domingo, 9 de enero de 2022

MINEROS ARMADOS EN UNA FOTOGRAFÍA HISTÓRICA

Cuando fijé la mirada en esta sorprendente fotografía, grabada con luz y reproducida en papel mate, lo primero que me pregunté fue quién era el hombre llevado en hombros. No sabía si era César Lora o su hermano mayor Guillermo, pero no pasó mucho tiempo para que el autor de la fotografía despejara la duda. Es Guillermo Lora. La foto se tomó en 1965, en la calle Linares, pero no recuerdo exactamente la fecha, dijo Juan Bastos (conocido también como el Fiero Bastos), quien se dedicó a registrar, con su cámara Kodak en mano, la historia de los mineros y pobladores de Llallagua, Catavi y Siglo XX.

El fotógrafo, experto en el arte y la técnica de obtener imágenes, conservaba una invalorable joya en su laboratorio, donde reveló los negativos de los carretes de películas sensibles a la luz, perpetuando a los personajes más destacados del sindicalismo revolucionario, quienes fueron sus amigos personales y cuyas imágenes fueron captadas por su cámara tanto dentro como fuera de la mina; en asambleas, congresos y reuniones en el local de Radio La Voz del Minero, donde los mejores exponentes de los partidos políticos deliberaban sus planteamientos ideológicos, disputándose la dirección del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX.

Ahora que el fotógrafo descansa en paz, esperemos que todo este material gráfico, de incalculable valor testimonial y documental, sea recuperado y clasificado por sus herederos, para luego ser puestos a disposición de alguna institución pública o privada que pueda conservarlo y ponerlo al servicio de los investigadores de temas vinculados a la historia del movimiento obrero boliviano. Este poderoso arsenal de fotografías, que forma parte de la historia del sindicalismo minero, debe ser conocido y declarado patrimonio de los llallagueños, pues, de otro modo, sería lamentable que estas joyas gráficas se pierdan entre los polvos de un depósito oscuro y olvidado.

Si la fotografía data de 1965, debe considerarse que fue tomada durante el régimen de René Barrientos Ortuño, quien, y a nombre de la Doctrina de Seguridad Nacional, introducida por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, y asesorado por los agentes de la CIA, protagonizó el golpe de Estado en noviembre de 1964. Ni bien se estableció en la silla presidencial, desató una sañuda persecución contra los dirigentes políticos y sindicales, rebajó los salarios a niveles de hambre y se propuso aplastar al comunismo internacional con todos los medios a su alcance, no solo desterró a los subversores a zonas inhóspitas, sino que también cometió crímenes de lesa humanidad.

Sin embargo, a pesar de los peligros que representaba el gobierno de facto, los mineros seguían bregando por hacer respetar sus derechos fundamentales, como el fuero sindical, el aumento salarial y la reincorporación de sus compañeros despedidos a sus fuentes laborales. Fue en estas circunstancias que fue tomada esta fotografía, donde se ve a un piquete de mineros armados, quienes, mostrándose como los indomables soldados de las milicias obreras, cargaban en hombros al ideólogo trotskista entre fusiles, pancartas y banderas rojas ornamentadas con la hoz, el martillo y el número cuatro en referencia a la Cuarta Internacional.

Cuando Guillermo Lora, secretario general del Partido Obrero Revolucionario (POR), llegaba a Llallagua para dirigir la escuela de cuadros, que se prolongaban por varios días, era conducido en hombros de los mineros por las calles de la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de siglo XX, hasta arribar al Pabellón de los Solteros, en cuyos dos cuartos ampliados por Filemón Escóbar, entre humos de cigarrillos y discusiones acaloradas, se realizaban las reuniones y ampliados de los militantes poristas.

Hermógenes Peláez, en una entrevista concedida para el libro Guillermo Lora, el último bolchevique (2021), del periodista Ricardo Zelaya Medina, recuerda: Cuando Guillermo venía, el Partido ya había crecido, en hombros sabíamos manejarle. De arriba bajaban las manifestaciones, de Cancañiri, y les esperábamos en la plaza, en el Club Racing, todos los militantes, unos 50 ó 60. Y de ahí en hombros lo sabíamos llevar hasta la Plaza del Minero (pág. 199).

Es probable que Guillermo Lora, en esta fotografía, esté sentado a horcajadas sobre los hombros del dirigente minero Cirilo Jiménez u otro obrero de fornido físico, cabellera hirsuta y bigotes recortados a la usanza de los actores de la época de oro del cine mejicano. Algunos niños curiosos, con la mirada volteada hacia atrás, van por delante y a paso ligero. Los obreros visten con chaquetas de cuero y otros con sacos de paños de la tierra, pero la mayoría de ellos llevan el atuendo de mineros, el guardatojo calado hasta las orejas y los botines con puntas de fierro, que la empresa les distribuía en las pulperías a cuenta de su salario.

Es ineludible que en la escuela de cuadros, el ideólogo del POR, autor de la Tesis de Pulacayo, inagotable panfletista y el mejor intérprete del trotskismo latinoamericano, disertaba sobre temas políticos y organizativos del Partido Obrero Revolucionario, además de hablarles de la importancia de encarnar el programa revolucionario y encaminarse hacia la conquista del poder, pero no a través del foco guerrillero ni las propuestas de los gobiernos nacionalistas, sino a través del programa revolucionario que debía encarnar la clase destinada a acaudillar la revolución de obreros y campesinos, hacia el socialismo y la dictadura del proletariado, ya que solamente el proletariado, bajo la dirección de su programa político, podía salvar a los explotados de la barbarie capitalista.

En este piquete de mineros armados, que ganaban las calles voceando consignas combativas contra la bota militar y el imperialismo, se encontraban algunos luchadores obreros como Pablo Rocha, Ángel Capari, Filemón Escóbar, Julio C. Aguilar, Isaac Camacho, Benigno Bastos, Víctor Siñanis, Flavio Ayaviri, Pedro Guzmán, René Anzoleaga, Sánchez y un largo etcétera de jóvenes militantes y simpatizantes del Partido. Y, claro está, en consideración de algunos, el personaje que debía ser llevado en hombros era César Lora, el verdadero organizador del Partido en las minas de Siglo XX, el indiscutible líder de los trabajadores, el que avizoraba la revolución sabiendo que esta no se haría con papeles ni panfletos, sino con los fusiles en las manos y con coraje a prueba de balas, sin dubitaciones ni mediatintas. César Lora era, sin lugar a dudas, el maestro de los mineros y campesino, a quienes les enseñaba las concepciones de los clásicos del marxismo en idioma quechua, el mejor visionario de la revolución obrera-campesina proyectada desde la lámpara enganchada en el guardatojo.

Por la realidad que refleja la fotografía es fácil suponer que César Lora, a pesar de su condición de líder nato del sindicalismo minero, no tenía afanes de figurón ni quería hacerse el caudillo por imposturas; prefería mantenerse al nivel de las bases, como era su costumbre, ajeno al culto de la personalidad, incluso cuando los acontecimientos lo colocaban de manera natural en la cúspide de los acontecimientos sociales que se agitaban desde abajo, pero desde muy abajo, desde el seno mismo de los trabajadores que lo elegían como al portavoz de sus reivindicaciones por su alto grado de conciencia política, casi siempre en actitud beligerante y discursos al rojo vivo.

Cualquiera que contemple esta fotografía, con la mirada puesta en los fusiles, se preguntará: ¿De dónde sacaron las armas? ¿Acaso provenían de la revolución del 1952 o las adquirieron en otras circunstancias? Lo cierto es que cuando el régimen de René Barrientos Ortuño despidió a decenas de sindicalistas subversores de sus fuentes laborales, ellos tenían que buscar la manera de mantener a sus familias. Pastor Peláez recuerda que César Lora, con la lucidez mental que lo caracterizaba, dijo: Carajo, De qué vamos a vivir, pues, tenemos que ‘jukear’ el mineral; palabras que pronto se convirtieron en consigas.

El jukeo consistía en formar un grupo de obreros retirados de la empresa y otro grupo de desocupados para explotar las vetas de estaño, cuyos concentrados eran entregados en bolsas de Calcuta a la misma Empresa Minera Catavi, una vez que César Lora convenció a los administradores para que declaren el jukeo como una actividad legal, para así evitar el quiebre de la empresa, la rebaja de los salarios y el despido forzoso de los obreros.

Con una parte de esos dineros recaudados del jukeo compraron una volqueta Ford de color rojo y las armas que debían ser usadas para emprender la insurrección armada de las masas y la instauración del gobierno obrero-campesino. Pastor Peláez, quien tenía escondidas las armas, tapadas con una calamina, en el patio de la casa de su madre, en la calle 9 de Abril de la población civil de Llallagua, confesó: Y con esa misma plata nos hemos comprado la volqueta y el armamento (…) Teníamos metralletas, fusiles M-1, una cosa de 50 (Zelaya Medina, Ricardo. Guillermo Lora, el último bolchevique, 2021, pág. 179) .

De modo que en la época del régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, los obreros estaban armados con las metralletas y fusiles que desenterraban en el patio de la casa de la madre de Pastor Peláez, quien era más conocido por el sobrenombre de Sabu, debido a su larga cabellera y su parecido físico con Sabu Dastagir, actor de origen hindú que, en los años cuarenta del siglo pasado, protagonizó películas como El ladrón de Bagdad y El libro de la selva, entre los más destacados de una larga producción cinematográfica; películas que se proyectaban en los cines de los centros mineros de Uncía, Catavi, Siglo XX y Cancañiri. 

Estas mismas armas se habían ya usado el 28 y 29 de octubre de 1964, en el enfrentamiento contra las tropas del Ejército en las áridas pampas de Sora Sora, a medio camino entre Huanuni y Oruro, donde se dieron bajas en ambos bandos y en cuyas refriegas, que duraron horas de fuego cruzado de proyectiles, hubo varios combatientes gravemente heridos.

Las columnas de obreros, disciplinados y fuertemente armados con ametralladoras, fusiles y dinamitas, estaban comandadas por César Lora, Isaac Camacho y Cirilo Jiménez. Ellos se lanzaron al combate con el propósito de llegar hasta Oruro y apresurar la caída del gobierno de Víctor Paz Estenssoro, que se puso al servicio de los intereses del imperialismo, traicionando los objetivos estratégicos de la revolución nacionalista del 9 de abril de 1952.

El 14 de septiembre, después de la masacre de San Juan, en la madrugada del 24 junio de 1967, volvieron a remover el escondite y a sacar las armas totalmente carcomidas; las tuvieron que limpiar y engrasar, una por una, para luego distribuirlas entre los obreros más jóvenes y osados, así fue como desde entonces, las armas nunca más se recuperaron, al mismo tiempo que el gobierno de Barrientos, con el asesoramiento de los mercenarios de la CIA, seguía con su objetivo de liquidar a los movimientos izquierdistas que se oponían a la dictadura; no tuvo reparos en acabar con los dirigentes más esclarecidos de los sindicatos revolucionario. Así fue como asesinaron a César Lora en julio de 1965 y desaparecieron a Isaac Camacho un mes después de haber provocado un baño de sangre en junio de 1967.

Esta imagen nos deja un testimonio de la gloriosa época del proletariado minero, de ese sector laboral que, en el marco de las luchas sociales, difundían el claro mensaje de que los pobres, explotados y marginado serían los que controlarían el poder político en beneficio de las grandes mayorías, que soportaban los látigos del imperialismo y de los gobiernos que no representaban los intereses de quienes deseaban vivir en un país más justo, libre y equitativo. 

Esta fotografía histórica, atesorada en los archivos del fotógrafo llallagueño Juan Bastos, es un buen ejemplo de que en las minas de Sigo XX, había una organización de militantes y simpatizantes de la organización trotskista dispuesta a empuñar las armas y conquistar el poder político, para establecer el gobierno obrero-campesino, que hoy por hoy, en el siglo XXI y tras el decreto 21060 y el cierre de las minas nacionalizadas, que liquidó a las direcciones revolucionarias de la clase obrera, parece más una ilusión lejana que una escena propia de la realidad actual.

Este testimonio de luces y de sombras, revelado mediante un procedimiento químico en el laboratorio, muestra que los obreros estaban decididos a asumir su rol histórico bajo las banderas del socialismo, la única sociedad capaz de abolir las discriminaciones sociales y raciales; es más, es una fehaciente prueba de que los obreros, armados por César Lora e Isaac Camacho, estaban dispuestos a emprender la insurrección popular, prestos a batirse con las tropas del Ejército y lograr una victoria en los campos de batalla, para conquistar, palmo a palmo y con las armas en las manos, los ideales trazados por la Tesis de Pulacayo.

Son lecciones de vida y de lucha, y de esto deben aprender las actuales autoridades de gobierno, los dirigentes de la Central Obrera Boliviana (COB) y la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), que deben reivindicar las tesis políticas aprobadas en las asambleas y los congresos mineros, sin claudicar ni traicionar la independencia política de los oprimidos ante los gobiernos de turno, ya sean estos civiles o militares, de derecha o izquierda, debido a que el proletariado siempre tuvo sus propios principios y objetivos desde que se constituyó en clase en sí y para sí, en la clase revolucionaria por excelencia, en la vanguardia de la nación oprimida que pugnaba por liberarse de la opresión imperialista.

Las gloriosas épocas del pasado ya no existen en Llallagua, ni en Catavi, ni en Siglo XX, que fueron los baluartes de las luchas sociopolíticas durante la pasada centuria. Lo único que ha quedado son los vestigios de los dirigentes sindicales más importantes del país, una historia que debe rescatarse para las futuras generaciones, para que sepan que los distritos mineros del norte de Potosí parieron a hombres y mujeres que supieron armarse de coraje para defender sus derechos más elementales y sus ganas de transformar la sociedad capitalista, donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada, en una sociedad socialista más digna, solidaria y humana.

Imágenes:

1.     Piquete de mineros armados, Siglo XX-Llallagua, 1965. Foto de Juan Bastos.

2.     Guillermo Lora.

3.     César Lora e Isaac Camacho. Viñeta realizada por el muralista Miguel Alandia Pantoja.

 

jueves, 16 de diciembre de 2021

INVITAN A LA PRESENTACIÓN DE LA ANTOLOGÍA NARRATIVA MINERA PERUANO-BOLIVIANA

El evento se realizará el próximo 21 de diciembre, Día del Trabajador Minero Boliviano, en el Auditorio del Archivo Histórico de la Minería Nacional.

La antología, publicada bajo el sello del Grupo Editorial Kipus, está a la venta en sus sucursales distribuidas a nivel nacional, en las Ferias de Libros y librerías oficiales a nivel internacional. Se puede también adquirir por medio de la página oficial: www.editorialkipus.com o escribiendo al E-mail: ventas@editorialkipus.com 

jueves, 2 de diciembre de 2021

UN HOMENAJE PÓSTUMO ANTE LA AUSENCIA DE LA SUBALCALDÍA 

DE CATAVI

Ante la desidia de las autoridades municipales, que parecen no tener interés en respaldar las actividades culturales, el Archivo Histórico Minero de Catavi y la Fundación Enrique Arnal aunaron esfuerzos para llevar adelante el homenaje póstumo al artista plástico cataveño que, por razones obvias, debía ser de incumbencia y responsabilidad de la Subalcaldía, que no movió un dedo para coadyuvar en la tarea de rescate, valoración y difusión de uno de los personajes más representativos de este memorable distrito minero.

Sin embargo, cabe recordar que una de las principales funciones de las autoridades locales es la de promover los valores culturales de la población a la cual representan, habida cuenta que las artes plásticas, las composiciones musicales y las creaciones literarias, tanto como las tradiciones folklóricas, deportivas y religiosas, son las depositarias de la herencia cultural e histórica de un pueblo que tiene pasado, presente y futuro.

No cabe duda de que los pintores, poetas, cantautores, escritores y otros cultores del arte en general, son los que mejor representan a su pueblo y, por eso mismo, son los que están destinados a quedarse para siempre en la mente y el corazón de sus coterráneos, a diferencia de las autoridades políticas que, a pesar de contar con el voto mayoritario de los ciudadanos, están de pasadita por las instituciones municipales, pues apenas cumplen con su mandato de mandamases, están destinados a dejar sus cargos y retirarse a casa, como quienes están condenados a perderse en las brumas del tiempo y el olvido.

Lo rescatable de la actividad cultural dedicada a Enrique Arnal fue constatar que, al margen de las autoridades ediles y las instituciones públicas, existen personas que dedican lo mejor de su tiempo a recatar y promover la memoria histórica con un alto contenido sociocultural en beneficio de los cataveños que, ya sea de cerca o a la distancia, aman su tierra con todas las fuerzas de su corazón. Una de estas personas entusiastas y auténticas gestoras de la cultura y las tradiciones mineras es Lourdes Peñaranda Morante, responsable del Archivo Histórico Minero de Catavi, quien viene publicando periódicamente la Serie de Literatura Minera, cuyo Nro. 20 está dedicado a la fabulosa leyenda del Cóndor Martín, con textos que fueron ilustrados con las pinturas al óleo de Enrique Arnal, artista que conoció en su infancia a este majestuoso ave de la cordillera de los Andes, que cumplía la función de mensajero en la Empresa Patiño Mines de Catavi.

Algunas personas, que se dieron cita en el evento, no dudaron en comentar que los pintores, poetas, cantautores y escritores quedan para siempre en la historia de su pueblo, porque sus obras, creadas con la fuerza de la inteligencia y la imaginación a cuestas, están destinadas a trascender en el tiempo y el espacio a través de la memoria colectiva, que suele transmitir la sabiduría popular de generación en generación. 

Con todo, cabe remarcar que las autoridades ediles (cuyos nombres más vale la pena no mencionar porque no se lo merecen), indistintamente del color político, están en la obligación de reconocer, incentivar y premiar a quienes dignifican el nombre de su pueblo, tanto dentro como fuera del país, sin perjudicar a nadie ni pedir nada a cambio. El nombre de Catavi se conoce más allá de las fronteras nacionales, no sólo por su moderna planta de concentración de estaño y purificación de minerales en la pasada centuria, sino también por las obras pictórica y literarias de quienes tuvieron la capacidad de crearlas con su esfuerzo personal, lejos de toda politiquería y ajenos a la consabida conducta de los buscapegas.

Enrique Arnal, como otros cataveños cosmopolitas y universales, llevó en alto el nombre de la población donde nació, del distrito minero que él paseó por el mundo entero, como si tuviese un Catavi portátil en la mente, el corazón, el arte y la maleta, pues por donde anduvo, en otras culturas y entre otras gentes, sacaba a Catavi desde lo más hondo de su ser y lo exhibía con orgullo, explicando que desde allí y en otrora se administró la empresa estañífera más grande del mundo. De ahí que gracias a él, a su obra pictórica y sus recuerdos de infancia, se conocían aspectos transcendentales de Catavi a nivel nacional e internacional; lo que confirma que los poetas, cantautores, pintores y escritores, son los auténticos embajadores de la tierra que los vio nacer.  

Ahora bien, al margen del desinterés cultural de quienes fungen como autoridades municipales, el homenaje póstumo al artista Enrique Arnal despertó un inusitado interés y contó con la participación de un numeroso público interesado por conocer aspectos relevantes de la vida y obra de uno de los personajes notables de Catavi y, consiguientemente, de una de las mentes más brillantes y creativas de la plástica boliviana, con una sorprendente obra en la que retrató los elementos mágicos y reales de la tierra minera donde transcurrieron los primeros ocho años de su extraordinaria existencia. 

viernes, 12 de noviembre de 2021

HOMENAJE PÓSTUMO AL PINTOR ENRIQUE ARNAL

El Archivo Histórico Minero de Catavi, en el marco de sus actividades dedicadas al rescate de los documentos patrimoniales y las tradiciones culturales del movimiento obrero boliviano, publica periódicamente la Serie de Literatura Minera, cuyos Nros. 20 y 21 constituyen un homenaje póstumo al artista plástico Enrique Arnal Velasco (1932 - 2016), nacido en la población de Catavi, al norte del departamento de Potosí.

El Nro. 20, que reúne una serie de textos en torno a la fabulosa historia del Cóndor Martín, está ilustrado con las magistrales pinturas de Enrique Arnal, quien conoció en su infancia al majestuoso rey de la cordillera de Los Andes.

El Nro. 21 de la Serie de Literatura Minera es una breve presentación biográfica del pintor cataveño, considerado por la crítica especializada como uno de los artistas plásticos más representativos del siglo XX, tanto a nivel nacional como internacional.

Las dos publicaciones, elaboradas por el escritor Víctor Montoya, serán presentadas el viernes 19 de noviembre, a Hrs. 10:00 a.m., en los ambientes del Archivo Histórico Minero de Catavi, Avenida Bolívar, No. 101, Zona Central del Distrito Catavi.

El homenaje póstumo al pintor Enrique Arnal Velasco, según informó la responsable del Archivo, Lourdes Peñaranda Morante, contará con la presencia de la viuda del artista, Nina Tamayo de Arnal, los promotores de cultura y turismo, las autoridades del gobierno autónomo municipal y los profesores de Artes Plásticas de las unidades educativas de Llallagua, Catavi y Siglo XX.

El evento será coauspiciado por la Fundación Enrique Arnal, cuya sede, dirigida por su hijo Matías Arnal, está ubicada en la ciudad de Washington, Estados Unidos.


lunes, 18 de octubre de 2021

PROFESORES RECONOCEN LA LABOR DE VÍCTOR MONTOYA

En la presentación del libro “15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana”, realizada en el “Salón Rojo” de la Honorable Municipalidad de Llallagua, el miércoles 13 de octubre 2021, el escritor Víctor Montoya, miembro de la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, fue reconocido por la Asociación de Profesores de Lenguaje y Literatura “por enaltecer al Municipio de Llallagua con sus grandes y significativas producciones literarias, por su vocación, entrega y dedicación”.

La presidente de la Asociación, Gricelda Martínez Serrano, destacó las contribuciones del escritor en el ámbito de la educación y creación literaria, y la Prof. Norma Silva, de la Unidad Educativa “Primero de Mayo”, le entregó una plaqueta confiriéndole el reconocimiento a nombre de sus colegas y los estudiantes de secundaria de Llallagua, Catavi y Siglo XX.

El escritor Víctor Montoya, que pasó su infancia y adolescencia en esa población minera del norte de Potosí, agradeció con efusivas palabras el inesperado acto de reconocimiento ante una nutrida presencia de profesores, estudiantes y público en general.   

domingo, 17 de octubre de 2021

UNA ANTOLOGÍA SOBRE MINAS Y MINEROS

El 14 de octubre se presentó la antología La narrativa minera peruano-boliviana, en el marco de la XIV Feria Internacional del Libro de Cochabamba. La antología, publicada bajo el sello del Grupo Editorial Kipus, está a la venta en sus sucursales distribuidas a nivel nacional, en las Ferias de Libros y librerías oficiales a nivel internacional. Se puede también adquirir por medio de la página oficial: www.editorialkipus.com o escribiendo al E-mail: ventas@editorialkipus.com

La antología de la narrativa minera de dos países hermanos, que comparten una misma historia y un mismo destino, marca un hito sin precedentes en el contexto de la literatura hispanoamericana. Los compiladores, Roberto Rosario Vidal (Lima, 1948) y Víctor Montoya (La Paz, 1958), reconocidos escritores de cuentos y novelas de ambiente minero, conjugaron esfuerzos para elaborar un libro compartido, con el único propósito de registrar en sus páginas la mejor producción narrativa de todos los tiempos.

En el libro se reúne a más de treinta autores de ambas nacionalidades, con textos que sorprenden y maravillan por su calidad ética y estética. Se trata de una antología que, a tiempo de rescatar una temática de profundos valores humanos y dramáticas realidades, promete una lectura amena, llena de historias que reflejan la despiadada explotación de los trabajadores del subsuelo y el contubernio entre los gobiernos de turno y los consorcios trasnacionales, que aplicaron desde un principio una política económica extractivista de los recursos naturales, con el afán de acumular fortunas a cambio de pobreza.

La literatura minera, al margen de reflejar la dantesca realidad de los indígenas convertidos en mitayos para trabajar en los yacimientos de plata en condiciones infrahumanas, es una denuncia de la dramática realidad de los proletarios modernos, insertos en el engranaje del sistema de producción capitalista, donde su vida comienza con los accidentes laborales por falta de seguridad industrial y termina con enfermedades crónicas como la tuberculosis y silicosis.

En varios de los textos, meticulosamente seleccionados e incluidos en las páginas de La narrativa minera peruano-boliviana, se describe la maquinaria demoledora del sistema capitalista, que irrumpió en la cordillera andina a mediados del siglo XIX, ya en su fase de descomposición imperialista, sin sospechar que pronto se estructuraría un proletariado revolucionario, organizándose en mutuales y sindicatos, capaces de reclamar los legítimos derechos de sus afiliados, dispuestos a enfrentarse a las clases dominantes por medio de marchas, huelgas y acciones directas de masas.

La presente antología es un rico mosaico del mundo minero, donde no está ausente el pensamiento mágico y mítico de la cosmovisión andina, un elemento inherente a la narrativa minera, que recrea, con todo su esplendor, las creencias, mitos, leyendas y supersticiones de las culturas nativas.

El lector encontrará en los textos, escritos con vigorosa prosa y poderosa fuerza argumental, un entrecruce entre lo real y lo fantástico, donde se percibe una línea discursiva moviéndose sobre dos andamiajes que corresponden, por un lado, al realismo social de los mineros y, por el otro, al universo mágico-mitológico de las culturas ancestrales.

En varios de los cuentos, relatos y fragmentos de novelas, los escritores bolivianos y peruanos rescatan la mitología minera a partir del sincretismo religioso entre lo profano y lo sagrado, entre el paganismo precolombino y la religión católica, que da origen a personajes omnipresentes que cobran vida en la oscuridad de las galerías, como el Chinchilico o el Muki en Perú y el Tío de la mina en Bolivia. Estas deidades, que procuran el bien o el mal, dependiendo del trato que se les dispense al entrar y al salir de la mina, conviven en la imaginación de los mineros como si de veras existieran en la realidad.

El Tío, por citar un caso, es un personaje ambiguo, mitad dios y mitad diablo. Los mineros moldean su imagen de barro y roca mineralizada, con características mitad humanas y mitad demoniacas, pero cuyo atributo que mejor lo caracteriza es su miembro viril de dimensiones asombrosas que, según la concepción minera, es para fecundar a la Pachamama y copular con la Vieja o Chinasupay (diablesa), pero también para perforar las rocas como si fuese un taladro de grueso calibre; un culto fálico que está fuertemente arraigado en el imaginario de los mineros, quienes le rinden pleitesía ofrendándole coca, alcohol y cigarrillos, considerándolo el único dueño de las riquezas minerales del subsuelo y el amo absoluto de los trabajadores que se internan en su reino, sin saber si volverán a salir con vida a la luz del día.

Los autores seleccionados, asumiendo un compromiso político y social, trasuntan una temática en la cual aparece retratada la belleza telúrica del altiplano, con sus helados vientos y sus agrestes cumbres, pero también la miserable vida de las familias mineras, cuyas luchas sindicales están salpicadas de memorables huelgas y sangrientas masacres protagonizadas por los enemigos de la clase obrera. No pocos de los autores, sin perder su condición de creadores de obras literarias de alto valor testimonial, histórico y escritural, hacen un llamado vehemente a la toma de conciencia sobre la dramática realidad de la industria minera, donde las condiciones de vida y trabajo son lamentables, debido a la inseguridad laboral y el miserable salario que no alcanza para llenar la canasta familiar.

La antología La narrativa minera peruano-boliviana, además de constituirse en un significativo aporte a las letras hispanoamericanas, es un regio ejemplo de una colaboración bilateral en torno a una de las literaturas más explosivas del continente americano, cuyo texto y contexto destilan tragedias y esperanzas a través de los pulmones de los mineros peruanos y bolivianos.

viernes, 1 de octubre de 2021

MONTOYA PRESENTARÁ SU OBRA EN LLALLAGUA

El escritor Víctor Montoya presentará su reciente libro, 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana, en la II Feria Nacional Expositiva del Libro, Arte y Cultura de Llallagua, a realizarse del 12 al 15 de octubre.

La presentación del libro tendrá lugar a las 10:00 A.M., en el Salón Rojo del Gobierno Autónomo Municipal.

El programa estará sujeto al siguiente orden:

a) Palabras de bienvenida a cargo de Moisés Mendoza, encargado de la Unidad de Cultura y Canal Municipal del GAM.

b) Comentario de Gricelda Martínez Serrano, maestra de la Unidad Educativa Llallagua y presidenta de la Asociación de Profesores de lenguaje y literatura.

c) Reflexiones en torno a la importancia pedagógica del libro desde la perspectiva personal de Olga Tapia Gutiérrez, directora de la Unidad Educativa Franz Tamayo y exdirectora de la Dirección Distrital de Educación del Municipio Llallagua.

d) Un repaso en torno al contenido de 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana, bajo la contemplación literaria de Práxides Hidalgo Martínez, escritora de literatura infantil y juvenil y exdocente de la normal de profesores de Oruro.

e) El escritor Víctor Montoya, miembro de la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, compartirá sus experiencias y las razones que lo motivaron a escribir este libro de alto contenido pedagógico.

f) El acto se cerrará con un brindis de honor. 

 

jueves, 9 de septiembre de 2021


LOS PRIMEROS ESCRITORES DE LOS NIÑOS Y JÓVENES BOLIVIANOS

El Grupo Editorial Kipus acaba de publicar 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana, la más reciente obra del escritor Víctor Montoya, quien hace un análisis de la importancia de la literatura en el ámbito del sistema educativo y en el contexto histórico de un país, cuya tradición cultural se refleja de manera plena en los libros escritos para los niños y jóvenes, con una serie de recursos narrativos y poéticos que son más creativos que didácticos.

Este libro, que presenta la vida y obra de 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana, ofrece al lector un espacio imaginario, permitiéndole descubrir un cofre de sorpresas literarias, donde se esconden muchas, pero muchísimas joyas de papel y tinta, que no solo estimulan la fantasía y el hábito de la lectura, sino que recrean argumentos y personajes al margen de los libros de texto.

En Bolivia no se tienen claras referencias históricas de cuándo se publicó el primer libro de literatura infantil y juvenil, pero si rastreamos algunos antecedentes del siglo XX, encontraremos pautas que conducen hacia ciertos autores/as que, motivados por su labor de educadores y conscientes de que la infancia es una de las etapas fundamentales en el desarrollo de la personalidad humana, escribieron libros, tanto en verso como en prosa, destinados exclusivamente a los niños y jóvenes, en un intento por acercarlos al puro placer estético de la creación literaria.

Aunque casi todos los autores/as contemplados en este volumen están ya muertos, de alguna manera, permanecen vivos entre nosotros, porque nos dejaron sus obras como un invalorable legado, como si fuesen criaturas que tienen vida propia y quieren permanecer entre nosotros, enseñándonos su mundo mágico y el secreto de sus juegos; eran autores/as de honda sensibilidad humana y talento escritural, quienes, liberándose de las ataduras de una pedagogía tradicional y conservadora, concibieron obras con un criterio más lúdico que didáctico, constituyéndose así en los principales precursores de una literatura ninguneada que, a fuerza de imaginación y desmesurado cariño, se despojó de sus atuendos de Cenicienta para convertirse en la princesa de la literatura universal.

El escritor Víctor Montoya, tras una larga investigación en bibliotecas públicas y privadas, nos entrega un documento literario que, además de compendiar la biografía y bibliografía de cada uno de los autores/as, está matizado con una muestra significativa de poemas, cuentos y piezas de teatro escritos con la mente y el corazón puestos en los niños y jóvenes bolivianos.

Los 15 escritores/as, registrados en este libro de alto valor histórico para las letras nacionales, son presentados de manera cronológica, según su fecha de nacimiento: Antonio Díaz Villamil (La Paz, 1897–1948); Joaquín Gantier Valda (Potosí, 1900–Sucre, 1994); Emma Alina Ballón (La Paz, 1913–2002); Yolanda Bedregal (La Paz, 1913–1999); Paz Nery Nava Bohórquez (Uncía, 1916–Suiza, 1979); Rosa Fernández de Carrasco (Cochabamba, 1918–2000); Óscar Alfaro (Tarija, 1921–La Paz, 1963); Antonio Paredes Candia (La Paz, 1924–2004); Elda Alarcón de Cárdenas (La Paz, 1928–2019); José Camarlinghi (La Paz, 1928–2013); Beatriz Schulze Arana (Potosí, 1929–La Paz, 2000); Gastón Suárez (Tupiza, 1929–La Paz, 1984); Alberto Guerra (Oruro, 1930–2006); Hugo Molina Viaña (Oruro, 1931–1988); Velia Calvimontes Salinas (Cochabamba, 1935).     


 

sábado, 4 de septiembre de 2021

EL ALMAKHAWA Y YARAWIKU WILLY FLORES

Si uno observa con detenimiento esta fotografía, captada en un espacio sin espacio y en un tiempo sin tiempo, observará que el Almakhawa no es una creación divina, sino la expresión auténtica del imaginario aymara, donde los seres fabulosos se mueven más en un nivel cosmológico que científico, lejos de todo razonamiento lógico y esquemático.

El Almakhawa tiene dos pequeños cuernos, seis ojos sobrepuestos, la piel labrada en el rostro y una boca abierta, dejando ver la hilera superior de sus brillantes y apretados dientes, que le ayudan a articular palabras cargadas de sabiduría, como si los pensamientos y sentimientos le brotaran en cascadas desde el fondo del alma. Está ataviado con un traje rico en brocados, capucha en el camisón y falda cubriéndole hasta más abajo de las rodillas; lleva un pequeño q’epi (bulto) en la parte inferior de la espalda, casi a la altura de la cintura, donde luce una faja ancha con diseños horizontales; lleva también guantes y medias tejidas con lana de alpaca para protegerse de los gélidos vientos del altiplano. Pero lo que más llama la atención es el muñeco que el Almakhawa carga en bandolera y en la parte delantera; el muñeco, más que representar a una criatura humana, parece el aborto de la naturaleza, carece de extremidades, aunque tiene un lluch’u (gorro) en la cabeza, como si de veras fuese un niño parido por las tragedias humanas convertidas en gritos de horror. 

El autor de esta fotografía es José García Choque, uno de los actores del elenco ALBOR, a quien Willy Flores le explicó, con la paciencia y didáctica de un consumado maestro, que cuando uno está detrás de la filmadora o cámara fotográfica, debe parecerse al Alamakhawa, cuyo principal atributo es ver las luces y sombras que otros no pueden o no saben ver. Cuando alguien le pregunta a este joven de cuerpo fornido y melena larga, ¿dónde y cuándo aprendió el arte de la fotografía?, contesta que aprendió a captar buenos retratos y paisajes de manera autodidacta y gracias a los acertados consejos de su maestro Willy Flores; y, como en todo oficio hecho de intuición y sensibilidad estética, se aprende a domar el oficio dándole duro a la cámara fotográfica, que exige de la destreza del artista para captar imágenes que cuenten historias sin intermediarios ni voces prestadas.

El Almakhawa, sin ni siquiera ponerse legañas de perro negro en los ojos, posee el don de penetrar en el ajayu (alma) de los vivos y muertos, y ver a través de sus ojos lo que ellos no pueden ver por sí mismos. Este personaje, capaz de leer los pensamientos en la frente y ver la luz entre las tinieblas, como el Tío ve con el fuego de sus ojos entre las penumbras de los socavones, es el sabio entre los sabios, el yatiri dotado de facultades divinas para mantener contacto con los vivos y muertos, con los dioses y las dimensiones desconocidas del cosmos, donde él traspasa tiempos y espacios como todo ser extraordinario creado más por la imaginación que por la realidad concreta.

Ahora bien, todos estarán preguntándose quién se esconde detrás de este magnífico atuendo del Almakhawa. La respuesta es simple y directa: el actor que está dentro de este personaje, que parece arrancado de los recovecos más recónditos de la mitología andina, es el mismísimo Willy Flores, fundador y director del Centro de Arte y Cultura ALBOR, uno de los movimientos culturales más influyentes en la urbe alteña desde 1997. Y, por supuesto, muchos estarán preguntándose quién es –o era– Willy Flores Quispe. ¿Qué hacía y qué pensaba? Desde luego que no es fácil sintetizar la vida y obra de un multifacético artista, quien vivía para entregar a su pueblo lo mejor que tenía: su capacidad creativa y su inteligencia a toda prueba.

Willy Flores nació el 19 de agosto de 1979 en la pequeña comunidad de Ilabaya, perteneciente al municipio de Sorata de la provincia Larecaja del departamento de La Paz; era hijo de la milenaria cultura aymara, cuyas tradiciones ancestrales las conservaba, difundía y defendía con orgullo. Hasta sus seis años fue un aymarista cerrado y aprendió el castellano recién cuando ingresó a la escuela. Estudió la primaria y secundaria en la combativa ciudad de El Alto, donde destacó entre los muchachos de su generación por su liderazgo y cautivante personalidad.

Cuando la muerte lo alcanzó el 19 de julio de 2020, llevaba ya más de dos décadas como actor, declamador y poeta; en realidad, desde los 14 años de edad, desde que una de sus maestras de colegio le impulsó a cultivarse en el campo de la declamación, consciente de que Willy poseía cualidades naturales para la interpretación de las poesías que caían en sus manos y que él las destilaba en su corazón sensible al amor y el dolor humanos. Así fue como se consagró como el ganador del Festival Pluma de Plata en 1998; un premio que lo impulsó a entregarse con desmedida pasión al arte poético y actoral.

Como todo hombre zarandeado por las injusticias sociales y raciales, no demoró en tomar conciencia de la realidad nacional, que lo hizo recalar en un arte de compromiso revolucionario, en el que fue uno de los dramaturgos y poetas más obstinados del país, debido a su ascendencia aymara y su conciencia política que, inevitablemente, lo empujaron a asumir una responsabilidad con los sectores más desposeídos del campo y las ciudades. No en vano, desde los años turbulentos de su adolescencia, se empeñó en usar el teatro y la palabra escrita como instrumentos de denuncia y protesta contra el sistema capitalista y patriarcal de la sociedad boliviana.

A sus 22 años de edad fue sorprendido por las jornadas sangrientas de 2003, ese octubre negro que dejó un reguero de muertos y heridos en las calles de la ciudad de El Alto; un luctuoso acontecimiento que lo impactó e inspiró a escribir la pieza teatral Bolivia Diez sobre la historia clandestina de los de abajo y el despiadado saqueó imperialista de los recursos naturales.

El dramaturgo Willy Flores concibió desde un principio que, para ser puesta en escena Bolivia Diez, era ineludible la presencia del Almakhawa, quien, con todo su poder de sabiduría y seducción, debía narrar los acontecimientos más trágicos de la nación boliviana, en un afán por revelar la historia velada de los vencidos, pero sin dejar de mencionar los mitos y leyendas de las culturas ancestrales, que dan vida a la cosmogonía andina, poblada de deidades que dominan el alaxpacha (espacio celestial), el kaypacha (espacio terrenal) y el ukhupacha (espacio subterráneo), con personajes maravillosos y fascinantes arrancados de la más pura tradición oral; registros escenográficos que identifican al grupo de teatro ALBOR, integrado por un grupo de jóvenes que deslumbran con su entusiasmo y profesionalismo, aunque no siempre cuentan con los recursos materiales suficientes para escenificar las obras contestatarias de autores nacionales y extranjeros en plazas, escuelas, coliseos y teatros.

El Almakhawa, moviéndose en medio del escenario o sentándose sobre un cajón de maderas, no cesa de relatar los acontecimientos históricos que él, en su condición de ser mágico y fantástico, parece haber grabado en el crisol de su memoria, como quien cincela cada episodio en roca dura, para que nadie lo borre ni desaparezca, y para que la memoria colectiva y la sabiduría popular permanezcan por siempre y para siempre. 

En la dramatización de Bolivia Diez, el Almakhawa, apenas se encienden los reflectores y se abren los telones, irrumpe en el escenario con su aspecto sobrenatural, moviéndose a paso lento y rememorando con voz queda los trágicos acontecimientos de un país desmembrado por intereses foráneos desde su pasado colonial, pasando por la Guerra del Chaco (1932-35), las masacres de las dictaduras militares, el entreguismo de los gobiernos neoliberales y rematando con la Guerra del Gas en la ciudad de El Alto (2003).

Las historias están contempladas desde la perspectiva radical de la izquierda contemporánea y los episodios más trascendentales se representan, de manera dinámica y didáctica, en varios actos en los cuales los actores y actrices hacen gala de su capacidad histriónica, ganándose toda la atención de los espectadores que, al final de cada escena y al cerrarse los telones, estallan en una salva de aplausos y el corazón todavía latiéndoles con la velocidad de un caballo al galope, mientras los actores y actrices se despiden del público entre los estribillos que nacieron de la furia popular en octubre de 2003: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!... ¡El Alto de pie,…!

El jach’a yarawiku (gran poeta) Willy Flores, capaz de meterse debajo de la piel de cualquier personaje que interpretaba en el escenario, era la encarnación del mismo Almakhawa, de ese ser clarividente que representaba su otro yo, ese que podía penetrar en el alma de las personas para descifrar mejor lo que les deparaba el destino, convencido de que el destino no estaba en manos de los dioses, sino de los humanos dedicados a luchar por la libertad y la justicia.

El yarawiku y Almakhawa Willy Flores, en su largo recorrido por los caminos de la poesía y el teatro revolucionario, no dejó de deslumbrarnos con sus dichos y hechos propios de un artista tejedor de sueños e ilusiones, y aunque la muerte nos privó de su presencia física a los escasos 40 años de edad, estamos seguros de que él estará siempre con nosotros, entre nosotros, porque los seres que nacen para ser estrellas no se apagan, ni se mueren ni desaparecen así nomás, cuando con su talento iluminaron la mente y el corazón de los enamorados del arte forjado a partir de las aspiraciones del pueblo boliviano.

 

lunes, 2 de agosto de 2021

 

CONFESIONES DE UN LECTOR DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Les cuento que durante mucho tiempo me dediqué a escribir sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, no solo porque soy escritor, sino también profesor. Cuando me encontraba en Europa, donde viví por más de 34 años, dirigí talleres de literatura para niños y jóvenes, con la idea de demostrarles a los chicos y grandes que cualquiera podía llegar a ser escritor de cuentos y poemas. De esos talleres resultó el libro Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (1983), que se publicó en Estocolmo y se usó como material de apoyo en la enseñanza del español como idioma materno en algunas escuelas suecas.


Años más tarde, motivado por el hermoso cuento Tormenta en los Andes, escrito por Walter Guevara Arze, quien fue presidente de Bolivia en 1979, decidí elaborar una antología de cuentos bolivianos en los cuales los protagonistas principales fuesen niñas y niños bolivianos. Reuní a 34 de los mejores escritores de entonces y publiqué el libro: El niño en el cuento boliviano (1999), que tuvo muy buena recepción y positivos comentarios en la prensa. Los escritores quedaron felices al saber que sus cuentos se leerían dentro y fuera de Bolivia, y yo, como se imaginarán, tenía el corazón latiéndome como cuando se termina de jugar un partido de fútbol o se ha saltado por mucho tiempo con una cuerda. 

Pero como mi interés por la literatura destinada a los niños y jóvenes seguía creciendo y creciendo como la espuma, no pude resistir la tentación de escribir un libro teórico sobre las condiciones fundamentales que deben reunir los libros que los escritores e ilustradores elaboran con esmero para los pequeños lectores. De esa inquietud, por demás necesaria y apasionante, surgió el ensayo: Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía, que ya tiene varias ediciones desde el año 2003. En ese libro quise explicarles a los profesores, padres de familia y a todos quienes trabajan con los niños y adolescentes, lo importante que es la literatura infantil y juvenil para incentivar el hábito de la lectura, pero también para estimular y desarrollar la fantasía, el lenguaje, la inteligencia y la personalidad de los individuos desde su más tierna edad.

Aunque yo vivía en una población minera del norte de Potosí, donde los niños y adolescentes no podíamos disfrutar de la literatura infantil y juvenil, por la falta de bibliotecas escolares y porque casi nadie tenía este tipo de libros en sus hogares, tuve la posibilidad de hacerme de varias revistas de serie que, de alguna manera, me abrieron las puertas de ese fascinante universo donde las historietas estaban ilustradas con imágenes a todo color. Desde luego que esas revistas no correspondían al género de la literaturas infantil y juvenil, pero ocupaban el tiempo libre de los niños y jóvenes, entreteniéndonos en los horrorosos momentos de soledad y aburrimiento.

Desde que aprendí a leer y escribir con la ayuda del libro de texto Alborada, de las profesoras Albertina Condarco de Duchen y Laura Condarco De la Quintana, estaba ya listo para leer otros libros que fuesen de mi interés y no del interés de mis padres ni profesores, pero, por mucho que las buscaba en los anaqueles de la biblioteca pública de la Alcaldía de Llallagua y en la biblioteca del colegio nocturno Primero de Mayo, no las encontraba por ningún lado, como si estuviese buscando una aguja en un pajar. Cuando empecé la educación secundaria, como todo adolescente que termina de cruzar el umbral de la pubertad, tenía las esperanzas de acceder a la literatura que, por razones inherentes a la trágica realidad de los centros mineros, se me había privado en la infancia. Mas pronto me di cuenta de que estaba equivocado, ya que mis profesores de lenguaje y literatura, en lugar de proporcionarme los libros de aventuras de Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson o Julio Verne, me dieron a leer libros de la llamada literatura clásica, como El cantar de Mío Cid de autor anónimo, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, la Ilíada y La Odisea de Homero; libros escritos de manera abigarrada, con un lenguaje complejo para mi escaso vocabulario y desarrollo lingüístico, con episodios contextualizados en épocas pretéritas de la historia europea y personajes ajenos a mi entorno sociocultural.

A estos libros impuestos por los expertos en literatura, se sumaban las obras de algunos autores hispanoamericanos que, a la hora de pergeñar sus obras, no pensaron en crear una literatura para los adolescentes y mucho menos en satisfacer las expectativas de un joven lector. De modo que esas tediosas lecturas del colegio, que más parecían un castigo dentro del sistema educativo, no estimulaban el hábito de lectura ni potenciaban el afán por seguir explorando en los territorios de la palabra escrita, tras la búsqueda de los cofres donde reposaban las auténticas joyas de una literatura bien lograda en la forma y el contenido.

Entonces, como no tuve una niñez y una adolescencia rodeada de libros de literatura infantil y juvenil, llegué a la edad adulta sin haber leído los cuentos ni los poemas de los escritores/as que dedicaron su tiempo y talento a los niños y jóvenes bolivianos. Quizás debido a eso, tuve que volver a mi pasado para leer y conocer a los autores/as que, desde las décadas de los años 30 y 40 de la pasada centuria, escribieron obras destinadas a los niños y jóvenes de esta patria multilingüe y pluricultural. Leí sus obras con la misma curiosidad y pasión de quien descubre un mundo desconocido y, como envuelto en un halo de alucinación, me nació el deseo de presentar en un libro, estructurado en orden cronológico, un pedazo de la vida y obra de 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana (2021), sin otro motivo que dar a conocer lo que es poco conocido y hasta desconocido, y sin otra intención que compartir con otros lectores el interés por conocer primero lo nuestro, antes de cruzar las fronteras nacionales y echarnos a recorrer por los senderos de la literatura universal.

Ahora que he escudriñado en los recovecos de las bibliotecas públicas y privadas, donde encontré incluso varios libros cubiertos de polvo y olvido, me deslumbré con la presencia de tantos autores/as que nos hablan desde las páginas impresas de sus obras y, acaso sin darme cuenta, me propuse seguir escribiendo en torno a la literatura infantil y juvenil boliviana que, como es bien sabido por todos, se despojó de su traje de Cenicienta del siglo pasado para convertirse en la apreciada princesa del presente siglo, cuyas condiciones sociales, económicas y culturales son más favorables para los niños y jóvenes, quienes se constituyen en los pilares vitales de una sociedad donde los libros, además de ser instrumentos de formación y comunicación, son, algunas veces, como casas habitadas por los personajes de la vida real y, otras veces, son como castillos de fantasía habitadas por las criaturas de la imaginación.

Mis indagaciones sobre la literatura infantil y juvenil boliviana, desde que me establecí en la cuna de mi nacimiento, me han dado muchas satisfacciones, permitiéndome entablar amistad con varios de los escritores/as que se dedican con genuina vocación a crear obras dedicadas a los lectores que necesitan alimentar su espíritu con historias protagonizadas por personajes que, de un modo consciente o inconsciente, reflejan su propio fuero interno, compuesto por un puñado de realidades y otro puñado de fantasías, debido a tanto los niños, a diferencia de los adultos, no tienen un pensamiento enteramente lógico y hacen suyas las obras donde los argumentos y personajes se mueven en la sutil frontera donde termina la realidad y comienza la ficción. 

Aquí es necesario reconocer que yo mismo, en mi condición de narrador, nunca escribí un solo libro para niños, consciente de que no cualquiera puede crear una obra que despierte el interés de los lectores, con personajes que tengan vida propia y una temática que sea de su entero agrado, pues una cosa es escribir cualquier folletín a nombre de literatura infantil y otra muy distinta escribir un cuento, novela o poema, concebido desde la perspectiva de los niños y jóvenes, quienes, aparte de no aceptar que un autor/a les meta gato por libre, son los mejores jueces para tirar por los aires un libro que no les gusta, por mucho de que esté lujosamente empastado y cuente con el aval de los críticos literarios. Lo que los niños y jóvenes necesitan son libros cuyos personajes respiren junto a ellos y cuyos argumentos les toquen las fibras más sensibles de su personalidad, con una fuerza natural que haga ecos por mucho tiempo en el crisol de su memoria.

La literatura infantil y juvenil, lejos de transmitir normas de comportamiento moral y conocimientos científicos, es un instrumento que sirve para despertar la capacidad creativa de los lectores, para estimular el hábito de la lectura y para meterlos en una suerte de capsula fantástica donde el tiempo y el espacio real desaparecen, para dar paso a otros seres y otras constelaciones que tienen su propio tiempo y espacio. Si los niños logran escaparse de su realidad inmediata a través de la lectura de un libro, cuya historia tiene la fuerza de mantenerlos en un estado parecido al ensueño, entonces debe deducirse que el autor/a ha logrado consumar su principal objetivo, que consiste en hacer que los lectores se zambullan en un mar de letras, que hagan suyas las historias que se les cuenta y, en el mejor de los casos, que sean cómplices de las aventuras de la imaginación del artista de la palabra escrita.  

Ahora bien, mientras la vida me mantenga vivo, no dejaré de leer libros de literatura infantil y juvenil, sobre todo ahora que estoy fregado por haberme adentrado en las obras de los autores/as contemporáneos de Bolivia, donde se nota el florecimiento en los jardines de una de las literaturas que, durante muchísimo tiempo, parecía haberse congelado como un tempano de hielo en medio de un frígido invierno, provocado por la falta de mejores políticas culturales de parte de las instancias dependientes del Estado y de los actores implicados en la producción, promoción y planificación de lectura de los libros que dan tantas satisfacciones sin pedir nada a cambio.

Es cierto que soy una persona adulta, que me hace viejo solo en apariencia, pero eso no es un obstáculo para que siga leyendo libros de literatura infantil y juvenil, como quien busca refugiarse de los problemas de los mayores en las obras que encandilan la razón -y la sinrazón-, con palabras que tejen historias tanto reales como ficticias. Y si alguien me preguntara por qué sigo leyendo libros escritos para niños y jóvenes, no dudaría en confesarles mi secreto: aunque soy una persona adulta, sigo siendo niño y joven por dentro, por eso me encanta maravillarme leyendo los mismos libros que otros leen a hurtadillas y porque tengo un vivo interés por conocer a los autores/as que nos han dedicado sus libros con inconmensurable pasión y cariño.

La literatura infantil y juvenil, en realidad, no conoce edades; su único propósito es entretener a los lectores que, aun siendo viejos, no han dejado de ser niños en el fondo de su alma. De ahí que cuando los padres leen para sus hijos cuentos de hadas a la hora de dormir, no hacen otra cosas que revivir los años de su propia infancia, cuando también a ellos les leían sus padres, sentados o recostados en la cama, cuentos que les iluminaban la imaginación y los transportaban a otras dimensiones donde era posible que una flor hable, un árbol camine y un río cante; o esos otros cuentos fabulosos de la tradición oral en los que un sapo podía convertirse, con un solo beso, en un hermoso príncipe, o una niña pobre podía trocarse, gracias a la varita mágica del hada madrina, en una bella y afortunada princesa.

Por último, cabe recordarles a mis compañeros de ruta, a quienes reman en la misma dirección, que todo lo que se haga a favor de la literatura infantil y juvenil, tanto dentro como fuera del país, será siempre un acto loable y una acción que ayudará a comprender que los libros no siempre son medios para impartir conocimientos científicos, sino cajitas mágicas, de ilusiones y sorpresas, donde los argumentos y personajes cobran vida mediante el arte de la palabra escrita, y que la lectura en las unidades educativas no puede -ni debe- ser una tarea forzada, sino una actividad de relajamiento y felicidad, similar a un espacio lúdico donde no tienen lugar el aburrimiento ni la obligación.


sábado, 10 de julio de 2021

 

LA CALLE DONDE MUEREN LOS VALIENTES

Cuando era niño vivía con mis abuelos, cuya casa estaba ubicada al fondo de un callejón sin salida que, en realidad, era un apéndice de la calle Modesto Omiste, más conocida por los pobladores como la calle donde mueren los valientes, debido a la cantidad de trifulcas, a veces con funestos desenlaces, protagonizadas por los parroquianos que asistían a las chicherías que abundaban en esta calle, que se extendía desde la entonces Plaza 10 de Noviembre (actual Plaza de Armas), donde está emplazado el edificio de la municipalidad de Llallagua, hasta la entonces Plaza Nueva (actual Mercado Central), donde los niños nos dábamos cita para jugar.

Lo que no sabía por entonces era el porqué le pusieron el nombre de Modesto Omiste a la calle, mal empedrada y con subidas y bajadas, con casas de adobe y techos de calamina o paja brava. Lo único que sabía era que el callejón sin salida, donde estaba la casa de mis abuelos, antes fue un basural por donde cruzaba un río que, en épocas de aguacero, arrastraba todo lo que encontraba a su paso. En este mismo lugar, donde abundaban perros, gatos y cerdos, las personas hacían sus necesidades y echaban los cubos de basura.

Mi abuelo compró esos terrenos baldíos, levantó un poteo con piedras labradas sobre el río y ahí mismo mandó construir su casa, con una hilera de cuartos alrededor del patio y un jardín incluidos. Yo jugaba con los niños de la vecindad y no era raro que llegáramos, empujando una tapa-corona con el trompo, hasta la calle Omiste, donde estaban las chicherías que expendían el néctar de los incas, la bebida alcohólica elaborada a base de maíz, que se fermentaba en tinajas de gran tamaño y que las cholitas Akhabanderas (chicheras con banderines blancos en la mano) ofrecían en tutumas a los parroquianos, quienes, al caer la tarde y armados con charangos y guitarras, se metían a cantar y bailar, mientras consumían las jarras llenas del amarillo brebaje, que los tumbaba como sacos de papas o les despertaba sus instintos agresivos, que casi siempre terminaba en gritos, insultos y, como ustedes se imaginarán, en un remolino de patadas y puñetes. 

A altas horas de la noche, la calle parecía una olla de grillos y, poco después, un hervidero de vozarrones de borrachos y chillidos de mujeres, que no dejaban conciliar el sueño de los vecinos, sino hasta que despuntaba el alba con el canto de los gallos. Al nacer un nuevo día, las puertas de las chicherías estaban cerradas por dentro y las cholitas no estaban ya invitando a pasar al local para servirse la bebida disponible hasta que el cuerpo y el bolsillo aguanten, pero apenas la gente ganaba la calle, se sabía que alguien había perdido la vida en la trifulca y que en el empedrado había un reguero de sangre. De modo que la famosa calle Omiste, mejor conocida como la calle donde mueren los valientes, era una suerte de zona roja, que durante el día estaba poblada por vecinos que llevaban una vida normal, pero al precipitarse la noche, sobre todo los fines de semana, se convertía en un pequeño infierno, donde imperaba la fuerza del más fuerte, el desenfreno amoroso y la borrachera sin control.

Los niños vivíamos felices en esta calle que, vista desde la parte baja y desde la perspectiva de un infante, parecía un tobogán hecho de tierra, polvo y piedra. Jugábamos en las aceras y la calzada, haga frío o haga calor, con cachinas, cuerdas, trompos y pelotas de goma, a falta de un parque de diversiones y jardines infantiles. Ahora solo falta saber qué fue de todos esos niños, qué rumbos tomaron y qué otras calles poblaron; pero, sobre todo, me pregunto si acaso ellos se acuerdan, como yo lo hago aquí y ahora, de las aventuras que compartíamos en la calle Omiste o, como nosotros la llamábamos, la calle donde mueren los valientes.

Cierto día, mientras repasaba las aventuras y desventuras de mi infancia, volví a preguntarme por qué las autoridades ediles bautizaron con el nombre de Modesto Omiste una de las principales arterias de la población de Llallagua, que desde principios del siglo XX respiraba y se mantenía activa gracias a la Empresa Minera Catavi, que contaba con miles de obreros que trabajaban en interior y exterior mina, las 24 horas del día y los siete días de la semana.

Decidido a despejar mis dudas, como quien está picado por su propia curiosidad, me puse a navegar en las redes de Internet para averiguar más datos sobre la vida y obra de Modesto Omiste, quien, por diversas razones inherentes a su actividad pedagógica, política y literaria, era digno de ser imitado y admirado no solo por sus coterráneos, sino también por los niños y jóvenes de Bolivia, que necesita de hombres y mujeres que vivan para servir al país y no para servirse de él.

Lo que por mucho tiempo no supe era que el nombre de la calle, instituida por ordenanza municipal y votación unánime, era en reconocimiento a la amplia labor cultural del prestigioso escritor Modesto Omiste Tinajeros, cuyo nombre fue puesto sucesivamente a varias instituciones educativas, calles y a una de las dieciséis provincias del departamento de Potosí, con su capital Villazón, creada por Ley del 18 de septiembre de 1958.

Tampoco sabía que este honorable potosino, nacido 6 de junio de 1840 y fallecido el 16 de abril de 1898, fue escritor, periodista, abogado, político, diplomático e historiador; menos aún que fue un excelso educador desde su juventud y que se preocupó por mejorar el sistema educativo nacional, defendiendo el derecho a la enseñanza primaria pública gratuita, tanto para las niñas como para los niños bolivianos. No en vano algunos de sus colegas lo llamaron El Sarmiento Boliviano por su consagración a la educación libre en todos sus grados, y por la influencia que tuvo en la Ley de Libertad de Enseñanza aprobada el 22 de noviembre de 1872; más todavía, en honor y homenaje a Modesto Omiste, el presidente Bautista Saavedra anunció, en 1924, que el Día del maestro se celebraría en la fecha de su nacimiento, el 6 de junio de todos los años.

Durante su amplia actividad pública y política, fue prefecto, diputado, embajador en Estados Unidos, fundador del Partido Liberal y opositor del gobierno de Mariano Melgarejo, quien lo desterró por considerarlo su enemigo principal. Como periodista y escritor, fundó el periódico El Tiempo, que se publicaba en la imprenta que él mismo importó de Pensilvania; razón por la que se lo consideró precursor del periodismo nacional. En la misma imprenta de El Tiempo se editaron los libros que él tradujo del inglés y del francés, y cuya distribución fue gratuita en las escuelas municipales de Potosí.

Este escritor de lentes ovalados, patillas y bigotes largos, papada pronunciada y entrado en carnes, fue una personalidad respetada y admirada en la Villa Imperial de Potosí, donde rescató y recreó las tradiciones, historias y modus vivendi de sus pobladores en sus crónicas, que fueron escritas con sapiencia y pluma bien afilada. Su obra literaria, compuesta por Crónicas potosinas (4 v., 1893-1896); Caracas, cuna del Libertador (1889); Monografía del departamento de Potosí (1892); Historia de Potosí 1811 y 1812 (1893); Historia de Bolivia (1897) y Obras escogidas (2 v., 1941), fue ampliamente difundida en su ciudad natal y, con el correr de los años, pasó a formar parte de la selecta bibliografía del patrimonio histórico, político y cultural de la nación boliviana.

Sin embargo, a pesar de su imponente trayectoria, lo más probable es que en mi infancia, ninguno de los vecinos de la calle donde mueren los valientes, atestada de chicherías y escenario de peleas a puño limpio, sabía quién era Modesto Omiste y menos aún que alguno de ellos hubiese leído los libros del ilustre desconocido para la mayoría de los llallagueños, quienes no eran los más letrados ni ilustrados a mediados del siglo XX.

Al final de mis indagaciones, me quedé más convencido de que la calle Omiste, en cuyo callejón sin salida estaba situada la casa de mis abuelos, era una de las calles más conocidas de Llallagua, porque en ella habitaban también artesanos de los más diversos oficios, como los sombrereros, zapateros, carpinteros, sastres, phasankhalleros y panaderos. Asimismo, era la calle donde vivían algunos importantes dirigentes sindicales como César Lora, de quien, a mediados de los años 1960, se decía que organizó, desde la clandestinidad, el jukeo con un grupo de personas desocupadas y otro grupo de mineros que fueron despedidos, acusados de subversivos y agitadores comunistas, por la dictadura militar de René Barrientos, y que con una parte de las ganancias de la venta de los minerales extraídos ilegalmente de la mina, se adquirió una volqueta roja que solía estar aparcada en la puerta de la casa de mis abuelos. Además, se decía que con el dinero del jukeo se compró varias armas de fuego, con la intención de organizar las milicias obreras y emprender la revolución proletaria.

En esta zona céntrica de la población no faltaban los profesionales dedicados a la abogacía, la educación y el comercio informal. Eso sí, lo que menos faltaba en la calle Omiste, más mentada como la calle donde mueren los valientes, eran los locales que expendían bebidas espirituosas a los parroquianos que se daban cita para ahogar sus penas en los brazos de las hermosas akha banderitas (chicheras con banderines blancos), quienes provenían de las provincias del norte de Potosí, con la ilusión de conseguir un trabajo digno y mejorar su condición de vida en una población minera, donde las chicherías se parecían a la casa del jabonero, donde el que no caía… 

Desde los años de mi infancia transcurrieron varias décadas, pero la calle Modesto Omiste, como detenida en una imagen fotográfica, no cambió demasiado desde que fue bautizada con el nombre del célebre cronista y político potosino; las casas continúan conservando su arquitectura original y los vecinos, convertidos en su mayoría en pequeños tenderos, siguen viviendo como en el pasado. Lo único que ha cambiado es el empedrado de la calle, que ahora tiene adoquines, y la Plaza Nueva, en la parte final y superior de la calle, que ahora es un mercado moderno de abasto y no un mercado campesino, pues ya no se ven llamas ni asnos, que antes llegaban del campo cargados de productos agrícolas, que se vendían a los compradores entre empujones y voces altisonantes.

Cuando volví a recorrer por la calle Omiste, después de una larga ausencia, recordé mi infancia con un soplo de nostalgia, a pesar de que la casa de mis abuelos, ubicada al fondo del callejón sin salida, tenía ya otro dueño, mas su estructura seguía siendo la misma, salvo que el jardín, donde se cultivaban flores de los más diversos colores y fragancias, se trocó en un patio empedrado, aparte de que los cuartos de los inquilinos, que antes me parecían ambientes amplios y cómodos, no eran más que unos cuartuchos donde apenas cabía una familia de tres miembros y u7n par de muebles. Todo lo demás, los recuerdos de los vecinos muertos y la ausencia de los vecinos vivos, correspondía a un pasado que se quedó atrapado entre las paredes de las casas emplazadas a lo largo de la calle Modesto Omiste, más conocida por los llallagueños como la calle donde mueren los valientes, pero no porque los parroquianos perdían la vida por valientes o porque estaban conscientes de que un hombre valiente no muere de viejo, sino, simple y llanamente, por provocadores, pendencieros y bebedores sin estribos ni control.