LA PRIMERA
NOVELA MINERA EN BOLIVIA
Jaime Mendoza
Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico, escritor, docente y político. Ejerció su
profesión en los hospitales de Uncía y Llallagua, al norte del departamento de
Potosí, donde conoció de cerca la dramática realidad de los trabajadores
mineros, quienes son los protagonistas de su novela En las tierras del Potosí (1911), cuyas páginas reflejan los
antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones de vida de los indígenas y
mestizos proletarizados.
Jaime Mendoza,
durante su larga estadía en Uncía, vivió en una casa ubicada en la zona 2 de la
antigua calle Libertad (hoy calle 9 de
Abril), donde escribió las primeras obras de su vasta producción científica
y literaria. En esa misma casa, que actualmente está considerada como una atracción turística por el Gobierno
Autónomo Municipal de Uncía, nacieron sus hijos Martha y Gunnar.
La obra de este
prolífico escritor chuquisaqueño, que inició el ciclo del llamado realismo social minero en la literatura
boliviana, constituye, por su fuerza narrativa y su sobrecogedora denuncia de
las injusticias sociales, un indispensable documento histórico-literario sobre
el sistema de explotación capitalista de principios del siglo XX, que dio
origen a las organizaciones sindicales revolucionarias y provocó las primeras
masacres mineras, como la que tuvo lugar en la plaza principal de Uncía, el 4 de
junio de 1923, por órdenes de la jerarquía castrense y el beneplácito de un
gobierno al servicio de los intereses pro-imperialistas de la oligarquía
minero-feudal.
Jaime Mendoza es
uno de los escritores bolivianos que, a pesar de las críticas y controversias
que generó su obra, contribuyó decisivamente al conocimiento de la dramática
realidad de quienes, condenados a enfrentarse a la vorágine de los tenebrosos
socavones, estaban obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un
mísero salario.
Pero, en
realidad, ¿quién era Jaime Mendoza? No fue campesino ni proletario, sino un
médico de clase media, que ejerció su profesión en Llallagua, y quien,
conmovido por la tragedia de los hombres del subsuelo, empezó a describir sus
vivencias desde su propia perspectiva. Es decir, su novela es la expresión del
intelectual de clase media, quien emigra desde Chuquisaca hacia las minas de estaño,
tras la búsqueda de nuevas experiencias profesionales y, quizás, también en
busca de mejores horizontes de vida.
Estas
experiencias se reflejan En las tierras
del Potosí, cuya temática está marcada por el realismo social de su época, aunque, en opinión de sus críticos,
Mendoza no llegó a penetrar en el alma de los mineros ni llegó a conocer las
condiciones de trabajo en el interior de la mina. De ahí que su novela,
publicada por primera vez en España, en la imprenta de un amigo catalán, carece
de los principales elementos que caracterizan a las obras contextualizadas en las
galerías de la mina, por una parte, y de recursos estilísticos mejor logrados en
el campo literario, por otra.
No en vano el
mismo autor, refiriéndose a las circunstancias en la que escribió su novela,
dijo: La escribí con un lápiz; la escribí
de pasada, andando por los cerros de los lugares mineros en que ha transcurrido
una buena parte de mi vida; la escribí sin dar ninguna importancia a lo que iba
haciendo; la escribí sin tener en cuenta ningún precepto literario, sin
molestarme a pensar si hacía cuadros reales, ni acordarme siquiera de la
sintaxis, la prosodia, la ortografía... Luego añadió: Por eso aquel libro es como un libro inculto, rudo, ingenuo, es cierto,
pero ingenuo en demasía; libres, si pero demasiado libre. Muchos lo han
calificado de libro fuerte. Puede ser, pero ustedes bien lo saben: la fuerza no
siempre está aparejada con la gracia, con la suavidad, con la delicadeza. La
fuerza, con frecuencia está acompañada con la brutalidad.
A pesar de los
puntos débiles señalados por los críticos, Jaime Mendoza es –y seguirá siendo–
el primer escritor boliviano que pensaba lo que sentía y escribía con el alma
puesta en cada una de las palabras, que le brotaban a cascadas cada vez que se
proponía revelar la realidad nacional sin temor a perder la dignidad ni la
vida. Estaba convencido de que su profesión de médico estaba al servicio de los
más necesitados y su vocación de escritor era un instrumento al servicio de los
ideales más nobles de la humanidad.
Jaime Mendoza
pertenece a ese reducido grupo de escritores que, sobreponiéndose a los
tropiezos y adversidades, no dudan en poner a prueba de fuego sus creaciones
literarias, sin importarles mucho la opinión de sus detractores que, con razón
o sin ella, se ocupan de menoscabar el esfuerzo de un intelectual que no sólo
rompe con las vallas de su origen social, sino que se arrima, por convicción y
sensibilidad, a la realidad de los desheredados de la historia y los marginados
de las esferas del poder político y económico.
De modo que este
autor -de talla pequeña, endeble, casi
lampiño, pálido, de aspecto tímido, de prematura calvicie y voz queda, como
lo describió Alcides Arguedas cuando lo conoció en una taberna de París, donde
algunos bolivianos se reunían a beber cerveza-, era un hombre de pocas palabras
pero de muchas ideas; las mismas que le bullían incesantemente en la cabeza,
impulsándolo a verter sus pensamientos en letras de molde.
Así lo hizo, con
firmeza y sin vacilación, sin inmutarse por las opiniones de sus detractores ni
las bravatas de sus adversarios, a quienes aprendió a mirarles de frente, desde
detrás de los cristales de sus anteojos, que le daban un aire de intelectual
ilustre y personalidad respetable. Todo lo demás, tanto en su vida como en su
obra, se dio por añadidura, tras un tesonero trabajo que le ganó un sitial
privilegiado entre los escritores más connotados del parnaso boliviano.
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