martes, 1 de enero de 2019


LOS OBSCENOS GUSTOS DEL TÍO

Conociendo la irrefrenable lujuria del Tío, cada vez que lo veía disfrazado de Lucifer en los Carnavales, rodeado siempre por hermosas Chinasupay, lo imaginaba como a un perro en carnicería, como a un gato en ratonera. Por eso mismo, a tiempo de lanzarle un comentario sobre sus eximios dones de conquistador, le dije:

–Sé que te gustan las mujeres y que eres un Don Juan, capaz de seducir a cualquiera con el fulgor de tu mirada…

El Tío levantó la cabeza y cambió la expresión de su rostro. No abrió la boca, pero se quedó atento a lo que iba a decirle, como quien aguarda una noticia del más allá. Entonces proseguí:

–Con esa pinta puedes conquistar incluso a la princesa Madeleine de Suecia, de cuya belleza no has dejado de hablarme desde cuando la viste en la tele, luciéndose en un acto protocolar que se llevaba a cabo en el Palacio Real, donde el rey y la reina se hacían los despistados cada vez que los fotógrafos dirigían los oculares hacia esa hermosura que, más que ser una mujer hecha de sangre y hueso, parece una de esas princesitas escapadas de los cuentos de hadas...

El Tío echó chispas por los ojos, chasqueó la lengua y soltó una risa que lo sacudió en su trono. No era en vano, pues aun siendo un ser todopoderoso, acostumbrado al trato respetuoso y cariñoso, tenía debilidades que lo acercaban más a los humanos que a los dioses; una de esas debilidades era su gusto por las mujeres de cuerpos despampanantes y deseos ardientes. No ocultaba su preferencia por quienes, hermosas como las valquirias del Walhalla, estaban dispuestas a conducirlo, en las blancas colinas de sus blancos cuerpos, hasta las puertas de la muerte y retornarlo a la vida convertido en experto en las artes de amar. La desventaja era que todas eran más altas que él, quien apenas les llegaba a la altura de los senos.

–¿Por qué te atraen las mujeres altas? –le pregunté–. Si con una de tu estatura estarías mejor servido en la cama y en la mesa.

–Es cierto que soy de estatura baja –reconoció–, pero me seducen las mujeres que tienen todo en exceso, tanto arriba como abajo. Entre una chatita y una altota, prefiero a una mujer de buen porte, ojos color de cielo despejado y pelo rubio como el de la Chinasupay. Si me gustan las altotas es porque tienen las piernas largas y lucen sus abundancias como las waka-wakas, pero también me atraen las chatitas que tienen la ley del tordo: patitas cortas y culito gordo...

No era la primera vez que lo escuchaba hablar de ese modo. Empero, fue tanta mi sorpresa que lo miré de pies a cabeza y, haciéndome el listo sin serlo, le espeté un comentario puntilloso, como París disparó su lanza contra el talón de Aquiles:

–Con una gringa altota, te verías como una garrapata trepando por la cola de una elefante...

El Tío, apenas se dio cuenta de la capciosa intención de mis palabras, disimuló una sonrisa y dijo:  

–Eso es relativo, como en el caso de un minero que conocí. Él tenía una voz delgadita, como la de los espíritus celestiales, pero todo lo demás lo tenía grueso. Por lo que a mí respecta, no te preocupes por eso de mi estatura, ¿o has olvidado que poseo poderes mágicos? Si la necesidad me obliga, no tendría problemas para transformarme en un mamut de Siberia, con la trompa larga, gruesa y rugosa, y, como si fuera poco, con los colmillos más puntiagudos que mis cuernos.

Me quedé boquiabierto y con la mirada clavada en sus cuernos. Al poco rato, en mi afán de herirlo a como dé lugar, le disparé otra pregunta más puntillosa:

–¿Y a la Chinasupay le gustan también los altos?

–Quién sabe –contestó–. Eso no lo sabe ni Dios. Sobre gustos nadie ha escrito, ni siquiera tú que tienes una mujer que, cada vez que se cabrea con tus miradas de ojo alegre, te repite que a ella le gustan los hombres altos, robustos, musculosos, encachados, guapos, chulos, papitos... 

–¡Déjate de joder, Tío! –supliqué enfadado–. ¡No estamos hablando de mí sino de ti!

–Ya te dije que no tengo los menudos problemas que aquejan a los mortales. Es cuestión de que una mujer me dé un beso y, zas-zas, me convierto en el ser más bello del universo, como el sapo, la bestia y el monstruo encantados por la bruja en los cuentos de hadas. No en vano la Chinasupay y la China Morena me prodigan su alma, corazón y vida, así tenga el aspecto de un ser infernal y la estatura de un ek’eko. Además, ¿quién te ha hecho creer que la estatura es un impedimento para amar y conquistar a las mujeres? El amor es ciego y no ve los defectos, aunque a simple vista una pareja, por la diferencia de edades y estaturas, parezca más una dispareja que una oveja con su pareja.

Lo escuché atento, hasta que, al comprobar que tenía una autoestima más grande que la de Narciso, cambié el tema de la conversación, consciente de que el Tío, dotado de una suprema inteligencia, tenía una respuesta para cada pregunta.

–A todo esto, Tiíto –le dije en un tono de adulación–. ¿El tamaño de un hombre tiene alguna importancia?

–¡¿El tamaño de qué?! –preguntó elevando la voz y con una celeridad admirable.

–En este caso, no me refiero a la estatura, sino al tamaño de la trompeta que nos tocan las mujeres…

–¡Ah! Te refieres a ese ridículo apéndice masculino –dijo de manera socarrona–. Pues no faltan las comparaciones para admirar al mejor dotado o para burlarse del menos favorecido, aunque en los tejemanejes del sexo, más vale la maña que el tamaño de la trompeta.

–Claro que para ti es muy fácil decirlo –retruqué–, sabiendo que el tamaño sí tiene importancia y que no basta con tener más maña que uno bien puesto. Al menos, el exceso sirve para impresionarlas, ¿no es así?

–¡No es así! –contestó meneando la cabeza–. Los excesos no solo las impresiona, sino que las espanta. La realidad es que el exceso resulta innecesario cuando la zona más sensible de la mujer se encuentra en las afueras de su infiernito, donde uno quiere meter su diablito; de modo que no hace falta tener uno reverendo como el mío, sino solo seis centímetros para rozarle el piquito y elevarla al infinito.


–¿Entonces no es cierto que a ciertas mujeres les gusta que el hombre sea inteligente de la cintura para arriba y burro de la cintura para abajo?

–Ya te dije que eso es relativo, muy relativo, como todo lo demás en este mundo –replicó levantando las cejas y agitando las manos–. Lo único cierto es la sabiduría popular que enseña: La mujer es fuego, el hombre estepa, viene el diablo y sopla, pero, ¡ojo!, solo sopla por un tiempo, ya que el fuego de la lujuria se apaga un buen día, como se apaga la luz del día cuando llega la noche. Nada es eterno en la vida, excepto la muerte y el infierno. En la juventud se goza de la carne, del apetito sexual, pero luego uno se cansa y lo deja. En los ardides del amor, hasta el diablo, harto de carne, se mete de fraile…

El Tío, sentado como siempre en su trono, inclinó la cabeza, echó una ligera mirada a su respetable dimensión, meditó un instante y, como si hubiese hallado la solución de una pregunta sin respuestas, profirió con voz altisonante:

–¡La sexualidad es una necesidad fisiológica, como beber y comer son cosas que hay que hacer! El sexo no solo sirve para reproducirse, sino también para gozar de las misk’i (dulce) cositas, que la naturaleza nos puso entre las piernas –dijo con los labios alargados, como si fuese a darme un beso–. Eso sí, te recuerdo que en la relación entre un hombre y una mujer no se puede forzar nada. Si ella no quiere, no quiere; pero si quiere, te dice que sí, pero no te dice ni cuándo, ni dónde, ni cómo. Al fin y al cabo, en una relación de pareja, el hombre propone y la mujer dispone.

–De todos modos, la sexualidad es uno de los pilares del templo del amor, ¿verdad?

–Así es –corroboró el Tío–. El amor sirve para alimentar el alma como la comida sirve para alimentar el cuerpo; por lo tanto, elegir entre amar y comer, es lo mismo que elegir entre mear y escribir, pues supongo que ambas cosas tienes que hacerlas por necesidad y no por puro gusto, ¿no es así?


Me quedé callado, cojudo, como cada vez que me daba una magistral lecciones sobre la vida, las necesidades humanas y las artes de amar. Sin embargo, como estaba convencido de que era un ser erudito, que lo sabía todo y podía todo de todo, aproveché para preguntarle qué importancia tenía el beso a la hora de dar rienda suelta a las pasiones.

–En el arte del amor todo comienza con un beso profundo y electrizante –contestó–, que es una muestra de amor y erotismo, una sensación húmeda que nada tiene que ver con el beso que Judas le dio a Cristo.

Yo paré las orejas y seguí con la mirada los gestos que hacía mientras abordaba el tema, como cada vez que se ponía eufórico al hablar de Dios y del príncipe de las tinieblas, pues los ojos se le encendían como chispas y las palabras le revoloteaban como mariposas en los labios. Hablaba tan lindo que parecía estar leyendo un libreto preparado de antemano. Por lo demás, de todas sus cualidades, la más original y característica era el desparpajo con que inventaba un término cuando el verdadero no acudía con la debida oportunidad a sus labios. Yo nunca pude contra su ingenio ni su verbo, así que lo dejé hablar a sus anchas.

–Es natural que cuando dos personas se aman, se coman a besos a toda hora y en cualquier lugar –dijo–. El beso es el primer paso en el camino al amor y es el vínculo indispensable de una pareja, además que da cierto toque mágico a una relación y hace sentir una pasión tan grande, que surge el deseo de poseer a la persona amada, aparte de que un beso dice más que mil palabras y es el preludio a la entrega total. 

–Supongo que cuando tú la besas a la Chinasupay, no solo intercambias saliva en señal de confianza y deseo ardiente, sino también la envuelves en tu aliento con olor a azufre y…


–¡Me estás mamando o qué! –bramó con los ojos desorbitados, cortándome la palabra de ipso facto–. Para empezar, a ti no te importa cómo la beso, lo único que debes saber son dos cosas: Primero, para dar un beso no hay técnicas, ni recetas, ni regla alguna; lo esencial es que se dé con pasión y con todas las fuerzas del amor, sobre todo, si el amor es tan fuerte como la muerte. Segundo, que el beso sea devorador, que te deje sin aliento, que te erice la piel y te entren ganas de fundirte en el cuerpo de la persona amada.

–¿Y cómo saber que un beso es un buen beso?


–Eso es muy difícil de saber, pero, por si las moscas, te paso un dato curioso: se dice que si logras hacer un nudo en el tallo de la cereza con la lengua, sin tocarlo con las manos, significa que sabes besar a las mil maravillas.

Como ya estuvimos hablando de besos, solo faltaba un cachito para hablar más distendidamente del sexo, pero como no quería meterme, como en otras oportunidades, en una jungla de dimes y diretes, preferí que me dijera qué es lo que más miraba y admiraba en las mujeres.

–El culo –contestó como siempre, sin pelos en la lengua–. El culo, como la comida, se come también con la mirada. Unas nalgas perfectamente esféricas y sensuales levantan el ánimo de cualquiera. El culo es la parte del cuerpo que más sinónimos ha generado en todas las lenguas. Solo en español se lo conoce como cola, posaderas, trasero, traste, asentaderas, poto, ancas, cachas, glúteos, grupa, colina, pandero, tortas, amortiguador, manzana, pompis…

Después me miró mis humildes posaderas, quién sabe con qué intención, y prosiguió:

–Los hombres a tu edad han pedido la atracción y no tienen más que una raya allí donde termina el casto nombre de la espalda. Una pena por tu doña, a quien también le gusta mirar el trasero bien formado y musculoso de un hombre, que es un poderoso centro de atracción de muchas, pero de muchísimas miradas femeninas.

Le creí en redondo. No cabía duda de que el Tío, que tenía la facultad de ver con facilidad asombrosa a través de las ropas, vio más nalgas que ninguno en este mundo. Él sabía valorarlas por su forma, consistencia y tamaño.

–Una cosita más –dijo, despejándome las dudas–. Las nalgas, aunque nos parezcan zonas sin mayor importancia, son motivos de gustos y disgustos. Puede que al hombre le resulte difícil mirarse el trasero, pero la mujer, apenas voltea la cabeza, debe mirarse su protuberancia como una iguana se mira la cola y, si tiene un poquito de son y otro poquito de gracia, debe también menearla como la China Morena menea su cola más voluminosa que la cola de saurio del Achachi Moreno.

A esas alturas de la charla, el Tío tenía los ojos encendidos como brasas. Se relamió los labios, se frotó las manos, separó las piernas y, tras inflar el pecho como un toro en plaza taurina, prosiguió:

–En algunos países existe una natural fascinación por los traseros. En África, por ejemplo, una mujer sin culo es lo mismo que una mujer pobre, así esté nadando en dinero. En el mundo occidental, las nalgas están consideradas como zonas que estimulan la excitación sexual. En la India las nalgas forman parte de los ritos sagrados, llegando al extremo de que si una bailarina hindú no tiene un trasero prominente, debe recurrir a glúteos postizos o prótesis de silicona. Ni para qué hablar de Brasil y Cuba, donde existe un verdadero culto al trasero. Las mujeres lo exhiben en tanga o ropas ajustadas. La idea es mostrarlo y moverlo al ritmo de las caderas, como la popa y la proa de un barco en medio de la tempestad.

Al ver que el Tío estaba al borde de entrar en un delirio sexual, tosí como un minero con silicosis, en procura de volverlo en sí y no dejarlo escapar en las alas de la fantasía. Cuando logré mi objetivo, y a modo de devolverlo a la realidad, le dije que toda mujer debe amar y estimar cada una de sus redondeces y debe aprender, indistintamente de su tamaño, a  sacarles provecho en el juego sexual, porque el tamaño de un trasero, acéptese o no, no es más importante que la capacidad de menearlo a la hora de entregarse sin condiciones y de en un modo total.

El Tío se reacomodó en su trono, cruzó los brazos y se quedó mirándome fijamente, como todo un experto en las artes de amar. Yo le devolví la mirada y, fingiendo ser un experto en el tema sin serlo, le dije:

–La atracción que provocan las protuberancias femeninas en los hombres es tan importante que se ha llegado a establecer una división entre unos que prefieren los pechos y otros que prefieren las nalgas.

–¡Ah!, a propósito –asintió–. Los expertos refieren que las mujeres con abundantes pechos, besan mejor y son sexualmente más ardientes.

–Esas son puras especulaciones –repliqué–. Se dicen tantas cosas que ya no sé ni en qué creer. Si a unos les gustan las pechugonas, a mí me encantan las minitetas, porque de solo mirar sus bonitas formas, su balanceo gracioso, la leve insinuación de sus pezones, me resultan mucho más atractivas y eróticas que las tetas voluminosos que, en estos tiempos, están infladas con prótesis de silicona. Además, y en esto sí soy categórico, pienso que el sexo está dentro de la cabeza y no entre las piernas ni entre las tetas….

El Tío, mostrándose aburrido con mi cháchara parecida a una divagación sin son ni ton, me paró el coche y se vino al grano:

–Y a ti, ¿por qué te interesan tanto estos temas? Pareces un perro ladrador, pero poco mordedor. Ya sabemos que te falta estatura, que no eres el mejor dotado, pero que, como toda ley de compensación, te sobran las mañas y artimañas para conquistar a cuanta mujeres se te antoja, ¿sí o sí? Por otro lado, eres como cualquier otro hombre; tienes dos piernas, dos brazos y una cabezota que vale por todas las demás. Como bien decía tu mamá, eres un ser inteligente al que solo le falta un pelo para ser adivino. ¿No es eso lo que te decía tu mamá? Que te faltaba un pelo para ser adivino, ¿sí o no?

No contesté ni sí ni no, preferí despedirme de mi irreverente interlocutor, para no seguir con un tema que era de nunca acabar. Me volví y avancé en dirección a la puerta, pero cuando estaba a punto de salir del cuarto, el Tío lanzó un gemido bestial y me detuvo de golpe.

–¡Un momento!

–¿Qué quieres? –pregunté sin voltear la cabeza.

El Tío redujo la voz a un murmullo y dijo:

–Que tu doña no se dé cuenta de que te gustan las mujeres con todos los atributos que a ella no tiene. Aun así, ella sabe cómo avivar el fuego de tu pasión y satisfacer tus fantasías más perversas; es más, ella confirma la regla: Lo que no puede el diablo, lo puede la mujer.

Cerré la puerta y me alejé rumbo al dormitorio, donde mi mujer estaba ya recostada sobre la cama, luciéndose con una sensual lencería que, de solo remarcarle sus misk’i cositas, despertó mis deseos de amante erótico y mis instintos de animal carnívoro. 

sábado, 15 de diciembre de 2018


EL LENGUAJE POSESIVO Y PATRIARCAL

El lenguaje, que ha evolucionado a lo largo de la historia, modificándose conforme a los cambios experimentados en las estructuras socioeconómicas, es un vehículo de transmisión del pensamiento de una colectividad, que maneja códigos lingüísticos para expresar sus ideas, usos y costumbres.

Desde el remoto pasado, como consecuencia natural de la ideología patriarcal, se perpetuaron los patrones lingüísticos que empoderaron a los hombres como a la fuerza dominante en la sociedad, que convirtió a la mujer en ciudadana de segunda categoría, habida cuenta de que el lenguaje, al tratarse de una construcción sociocultural establecida durante milenios, es un legado que usan los humanos, indistintamente de la edad o identidad sexual, para comunicarse con sus semejantes.

El lenguaje sexista y patriarcal, en la mayoría de las culturas, se usa como un instrumento que favorece más al género masculino que al femenino, al margen de que las mujeres ocuparon tradicionalmente los escalones más bajos de la pirámide social, económica y cultural, mientras los hombres tenían el control de las instituciones que normaban la conducta de la convivencia ciudadana desde una perspectiva posesiva y machista, como si su palabra hubiese sido la única que tenía más autoridad y credibilidad ante la colectividad.

Aunque la dominación del hombre sobre la mujer se inició aproximadamente hace seis millones de años, cuando la agricultura dio una sobreproducción que requirió de otras fuerzas de trabajo, la formación de un ejército y un Estado, la supremacía del hombre se acentuó y reprodujo patrones sexistas ancestrales en el comportamiento humano.

Desde que se estableció la propiedad privada sobre la propiedad colectiva, la supremacía masculina se reflejó también en el manejo del lenguaje cotidiano y los individuos se acostumbraron a hablar de manera posesiva, incluso a creer que poseen sensaciones que ni siquiera son materiales, como el dolor, amor o problema. No en vano es frecuente escuchar la frase: Tengo un problema, como si la palabra problema fuese un elemento concreto que se posee y no una expresión abstracta de las dificultades.

Es lógico que en una sociedad donde no sólo se poseen bienes materiales para la satisfacción y el goce personal, sino también privilegios de los cuales gozan unos pocos a costa de otros, como los dueños de los medios de producción del sistema capitalista, donde unos cuantos se benefician de las ganancias generadas por la fuerza de trabajo de las mayorías, entre las que se encuentran las mujeres.

El concepto de posesión y la palabra tener se manifiestan, asimismo, en otros planos de la vida sociocultural. De modo que es natural que la gente diga: mi médico (y no el médico que me trata la enfermedad), mi profesor (y no el profesor que me enseña), mi arquitecto (y no el arquitecto que construye la casa), como si estos profesionales formaran parte de su propiedad privada, aunque la necesidad de poseer no es una facultad innata de los seres humanos, programada genéticamente desde la noche de los tiempos, sino una facultad adquirida en un contexto social determinado, donde las personas no sólo poseen bienes materiales, sino también personas, como si estas no fuesen sujetos sino objetos sin alma ni cerebro.

El Estado burgués, basado en la propiedad privada de los medios de producción y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre la mujer. Se puede afirmar que el Estado tiene el ADN patriarcal y a nadie le resulta extraño que el hombre hable de la mujer como un bien privado o un objeto adquirido en un bazar.

Lo cierto es que el verbo tener se emplea siempre que se quiere hablar de manera posesiva. El hombre cuando se refiere a sus hijos habla como si fuesen su propiedad privada y cuando habla de la madre de sus hijos suele decir: mi mujer o mi esposa y no la mujer con quien comparto mi vida y es la madre de nuestros hijos. El hombre se hace la idea de que es dueño y amo de la mujer, como parte de una sociedad donde prima la propiedad privada y la mentalidad patriarcal.

El hombre cree poseer el cuerpo y los sentimientos de la mujer; cuando en realidad, los sentimientos, el cuerpo y los pensamientos le pertenecen solo a ella y que nadie puede convertir el amor ajeno en una propiedad privada. Sin embargo, en una sociedad patriarcal, el hombre cree haber privatizado todo como por mandato divino, incluso el amor y el dolor; sensaciones que no pueden verse ni tocarse y mucho menos poseerse, medirse o pesarse. Por lo tanto, lo que se llama tener dolor o tener amor no son más que expresiones simbólicas o metafóricas.

Si bien es cierto que la revolución industrial, que trajo consigo un inusitado desarrollo de la economía y la tecnología, incorporó a la mujer al sistema de producción capitalista, convirtiéndola en una obrera asalariada, es cierto también que la convirtió en un ser doblemente explotada, ya que el rol de la mujer, como madre y esposa, no puede analizarse al margen de la sociedad capitalista, que hizo de ella una esclava doméstica y una esclava de los medios de producción, aparte de que el Estado patriarcal, basado en la propiedad privada y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre ella, cuya principal función consiste en procrear hijos, atender al marido y aportar, en el mejor de los casos, a la economía familiar.

El lenguaje machista y patriarcal es el reflejo de una sociedad construida de manera jerárquica y piramidal, donde los hombres ocupan la cúspide, con todos los privilegios y ventajas que les concede su condición de machos, y las mujeres ocupan la base de la pirámide social, sin más derecho que ser madres, esposas o hijas, aunque ellas sean -y siempre fueron- el motor que se mueve, desde el silencio y el anonimato, detrás de los hombres y de muchas de las ideas que transformaron las estructuras socioeconómicas y la vida cultural de las sociedades existentes hasta nuestros días.

jueves, 13 de diciembre de 2018


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no solo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo! –exclamó mirándose, de arriba abajo, en el espejo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una sueca que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras destapaba la botella de vinglögg (vino para preparar ponche navideño), que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre una hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional de la Navidad en Suecia. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía con una cuchara las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza y se la pasé al Tío, quien, al sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, con los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Hummm... –musitó al primer sorbo, relamiéndose los labios–. Esto me recuerda al té con trago y al sucumbé, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la vivienda de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza ese arbolito de plástico, lleno de cintas, esferas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de su sala?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de Noche Buena.

¡Noche Buena! ¿Cuándo es Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron, a lomo de camello, a adorarlo, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado cometido por Eva, quien fue echada del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de la serpiente de Satanás.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Redentor y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados políticos, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como todos los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de cada uno de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –sonrió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Me ruboricé como si el mismo vinglögg me hubiese quemado por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía gorro, máscara con los pómulos rosados y barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista de nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos sueñan todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos mucho –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

martes, 11 de diciembre de 2018


EL PATRIARCADO INVISIBILIZÓ A LA MUJER

La sociedad, además de sostenerse sobre pilares socioeconómicos, está estructurada sobre la base de una tradición cultural y un sistema de normas éticas y morales, que responden a los intereses del patriarcado a través de ideas que se manifiestan por medio de determinados códigos lingüísticos, que no son otra cosa que construcciones culturales que se transmiten, de manera consciente e inconsciente, de padres a hijos y de hijos a nietos.

El sistema patriarcal institucionalizó el dominio masculino en el seno de la familia y, consiguientemente, proyectó este dominio en todos los ámbitos de la vida social. Desde entonces, la mujer ha sido ignorada en los procesos de cambios trascendentales que se han producido en las sociedades existentes hasta nuestros días y, como si fuera poco, la mujer ha sido invisibilizada en la historia como un elemento ajeno a los cambios hegemonizados por los hombres.

La invisibilización consistía en omitir la presencia de determinado grupo social, mediante la discriminación, el racismo, la xenofobia, la homofobia, el racismo o el sexismo; en el caso concreto que se aborda en esta nota, la invisibilización afectó particularmente a las mujeres en varios planos de la vida familiar y social, como ocurrió en la relación entre la mujer y el trabajo.

Desde hace varios siglos se ha impuesto una conceptualización de trabajo, que contemplaba como tal  solo a la actividad productiva que se desarrollada en el ámbito público, pero no así en el ámbito doméstico, donde el trabajo de la mujer no tenía remuneración y estaba considerado como una obligación familiar, debido, en gran medida, al hecho de que existía una antigua división del trabajo entre los sexos, en la que las mujeres debían hacerse cargo del trabajo doméstico, en tanto los hombres debían hacerse cargo del trabajo que se realizaba fuera de casa; es decir, en el ámbito público, donde las mujeres estaban ausentes hasta que irrumpió el sistema capitalista, que requirió de la fuerza de trabajo de hombres, mujeres y niños.

En los estamentos de poder, la ideología de la supremacía masculina excluyó a la mitad de la humanidad, representada por las mujeres, quienes fueron tratadas como sujetos de ideas cortas y cabelleras largas, que hablaban mucho pero que no decían nada, que eran incapaces de aportar con inteligencia propia al desarrollo de las naciones. Los hombres las preferían como madres, esposas, amantes y, en el peor de los casos, como animales de carga.

El sistema patriarcal no sólo tuvo una intención discriminadora contra la mujer, sino el propósito de confirmar la supremacía del hombre, que controlaba todos los poderes de dominación socioeconómicos; es más, en varias culturas se limitó la participación de las mujeres en la formación de los sistemas educativos, donde la enseñanza de las ciencias humanísticas y tecnológicas estaban reservadas exclusivamente para los hombres 

El patriarcado, al ser una construcción cultural, dividía la vida social en una esfera pública y otra privada. La esfera pública correspondía al dominio masculino, mientras la esfera privada correspondía al mundo femenino; una realidad que instituyó la idea de que la mujer no podía ser excelente como “académica” sino como “ama de casa”. Por lo tanto, su obligación debía ser la de aprender a cocinar, asear, bordar, cuidar a los hijos y atender al marido. Se le negó la oportunidad a ocupar una posición superior al hombre en la vida social, política, económica y cultural. No podía votar ni postularse a cargos jerárquicos dentro de la administración pública y gubernamental. La mujer, simple y llanamente, debía cumplir el rol de secundar al hombre como su sombra, de manera sumisa y sin levantar la voz.

Ella siempre estuvo marginada y relegada a asuntos propios de su supuesta naturaleza: concebir hijos, cuidar a los ancianos y ocuparse de los quehaceres domésticos. No en vano los nombres de muchas profesiones estaban en género masculino, porque estas profesiones no eran ejercidas por las mujeres, quienes, estaban destinadas a quedarse en casa por normas patriarcales, prejuicios machistas y tradiciones culturales.



miércoles, 21 de noviembre de 2018


LA PRIMERA NOVELA MINERA EN BOLIVIA

Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico, escritor, docente y político. Ejerció su profesión en los hospitales de Uncía y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció de cerca la dramática realidad de los trabajadores mineros, quienes son los protagonistas de su novela En las tierras del Potosí (1911), cuyas páginas reflejan los antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones de vida de los indígenas y mestizos proletarizados.

Jaime Mendoza, durante su larga estadía en Uncía, vivió en una casa ubicada en la zona 2 de la antigua calle Libertad (hoy calle 9 de Abril), donde escribió las primeras obras de su vasta producción científica y literaria. En esa misma casa, que actualmente está considerada como una atracción turística por el Gobierno Autónomo Municipal de Uncía, nacieron sus hijos Martha y Gunnar.

La obra de este prolífico escritor chuquisaqueño, que inició el ciclo del llamado realismo social minero en la literatura boliviana, constituye, por su fuerza narrativa y su sobrecogedora denuncia de las injusticias sociales, un indispensable documento histórico-literario sobre el sistema de explotación capitalista de principios del siglo XX, que dio origen a las organizaciones sindicales revolucionarias y provocó las primeras masacres mineras, como la que tuvo lugar en la plaza principal de Uncía, el 4 de junio de 1923, por órdenes de la jerarquía castrense y el beneplácito de un gobierno al servicio de los intereses pro-imperialistas de la oligarquía minero-feudal.

Jaime Mendoza es uno de los escritores bolivianos que, a pesar de las críticas y controversias que generó su obra, contribuyó decisivamente al conocimiento de la dramática realidad de quienes, condenados a enfrentarse a la vorágine de los tenebrosos socavones, estaban obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un mísero salario.

Pero, en realidad, ¿quién era Jaime Mendoza? No fue campesino ni proletario, sino un médico de clase media, que ejerció su profesión en Llallagua, y quien, conmovido por la tragedia de los hombres del subsuelo, empezó a describir sus vivencias desde su propia perspectiva. Es decir, su novela es la expresión del intelectual de clase media, quien emigra desde Chuquisaca hacia las minas de estaño, tras la búsqueda de nuevas experiencias profesionales y, quizás, también en busca de mejores horizontes de vida.

Estas experiencias se reflejan En las tierras del Potosí, cuya temática está marcada por el realismo social de su época, aunque, en opinión de sus críticos, Mendoza no llegó a penetrar en el alma de los mineros ni llegó a conocer las condiciones de trabajo en el interior de la mina. De ahí que su novela, publicada por primera vez en España, en la imprenta de un amigo catalán, carece de los principales elementos que caracterizan a las obras contextualizadas en las galerías de la mina, por una parte, y de recursos estilísticos mejor logrados en el campo literario, por otra.

No en vano el mismo autor, refiriéndose a las circunstancias en la que escribió su novela, dijo: La escribí con un lápiz; la escribí de pasada, andando por los cerros de los lugares mineros en que ha transcurrido una buena parte de mi vida; la escribí sin dar ninguna importancia a lo que iba haciendo; la escribí sin tener en cuenta ningún precepto literario, sin molestarme a pensar si hacía cuadros reales, ni acordarme siquiera de la sintaxis, la prosodia, la ortografía... Luego añadió: Por eso aquel libro es como un libro inculto, rudo, ingenuo, es cierto, pero ingenuo en demasía; libres, si pero demasiado libre. Muchos lo han calificado de libro fuerte. Puede ser, pero ustedes bien lo saben: la fuerza no siempre está aparejada con la gracia, con la suavidad, con la delicadeza. La fuerza, con frecuencia está acompañada con la brutalidad.

A pesar de los puntos débiles señalados por los críticos, Jaime Mendoza es –y seguirá siendo– el primer escritor boliviano que pensaba lo que sentía y escribía con el alma puesta en cada una de las palabras, que le brotaban a cascadas cada vez que se proponía revelar la realidad nacional sin temor a perder la dignidad ni la vida. Estaba convencido de que su profesión de médico estaba al servicio de los más necesitados y su vocación de escritor era un instrumento al servicio de los ideales más nobles de la humanidad.

Jaime Mendoza pertenece a ese reducido grupo de escritores que, sobreponiéndose a los tropiezos y adversidades, no dudan en poner a prueba de fuego sus creaciones literarias, sin importarles mucho la opinión de sus detractores que, con razón o sin ella, se ocupan de menoscabar el esfuerzo de un intelectual que no sólo rompe con las vallas de su origen social, sino que se arrima, por convicción y sensibilidad, a la realidad de los desheredados de la historia y los marginados de las esferas del poder político y económico.

De modo que este autor -de talla pequeña, endeble, casi lampiño, pálido, de aspecto tímido, de prematura calvicie y voz queda, como lo describió Alcides Arguedas cuando lo conoció en una taberna de París, donde algunos bolivianos se reunían a beber cerveza-, era un hombre de pocas palabras pero de muchas ideas; las mismas que le bullían incesantemente en la cabeza, impulsándolo a verter sus pensamientos en letras de molde. 

Así lo hizo, con firmeza y sin vacilación, sin inmutarse por las opiniones de sus detractores ni las bravatas de sus adversarios, a quienes aprendió a mirarles de frente, desde detrás de los cristales de sus anteojos, que le daban un aire de intelectual ilustre y personalidad respetable. Todo lo demás, tanto en su vida como en su obra, se dio por añadidura, tras un tesonero trabajo que le ganó un sitial privilegiado entre los escritores más connotados del parnaso boliviano.

jueves, 25 de octubre de 2018


EL NIÑO VÍBORA

La partera de una comunidad campesina, requerida por la urgencia de un nuevo ser que estaba en camino, se preparó para asistir a una mujer solitaria que, según los comentarios de sus vecinos, fue vejada y embarazada por un desconocido.
 
La joven madre, tras pujar con infinito dolor, dio a luz a un niño cuyo aterrador aspecto, de solo mirarlo, dejaba a cualquiera con la boca abierta y el corazón estremecido de pavor.

Cuando la partera lo tomó en sus manos, liberándolo de la placenta y cortándole el cordón umbilical, se dio cuenta de que la criatura nunca llegaría a caminar como los seres normales; tenía deformaciones en el rostro y el cuerpo; sus ojos brillaban con intensidad, su lengua estaba hendida y tenía los colmillos montados sobre el labio inferior. Su piel estaba cubierta de escamas y sus extremidades estaban atrofiadas y pegadas contra el tronco, de modo que, al no tener brazos ni piernas normales, estaría obligado a reptar de por vida, impulsándose con la fuerza de la espalda y el abdomen.

La partera, a lo largo de su vida, había visto a varios seres deformes, monstruos que eran exhibidos en espectáculos circenses, abortos de la naturaleza, pero a ninguno como éste que superaba a cualquier humano de apariencia extraña.

Así que un día, preocupada por el futuro del niño, decidió preguntarle a la joven madre qué había comido o bebido mientras estaba en gestación, ésta le contó que la deformación de su hijo podía ser el fruto de una maldición de la víbora, que le causó un arrebato de susto y que ella, tras empuñar un machete y sujetar su abultado vientre con una mano, la partió en tres. Luego levantó los pedazos, que seguían retorciéndose en medio de un charco de sangre, y los arrojó al patio para que se los comieran los perros; los cuales, un día después, vomitaron sus vísceras y murieron con los ojos en blanco.

Pero eso no fue todo lo que contó la madre soltera. Lo peor era que el espíritu de la víbora se le metió en el cuerpo, porque desde el instante en que la mató, sintió que la criatura se movía como dándole coletazos, como si estuviese atormentada por el demonio, como si en lugar de llevar un niño en su vientre, llevara un reptil moviéndose todo el tiempo.

La partera le escuchó asombrada, boquiabierta y no dijo nada. A la hora de despedirse, la consoló entre los brazos y le recomendó que tuviera mucha paciencia con la criatura, quien, por su propia condición, requeriría de mucha atención, paciencia y cariño.

La madre hizo todo lo imposible por darle una atención esmerada, aunque muy pronto se dio cuenta que su hijo no quería mamar la leche de su pecho ni comer los purés de frutas, verduras y tubérculos que se lo preparaba con la esperanza de maximizar su ingesta de proteínas.

El niño-víbora vivía arrastrándose por toda la casa. Sorbía el agua derramada del cántaro y se divertía persiguiendo a los bichos que se movían en los oscuros recovecos del patio.

No pasó mucho tiempo hasta el día en que su madre lo vivió sacando la lengua para cazar una mosca que revoloteaba a su alrededor. Fue entonces que concibió la idea de darle a comer cucarachas, ranas, caracoles, moscas, ratones y pájaros, que ella misma atrapaba en una red que instaló entre los frondosos árboles del patio.

Así creció la criatura, deslizándose sobre su abdomen. No dormía en la cama, sino en un canasto que más  parecía la guarida de un animal salvaje. Tampoco comía en la mesa, sino en el piso de la cocina, donde su madre le servía un plato lleno de bichos y gusanos que parecían tallarines retorciéndose de un lado a otro.

Cada vez que lo miraba por encima del hombro, arrastrándose como una enorme oruga a sus pies, se le venía a la mente la víbora que se metió en el cobertizo de la casa y que ella, luego de divisarla, cogió el machete y la acometió a golpes, hasta dejarla dividida en tres.

Los vecinos del niño-víbora lo miraban como a un monstruo infernal. Algunos incluso creían que poseía poderes ocultos y que podía causar desgracias irreparables en la comunidad campesina. Por eso el más anciano, pensando en la posibilidad de salvar al pueblo de las desgracias y peligros, reunió a una secta religiosa, para que se hiciera cargo de acabar con la vida de esta criatura del mal.

Los más fanáticos de la secta, aprovechándose del descuido de la madre, persuadieron al niño-víbora para que les siguiera hasta el patio trasero de la iglesia, donde, como en un macabro ritual diabólico, lo ataron, completamente desnudo, contra un pedestal de concreto. A pesar de que seguía con vida, le arrancaron los ojos, la lengua y el corazón. A continuación, lo descuartizaron para arrojar los trozos en una improvisada fogata, donde el fuego, avivado por los soplos del viento, hacía crepitar los troncos y fardos de leña.

La madre del niño-víbora, al enterarse de lo que le hicieron a su hijo, lloró acongojada, maldijo a los asesinos desde el fondo de sus entrañas y terminó enterrándose viva.

Tiempo después, la comunidad campesina fue víctima de un castigo que nunca se supo de dónde llegó. Los ríos se secaron y las tierras de cultivo se esterilizaron. Los habitantes se marcharon del pueblo y las casas abandonadas se convirtieron en escondrijos de reptiles de todos los colores, formas y tamaños.

martes, 16 de octubre de 2018


PRESENTACIÓN DE “CUENTOS DE LA MINA” EN ORURO

El jueves 18 de octubre, a Hrs. 19:00, se presentará la segunda edición del libro “Cuentos de la mina”, del escritor Víctor Montoya, en la Casa de la Cultura Simón I. Patiño.

Los comentarios estarán a cargo de Guillermo Dalence Salinas (exdirigente de la Federación de Mineros y exministro de minería del Estado Plurinacional de Bolivia), Jorge Encinas Cladera (poetas, dramaturgo y narrador) y Antonio Revollo Fernández (abogado, docente, investigar y antropólogo).

Los interesados están cordialmente invitados a esta velada literaria-cultural, que cuenta con los auspicios del Museo Simón I. Patiño y la Universidad Técnica de Oruro.  

lunes, 15 de octubre de 2018


MONTOYA EN LA FERIA DEL LIBRO DE COCHABAMBA

En el marco de la XII Feria Internacional del Libro de Cochabamba, y por invitación de la escritora Gaby Vallejo Canedo, responsable de la Biblioteca Thuruchapitas y el IBBY-Bolivia, Víctor Montoya dictó una conferencia en torno a la “Literatura infantil y juvenil en la Era de las publicaciones digitales”, ante un público de jóvenes y adultos que llenaron la sala el sábado 13 de octubre de 2018.

En su alocución, Montoya sostuvo que en el actual proceso de enseñanza/aprendizaje y en todos los niveles del sistema educativo irrumpieron las nuevas tecnologías de información y comunicación, que han revolucionado las formas de relacionarse entre individuos y que se ha creado una red informática mundial al que, como por arte de magia, pueden acceder quienes disponemos de una computadora en la casa, el trabajo o la escuela.

Víctor Montoya dijo también que las nuevas tecnologías llegaron para quedarse y para renovar el sistema educativo tradicional, donde el profesor y los libros de texto eran los portadores y transmisores de los conocimientos que los alumnos debían asimilar; en cambio hoy, el principal portador del conocimiento humano es el disco duro de una computadora portátil, que los niños usan con una destreza que podía dejar turulatos al mismísimo Julio Verne y Albert Einstein.

La difusión de la Literatura Infantil y Juvenil por medio de las ediciones digitales (página Web, Blog, Facebook, Twitter, Youtube, WhatsApp, etc.), a diferencia de lo que sucede con el libro impreso, ofrece más ventajas que desventaja. Además, los niños de las sociedades modernas, a diferencia de los niños acostumbrados a la tradición oral, están más familiarizados con los medios digitales, como las redes sociales y la telefonía de última generación, a través de las cuales se comunican con sus amigos y en las cuales encuentran la información requerida por el sistema educativo.

Los niños y jóvenes encontrarán mayor satisfacción descargando de la red el libro de su preferencia, que, a su vez, incluye otro tipo de elementos multimedia, como el sonido, ilustraciones a todo color, imágenes en movimiento y efectos de audio, que harán mucho más dinámica la lectura de un cuento o poema. Por lo tanto, crece de manera galopante el número de lectores niños y jóvenes que, sentados en sus casas o un café Internet, recurren a las ediciones digitales para leer las joyas de la Literatura Infantil y Juvenil, enfatizó Montoya en las VI Jornadas de Lectura y  Literatura  Infantil.

miércoles, 19 de septiembre de 2018


LAS REVELACIONES DEL TÍO EN CUENTOS DE LA MINA

Acaba de publicarse la segunda edición de Cuentos de la mina (Ed. Kipus, 2018), del escritor Víctor Montoya, con treinta y cinco cuentos de variada extensión y algunas fotografías que muestran la imagen del Tío de la mina, cuya estatuilla fue modelada por los propios trabajadores en los parajes donde acuden a pijchar o acullicar.

En Cuentos de la mina, escritos desde la visión del realismo fantástico, se recrean los mitos y leyendas que giran en torno al Tío; un ser mitológico de carácter ambiguo, mitad dios y mitad demonio, que simboliza el sincretismo religioso desde la época de la colonia.

Víctor Montoya hace gala de las creencias y supersticiones que reinan en la cosmovisión andina, donde sobreviven los ritos, usos y costumbres de las culturas originarias. En los cuentos se retrata la vida cotidiana de los mineros; sus luchas, tragedias y esperanzas, pero también sus tradiciones vinculadas al realismo fantástico y las consejas pagano-religiosas, donde el Tío de la mina está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

Su amante, la Chinasupay (diablesa), posee un fuerte atractivo erótico en el imaginario popular, aparece y desaparece misteriosamente en los sueños y las pesadillas de los mineros, quienes la temen tanto como al mismísimo Tío. Algunos incluso creen que la Chinasupay es la encarnación del Tío que, a modo de poner a prueba su poder de atracción sexual, se transforma en una mujer capaz de envilecer a los mineros solitarios y desprevenidos.


El Tío es el protagonista principal en Cuentos de la mina. El autor, desde un principio, intenta responder la siguiente pregunta: ¿Por qué el diablo se llamó Tío? La explicación, narrada de una manera sorprendente y lúcida, la encontramos a lo largo del libro, donde se afirma que el Tío, en su estado demoníaco, hace suya a una chola de buen parecer, en quien engendra a un hijo que nace con el aspecto de iguana. Entonces el poder eclesiástico, al constatar que la criatura no es la hechura de Dios sino del diablo, condena a la madre y al hijo a perder la vida en una hoguera. Es por eso que el diablo, según se relata en el libro, actúa en venganza propia y causa estragos entre los pobladores, hasta que los mineros le suplican perdón por el asesinato de su legítimo heredero. El diablo recapacita, hace reaparecer los minerales en las galerías y decide llamarse Tío, a quien los mineros, como en una suerte de pacto, deben rendirle pleitesía ofrendándole sangre de llama blanca, hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

La segunda edición, aumentado y corregida, obedece al gran interés de los lectores por interiorizarse en el fascinante mundo de las minas, que es el hábitat natural de ese personaje sobrenatural venerado por los mineros, quienes trabajan en las oscuras galerías, sin otra ilusión que ganarse el pan del día y salir con vida de las tenebrosas entrañas de la Pachamama.  

El libro, desde que se publicó por vez primera en Suecia (Ed. Luciérnaga, 2000), despertó un inusitado interés entre los lectores nacionales y extranjeros. Se ha traducido a varios idiomas y ha sido ampliamente comentado por la crítica literaria. En la contratapa de la segunda edición de Cuentos de la mina, a cargo del Grupo Editorial Kipus, se incluyen algunos comentarios destacando la temática del libro y la capacidad narrativa del autor.

En palabras del historiador y escritor argentino Fernando Soto Roland, el maravilloso libro de Víctor Montoya, ‘Cuentos de la mina, aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es. En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: ‘El Tío de la Mina’, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas.

El escritor uruguayo Leonardo Rossiello, al cabo de leer el libro en su primera versión, no dudó en aseverar que leer ‘Cuentos de la mina’ significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. Los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo cultural que supone la figura y leyenda del ‘Tío’, así como su significación para los mineros.

No es menos interesante la opinión del poeta e investigador orureño Alberto Guerra Gutiérrez, quien, como todo conocedor del folklore nacional, los mitos y las leyendas mineras, afirmó en su comentario: Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española.


Para el escritor Alfonso Gumucio Dagron, que entró en contacto con el mundo minero como fotógrafo y documentalista, no cabe duda que Víctor Montoya rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte. Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones.

Los comentarios citados líneas arriba, con apreciaciones analizadas desde distintos ángulos, coinciden en señalar que el libro, que aborda una temática propia de la nación boliviana, es un valioso aporte a la literatura de ambiente minero que, desde la publicación de En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza, conforma una vertiente importante en el contexto de las letras nacionales.

La literatura minera, con autores como Víctor Montoya, no solo ha ganado un espacio preponderante a lo largo del siglo XX, sino que se ha consolidado entre los lectores nacionales y extranjeros, quienes buscan una literatura que surja desde las mismas entrañas de la tierra, contándonos las tragedias y esperanzas de los mineros, pero también revelándonos el mundo mágico y mítico de la cosmovisión andina, donde el Tío de la mina, personaje ambiguo entre lo sagrado y lo profano, es venerado como el protector de las familias mineras y como el amo indiscutible de las riquezas minerales.

Víctor Montoya, con su libro Cuentos de la mina, se sitúa entre los autores de la segunda mitad del siglo XX, que transitaron de la literatura del realismo social, en la que se proyectaron las luchas de reivindicación socioeconómica de los trabajadores,  hacia la literatura del realismo fantástico, que se ocupa de recuperar los mitos, leyendas y relatos que, casi en su integridad, giraban en torno a la figura del Tío de la mina.

Con Cuentos de la mina queda confirmado que el mundo minero sigue siendo una fuente inagotable de inspiración para los autores nacionales y una de las canteras que mejor se presta para construir una genuina obra literaria, que apasione a los lectores interesados en conocer las tragedias y maravillas atrapadas entre las altas montañas de los Andes, donde las galerías de una mina cuentan sus propias historias forjadas de realidad y fantasía.   

miércoles, 12 de septiembre de 2018


DE LA LETRA MANUSCRITA A LA ESCRITURA EN TABLET

Para nadie es desconocido que los niños y jóvenes de hoy recurran a la letra de imprenta ante la necesidad de una mayor claridad en la comunicación –principal objetivo de la enseñanza de la escritura-, debido a que la letra cursiva o manuscrita, así sea una impronta en la personalidad del individuo, se ha vuelto semilegible o totalmente ilegible, ante el uso generalizado de la letra de imprenta, que es la más usada en las nuevas tecnologías de comunicación.

La mayoría de los libros de texto y materiales educativos están impresos en letra de imprenta. En los documentos públicos o formularios se exige que las respuestas se escriban a máquina o en letra de imprenta, con la finalidad de evitar confusiones lexicales o gramaticales. Por ejemplo, cuando uno realiza un trámite oficial, el formulario para rellenar dice claramente: Rellene en letra de imprenta.

Tampoco es extraño que los libros de la literatura infantil y juvenil estén publicados en letra de imprenta, llamada también de molde, que es la más utilizada por las imprentas, editoriales y medios gráficos; un tipo de letra al cual están acostumbrados los lectores desde la época en que Johannes Gutenberg perfeccionó la técnica de la impresión con tipografía móvil, que abrió las posibilidades de editar varios ejemplares de manera efectiva y en poco tiempo.

Los libros de literatura infantil y juvenil que no están impresos en letra de imprenta, que es un tipo de letra preferido no solo por los lectores, sino también por los escritores y editores, corren el riesgo de no captar la atención de quienes visitan librerías, bibliotecas y ferias de libros. Los niños y jóvenes, casi sin excepciones, están acostumbrados a leer libros que tienen un tipo de letra clara y legible tanto en la cubierta como en las páginas interiores, como es el caso de los libros de textos que se emplean en la educación primaria y secundaria.

Las bibliotecas virtuales, que se encuentran en la red de Internet, tienen los libros digitalizados en letra de imprenta, no tanto por costumbre o mera casualidad, sino porque resultan más accesibles para los cibernautas, quienes buscan autores y obras presionando las teclas de la computadora, el Tablet o el Smartphone, que tienen el alfabeto en letra de imprenta.

Los docentes de la educación secundaria y universitaria observan que aproximadamente el 75% de sus alumnos escriben sus apuntes, deberes y tesis en letra de imprenta, y que es cada vez menos frecuente que escriban a pulso. Por lo tanto, lo que están haciendo es trabajar con un tipo de letra más discriminable desde el punto de vista de los ojos.

Es sabido por todos que el uso de la denominada letra cursiva o manuscrita ha sido desplazado por la letra de imprenta, que forma parte de los nuevos instrumentos de comunicación y los dispositivos electrónicos con los que juegan los niños. Esto implica que la escuela obligatoria tendrá que acomodarse a los avances de las nuevas tecnologías y enseñar los trazos de un único tipo de escritura, la de la letra de imprenta, y dedicarle menos tiempo a la enseñanza de la letra seguida o caligrafía cursiva.

De hecho, existen ya países donde la enseñanza de la caligrafía tradicional ha sido reemplazada por la enseñanza de la mecanografía, que es una de las herramientas que le permite al alumno dominar las nuevas exigencias del universo digital, que está cada vez más presente en las instituciones educativas y las relaciones sociales en general.

No es casual que los niños se comuniquen a diario mediante el uso del teclado del ordenador y los diferentes dispositivos incorporados en el teléfono móvil. De modo que los niños del siglo XXI no se comunican con sus semejantes mediante cartas o notas escritas a pulso, con lápiz y letras de caligrafía, sino mediante las nuevas tecnologías de información y comunicación que, además, están programadas en letra de imprenta.

Desde luego que no faltan las voces críticas que se empeñan en señalar que la enseñanza de la letra manuscrita es inherente a la educación escolar y a una cultura que tiene siglos de tradición en la que el lápiz y el papel han sido las principales herramientas de comunicación escrita. Sin embargo, lo que estas voces discordantes olvidan es el hecho de que los tiempos han cambiado y también las formas de comunicación. Incluso se ha constatado que los maestros que escriben en la pizarra en letra de imprenta, a diferencia de quienes escriben en cursiva, tienen la ventaja de ser mejor comprendidos por los alumnos, quienes deben copiar los apuntes del pizarrón en sus cuadernos o computadoras portátil.

En la actualidad, no es casual que los niños de cinco y seis años, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, aprendan a escribir sus primeras palabras pulsando en forma mecánica las teclas de un Tablet y no afianzando la destreza motriz con el uso del lápiz; es más, los niños conciben que todos los anuncios habidos en el mundo que los rodea no están escritos en letra cursiva sino en letra de imprenta que, por otra parte, les parece más familiar y les resulta más comprensible.

Esta realidad concreta hace pensar que el uso de la letra manuscrita para la enseñanza de la lectura y escritura no es algo universal, y que en países como Finlandia, Inglaterra o Estados Unidos imparten la enseñanza de la lectura y escritura inicial con estilos de letras parecidas a las de imprenta, porque los niños, de manera consciente o inconsciente, las discriminan con mayor facilidad, en vista de que las nuevas tecnologías de comunicación han irrumpido con fuerza tanto en las instituciones educativas como en los hogares, donde los niños ven los signos gráficos o grafemas en letra de imprenta no solo en las teclas de las computadoras y teléfonos móviles, sino también en los textos que aparecen en la pantalla de la televisión.

Aunque todavía se hace hincapié en la enseñanza de la caligrafía, que es el ejercicio más tradicional en el proceso de aprendizaje de la escritura, es importante que los profesores estén conscientes de que las nuevas tecnologías de comunicación exigen que los alumnos aprendan dactilografía para usar con destreza las teclas de las computadoras, tabletas y celulares, que, por lo expuesto, tiene los dispositivos electrónicos y el alfabeto en letra de imprenta, no sólo porque están claramente separadas unas de otras, sino también porque es de fácil comprensión.

No cabe duda de que en un futuro próximo, los habitantes de la mayoría de las naciones se comunicarán escribiendo sus pensamientos en letra de imprenta; por una parte, influenciados por el uso masivo de la informática y la facilidad con que se disponen de medios electrónicos para producir escritos; y, por otra, debido a que cada vez se hace menos necesaria y frecuente la utilización de la letra cursiva que, en otrora, era indispensable para escribir a pulso.

Asimismo, los libros de literatura infantil y juvenil en general, en soporte papel o digital, estarán editados en letra de imprenta en su totalidad, obedeciendo a los avances de las nuevas tecnologías de información y comunicación, que llegaron para quedarse entre nosotros e innovar las viejas normas de lectura y escritura tradicional.