EL NIÑO VÍBORA
La partera de una comunidad campesina, requerida por la
urgencia de un nuevo ser que estaba en camino, se preparó para asistir a una
mujer solitaria que, según los comentarios de sus vecinos, fue vejada y embarazada
por un desconocido.
La joven madre, tras pujar con infinito dolor, dio a luz
a un niño cuyo aterrador aspecto, de solo mirarlo, dejaba a cualquiera con la
boca abierta y el corazón estremecido de pavor.
Cuando la partera lo tomó en sus manos, liberándolo de la
placenta y cortándole el cordón umbilical, se dio cuenta de que la criatura
nunca llegaría a caminar como los seres normales; tenía deformaciones en el
rostro y el cuerpo; sus ojos brillaban con intensidad, su lengua estaba hendida
y tenía los colmillos montados sobre el labio inferior. Su piel estaba cubierta
de escamas y sus extremidades estaban atrofiadas y pegadas contra el tronco, de
modo que, al no tener brazos ni piernas normales, estaría obligado a reptar de
por vida, impulsándose con la fuerza de la espalda y el abdomen.
La partera, a lo largo de su vida, había visto a varios
seres deformes, monstruos que eran exhibidos en espectáculos circenses, abortos
de la naturaleza, pero a ninguno como éste que superaba a cualquier humano de
apariencia extraña.
Así que un día, preocupada por el futuro del niño,
decidió preguntarle a la joven madre qué había comido o bebido mientras estaba
en gestación, ésta le contó que la deformación de su hijo podía ser el fruto de
una maldición de la víbora, que le causó un arrebato de susto y que ella, tras
empuñar un machete y sujetar su abultado vientre con una mano, la partió en
tres. Luego levantó los pedazos, que seguían retorciéndose en medio de un
charco de sangre, y los arrojó al patio para que se los comieran los perros;
los cuales, un día después, vomitaron sus vísceras y murieron con los ojos en
blanco.
Pero eso no fue todo lo que contó la madre soltera. Lo
peor era que el espíritu de la víbora se le metió en el cuerpo, porque desde el
instante en que la mató, sintió que la criatura se movía como dándole
coletazos, como si estuviese atormentada por el demonio, como si en lugar de
llevar un niño en su vientre, llevara un reptil moviéndose todo el tiempo.
La partera le escuchó asombrada, boquiabierta y no dijo
nada. A la hora de despedirse, la consoló entre los brazos y le recomendó que
tuviera mucha paciencia con la criatura, quien, por su propia condición,
requeriría de mucha atención, paciencia y cariño.
La madre hizo todo lo imposible por darle una atención
esmerada, aunque muy pronto se dio cuenta que su hijo no quería mamar la leche
de su pecho ni comer los purés de frutas, verduras y tubérculos que se lo preparaba
con la esperanza de maximizar su ingesta de proteínas.
El niño-víbora vivía arrastrándose por toda la casa. Sorbía
el agua derramada del cántaro y se divertía persiguiendo a los bichos que se
movían en los oscuros recovecos del patio.
No pasó mucho tiempo hasta el día en que su madre lo
vivió sacando la lengua para cazar una mosca que revoloteaba a su alrededor.
Fue entonces que concibió la idea de darle a comer cucarachas, ranas,
caracoles, moscas, ratones y pájaros, que ella misma atrapaba en una red que
instaló entre los frondosos árboles del patio.
Así creció la criatura, deslizándose sobre su abdomen. No
dormía en la cama, sino en un canasto que más
parecía la guarida de un animal salvaje. Tampoco comía en la mesa, sino
en el piso de la cocina, donde su madre le servía un plato lleno de bichos y
gusanos que parecían tallarines retorciéndose de un lado a otro.
Cada vez que lo miraba por encima del hombro, arrastrándose
como una enorme oruga a sus pies, se le venía a la mente la víbora que se metió
en el cobertizo de la casa y que ella, luego de divisarla, cogió el machete y
la acometió a golpes, hasta dejarla dividida en tres.
Los vecinos del niño-víbora lo miraban como a un monstruo
infernal. Algunos incluso creían que poseía poderes ocultos y que podía causar
desgracias irreparables en la comunidad campesina. Por eso el más anciano,
pensando en la posibilidad de salvar al pueblo de las desgracias y peligros,
reunió a una secta religiosa, para que se hiciera cargo de acabar con la vida
de esta criatura del mal.
Los más fanáticos de la secta, aprovechándose del
descuido de la madre, persuadieron al niño-víbora para que les siguiera hasta
el patio trasero de la iglesia, donde, como en un macabro ritual diabólico, lo
ataron, completamente desnudo, contra un pedestal de concreto. A pesar de que
seguía con vida, le arrancaron los ojos, la lengua y el corazón. A
continuación, lo descuartizaron para arrojar los trozos en una improvisada
fogata, donde el fuego, avivado por los soplos del viento, hacía crepitar los troncos
y fardos de leña.
La madre del niño-víbora, al enterarse de lo que le hicieron
a su hijo, lloró acongojada, maldijo a los asesinos desde el fondo de sus
entrañas y terminó enterrándose viva.
Tiempo después, la comunidad campesina fue víctima de un
castigo que nunca se supo de dónde llegó. Los ríos se secaron y las tierras de
cultivo se esterilizaron. Los habitantes se marcharon del pueblo y las casas abandonadas
se convirtieron en escondrijos de reptiles de todos los colores, formas y
tamaños.
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