miércoles, 21 de noviembre de 2018


LA PRIMERA NOVELA MINERA EN BOLIVIA

Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico, escritor, docente y político. Ejerció su profesión en los hospitales de Uncía y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció de cerca la dramática realidad de los trabajadores mineros, quienes son los protagonistas de su novela En las tierras del Potosí (1911), cuyas páginas reflejan los antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones de vida de los indígenas y mestizos proletarizados.

Jaime Mendoza, durante su larga estadía en Uncía, vivió en una casa ubicada en la zona 2 de la antigua calle Libertad (hoy calle 9 de Abril), donde escribió las primeras obras de su vasta producción científica y literaria. En esa misma casa, que actualmente está considerada como una atracción turística por el Gobierno Autónomo Municipal de Uncía, nacieron sus hijos Martha y Gunnar.

La obra de este prolífico escritor chuquisaqueño, que inició el ciclo del llamado realismo social minero en la literatura boliviana, constituye, por su fuerza narrativa y su sobrecogedora denuncia de las injusticias sociales, un indispensable documento histórico-literario sobre el sistema de explotación capitalista de principios del siglo XX, que dio origen a las organizaciones sindicales revolucionarias y provocó las primeras masacres mineras, como la que tuvo lugar en la plaza principal de Uncía, el 4 de junio de 1923, por órdenes de la jerarquía castrense y el beneplácito de un gobierno al servicio de los intereses pro-imperialistas de la oligarquía minero-feudal.

Jaime Mendoza es uno de los escritores bolivianos que, a pesar de las críticas y controversias que generó su obra, contribuyó decisivamente al conocimiento de la dramática realidad de quienes, condenados a enfrentarse a la vorágine de los tenebrosos socavones, estaban obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un mísero salario.

Pero, en realidad, ¿quién era Jaime Mendoza? No fue campesino ni proletario, sino un médico de clase media, que ejerció su profesión en Llallagua, y quien, conmovido por la tragedia de los hombres del subsuelo, empezó a describir sus vivencias desde su propia perspectiva. Es decir, su novela es la expresión del intelectual de clase media, quien emigra desde Chuquisaca hacia las minas de estaño, tras la búsqueda de nuevas experiencias profesionales y, quizás, también en busca de mejores horizontes de vida.

Estas experiencias se reflejan En las tierras del Potosí, cuya temática está marcada por el realismo social de su época, aunque, en opinión de sus críticos, Mendoza no llegó a penetrar en el alma de los mineros ni llegó a conocer las condiciones de trabajo en el interior de la mina. De ahí que su novela, publicada por primera vez en España, en la imprenta de un amigo catalán, carece de los principales elementos que caracterizan a las obras contextualizadas en las galerías de la mina, por una parte, y de recursos estilísticos mejor logrados en el campo literario, por otra.

No en vano el mismo autor, refiriéndose a las circunstancias en la que escribió su novela, dijo: La escribí con un lápiz; la escribí de pasada, andando por los cerros de los lugares mineros en que ha transcurrido una buena parte de mi vida; la escribí sin dar ninguna importancia a lo que iba haciendo; la escribí sin tener en cuenta ningún precepto literario, sin molestarme a pensar si hacía cuadros reales, ni acordarme siquiera de la sintaxis, la prosodia, la ortografía... Luego añadió: Por eso aquel libro es como un libro inculto, rudo, ingenuo, es cierto, pero ingenuo en demasía; libres, si pero demasiado libre. Muchos lo han calificado de libro fuerte. Puede ser, pero ustedes bien lo saben: la fuerza no siempre está aparejada con la gracia, con la suavidad, con la delicadeza. La fuerza, con frecuencia está acompañada con la brutalidad.

A pesar de los puntos débiles señalados por los críticos, Jaime Mendoza es –y seguirá siendo– el primer escritor boliviano que pensaba lo que sentía y escribía con el alma puesta en cada una de las palabras, que le brotaban a cascadas cada vez que se proponía revelar la realidad nacional sin temor a perder la dignidad ni la vida. Estaba convencido de que su profesión de médico estaba al servicio de los más necesitados y su vocación de escritor era un instrumento al servicio de los ideales más nobles de la humanidad.

Jaime Mendoza pertenece a ese reducido grupo de escritores que, sobreponiéndose a los tropiezos y adversidades, no dudan en poner a prueba de fuego sus creaciones literarias, sin importarles mucho la opinión de sus detractores que, con razón o sin ella, se ocupan de menoscabar el esfuerzo de un intelectual que no sólo rompe con las vallas de su origen social, sino que se arrima, por convicción y sensibilidad, a la realidad de los desheredados de la historia y los marginados de las esferas del poder político y económico.

De modo que este autor -de talla pequeña, endeble, casi lampiño, pálido, de aspecto tímido, de prematura calvicie y voz queda, como lo describió Alcides Arguedas cuando lo conoció en una taberna de París, donde algunos bolivianos se reunían a beber cerveza-, era un hombre de pocas palabras pero de muchas ideas; las mismas que le bullían incesantemente en la cabeza, impulsándolo a verter sus pensamientos en letras de molde. 

Así lo hizo, con firmeza y sin vacilación, sin inmutarse por las opiniones de sus detractores ni las bravatas de sus adversarios, a quienes aprendió a mirarles de frente, desde detrás de los cristales de sus anteojos, que le daban un aire de intelectual ilustre y personalidad respetable. Todo lo demás, tanto en su vida como en su obra, se dio por añadidura, tras un tesonero trabajo que le ganó un sitial privilegiado entre los escritores más connotados del parnaso boliviano.

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