejar de mirarle los
lubricados senos que parecían escaparse por el escote de la blusa y el
corpiño, le dijo:
–En esta situación, ninguno de los dos
saldrá vivo del desierto.
La monja levantó la cabeza, miró la
mirada del cura y preguntó:
–¿Ahora qué haremos, padre?
–Solo nos queda pedir nuestro último
deseo…
–¿Y cuál será el suyo? –preguntó la
monja, retirándose el mechón de cabellos que le barría la frente.
–Nunca he visto los senos de una mujer
–contestó el cura–, pero creo que ahora ha llegado la hora en que pueda verlos…
La monja no dijo nada, aunque entendió
la descarada insinuación del cura, que no dejó de mirarle los senos ni las
nalgas desde que emprendieron el viaje montados en el dromedario que ahora
yacía tendido sobre la arena.
–¿Me los enseñas, hija? –preguntó
solícito y sin rodeos–. No creo que a estas alturas importe mucho conservar
nuestra castidad, ¿verdad?
La monja se desabotonó el corpiño, la
blusa y sacó los senos como melones apetecidos en cualquier desierto.
El cura extendió las manos y acarició
los pezones duros y rosados, se puso de cuclillas, los besó apasionadamente y
terminó dándoles una reverenda mamada, hasta que ella, el corazón alborotado y
la cara lívida de excitación, sintió un placentero cosquilleó recorriéndole por
el cuerpo.
La luna brillaba en las alturas con un
fulgor de plata y los espinos del arbusto parecían haberse ablandado con las
rachas de viento fresco.
La monja, entregándose a una lujuria
pecaminosa, no perdió la ocasión para pedir también su último deseo. Le miró al
cura en los ojos, claros y serenos como las aguas de un oasis, y dijo:
–Yo tampoco nunca he visto la parte
íntima de un hombre. ¿Me la puede enseñar usted, padre?
El cura se puso de pie, se desabrochó el
cinturón, se bajó los pantalones y…
–¿Puedo tocarlo, padre?
–Por supuesto que sí, mi hija.
Entonces ella empezó a acariciarlo con
ambas manos, hasta que el flácido miembro se llenó de sangre y se puso duro
como un pepino de proporciones mayores.
El cura, al ver que la monja miraba con
fascinación la respetable erección que sujetaba en sus manos, le guiñó con el
ojo derecho y le pidió que se lo pusiera en la boca.
La monja, que era una joven de carácter
tierno y sensuales labios, chasqueó con su lengua el enrojecido glande y,
cubriéndolo de besos y aplicándole suaves fricciones, se lo metió en la boca y
empezó a chupetearlo una y otra vez, mientras una espumosa saliva se le
escapaba por la comisura de los labios.
El cura, sintiéndose volar por el reino
de los cielos, no dejaba de mirar los turgentes senos de la monja, cuyos
erguidos pezones podía amamantar a un ejército de santos.
Al poco rato, ni bien el cura alcanzó un
placer que lo elevó al infinito, como cuando se masturbaba presionando su
miembro viril con las manos, le pidió a la monja levantarse la falda larga y
quitarse la bombacha.
–¿Para qué, padre? –preguntó la monja,
la mirada avergonzada y las mejillas ruborizadas como el hierro puesto al
fuego.
–Para meter este enorme tesoro en tu
otra boquita, en la que tienes entre las piernas –contestó con los ojos
encendidos por las llamas del pecado carnal.
La monja se quedó pensativa, levantó su
trasero de la petaca y dio unos pasos al costado. Lo miró al cura y miró su
vigorosa erección, tan grande, tan gorda, tan velluda. Luego se cargó de valor
y, presa de una inevitable curiosidad, le lanzó una pregunta ingenua:
–¿Y si me lo mete hasta el fondo, qué
pasará, padre?
–Te daré más vida de la que tienes
–contestó–. Además, en una cópula dulce y sublime, el pene tiene la facultad de
dar y devolver vida…
–¿Es verdad lo que dice, padre?
–¡Claro que sííí, hija mía!
La monja se cubrió los senos con las
manos, se sonrió con los ojos chispeantes de picardía y arrastró su mirada
hacia el inerme cuerpo del camello, que yacía con la joroba bañada por la luz
plateada de la luna.
El cura, plantado como una estatua y los
pantalones caídos hasta los tobillos, no sabía qué hacer con su miembro de
venas hinchadas como cuerdas, hasta que ella, abotonándose la blusa y el
corpiño, se le acercó por el flanco y, como si le soplara un secreto en el
oído, le dijo:
–Padre, si su enorme tesoro puede
revivir a los muertos, por qué no se lo mete al camello, así podremos salir de
este infierno y proseguir nuestro viaje hacia el monasterio, donde podremos
terminar lo que empezamos en el desierto.
El cura se subió los pantalones y retomó el voto de castidad, pero convencido de que estaba a punto de caer en la tentación del diablo, quien convierte a las monjas en seductoras y a los curas en embusteros.


martes, 15 de julio de 2025
EL
ARTE DE NARRAR EN POCAS PALABRAS
El
autor, en un intento por reducir a los dinosaurios al tamaño de los insectos,
pone a prueba su capacidad de síntesis, re-creando, con increíble naturalidad,
situaciones diversas por medio de personajes nacidos en el maravilloso universo
de la fantasía, donde estas Microficciones
comienzan en la condensación semántica del lenguaje y culminan en el instante
de la revelación.
El
libro aborda diversos temas que ocupan el tiempo y el pensamiento de todo ser
humano, como son la vida, el amor y la muerte. Está dividido en tres partes: El baúl de los suspiros breves, Microzoología y Uno, dos, tres, cuenta al revés. Desde un principio, el libro hace
referencia al reino animal desde una perspectiva fabulada y humorística, así como
en la última parte, a manera de un ejercicio lúdico, recrea varios cuentos
clásicos re-contándolos al revés y con una fuerte dosis de irreverencia y
erotismo.
El
libro, compuesto por ciento cincuenta y cuatro microcuentos, tiene textos
escritos de manera muy breve, con una gran economía de lenguaje; en algunos
casos, solo con uno o dos párrafos, con dos o tres renglones, que constituye
una de las principales características de este género literario cultivado con
pasión por diversos autores desde tiempos inmemoriales.
Asimismo,
como en toda creación anclada en el mundo real, se añaden a las historias
elementos ficticios, ilusorios, con
el fin de que el lector tenga la sensación de estar ubicado frente a personajes
que recobran vida por medio de la palabra escrita y desfilan a lo largo de las
páginas ilustradas por el reconocido artista plástico Jorge Codas.
El
autor del libro, en una entrevista publicada hace años, dijo que entró en
contacto con el artista paraguayo por medio de su esposa, la francesa Vanessa
Tiogroset, quien editaba una revista digital de artes visuales. Ella editó en
la revista una parte de Microzoología,
con las fabulosas ilustraciones de Jorge Codas, quien, inspirado en los temas
de los microcuentos, realizó un trabajo de gran calidad artística.
Víctor
Montoya afirmó entonces: A mí me
encantaron las ilustraciones hechas a todo color y con una fantasía de
desbordante belleza. Así que, cuando iba a editarse el libro completo en
Bolivia y en soporte papel, le pedí que ilustrara todo el libro. Él accedió
amablemente a mi pedido y llenó las páginas con extraordinarias imágenes, que
no solo sirven de apoyo a los textos, sino que son verdaderas obras de arte que
despiertan la imaginación y el interés estético de los lectores.
Estas
Microficciones, a fuerza de valorar
lo efímero en el arte narrativo, nos ponen en marcha contra el reloj y apuestan
por una literatura futurista, cuyas sorprendentes técnicas responden a las
exigencias de un mundo moderno, donde el
tiempo es plata y la prosa breve es oro. Las micronarraciones de este ameno
libro, prolijamente ilustradas por un artista de talla internacional, son
verdaderas piezas de orfebrería y se parecen a un felino veloz y cimbreante,
constituido más por músculos que por grasa; una concepción que hace hincapié en
el dominio de los complejos recursos inherentes a estas Microficciones, conforme el hilo argumental tenga coherencia, los
protagonistas sean verosímiles y, como en todo cuento bien contado, tenga un
principio que atrape el interés del lector y un desenlace que lo encandile
antes de llegar al punto final.
Víctor Montoya es autor de una serie de obras que transitan por los territorios de la realidad y la ficción, sin más pretensión que estimular la fantasía y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal, con un estilo personal y una técnica innovadora.
lunes, 7 de julio de 2025
LA MARQUESA Y EL ESCLAVO NEGRO
Esta es la historia de un marqués francés que, aun
siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos negros, era
gentil, confiado y cornudo. Acumuló sus riquezas gracias al comercio de
mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro. De modo
que cada vez que se iba de viaje, urgido por sus asuntos de negocio, se
ausentaba por varios días, semanas y meses, de su joven y bella esposa, la
marquesa que, habiendo sido una modesta doncella de pueblo, se convirtió en una
de las damas más atractivas de la corte.
La última vez que se iba de viaje, estando ya en el
puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el cofre que tenía en
su aposento. Volvió a la mansión sin perder mucho tiempo y se encaminó
directamente hacia donde se suponía que debía estar su amada esposa, a quien
pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.
Cuando llegó a la puerta, grande fue su sorpresa al
escuchar una voz masculina emergiendo de la alcoba. No tocó la puerta ni hizo
ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse sigilosamente a la ventana,
curioso por descubrir al dueño de esa voz cuyo armonioso acento podía
conquistar el corazón de cualquiera.
El marqués asomó los ojos a la ventana y vio a su
esposa en los brazos de un esclavo negro, que estaba muy cerca del mullido lecho,
donde ella se desnudaba y acostaba cada noche. La alcoba, ornamentada con
lujosos muebles y piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas de
espejos y era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante la
intimidad sexual.
Desde luego que los sentimientos del marqués, al ver
tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de cualquier hombre
herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le cubrió el rostro, el
mundo se le oscureció ante los ojos y la llama de los celos le quemaron por
dentro, como si en su interior tuviera una llaga en carne viva. No sabía cómo
reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los cornudos, apenas
atinó a pensar, repitiéndose para sus adentros: Si esto ocurre en el poco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta
de mi esposa cuando me ausentó por mucho más tiempo?
La marquesa le despojó de sus ropas al esclavo negro,
con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que la excitaba de solo verla
y palparla con los dedos. El negro quedó desnudo y a merced de su ama, quien se
sentía obsesionada por ese trasero musculoso, redondo e inmenso, no solo porque
era el doble del que tenía su marido, sino también porque estaba en completa
armonía con el resto de su fornido físico.
Al cabo de un tiempo, la marquesa le entregó al negro
su piel blanca como la porcelana oriental y, sintiendo que las tentadoras
caricias la hacían estremecerse de punta a punta, se quitó el camisón de gasa,
ofreciéndole la espalda al esclavo negro, que la rodeó con los brazos por
atrás, acercándole su enorme falo en la hendidura de las nalgas. Ella aceptó el
juego y empezó a menearse contra el unicornio, en tanto él le recorría el
cuerpo con las encallecidas manos, intentando acceder a sus turgentes senos,
cuyos pezones eran del color de las cerezas.
El marqués, al mismo tiempo de que esto ocurría en el
interior de la alcoba, recordaba que su esposa, cada vez que tenía ganas de
vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con antelación; se limpiaba
los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier, se peinaba su blonda
cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo, mirándose desnuda
delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su juventud y belleza.
La marquesa se recostó de espaldas sobre las pieles que
cubrían el lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba
acostumbrada a usar a un esclavo para satisfacer los impulsos enardecidos de su
deseo carnal. El negro se puso de cuclillas y le recorrió con la lengua las
entrepiernas y nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y,
cuando llegó al dilatado orificio del rosado fruto, la penetró con la lengua
hasta el fondo, hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito,
se vino entre pequeños gritos y palabras delirantes:
–Sí, sí, así, sí, sí…
El esclavo negro levantó la cabeza y, el rostro
empapado por los jugos que ella emanaba con efusión, preguntó:
–¿Le gusta así, mi ama?
–Sí, sí, sí, sí, sí…
El marqués, que seguía parado en la ventana, en
silencio y la respiración contenida, empezó a sentir menos celos al ver que su
esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo negro. Incluso
parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer tenían los mismos
deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante una inexorable
pasión erótica.
La marquesa se incorporó de un brinco, miró la recia
musculatura del negro y le ordenó tenderse de espaldas sobre el lecho, para
montarse a horcajadas sobre su robusto miembro. Él obedeció sin pronunciar
palabras y ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría los
empurpurados labios y entornaba los azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo
más profundo de sus entrañas, hasta que, como si fuera a desfallecer tendida
sobre el pecho del hombre que la hacía navegar en una ola de estrellas, se vino
en un orgasmo fenomenal, contrayendo las nalgas y segregando más jugos que
nunca.
El esposo de la marquesa infiel, que gozaba con las
escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro hacía lo que él no era
capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y afrodisiacos, permaneció callado al
otro lado de la ventana, tocándose las partes íntimas como cualquiera que
satisface su curiosidad sexual masturbándose delante de una realidad que supera
a la fantasía o mirando las imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en
poses sugerentes, exhiben las depiladas zonas de su endiosada anatomía.
La marquesa desmontó con la destreza de una amazona,
seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin dejar de acariciarle los
senos que parecían sandías maduras. Después, la marquesa se puso de cuatro,
boca abajo, los codos apoyados sobre las pieles y los pechos aplastados contra
un cojín de terciopelo. Arqueó la espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al
esclavo negro los húmedos ojos de su cuerpo.
El negro, con el miembro torcido como un banano por el
peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara disfrutar de una
estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y le permitiera
acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que parecía guiñarle
desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole que estaba lista
para la posesión total.
La marquesa retrocedió hasta el borde del lecho, sin
levantar la cabeza ni voltear la cara. El esclavo negro le apartó las nalgas
con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas carnes. La
sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose con una mano, la
penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después violentamente. Ella
gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo y sintiendo cómo el
enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía sensualmente en su
interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía menearse sin cesar,
mientras los gemidos llenaban la alcoba y las gotas de sudor perlaban en su
piel.
Al marqués, así como resultaba difícil despegar la
mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos marionetas en blanco
y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba también difícil no
recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera vez que la metió en
el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los padres de la
marquesa, convencidos de que su única hija había encontrado un buen partido, se
la entregaron virgen antes de que otro caballero de la corte la hiciera suya.
Nunca pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables
noches de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas
conyugales de la aristocracia de la época.
El esclavo negro seguía moviéndose con los pies
clavados en las felpas de la alfombra, hasta que, los músculos tensos y los
ojos en blanco, estalló en una lava caliente que saltó intermitentemente sobre
el depilado cuerpo de la marquesa, que aprendió a gozar de sus caricias y su
potencia viril.
Ambos acabaron extenuados y tendidos lado a lado, como
la noche y el día. Luego se vistieron y se besaron antes de despedirse. El esclavo
negro salió de la alcoba por la misma puerta secreta por donde entró y ella se
sentó en la mecedora, presta a retomar su bordado en el bastidor, un oficio al
que se dedicaba cada vez que su marido estaba a punto de llegar de su viaje.
El marqués estaba satisfecho y resignado por la
infidelidad de su esposa, ya que como nunca, a tiempo de contemplar las escenas
de la increíble relación sexual entre ella y el negro, se masturbó
estimulándose con las manos, hasta que eyaculó con una sensación placentera. Al
final, se retiró de la ventana, los pantalones mojados y el pensamiento ocupado
por la belleza incomparable de la marquesa infiel y la musculosa virilidad del esclavo
negro.
Desde ese día, el marqués, siempre que simulaba
ausentarse por asuntos de negocio, se daba la vuelta en medio camino y
retornaba a la mansión disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una
oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que de manera habitual estaba
siempre ataviado como un caballero de la corte, sombrero con pluma, bombacho
hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en mano.
Entraba en la mansión y se dirigía directamente hacia
el jardín. Avanzaba a hurtadillas hasta la ventana de la alcoba, donde estaba
su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, observaba a
escondidas cómo se abría la puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y
cómo su esposa, la marquesa, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le
asomaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo
la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en los sentidos, hasta que
terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que su esposo, el marqués, estaba
supuestamente de viaje y ella estaba supuestamente sola en la alcoba de la
suntuosa mansión.


domingo, 8 de junio de 2025
TERCERA
EDICIÓN DE CUENTOS DE LA MINA
El
Grupo editorial Kipus acaba de lanzar la tercera edición de Cuentos de la mina. Se trata de una de
las obras más difundidas del escritor Víctor Montoya, quien reunió en un solo
volumen cuentos que giran en torno a los mitos y las leyendas de la tradición
andina, cuyo principal protagonista es el mitológico Tío de la mina; un ser
ambivalente entre lo divino y lo profano. El autor juega con los elementos
narrativos de la realidad y la ficción, con un criterio ecléctico que oscila
entre las creencias católicas occidentales y las creencias paganas de las
culturas ancestrales.
El
estilo depurado del escritor es una muestra de su dominio del lenguaje
narrativo y su experiencia en el arte de elaborar cuentos que, por la calidad
estilística y la verosimilitud de los personajes, explaya fantásticas historias
arrancadas del mundo mágico de las minas, donde el Tío, aparte de ser el
protagonista omnipresente en las oscuras galerías, está considerado como el soberano
de los trabajadores y el dueño absoluto de las riquezas minerales.
La
tercera edición de Cuentos de la mina
es una prueba de que el libro ha tenido una excelente acogida entre los lectores
acostumbrados a deleitarse con obras que, debido a la temática y el vigor
narrativo, tienen la virtud de transportarlos hacia territorios poblados por seres
que oscilan entre la realidad y la fantasía. El libro ha trascendido las
fronteras nacionales y su éxito está avalado por las ediciones publicadas en
otros países y en varios idiomas.
El
escritor Víctor Montoya, autor de libros que corresponden a diversos géneros
literarios, encontró en la temática minera una rica veta para su creación
literaria, que le permitió universalizar la imagen mitológica del Tío de la
mina, un ser tutelar del imaginario popular, que dio origen a la diablada
boliviana, y uno de los personajes centrales en la obra literaria de este
narrador paceño, quien vivió desde su infancia en las poblaciones mineras del
norte de Potosí.
El
libro está a la venta en el stand del Grupo Editorial Kipus, en el marco de
la 26 Feria Internacional del Libro de Santa Cruz de la Sierra.
lunes, 2 de junio de 2025
LOS
FRUSTRANTES SENDEROS DEL COLEGIO
En
la educación secundaria, cuando ya había cruzado las puertas de la pubertad, me
enfrenté a otra realidad que no fue menos traumática que la experimentada en mi
infancia. Para entonces, como si hubiese superado mis problemas emocionales
adquiridos en la niñez, había aprendido a leer y a escribir como cualquiera de
mis compañeros de curso; más todavía, leía incluso libros que no estaban
contemplados en el programa de educación secundaria, como las obras de los
clásicos del marxismo y las obras que mi madre atesoraba en su pequeña
biblioteca familiar. A veces, incluso tenía la sensación de que poseía un
bagaje cultural y un cargamento de conocimientos que superaba a la de mis
profesores, con quienes, de manera consciente o inconsciente, me enfrascada en
discusiones que, para muchos de ellos, no eran de su agrado, razón por la que
me tenían considerado como un alumno
rebelde y contestatario.
Discutía
con ellos sobre el contenido de algunas signaturas, no en vano sino con
conocimientos de causa, que los incomodaba desde todo punto de vista, sobre
todo, cuando ponía en evidencia su mediocridad delante del resto de los
alumnos; un malestar que se manifestaba en las calificaciones que me ponían
después de los exámenes y en las repetidas expulsiones del aula, de donde me
sacaban con el argumento de que era un alumno
no grato en el colegio.
A
los catorce años me inicié activamente en la vida política, organizándome en un
partido de tendencia trotskista, que proclamaba la lucha contra el sistema de
explotación capitalista, en aras de conquistar la liberación nacional y abolir
la injusticia social. Esta actividad, por demás riesgosa en los años ‘70, la
desarrollé clandestinamente durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez,
que se empeñó por hacer desaparecer toda sombra de resistencia proveniente de
las organizaciones políticas y sindicales denominadas correas de transmisión de la subversión comunista.
Dos
años más tarde, mientras cursaba el segundo curso del ciclo medio, se me
ocurrió editar una revista con el mismo nombre del colegio, 1º de Mayo, donde se publicaban las
reflexiones, poesías y cuentos de los alumnos que, en principio, aparecían en
los periódicos murales. Los trabajos mejor elaborados eran seleccionados y
luego publicados en la revista, junto a otros artículos de interés para los
adolescentes, como la crítica de cine que escribió el jesuita español Luis
Espinal, sobre la película La naranja
mecánica, basada en la novela del mismo nombre del escritor inglés Anthony
Burgess.
Los
profesores nunca dijeron una palabra positiva en torno a la publicación, que
sirvió para incentivar la creatividad de los estudiantes; por el contrario, el
director del colegio, Hugo Calderón Ramírez, quien, aparte de ser un soplón de
la dictadura militar de entonces, era un hombre de conducta autoritaria y
retrógrada. En alguna ocasión, convocándome a su oficina, me amonestó por mi
conducta y mi interés por la actividad política, señalándome que yo, en lugar
de estudiar en el colegio, debía asistir a una escuela de sindicalistas. Asimismo, aprovechó para criticar el
contenido de la revista, tachándola de izquierdista,
extremista y subversiva.
Nunca
entendí cómo este sujeto, que empezó siendo profesor de Ciencias Naturales, se estableció como director de un
establecimiento educativo fundado el 5 de marzo de 1956 por iniciativa del
Prof. Arturo López y Pacífico Sotomayor, quienes, a su vez, contaron con el
decidido apoyo del Control Obrero Federico Escobar Zapata y el Secretario
General del Sindicato de Siglo XX Irineo Pimentel Rojas, dirigentes obreros que
comprometieron la participación activa de la Empresa Minera Catavi, el aporte
económico de los trabajadores de la Comibol, de los padres de familia y las
autoridades municipales.
El
flamante establecimiento educativo fue bautizado con el nombre de Colegio Nacional Mixto 1º de Mayo, en
homenaje al Día Internacional del Trabajador y en memoria de los Mártires de
Chicago, acribillados en la Plaza Haymarkert en las jornadas de mayo de 1886
por oponerse a la explotación del sistema capitalista y conseguir mejores
condiciones de vida y de trabajo.
El
colegio, desde su fundación y por razones de carácter sociocultural, se
identificó con los intereses de los mineros de Siglo XX, las amas de casa y los movimientos
revolucionarios del país, sobre todo, en las sombrías épocas de las dictaduras
militares, hasta que apareció Hugo Calderón Ramírez, un personaje de ideas
reaccionarias y conducta abominable, que estaba en contra de que los
estudiantes adquirieran una conciencia política y simpatizaran con las luchas
reivindicativas de sus padres y madres, que eran los trabajadores mineros y las
señoras del Comité de Amas de Casa.
Lo
cierto es que no tenía por qué negar mi compromiso político con la causa de los
desposeídos; era un estudiante belicoso y estaba consciente de que había que
cambiar la realidad social del país sea como sea, pero que había que cambiarla,
por las buenas o por las malas, de eso no cabía la menor duda.
Después
de las clases en el colegio, no disponía de tiempo para ir a jugar fútbol ni a
buscar enamoradas en el pueblo, porque tenía que preparar los temas que debía
abordar en las reuniones con algunos estudiantes que estaban agrupados en
células no solo en Llallagua, sino también en Catavi, Siglo XX, Cancañiri y Uncía.
Esta era una actividad que, a pesar de consumirme demasiado tiempo, me llenaba
de gozo y me daba muchas satisfacciones en el plano personal.
No faltaron las oportunidades en que, por la benevolencia de algunos de los profesores –los menos–, daba charlas en las clases sobre temas que no estaban dentro de las asignaturas de Ciencias Naturales o Sociales. Los profesores me invitaban a ponerme delante de mis compañeros y me concedían la oportunidad de poner a prueba mis conocimientos y mi capacidad discursiva; oportunidades que aprovechaba para demostrar que los estudiantes también podían generar ideas que no estaban contempladas en las asignaturas establecidas por los tecnócratas de la educación secundaria.
Si
bien es cierto que no siempre cumplí con los deberes del colegio, leyendo los
libros de texto obligatorios, es cierto también que leía otros libros que eran
de mi interés, como los textos de los clásicos del marxismo –desde Lenin hasta
Trotsky–, pasando por los novelistas como Dostoyevski, Tolstói y Gorki–, los
folletos del Partido Obrero Revolucionario y las publicaciones que llegaban a
mis manos a través de fuentes no oficiales. Además, aunque no me consideraba un
alumno aplicado, andaba siempre con un libro bajo el brazo, pero con un libro
que nada tenía que ver con los aburridos libros de texto que había que tragarse
completos y memorizar para los exámenes finales.
Algunas
noches, emergiendo de la clandestinidad y burlando la vigilancia policial, un
grupo de osados adolescentes, nos cubríamos el rostro con pasamontañas y,
brochas y tarros de pintura en mano, tomábamos las calles principales para
estampar consignas revolucionarias y anti-dictatoriales en las paredes de
algunas casas que, al despuntar de un nuevo día, aparecían pintarrajeadas con
color rojo y negro. De lo que decían después los dueños, seguramente
enfurecidos de ver sus fachadas con consignas escritas con letras grandes y
gordas, nunca nos enterábamos y, si alguna vez alguien nos lo comentaba en voz
baja, nos hacíamos los desentendidos.
El
mismo año que fui elegido presidente del centro de estudiantes, llovieron las
críticas de algunos profesores, incluido el director del colegio, quienes
decían que yo, en mi condición de dirigente estudiantil, los conducía a mis
compañeros hacia actividades extraescolares, vinculadas al movimiento sindical
de los mineros de Siglo XX, donde supuestamente tenía mis contactos políticos y
cuyas ideologías izquierdistas, a manera de adoctrinamiento, introducía entre
los alumnos. Por lo tanto, estaba identificado como un elemento peligroso para
los intereses de la institución educativa.
No
pasó mucho tiempo para que el director, con el beneplácito de algunos
profesores acostumbrados a una enseñanza mecánica y memorística, me expulsara
del colegio, no solo una vez, sino tres veces, arguyendo que estaba
transmitiendo a los estudiantes las ideologías foráneas del comunismo internacional. Y que eso no
estaba permitido en una institución educativa, donde se iba a estudiar y no a
hacer campañas políticas a favor de los
sindicalistas que nunca están conformes con nada.
Si
volví a las aulas del colegio, las tres veces que me expulsaron, fue gracias a
las suplicas de mi señora madre, quien ejercía como profesora de Lenguaje y
Literatura en el mismo establecimiento educativo; de no haber sido por ella, no
hubiese podido proseguir con mis estudios hasta el último año de secundaria
que, por lo visto, no concluí ni salí bachiller, dado que los agentes de la
dictadura militar, después de que participé, en representación de la Federación
de Estudiantes de Secundaria de la
provincia Rafael Bustillo, en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en el
distrito de Corocoro en mayo de 1976, me persiguieron y apresaron, lanzándome a
las mazmorras de la dictadura militar.
Estando
en la cárcel, en calidad de preso político, justo cuando estaba a punto de
promocionarme como bachiller, me vi privado de proseguir con mis estudios
secundarios, aunque mi madre y algunos profesores –los menos–, reclamaron para
que dé mis exámenes finales en la cárcel, para así promocionarme como
bachiller, pero no fue posible, habida cuenta de que el director y la mayoría
de los profesores se negaron a concederme mi certificado de bachiller.
Si
se me daba esta oportunidad, que el Ministerio del Interior y el Ministerio de
Educación no lo hubieran negado, de seguro que hubiese proseguido con mis
estudios en la cárcel, donde podía haber dado mis exámenes finales hasta
obtener mi certificado de bachiller. No era casual que varios de mis compañeros
de cautiverio, sobre todo los universitarios, preparaban sus tesis de
licenciatura metidos en sus celdas. Si ellos podían hacer esto, con la
autorización de las autoridades gubernamentales, por qué no hubiera podido yo
rendir mis exámenes en la cárcel y culminar mis estudios de secundaria.
Algunos
de mis compañeros de colegio reclamaron para lograr mi libertad, pero nada
pudieron conseguir, hasta que, al cabo de un tiempo, la dictadura militar,
considerándome un elemento peligroso para la
doctrina de seguridad nacional, optó por exiliarme a Suecia en 1977, donde
culminé mis estudios secundarios, para luego proseguir con mis estudios de
pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo. Con todo, nunca
dejé de sentirme profundamente orgulloso de haber sido alumno del Colegio 1º de Mayo de Llallagua, donde forjé mis
ideales y descubrí mi vocación literaria.
Como
comprenderá el atento lector, mis experiencias en el ciclo primario y
secundario estuvieron plagadas de dificultades e incomprensiones, debido a la
falta de mejor preparación pedagógica de parte de los educadores que, en lugar
de estimular mis inquietudes, se ocuparon de frustrarlas una y otra vez.
Estaban en contra por el simple hecho de que no era un alumno que se sometía a
la mordaza ni a una educación autoritaria, sino porque mis lecturas
extraescolares me hicieron tomar conciencia de que un estudiante de secundaria
tenía también el derecho a diferir del sistema de enseñanza aplicado por los
profesores, que poco o nada sabían sobre psicopedagogía, desarrollo
sociolingüístico, emocional e intelectual del infante y el adolescente.
La
ignorancia de varios de los profesores fue una suerte de muro de contención,
que frenaba mis iniciativas personales y no me permitía actuar con libertad y
conforme a las normativas democráticas establecidas en el marco de la defensa
de los Derechos Humanos. No obstante, debo confesar que este mismo muro
impuesto en mi infancia y adolescencia, y contrariamente a lo que se
propusieron mis profesores, me impulsaron a estudiar pedagogía; en primer
lugar, para comprenderme a mí mismo y, en segundo, para comprender a los demás
estudiantes, que fueron víctimas de un sistema educativo que liquidaba las
facultades creativas y la inteligencia de muchos que no guardan un buen
recuerdo de su educación primaria y secundaria, en vista de que se sentían como
seres que carecían de sentimientos y pensamientos por culpa de un sistema
educativo que no convertía al estudiante en sujeto y en el principal artífice
de su propia educación, sino en un objeto pasivo cuya única función era
obedecer sumisamente los mandatos del profesor y repetir de memoria los
conocimientos impartidos en el aula, así estos conocimientos no fuesen la
verdad absoluta ni los profesores tuvieran toda la razón a la hora de enseñar
lo que era bueno o lo que era malo, lo que era correcto o incorrecto, lo que
servía y no se servía para la vida profesional.
Desde
luego que no faltaban los alumnos que estaban bien adaptados al sistema de
enseñanza mecánica y memorística de la educación
empaquetada en los libros de texto. Ellos eran los favoritos, quienes se aprendían de memoria las lecciones, quienes
sacaban los más altos puntajes en las evaluaciones y estaban siempre al día con
los deberes escolares. Ellos eran los chanchitos
mimados de los profesores.
Si
en sus libretas lucías las mejores notas se hacían merecedores de los halagos y
aplausos, y, de pasadita, antes de culminar el año lectivo, recibían los regalos y diplomas de parte de los
profesores, quienes los exhibían ante los demás como a los paradigmas del buen estudiante. Además, en los desfiles patrios del
23 de marzo y el 6 de agosto, ellos eran los abanderados y portaestandartes del
colegio, los llamados a izar la bandera nacional en las horas cívicas y los
encargados de velar por la buena imagen
y el prestigio de la institución educativa a la que representaban en cuerpo y
alma.
De
modo que, en un sistema de enseñanza donde no había cabida para los libres pensadores, los alumnos
memoriones, que se aprendían el contenido de los libros de textos como el rezo
del Padre Nuestro, pasaban por inteligentes, mientras los inteligentes
pasaban por burros, por el simple
hecho de no haber memorizado las lecciones ni haber cumplido con los deberes
escolares.
Como
es de suponer, los alumnos que copiaban los apuntes que los profesores
escribían con tiza en la pizarra, sin modificar ni un punto, ni una coma, y se
tragaban como con aceite el contenido de los libros de texto de la educación empaquetada, eran los que
obtenían las mejores calificaciones en los exámenes y, por consiguiente, eran
aprobados y promovidos a un curso inmediatamente superior, a diferencia de los
alumnos que no asimilaban, en silencio y disciplinadamente, los conocimientos
de la educación empaquetada. A estos
les tocaba la peor parte, pues eran reprobados sin contemplaciones y estaban
condenados a repetir el año lectivo cuantas veces fuese necesario, mientras sus
compañeros se burlaran de ellos, mirándoles en la cara y gritándoles al
unísono: ¡Aplazado, año pasado!
A
estas alturas de mi vida, resulta triste recordar los años de mi infancia y
adolescencia, porque están más cargados de malos recuerdos que de buenos, ya
que los profesores que tuve, y de cuyos nombres prefiero no acordarme, actuaron
más como mis verdugos que como los educadores que debían velar por el bienestar
del alumno, procurando que este tenga sólido cimientos para desarrollarse
exitosamente tanto en su vida personal como profesional.
1. Víctor Montoya y su madre, Gloria Lora. Llallagua, 1970.
2. Leyendo un libro de Marx.
3. Víctor Montoya (con portafolio en mano) junto a sus compañeros de colegio, Llallagua, 1973.
viernes, 23 de mayo de 2025
VÍCTOR
MONTOYA EN ANTOLOGÍA INTERNACIONAL
Dioses y
monstruos
es una reciente antología digital que publicó Letralia –Tierra de Letras– en
Cagua, Venezuela, con motivo de celebrar sus veintinueve años de actividad
literaria y cultural. La antología puede descargarse de manera gratuita en la
página web de Letralia: https://letralia.com/
El
cuento del escritor boliviano, intitulado El
hijo del Tío, forma para de los 76 trabajos seleccionados entre las
propuestas de los autores provenientes de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, El
Salvador, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela.
En
la presentación del libro, a cargo del editor responsable de la antología, el
escritor Jorge Gómez Jiménez, se explican las motivaciones de esta antología
que llevaba el llamativo título de Dioses
y monstruos. En palabras del editor: el
libro que tienes en este momento ante tus ojos, explora este tema a través de
múltiples espacios estéticos, culturales y simbólicos (…) Lo mítico, lo
contemporáneo, lo fantástico, lo íntimo, lo político, lo filosófico, se han
dado cita en estas más de setecientas páginas con invocaciones a entidades
antiguas y recreaciones demitologías personales, así como reflexiones sobre el
cuerpo, la fe, la culpa, el poder o el lenguaje, con una variedad de tonos en
los que el lector encontrará humor, crueldad, ternura y desconcierto.
El libro de 756 páginas, con ilustraciones atractivas y breves presentaciones de los autores, tiene una pulcra diagramación y ofrece una variedad de textos que despiertan el interés de los lectores, como los anteriores libros temáticos que fueron publicados en formato PDF por la editorial Letralia.
miércoles, 21 de mayo de 2025
RECUERDOS
DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA
Estudié
pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque
me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de
saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela
la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me
sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y
secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi
modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo
sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.
Yo
asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad
Educativa Jaime Mendoza) de la
población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de
una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el
primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de
los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la
inmensa mayoría.
La
escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza
principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado
en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal
en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua,
perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que
emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios
de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado
médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de
Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).
Como
les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita
de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin
saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría
escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta
escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y
mano dura, me permite rastrear los
primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.
Si
alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad,
la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo
atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa
planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua
fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la
Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de
Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la
presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas
para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una
ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y
viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad
Nacional Siglo XX en 1985; una Casa
Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros
de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que
Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia
Rafael Bustillo del departamento de Potosí.
Retomando
el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi
profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma
intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a
enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.
A
diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores
emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y
la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a
leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley
de la educación a palos, consistente
en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.
Está
claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la
escuela tradicional en la que el
profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno
nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y
el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el
profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el
alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba
pasivamente, el profesor confundía autoridad
con autoritarismo, mientras el alumno
estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema
educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa,
donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un
respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la
participación activa del profesor y el alumno en el proceso de
enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un
respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos
religiosos e ideologías diversas.
Cuando
estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza
autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los
investigadores de la psicología
evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a
los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes,
quienes, de acuerdo a la Convención sobre
los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una
enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.
Debo
reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de
castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria
por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía
dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial,
no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una
infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social.
Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que
dice: La letra con sangre entra.
Lo
extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches
de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el
establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta
conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos
retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño
en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza,
se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a
ella.
En
cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba
sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física
o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto,
en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por
la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque
entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el
pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer
una necesidad de compensación o equilibrio emocional.
La
profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su
actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en
un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber
sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del
comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.
No
cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi
condición de pésimo alumno y
comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino
unos tristes gana panes, que
estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que
estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la
escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía
moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños
y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un
país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática,
donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos
educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación
con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.
No
está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban
conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema
educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban
dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus
compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas
atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las
necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos,
no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros
de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración,
acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el
mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el
programa de educación primaria.
La profesora que tuve en ciclo inicial se
parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un
pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en
sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus
pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar
a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente
de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con
todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página
que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que
nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la
garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el
extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así
que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la
profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito
cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía
que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.
Por
otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y
raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis
compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el
apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de
él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de
intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños
que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la
escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su
partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori
ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.
Desde
luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran
los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los
bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como
extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su
incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como
individuos débiles, poco populares y sin amigos.
Yo
pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el
compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día,
armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero
de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que
campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco
como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que
tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí
contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la
tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso
escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad,
como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas
circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los
acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar
a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el
último pupitre del aula.
La
mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la
escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre
lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se
aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que
imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba
su falsa imagen de líder sobre el
resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de
perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin
más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente
y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza
gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las
excursiones.
Sin
embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces
habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes,
fuertes y considerados populares,
buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto,
estaban acostumbrados a la agresión
física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al
compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y
mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna,
débil, indefensa, estúpida y cobarde.
El
acosador, incapaz de ponerse en los
zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba
de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle
un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se
quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba
su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma
sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio,
pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.
Solo
cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de
hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde
París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba
dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad
donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que
desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba
sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que
ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus
prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.
No
era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el
menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las
demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se
reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los
muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era
allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones
socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de
menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más
vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades
rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres
eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.
El año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad, tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana, de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación retrógrada y obsoleta.