jueves, 25 de octubre de 2018


EL NIÑO VÍBORA

La partera de una comunidad campesina, requerida por la urgencia de un nuevo ser que estaba en camino, se preparó para asistir a una mujer solitaria que, según los comentarios de sus vecinos, fue vejada y embarazada por un desconocido.
 
La joven madre, tras pujar con infinito dolor, dio a luz a un niño cuyo aterrador aspecto, de solo mirarlo, dejaba a cualquiera con la boca abierta y el corazón estremecido de pavor.

Cuando la partera lo tomó en sus manos, liberándolo de la placenta y cortándole el cordón umbilical, se dio cuenta de que la criatura nunca llegaría a caminar como los seres normales; tenía deformaciones en el rostro y el cuerpo; sus ojos brillaban con intensidad, su lengua estaba hendida y tenía los colmillos montados sobre el labio inferior. Su piel estaba cubierta de escamas y sus extremidades estaban atrofiadas y pegadas contra el tronco, de modo que, al no tener brazos ni piernas normales, estaría obligado a reptar de por vida, impulsándose con la fuerza de la espalda y el abdomen.

La partera, a lo largo de su vida, había visto a varios seres deformes, monstruos que eran exhibidos en espectáculos circenses, abortos de la naturaleza, pero a ninguno como éste que superaba a cualquier humano de apariencia extraña.

Así que un día, preocupada por el futuro del niño, decidió preguntarle a la joven madre qué había comido o bebido mientras estaba en gestación, ésta le contó que la deformación de su hijo podía ser el fruto de una maldición de la víbora, que le causó un arrebato de susto y que ella, tras empuñar un machete y sujetar su abultado vientre con una mano, la partió en tres. Luego levantó los pedazos, que seguían retorciéndose en medio de un charco de sangre, y los arrojó al patio para que se los comieran los perros; los cuales, un día después, vomitaron sus vísceras y murieron con los ojos en blanco.

Pero eso no fue todo lo que contó la madre soltera. Lo peor era que el espíritu de la víbora se le metió en el cuerpo, porque desde el instante en que la mató, sintió que la criatura se movía como dándole coletazos, como si estuviese atormentada por el demonio, como si en lugar de llevar un niño en su vientre, llevara un reptil moviéndose todo el tiempo.

La partera le escuchó asombrada, boquiabierta y no dijo nada. A la hora de despedirse, la consoló entre los brazos y le recomendó que tuviera mucha paciencia con la criatura, quien, por su propia condición, requeriría de mucha atención, paciencia y cariño.

La madre hizo todo lo imposible por darle una atención esmerada, aunque muy pronto se dio cuenta que su hijo no quería mamar la leche de su pecho ni comer los purés de frutas, verduras y tubérculos que se lo preparaba con la esperanza de maximizar su ingesta de proteínas.

El niño-víbora vivía arrastrándose por toda la casa. Sorbía el agua derramada del cántaro y se divertía persiguiendo a los bichos que se movían en los oscuros recovecos del patio.

No pasó mucho tiempo hasta el día en que su madre lo vivió sacando la lengua para cazar una mosca que revoloteaba a su alrededor. Fue entonces que concibió la idea de darle a comer cucarachas, ranas, caracoles, moscas, ratones y pájaros, que ella misma atrapaba en una red que instaló entre los frondosos árboles del patio.

Así creció la criatura, deslizándose sobre su abdomen. No dormía en la cama, sino en un canasto que más  parecía la guarida de un animal salvaje. Tampoco comía en la mesa, sino en el piso de la cocina, donde su madre le servía un plato lleno de bichos y gusanos que parecían tallarines retorciéndose de un lado a otro.

Cada vez que lo miraba por encima del hombro, arrastrándose como una enorme oruga a sus pies, se le venía a la mente la víbora que se metió en el cobertizo de la casa y que ella, luego de divisarla, cogió el machete y la acometió a golpes, hasta dejarla dividida en tres.

Los vecinos del niño-víbora lo miraban como a un monstruo infernal. Algunos incluso creían que poseía poderes ocultos y que podía causar desgracias irreparables en la comunidad campesina. Por eso el más anciano, pensando en la posibilidad de salvar al pueblo de las desgracias y peligros, reunió a una secta religiosa, para que se hiciera cargo de acabar con la vida de esta criatura del mal.

Los más fanáticos de la secta, aprovechándose del descuido de la madre, persuadieron al niño-víbora para que les siguiera hasta el patio trasero de la iglesia, donde, como en un macabro ritual diabólico, lo ataron, completamente desnudo, contra un pedestal de concreto. A pesar de que seguía con vida, le arrancaron los ojos, la lengua y el corazón. A continuación, lo descuartizaron para arrojar los trozos en una improvisada fogata, donde el fuego, avivado por los soplos del viento, hacía crepitar los troncos y fardos de leña.

La madre del niño-víbora, al enterarse de lo que le hicieron a su hijo, lloró acongojada, maldijo a los asesinos desde el fondo de sus entrañas y terminó enterrándose viva.

Tiempo después, la comunidad campesina fue víctima de un castigo que nunca se supo de dónde llegó. Los ríos se secaron y las tierras de cultivo se esterilizaron. Los habitantes se marcharon del pueblo y las casas abandonadas se convirtieron en escondrijos de reptiles de todos los colores, formas y tamaños.

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