sábado, 23 de mayo de 2020


EL PRONTUARIO ESCOLAR

Cierto día, mientras curioseaba algunas rarezas en una feria de libros usados en la ciudad de El Alto, saltó a mi vista una vieja edición del Prontuario Escolar, que tenía las tapas estropeadas y las hojas amarillentas de tanto haber pasado de mano en mano y haber sido usado como la principal fuente de consulta de conocimientos generales. Lo compré a un precio módico, con la idea de conservarlo en mi biblioteca personal, como uno de los pocos libros que leí y releí una infinidad de veces durante mi infancia y adolescencia.
   
Mi reencuentro con el Prontuario Escolar, después de algunas décadas, me provocó la misma sensación que tuve cuando me reencontré con el libro de lectura Alborada, que tuve en el primer año de la escuela primaria (actualmente denominada unidad educativa de nivel primario) y con el que aprendí a leer las primeras palabras de mi vida, aunque no siempre de un modo satisfactorio, debido a que tuve muchas dificultades en cazar las sílabas y formar palabras, como consecuencia de una dislexia más de carácter psicológico que neurológico. A veces, cuando la profesora, señalándome las letras con el dedo índice, me pedía que leyera una palabra, yo no podía leer la palabra silabeando, sino que me fijaba en la imagen que la representaba y fingía que la estaba leyendo correctamente. Este truco me sirvió hasta el día en que la profesora descubrió que aún no había aprendido a leer, a diferencia del resto de mis compañeros de curso, que ya sabían silabear y hasta leer de corrido, sin atufarse ni tartamudear. Este libro de texto, Alborada (lectura y escritura), fue elaborado para el primer curso de primaria por las hermanas Albertina Condarco de Duchén y Laura Condarco de De la Quintana, educadoras orureñas de larga trayectoria en el ámbito de la enseñanza primaria.


Volviendo al Prontuario Escolar, un antiguo libro de texto y de consulta, debo comentarles que, al estilo del Pequeño Larousse Ilustrado u otra publicación compacta, era una suerte de enciclopedia elaborada por los profesores y esposos Isaac Maldonado y Fidelia Ballón de Maldonado, quienes usaron toda su experiencia pedagógica para estructurar este material didáctico, con la intención de que tuviera un uso apropiado en la educación de tercer grado de primaria; pero que, en realidad, se convirtió en un libro de consulta para educadores y educandos en general. A decir verdad, no conocí en mi infancia otro libro que cumpliera la misma función que esta breve enciclopedia, donde estaban compendiados todos los contenidos culturales indispensables para los estudiantes de educación primaria y secundaria; por lo tanto, era también un manual de consulta obligada y útil para los profesores que, más que tener la Biblia como libro de cabecera, tenían al Prontuario Escolar como al principal auxiliar en la preparación de sus lecciones.

El Prontuario Escolar era el libro más solicitado a mediados del siglo XX en las escuelas bolivianas, antes de la proliferación de las bibliotecas públicas y, desde luego, muchísimo antes de que los estudiantes dispusieran de computadoras y empezaran a visitar las bibliotecas virtuales, ingresando a diferentes plataformas de Internet, con la intención de navegar por las redes que conducen, de manera rápida y efectiva, hacia las publicaciones digitales que les proporcionan toda la información que requieren para resolver sus deberes escolares, sin pagar un solo centavo y sin moverse del escritorio, debido a que ahora, a diferencia del pasado, toda la información no está en la mente del profesor, sino en el disco duro de una computadora, aparte de que las modernas tecnologías de información y comunicación nos han puesto al alcance de las principales bibliotecas virtuales del mundo, incluida la gigantesca Enciclopedia Libre Wikipedia, que desde sus inicios ha absorbido las búsquedas de información sobre cualquier tema.


Aunque en casa no teníamos una amplia biblioteca familiar, ni conocía la excelente apreciación de Ralph Waldo Emerson, quien decía: Una biblioteca es como un gabinete mágico, donde están encantados los mejores espíritus de la humanidad, les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los pocos libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina que ella puso, por motivos que desconozco, en una esquina de mi pequeño cuarto; más todavía, si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compraba con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era profesora de educación primaria y secundaria, y una madre, como todas las amas de casa en los centros mineros, con una pila de hijos, que reducían a casi nada su tiempo para dedicarse a la lectura. Pero aun así, a pesar de su ardua labor como madre y profesora, era interesante observarla que, algunas noches, recostada ya en la cama, leía un libro hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía con las páginas abiertas sobre la cara o el pecho.

Yo, a diferencia de mi madre y ante la ausencia de una literatura apropiada para mi edad, sacaba de la vitrina el Prontuario Escolar para mirar las ilustraciones de las páginas donde se describía la anatomía humana, con una curiosidad por saber cómo estaba constituida la parte interior de los seres humanos. Las imágenes, que no eran muy prolijas ni detalladas, estaban dibujadas a plumilla. No eran las más apropiadas para satisfacer la curiosidad de un niño precoz, pero describían de un modo general las funciones de los órganos sexuales masculinos y femeninos; desde luego, todo un mundo desconocido para un niño desinformado y provinciano.

Reitero que los dibujos y gráficos consignados en las páginas del Prontuario Escolar tenían un carácter más ilustrativo que estético; es decir, no eran para reproducirlos en el pizarrón ni en los cuadernos. Y, peor aún, las lustraciones que acompañaban a los textos no eran de buena calidad, como exige un libro destinado a los adolescentes y niños. Sin embargo, considerando que este tipo de publicaciones correspondían a una época en la que no se le daba la suficiente importancia a las imágenes de carácter profesional y a todo color, era natural que no cumplieran con los estándares que se exigen en la actualidad. Quizás por eso, en esa época, los niños y adolescentes leíamos las revistas de serie de Walt Disney y las revistas mexicanas llenas de imágenes. Yo mismo, que fui revistero y fletaba estas publicaciones en la puerta de acceso a los cines Federico Escobar y 31 de Octubre de la población de Siglo XX, sabía que la lectura preferida de los niños eran las revistas con ilustraciones en blanco y negro, y, en el mejor de los casos, a todo color.

Siempre que tenía el Prontuario Escolar entre las manos, me imaginaba que mi madre, que era profesora de lenguaje del ciclo intermedio en el Colegio Primero de Mayo de Llallagua, se fijaba más en la Tercera Parte del libro, que entregaba nociones elementales de nuestro idioma, como la iniciación gramatical para que el alumno logre emplear nuestro lenguaje con claridad, naturalidad, sencillez y en forma correcta, ya que el idioma es uno de los instrumentos básicos que enriquece el aprendizaje del saber humano, poniéndonos en contacto con la cultura y con la convivencia social. En esta parte se incluían las lecciones de concordancia (sintaxis), los nombres de cosas, animales y personas (sustantivos), los reemplazantes del nombre (pronombre), los modificadores del sustantivo (adjetivos), las palabras que indican acción o movimiento (verbos), los modificadores del verbo (adverbio) y demás elementos de la analogía, se desarrollarán con una serie de ejemplos específicos y graduales, mediante oraciones apropiadas y de fácil comprensión.

El Prontuario Escolar, desde un punto de vista práctico, funcionaba como suele funcionar un diccionario de la lengua castellana, donde uno busca el significado de una determinada palabra y el diccionario proporciona su significado, etimología, ortografía y apartados particulares con sinónimos, antónimos, conjugación de verbos y reglas gramaticales en general. Al fin y al cabo, como escribió Pablo Neruda en su Oda al diccionario, dándole realce a este libro elemental para la mejor comprensión del idioma, decía: Diccionario, no eres tumba, sepulcro, féretro, túmulo, mausoleo, sino preservación, fuego escondido, perpetuidad viviente de la esencia, granero del idioma...

Recuerdo que, cuando cursaba el ciclo intermedio, mis compañeros de curso acudían a mi casa, cada vez que los profesores nos llenaban con tareas hasta el pescuezo, para buscar los datos en el Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena o en el Prontuario Escolar, que estaban en la pequeña vitrina de mi cuarto, convertido ocasionalmente en biblioteca sin serlo, no al menos como esas bibliotecas atestadas de libros que han existido desde hace miles de años, precedidas por la más notable biblioteca de la antigüedad que fue la de Alejandría, en el actual Egipto.


Los muchachos, casi sin ningún hábito de lectura, no tenían necesidad de hojear los tomos del Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena, si toda la información que buscaban podían encontrarla en el Prontuario Escolar, un manual práctico desde todo punto de vista. Sin embargo, lo que mis compañeros de colegio desconocían por entonces era que cada uno de los cinco tomos de la Enciclopedia Sopena, aunque pesaba más que la pata de un muerto y no era fácil de manipularlo por su volumen, era no sólo una auténtica joya impresa, sino también como bien lo definía Jorge Luis Borges: el más grato de los géneros literarios, porque en ese laberinto de palabras había de todo, como de todo había en un almacén de abarrotes. Asimismo, recuerdo todavía que esa Enciclopedia, que lucía en la vitrina de mi cuarto como una monumental obra escrita por el Espíritu Santo, estaba editada en Bolivia, encuadernada con tapas verdes, bandas horizontales y letras doradas, bajo licencia del famoso editor español Ramón Sopena.

El Prontuario Escolar, elaborado desde una perspectiva didáctica, era un manual de consulta, donde los educadores y los educandos podían encontrar una información básica sobre ciencias naturales y estudios sociales. Los temas estaban estructurados en forma de lecciones esquemáticas, siguiendo los principales números de las materias que contemplaban los programas escolares graduados de la centuria pasada.

Según la explicación de los mismos autores, el Prontuario Escolar, desde su primera edición en 1948, presentaba una racional distribución de los temas, en cuatro partes generales o libros, que correspondían a: El Libro de la Vida y de la Naturaleza, El Libro del Cálculo, Medidas y Formas, El Libro de Nuestro Idioma y El Libro del Espacio y del Tiempo. Asimismo, los autores subdividieron los libros en capítulos que trataban, sucesivamente, las respectivas asignaturas, como zoología, botánica, nociones físico-químicas y ciencias naturales, entre otras.

El Prontuario Escolar, de tanto que lo usaba para hacer mis tareas, se convirtió en mi mejor compañero durante mucho tiempo. Si no entendía la lección impartida por los profesores en la escuela o en el colegio, recurría a este libro que me enseñaba sin pegarme ni regañarme. Eso sí, como todo alumno más afectivo a las letras que a los números, la parte que menos consultaba era la sección dedicada a los temas del cálculo, medidas y formas, porque no eran temas de mi interés, a pesar de que incluía operaciones fundamentales, instrumentos básicos para la exacta y rápida solución de los problemas numéricos aplicables a las necesidades de la vida cotidiana. Con todo, no hojeaba las páginas donde aparecían los números y las figuras geométricas, aunque en esta parte del libro se explicaba, pasito a paso, el proceso para la solución de los problemas matemáticos: enunciación, razonamiento, operación, prueba, respuesta, generalización, cálculo mental e imprescindibles ejercicios de aplicación de lo concreto a lo abstracto, en suma, de lo fácil a lo difícil.

El Prontuario Escolar, libro pensado para servir como manual de consulta para los profesores, que necesitaban un material auxiliar para salir de apuros a la hora de preparar sus lecciones, conforme a lo establecido por los Programas Oficiales de Enseñanza Primaria y Secundaria, se convirtió, a falta de una literatura escrita exclusivamente para para los adolescentes y niños, en un libro que se leía y releí una y otra vez, debido a que tenía las mismas características de una brevísima enciclopedia ilustrada, de contextura práctica y fácil manejo.

En lo que a mí respecta, atento lector, mi reencuentro con la ya mencionada edición del Prontuario Escolar, con tapas ajadas y hojas amarillentas por el uso y el tiempo, me devolvió a mis años de infancia, refrescándome la memoria entorno a la importancia de mi primer libro de texto, con el que aprendí a leer y escribir, y las enciclopedias y diccionarios ilustrados que contribuyeron en mi formación tanto humana como profesional. Por lo demás, el antiguo Prontuario Escolar, así sea superado por las modernas ediciones en soporte papel y digital, será siempre uno de esos libros destinados a ocupar un sitial privilegiado en el principal estante de mi biblioteca personal.

sábado, 16 de mayo de 2020


CONFESIONES ANTE EL BUSTO DE CÉSAR LORA

Un día de esplendida mañana, mientras contemplaba tu dorado busto sobre el pedestal plantado en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX, se me agolparon una serie de recuerdos que conservaba casi intactos en los meandros de la memoria. Y claro, aunque suene a vanidad, debo confesar que fui uno de los pocos que sintió de cerca tu olor de minero y escuchó tus dulces palabras muy cerquita de los oídos. Tuve el privilegio de haber jugado entre tus brazos, con el corazón alborozado, cada vez que retornabas del trabajo. Recuerdo que me aupabas con un solo resoplido, para acariciarme con la ternura de quien no tuvo hijos propios, pero que tuviste el interés por reconocerme y darme tu apellido; un deseo que, empero, quedó frustrado y nunca se materializó porque se te anticipó la muerte. Recuerdo también que me mordisqueabas el pabellón de la oreja y, entregándome un puñado de monedas o tostados de haba, me suplicabas: ¡Dime papá, Negrito!… ¡Dime papá…!

Yo te jaloneaba de los mostachos, haciéndote gestos y sacándote la lengua, a la vez que, una y otra vez, te repetía: ¡Chino, carajo! ¡Chino, carajo!... Tú me pinchabas con tu barba mal afeitada a la altura del mentón y yo te miraba de cerca, muy de cerca, recorriendo el mapa de tu rostro; tus pelos hirsutos, tus pómulos huesudos, tus ojos sesgados y escrutadores, la sombra de tus bigotes tan negros como el arco de tus cejas y tu boca entreabierta, sonriente, por donde traslucía tu diente de oro.

Tú, César Lora Escóbar, eras el hermano mayor de mi señora madre, quien siempre te manifestó su cariño y respeto, aunque no siempre escuchó tus sabios consejos entorno a los amores imperfectos y las endiabladas relaciones de una pareja. Mi madre se casó dos veces, en cambio tú, remitiéndote a la voz de tu conciencia, nunca formaste familia y te quedaste soltero para siempre. Y si alguna vez te casaste, por voluntad propia y en absoluta libertad, fue con tu actividad político-sindical, una novia que te acompañó en las buenas y en las malas, en las victorias y en las derrotas, hasta el día en que exhalaste tu último hálito de vida.


Todavía recuerdo el día en que llegaste a la casa de mi madre, quien estaba trabajando como profesora en las escuelas de la Comibol y viviendo en el campamento denominado La Revuelta, ubicado en una pendiente rocosa y polvorienta de Siglo XX, entre Cancañiri y La Salvadora, por donde cruzaba una carretera zigzagueante abierta cerca de la ladera del Ch’aki Mayu (Río Seco). Apenas cruzaste la puerta, me encontraste con un insoportable dolor de muela y bañado en un mar de lágrimas. Me acariciaste la cabeza y me consolaste diciéndome que pronto se me pasaría el dolor y que todo estaría otra vez bien.

–¿Y cómo le vas a curar? –te preguntó mi madre, sabiendo que ese día no llevabas en el bolsillo tu botellita de ácido sulfúrico, con el que solías curar el dolor de muelas de los campesinos que trabajaban en la finca de tu padre, y que, ni bien se enteraron de que sanabas el endiablado dolor de muelas, haciéndoles gotear con una pajita el ácido en la cariada muela, hacían fila en la puerta de la casa de hacienda como si fuera la puerta de una clínica dental.

Te quitaste el guardatojo y, lavándote las manos en el bañador de fierro enlozado, contestaste con absoluta serenidad:

–Yo me encargaré de esto…

Mi madre solo atinó a menear la cabeza, mientras yo berreaba y pataleaba de dolor, como si las estrellas del cielo giraran alrededor de mis ojos. Me tomaste entre tus brazos, me tendiste en la cama con cara al techo y pediste que te pasaran la dinamita -ese principal instrumento de trabajo de los mineros-, que se guardaba en una caja junto con los fulminantes y las guías que parecían cordones de calzados. Pellizcaste un poco de masa de la dinamita con la punta del dedo índice y pulgar, y, abriéndome la boca con los dedos de tu otra mano, la aplicaste en el orificio de mi muela, que de seguro parecía el cráter de un volcán o una gruta oscura de la mina.

Al poco rato, como si me hubieras tocado la muela con una mano divina, el dolor desapareció lentamente. Supongo que ya entonces sabías que la masa del cartucho de dinamita, que se metía en la ranura abierta por el taladro de la perforadora para estallar la roca durante las excavaciones de la montaña, servía también para calmar el dolor de muelas, porque ese poderoso explosivo estaba compuesto por una sustancia química conocida como nitroglicerina, que el investigador e industrial sueco Alfred Nobel mezcló en su laboratorio con un material absorbente. Así se inventó la dinamita en 1867, como si fuese un polvo que se podía percutir e, incluso, quemar al aire libre sin que explotara.

Cuando la dinamita empezó a emplearse en la construcción de carreteras, el movimiento de masas rocosas en la minería y la industria armamentística, Alfred Nobel ganó una inconmensurable fortuna, pero que él, como todo filántropo y antes de su solitaria muerte, dejó un testamente escrito de puño y letra en el cual pedía que las ganancias procedentes de la dinamita debían concederse como galardón entre los hombres de ciencia que, con investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables, aportaban al desarrollo de la sociedad; por eso se estableció el Premio Nobel en las diversas ramas del conocimiento humano, que van desde el Premio Nobel de Medicina hasta el Premio Nobel de Literatura, que se entrega cada año en Estocolmo, en una pomposa ceremonia presidida por el rey de Suecia.


Después de curar mi muela, te despediste con un beso y te alejaste por el estrecho callejón del campamento. Detrás de ti no quedó más que un aura que solo poseen los hombres capaces de convertir la tristeza en alegría y las lágrimas en carcajadas. Así fue como el dolor de mi muela, que desapareció por acción de la nitroglicerina de la dinamita, quedó en mi vida como un recuerdo más de mi tierna infancia. 

Todos quienes te conocieron coincidían en señalar que te expresabas con propiedad, cuidando la forma y el fondo del lenguaje, y que eras auténtico hasta en la forma de moverte al caminar. No había dónde perderse; tenías el aspecto de líder carismático, un aire de galán de barrio pobre y vestías con evidente sencillez. Cuando no estabas enfundado en el mameluco comido por las gotas de sílice y las botas de goma jaspeadas por la copajira; algunas veces, lucías con sacos de paño gris y, otras veces, con abrigos de paño grueso, pero siempre indiferente a toda moda temporal o intelectual. Asimismo, cuando no estabas con tu guardatojo, que tenía el ala izquierda desportillada por el tojo, solías usar una gorra al estilo del anarquista italiano Bartolomeo Vanzetti, quien, junto a su compañero Nicola Sacco, también injustamente acusado de un presunto atraco a mano armada y asesinato, fue encarcelado y ejecutado por electrocución el 23 de agosto de 1927 en Massachusetts, Estados Unidos.

Nadie ponía en duda que hubieses sido uno de dirigentes cuyo apellido se utilizaba en diminutivo por el sincero aprecio que la gente te tenía por tu modestia, capacidad y valentía. No había nadie que te haya tratado, ni siquiera tus contrincantes políticos tanto de izquierda como de derecha, con cierto aire de menosprecio, por el temor que infundían tus dichos y hechos. Se contaba que en cierta ocasión, cuando un militantes stalinista osó insultarte sin medir consecuencias, lo detuviste por el cuello en plena calle, cerca del local de Radio La Voz del Minero de Siglo XX, y lo reventaste a puñetazo limpio, hasta dejarlo tendido en una mugrienta cuneta, lamiéndose su sangre como un animal herido. Ese mentado suceso, como suele ocurrir en todo pueblo chico, circuló de boca en boca y con la velocidad de una chispa encendida en el polvorín.

Desde entonces, nadie más se atrevió a dirigirte una mirada desafiante ni a levantarte la voz, mucho menos los jerarcas de la Empresa Minera Catavi, quienes aprendieron a tratarte con mucha consideración y a prudente distancia, aunque te tenían en la trinchera contraria a la suya, como a un revolucionario armado de ideales enfrentados a la gran propiedad privada y al poder de los poderosos, como muchos otros se enfrentaron, antes del estallido de la revolución nacionalista de 1952, contra la explotación extractivista de los Barones del Estaño, convertidos en dientes del engranaje del sistema capitalista mundial.

Pocos dudaban en dar su vida por tu vida, los demás, la inmensa mayoría, se identificaban con tus ideales y hacían suyas tus palabras, casi siempre impregnadas de sabiduría y experiencias vividas en carne propia; es decir, nada pensabas sin conocimiento de causa ni nada hacías al azar. Tus ideas y tus acciones eran recíprocas y se complementaban como el anverso y el reverso de una misma medalla. No había ideas sin acciones ni acciones sin ideas. Ambas eran las almas gemelas de un sentipensante como tú: un ser que sentía y pensaba a la vez.

No pocas veces, tus compañeros de clase, te vieron a la vanguardia de los combates que se libraban contra los enemigos de los trabajadores. Ellos se miraban entre sí, miraban tu actitud revolucionaria, miraban la guía encendida en la dinamita y gritaban al unísono: ¡Viva la clase obrera! Tu ejemplo era decisivo en los momentos de crisis política y tu palabra era la más esperada entre los oradores, porque los mensajes procesados en tu lúcida mente y las consignas que estallaban en tus labios tenían el peso de la ley; no era para menos, tus discursos eran expresivos, contundentes y entusiastas, y nunca perdían fuerza porque no eran leídos sino dichos de manera viva y espontánea, como cuando se escucha la voz de mando a la hora de la asonada definitiva.

Fuiste un genuino defensor de la ideología más auténtica del proletariado nacional, como cuando defendías la independencia política de la clase obrera frente al Estado y los gobiernos de turno. Todos sabían que nunca te prestaste ni alquilaste a los intereses ajenos  a quienes sostenían la economía boliviana sobre sus hombros, dejándose flagelar la vida aun sin tener alma de esclavos.

En los momentos cruciales de la lucha de clases, salías en defensa de los intereses de los mineros, que vivían y trabajaban en condiciones infrahumanas, con salarios de hambre y el cañón de un fusil militar apuntándoles en la nuca. Siempre te mantuviste fiel a tu formación ideológica, con la esperanza de conquistar un mejor destino para el país, un país que, durante tu vida y después de tu muerte, fue manoseado por regímenes despóticos y dictatoriales, que hicieron crujir a sus opositores políticos y sindicales vulnerando los principios más elementales de los Derechos Humanos.


Ya sabemos que los chacales del régimen militar de René Barrientos Ortuño, con el asesoramiento de los agentes de la CIA, te persiguieron por todas partes, rastreando tus huellas y tratando de pisarte los talones, para capturarte más muerto que vivo. Y así fue aquel fatídico 29 de julio de 1965, cuando un grupo de chacales, al mando del capitán-verdugo Zacarías Plaza y un tal Próspero Rojas, te detuvo a orillas del río Toracari, a unas tres leguas de San Pedro de Buena Vista, y te segó la vida, disparándote a quemarropa con tu propio revólver, cuando te encontrabas en compañía de tu fiel amigo, compañero y camarada Isaac Camacho. 

No te salvaste de la muerte, a pesar de que a tus asesinos, como era característica en tu valiente e insobornable personalidad, los trataste a carajazos como se lo merecían esos simples criminales a sueldo, que no conocían otra forma de vida que la de ser perros falderos de los amos del poder, que los armaban hasta los dientes para acabar con los luchadores sociales que jodían más de la cuenta para tumbar una sociedad donde reinaba la discriminación social y racial.

Lo que los chacales no sabían era que te mataron para darte más vida de la que ya tenías, pues en el corazón y la memoria de tus compañeros seguías vivito como una llama encendida, como los caudillos naturales que no pueden morirse así nomás, sin dejar un profundo legado de dignidad y de lucha. Naciste para convertirte en un faro capaz de iluminar el camino que debían tomar los desposeídos para establecer una sociedad más justa, donde todos, lejos de los poderes de dominación, tuvieran los mismos derechos y las mismas responsabilidades.  

Cuando se supo que caíste cerca de San Pedro de Buena Vista, los puños de protesta se alzaron prometiendo vengar tu muerte y un crespón negro ondeó en la bandera del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX. Tus compañeros de lucha jamás te olvidaron; por el contrario, lloraron tu ausencia escuchando el huayño: Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero./ Ese ha sido César Lora/ asesinado en San Pedro…

Más tarde, cuando ya no estabas entre nosotros, me enteré que tus compañeros te admiraban por tu desmedido amor por la gente, por ese calor humano que yo sabía intuir con mi sensibilidad de niño. Todos hablaban maravillas de ti, o, por mejor decir, no conozco a nadie que haya comentado algo negativo o despectivo. Todos te admiraban por su humanismo que se desataba desde el fondo de tu alma.

Cuando cursaba el séptimo grado en el Ciclo Intermedio Junín, ubicado en los campos de María Barzola, todas las tardes, después de clases, me daba una vuelta por el cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse desde una colina hacia el fondo del río. Al llegar a tu tumba, construida con piedras labradas y una rejilla herrumbrosa a manera de puerta, te dirigía palabras de mucha pesadumbre, sin dejar de contemplar esa plaqueta metálica en cuya inscripción se leía: ¡Asesinado por la Bota Militar!, una frase que caló hondo en mi memoria, tan hondo que se me partía el corazón de puro coraje.



También recuerdo que en los días de Todos los Santos y todos los años, sacaba tu busto modelado en yeso por el muralista revolucionario Miguel Alandia Pantoja, que estaba escondido en el sótano de mi cuarto, y lo cargaba hasta el cementerio de Llallagua, para colocarlo, entre ramilletes de flores y guirnaldas de papel seda, encima de tu tumba, que era una de las más visitadas por quienes querían manifestarte, además de su lealtad, su aprecio y admiración, con el corazón en la boca y los sentimientos a flor de piel.

Siempre me imaginé que tu busto de yeso, modelado magistralmente por Miguel Alandia Pantoja, llegó embalado a la población minera de Llallagua, con la finalidad de que tus camaradas, usando todas sus influencias entre los burócratas y jerarcas de la Empresa Minera, mandaran a vaciarlo y fundirlo en bronce en el Ingenio Victoria de Catavi. Desde luego que ese trabajito nunca se llevó a cabo, hasta que el busto, blanquecino como el mármol, desapareció sin dejar rastros del sótano de mi cuarto, poco después de que las fuerzas represivas me arrojaran a las mazmorras de la dictadura militar, tras el fracaso de la huelga nacional minera a mediados de 1976.

Sin embargo, un año antes de que me apresaran, al cumplirse el décimo aniversario de tu asesinato y en pleno período de represión política, cuando el Partido Obrero Revolucionario (POR) se encontraba en la clandestinidad, un mitin obrero desplegó una bandera roja, con la hoz, el martillo y el 4 -en referencia a la Cuarta Internacional trotskista-, y colocó tu segundo busto en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX. Esa mole de granito esculpida por el artista indio Víctor Zapana, que se convirtió en un símbolo dedicado a tu lucha y en un referente de los explotados que hacían flamear las banderas de la revolución proletaria, mientras la leña de la fogata crepitaba en medio de una noche azotada por el viento y el frío. No faltaron los vasos de té con té, los puñados de hojas de coca ni los discursos pronunciados en honor a tu memoria. Todo resultó como se tenía planificado, a pesar de que los esbirros de la dictadura militar no dejaban de merodear como perros de caza por la Plaza del Minero.

Con el correr del tiempo, como corresponde a las leyes de la naturaleza, tus compañeros de lucha se fueron muriendo poco a poco, unos vencidos por la vejez y otros liquidados por las enfermedades propias de los mineros, como son la tuberculosis y la silicosis. De la vieja guardia de los poristas no quedó casi nadie, salvo unos cuantos que sobrevivieron a las adversidades de la minería, a la nefasta relocalización de 1985, a las medidas antinacionales de los gobiernos neoliberales y al proceso de cambio que, durante las dos primeras décadas del siglo XXI, dejó tantas ilusiones como desilusiones en los sectores más desposeídos de la nación, que sigue conservando el estatus quo de una sociedad clasista, donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada.

¡AH!, ¿qué pasaría si volvieras a levantarte de tu tumba y vieras cómo van las cosas? A lo mejor volverías a morirte de solo ver a tus compañeros relocalizados, quienes aprendieron a sobrevivir en territorios extraños y en condiciones desfavorables, luego de haber dejado sus pulmones en los socavones y haber enriquecido con el sudor de su frente a los explotadores; peor aún, si te contara que ya nada es como en tu época, que hasta los más osados tienen miedo de avanzar contra la corriente, que casi todos lloran lágrimas de cocodrilos después de la caída del comunismo real y se mimetizan como camaleones para acomodarse a la nueva realidad impuesta, una vez más, por los eternos dueños del poder político y financiero.

Así están las cosas, las banderas revolucionarias flamean en la misma dirección hacia donde soplan los vientos de la derecha reaccionaria y los dirigentes cooperativistas, aparte de tener más interés por el dinero que por abolir el sistema capitalista, son más amigos de tus enemigos y menos amigos de quienes están dispuestos a seguir tu ejemplo, un ejemplo digno para cualquier ser humano que piensa más en el bienestar de los demás que en el bienestar de su propia vida.  



A tiempo de dejar de contemplar tu busto de granito, bañado en pan de oro bajo la inmensidad añil del cielo, y a la hora de retirarme de la gloriosa Plaza del Minero, no me queda más que añadir que ya no estás solo en tu pedestal, sino acompañado por las plaquetas que nos recuerdan al fundador del P.O.R., José Aguirre Gainsborg; a tu compañero de lucha Julio C. Aguilar; al líder sindical Isaac Camacho, cuya imagen en altorrelieve dignifica el estoicismo minero; al autor de la Tesis de Pulacayo y principal ideólogo del marxismo boliviano Guillermo Lora, quien, con la gorra calada hasta media frente, tiene la mirada tendida en el horizonte, como si más allá de los afamados cerros de Llallagua-Siglo XX estuviesen las anchas alamedas de la revolución proletaria.

jueves, 14 de mayo de 2020


LA SOLEDAD DEL ESCRITOR

Escribo con gran pasión desde el día en que concebí la idea de que mi oficio era contar historias tanto ficticias como reales. A partir de entonces no ostento títulos ni rótulos en la puerta de mi modesta vivienda, no reparto Biblias entre los niños, no prendo crucifijos en la solapa de los caballeros, no cuelgo rosarios en el cuello de las damas ni me dedico a predicar como los falsos profetas.

No ejerzo trabajos públicos ni pertenezco a ningún cenáculo de celebridades. No formo parte de aquellos que, cuando suena un estampido de aplausos, sienten regocijo en el corazón, en tanto la vanagloria de la fama se les trepa como el humo a la cabeza, aunque las desgracias, enfermedades y achaques de la vida son los únicos que cambian la conducta de las personas, más que los premios, el dinero y la fama.

Pertenezco, contrariamente a lo que muchos se imaginan, a esa particular categoría de artesanos de la palabra escrita, que viven pegados a su escritorio, donde forjan su propio mundo con un material tan noble como es la fantasía, a esa categoría de seres que prefieren mantenerse alejados de la petulancia y la soberbia; actitudes de las que, de manera consciente o inconsciente, suelen adolecer algunos talentos jóvenes, proclives a lucir sus plumas de pavorreales en los corrales del espectáculo mundano.

Salgo muy poco a la calle y las pocas veces que lo hago es para tomar un poco de aire fresco y no empezar a trepar por las paredes de mi cuarto. Si salgo es para recuperar la necesidad de estar solo y seguir dedicando el máximo del tiempo a la escritura, con la esperanza de crear alguna obra literaria que, a pesar del carácter introspectivo y solitario del autor, tenga algún valor ético y estético. Todo lo demás no tiene sentido de ser, no, al menos, si se considera que el acto creativo es un oficio que consiste en reflejar, con pasión e intuición, el carácter y el alma de los individuos, indistintamente de su condición social, racial o sexual.  

No me pregunten por qué busco la soledad en la misma soledad, pues yo mismo no lo sé. Por cuanto un prolongado silencio sería mi única respuesta. Y si insisten, les diré que quizás sea porque prefiero refugiarme en la soledad para recobrar un poco de felicidad. Elegí vivir apartado de las máscaras de la hipocresía, porque no soporto las falsas adulaciones que, por desgracia para las almas sinceras y cautas, son frecuentes entre los individuos dados a las pasarelas, espectáculos y escenarios donde se representan las comedias y los dramas de la condición humana.

A pesar del ascetismo existencial, que parece una forma de vida extraña, reconozco que siempre intenté buscar la felicidad a través del silencio y la fantasía, como cualquier persona que confía más en el poder de la imaginación que en el racionalismo de una sociedad hecha a golpes de superficialidad y mercantilismo; más todavía, debo reconocer que si de niño tenía miedo a la oscuridad, a los maestros autoritarios y a los individuos de miradas amenazantes, ahora tengo miedo a los pantallazos luminosos del espectáculo público, donde uno queda radiografiado de pies a cabeza; quizás por eso, no me apetece formar parte de los espectáculos masivos, prefiero mantenerme como el hombre primitivo, quien huye de las pantallas y cámaras fotográficas para evitar que le rapten el alma.

Después de muchos años de encierro en mi propio mundo, no tengo dificultades para convivir con la soledad -convertida en mi mejor compañera-, a escuchar la cadenciosa música del silencio y a dialogar conmigo mismo como un ventrílocuo, repitiéndome las mismas historias como en un interminable soliloquio. He aprendido, asimismo, que la elección voluntaria de la soledad, a veces parecida a la de un ermitaño, permite elaborar, entre el silencio y la meditación, ideas coherentes con la realidad y opiniones fundamentales para cualquiera que tenga dos dedos de frente. No en vano Henrik Ibsen, escritor y dramaturgo noruego, aseveró: Solo soy verdaderamente yo mismo cuando maduro mis pensamientos en soledad, consciente de que el hombre más fuerte es el que está más solo; sobre todo, si se considera que la soledad es imprescindible para el desarrollo libre del pensamiento y la creación literaria. Ahora bien, esto no implica que la soledad signifique aislarse del mundo, ser misántropo y rehuir el contacto con la gente.

De otro lado, manifiesto que no sigo a las corrientes literarias de moda ni me preocupo de las opiniones de los críticos del arte y la literatura. Escribo, simple y llanamente, para mí mismo y solo cuando me pican los dedos de las manos. No escribo por encargo de nadie, ni siquiera de mí mismo, y mucho menos por mandato del mercado editorial.

Tampoco leo las obras de los escritores catalogados como célebres o famosos, no solo porque no dispongo de tiempo, sino porque prefiero deleitarme con las obras de los escritores marginales, de esos cuyos nombres y cuyas caras nunca aparecen en los medios de comunicación ni tienen la mínima intención de figurar y hacer protagonismo en la palestra pública, donde brillan más quienes menos se lo merecen, como esa tracalada de mediocres que se hacen cargo de elaborar antologías a sueldo y a pedido de alguna institución privada o estatal, y esa otra tracalada de comentaristas que pasan por especialistas a la hora de elaborar doctos ensayos sobre literatura; cuando en realidad no hacen otra cosa que echarse rosas entre compinches que forman parte de la misma cofradía de aduladores y figurones, incluyendo a los muertos y a quienes no representan una seria amenaza para su carrera literaria, y excluyendo, deliberadamente y con los sentimientos más oscuro del celo profesional, a quienes les echan sombras al poco brillo que tienen, a pesar del gran esfuerzo que hacen por tragarse incluso las luces ajenas.

Con todo, debo aclararles que no estoy vendiendo un estereotipo de escritor, ya que no todos somos iguales. Tampoco quiero insinuar que los escritores introvertidos sean mejores que los extrovertidos, ni mucho menos. Simplemente abogo por el escritor solitario que, por razones inherentes a su oficio, necesita del silencio para expresarse delante de una hoja de papel o delante de la pantalla del ordenador, quizás porque yo mismo necesito estar solo o, por mejor decir, sentirme solo, y esto solo es posible si se lleva una vida relativamente tranquila, alejada del bullicio y el superficial desenfreno que nos propone la sociedad moderna, que exige que las expresiones artísticas sean más un espectáculo de masas que una manifestación del fuero interno a través de la fantasía, que suele ser una de las válvulas de escape de las mentes creativas.

jueves, 7 de mayo de 2020


LOS POLLOS

Mi padre, que fue el primero en aprender el idioma sueco en la familia, leyó un anuncio en el periódico Dagens Nyheter (Noticias del Día): Veinte pollos por sólo 100 coronas. Escriba su nombre y dirección en el cupón y luego envíelo sin pagar gastos de correo. Nosotros cumpliremos la orden y usted recibirá el paquete a la brevedad posible.

Mi padre llenó el cupón y lo despachó en un sobre cerrado.

El día que llegó el aviso del correo, mi padre, creyendo haber hecho una excelente compra, decidió que mi madre fuese a recoger el paquete; es más, como creía que el paquete era grande y pesado, ordenó también que mis hermanos menores la acompañaran por si necesitaba ayuda.

Mi madre se puso en la fila y esperó su turno con insoportable paciencia. Al poco rato, cuando se acercó a la ventanilla, enseñó el aviso del correo y la cédula de identidad de mi padre.

Apenas trajeron el paquete a la ventanilla, mi madre, al constatar que era pequeño y no pesaba mucho, le dijo a la empleada del correo que, quizás, se equivocó de paquete. La empleada revisó el aviso y comprobó que todo estaba en orden.

Mi madre pagó las 100 coronas y volvió a casa con el paquete bajo el brazo. Abrió la puerta y, seguida por mis hermanos que iban por detrás como los pollos de una gallina, entró en el apartamento sin decir ni pío.

Mi padre, que hasta entonces seguía pensando en que había hecho la mejor compra de su vida y que comeríamos carne de pollo hasta reventar, miró extrañado el paquete y exclamó:

–¡¿Este paquetito contiene los veinte pollos?!

Mi madre no dijo nada y se encogió de hombros.

Mi padre cogió el paquete y lo puso sobre la mesa. Segundos después, acorralado por la mirada de mi madre y mis hermanos, abrió el paquete con asombrosa desesperación, hasta que en el interior del cartón no encontró más que una veintena de hueveras con forma de pollos.

–¡¿Qué?! –exclamó, tomándose la cabeza con las manos.

Mis hermanos, sin entender nada de nada, se miraron de reojo. Mi madre no pudo contener la risa. Lo miró a mi padre con sorna y le preguntó:

–¿Leíste mal el anuncio, o qué? Ésta es una prueba más de que, tanto a ti como a nosotros, nos falta un montón para entender el idioma sueco.

–No es posible –repuso mi padre, sin darse por vencido.

Buscó el anuncio del periódico y se lo enseñó a mi madre.

–¡Aquí está! Dice: Veinte pollos...

–Es correcto –contestó mi madre–, pero debajo de la rúbrica dice también: HUEVERAS.

–¡Ajá! –exclamó mi padre, ruborizándose por su grave error–. Yo pensé que HUEVERAS era el nombre de la empresa que vendía los pollos...

No pasó mucho tiempo, hasta que todos nos miramos las caras y estallamos en una sonora carcajada, que de seguro se oyó en toda la cuadra.

domingo, 1 de diciembre de 2019


PALABRAS DE APRECIO PARA UN SER EXTRAORDINARIO

Don Luis Urquieta Molleda (Cochabamba, 1932-2019), sin resquicios para la duda, ha sido un valioso gestor de la cultura boliviana, en general, y orureña, en particular. Su generosidad no conocía límites. Aún recuerdo que, mientras yo vivía en Estocolmo, no escatimaba esfuerzos para enviarme ejemplares de El Duende y la revista anual de la Unión Nacional de Poetas y Escritores (UMPE), sin más preámbulos que los fraternales saludos y sin más pretensiones que ayudar a difundir nuestra literatura más allá de las fronteras.

Su partida deja un enorme vacío entre quienes lo tratamos de manera epistolar y lo conocimos de manera personal en Oruro; esa tierra de mineral y folklore que él supo amar sin condiciones y a la cual entregó lo mejor que tenía desde la perspectiva empresarial e intelectual.

Aun siendo un hombre de razonamientos lógicos y realizaciones pragmáticas, no dejaba de cobijar en sus fuero interno la inquietud del literato que, de cuando en cuando, transitaba como El Duende por los recovecos de la palabra escrita, entregándose en cuerpo y alma a las fuerzas ocultas y maravillosas de la imaginación.

Don Lucho, como lo llamábamos con cariño los amigos y conocidos, era una persona de trato amable y de nobles sentimientos, un ser extraordinario en el mejor sentido de la palabra. Siempre dispuesto a tenderle la mano a quien se lo pedía y siempre presto a hacer favores sin pedir nada a cambio.

Luis Urquieta Molleda, el mecenas de sonrisa franca y corazón abierto de par en par, poseía pensamientos humanistas que lo alejaban de las injusticias sociales y lo acercaban hacia las causas comprometidas con los ideales más dignos de la sociedad, donde hacen falta las voces de orientación para no caer en las trampas de la vanidad ni en los falsos llamados de sirena. De ahí que sus escritos traslucían los pensamientos y sentimientos de quien parecía reflejarse de cuerpo entero en una suerte de espejo, donde los lectores distinguíamos profundas reflexiones que, debido a la exposición convincente de los mensajes y la fuerza incuestionable del lenguaje, estaban destinadas a quedarse entre nosotros para siempre.

El suplemento El Duende, que se publica quincenalmente en el matutino La Patria, es un regio ejemplo de su desmedido desprendimiento a favor de los artistas, poetas y narradores; sin personas como don Luis Urquieta Molleda sería más difícil poner en marcha los engranajes de la vida cultural de un pueblo. Por eso mismo, le debemos todo nuestro agradecimiento y lo conservaremos eternamente en la memoria, con la esperanza de que su legado quede como un preciado tesoro entre los amantes del mundo pictórico y literario.

domingo, 24 de noviembre de 2019


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer.

domingo, 20 de octubre de 2019


EL MERCADER PARALÍTICO

Había una vez un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas tierras y riquezas, un numeroso séquito de hombres guerreros y un grupo de damas de compañía integrado por las mujeres más bellas de su palacio, donde todo era asombro y maravilla. Los salones estaban suntuosamente revestidos con tapices y mosaicos labrados a mano. En el centro del jardín interior, ornamentado con piedras preciosas, árboles frutales y pájaros exóticos, lucía una fuente flanqueada por leones de oro carmesí, de cuyas fauces brotaban como perlas los chorros de agua cristalina.

El mercader, aunque vivía rodeado de riquezas y damas de compañía, padecía de un extraño mal que, a lo largo de su vida, le resultó un problema tan grande como su señorío. No podía ponerse de pie ni desplazarse de un lado a otro, pues tenía las piernas tiesas como las piernas de una estatua de mármol. Nadie sabía a qué se debía semejante parálisis. Lo más triste era que no había médico, ni sabio ni brujo, capaz de dar con un eficaz remedio para curar la desgracia que lo tenía postrado en un diván.

Los más viejos y de confianza de su séquito decían que este mal heredó junto a los bienes que dejó su padre, quien era uno de los mayores mercaderes en el mundo árabe. Pero lo que no decían, por tratarse de un secreto celosamente guardado, era que la parálisis se debía al arte de encantamiento de una vieja hechicera, quien cumplió la misión de causarles con sus artilugios un terrible daño a él y a su madre.

La vieja hechicera, que se puso al servicio de una de las amantes celosas y resentidas del padre del mercader, roció el líquido de un pequeño frasco sobre las piernas del niño recién nacido y una cuantas gotas sobre la nuca de su madre, de modo que él quedara paralítico de medio cuerpo y ella perdiera el habla y una parte de la memoria.
 
Un tiempo después, cuando murió el padre del mercader tras un ataque cardíaco que lo fundió en el acto, su madre, que no hacía otra cosa que dar vueltas y vueltas en los predios del jardín, desapareció un día del palacio, sin que nadie la viera salir por una ventana que daba a un bosque aledaño. Así fue cómo el mercader, que aún era un niño de pecho, quedó al cuidado de las nodrizas que lo amamantaron y cuidaron como a su propio hijo.

Cuando el mercader alcanzó la mayoría de edad, resolvía los problemas de sus negocios y los quehaceres en el palacio desde su alcoba, gracias al servicio de sus damas de compañía y al efectivo trabajo de su séquito de colaboradores. Pasaba los días jugando partidas de ajedrez y meditando en su situación de hombre joven, soltero y acaudalado. Pero, sobre todo, en su invalidez endémica que no le permitiría ser marido ni padre.

La vida de un hombre sin mujer ni hijos no es vida, pensaba el mercader cada vez que le embargaba la tristeza. Sus damas de compañía, al verlo con el cuerpo paralizado desde la cintura hasta los pies, no hacían más que consolarlo con besos y caricias, que él sabía recompensarles con perfumes, telas y alhajas traídas desde las exóticas tierras de los califatos árabes.

Así pasaba sus días, hasta que una mañana, bajo un cielo diáfano y soleado, se presentó en el pórtico del palacio una mujer vieja y encorvada, vestida en harapos y con los pies descalzos. Rogó a los centinelas del palacio dejarla entrar porque le urgía hablar personalmente con el mercader. Éstos le preguntaron si era posible, Y, el mercader, como todo hombre bondadoso y de corazón sensible, aceptó que la hicieran pasar. Entonces ella entró, deslizándose sobre la punta de los pies, hasta la alcoba donde estaba postrado el mercader. Se le acercó haciéndole reverencias con la cabeza, le besó en las enjoyadas manos y le dijo:
   
–Señor, mi gran señor. Acudo a su persona para que me acoja en su palacio como una esclava entre las esclavas. A cambio de su bondad, piedad y hospedaje, sabré agradecerle liberándolo del mal que padece.

Cuando el mercader oyó las palabras de la mujer, que parecía de humilde condición pero que se expresaba con ademanes de ilustre dama, sintió que se le iluminó la razón y el corazón. Y, desde luego, no dudó en dispensarle una hospitalaria acogida en su palacio. Ordenó a sus damas de compañía, que hasta entonces permanecían asombradas y boquiabiertas ante la escena, bañarla y vestirla con ricos trajes y, después de ofrecerle un banquete con los mejores manjares, ubicarla en los aposentos más cómodos del palacio.

–¡Bendito sea Alá, que es sabio, grande y poderoso! –exclamó la mujer, con un rocío de lágrimas humedeciéndole las mejillas y sin dejar de darle las gracias al mercader ni colmarlo de alabanzas.

El mercader se despidió de la anciana y, dirigiéndose a sus damas de compañía, pidió que la acompañaran hacia su nueva vida en el palacio.

La primera noche que la anciana huésped estuvo sola en sus aposentos, sacó del bolsillo de su raída túnica un saquito y del saquito el frasco que, después de muchas idas y venidas, le arrebató a la hechicera para revertir el encantamiento. Ella se echó unas gotas sobre la nuca y, al término de agitarse como de pies a cabeza, se transformó en  la misma mujer encantadora de cuando vivía con el padre del mercader; tenía una espléndida hermosura y una elocuencia verbal que daba gusto oírla. Sus cabellos eran tan oscuros que parecían formar parte de la noche, mientras su lozana piel tenía un tono tan blanco y puro como la plata virgen capaz de iluminar la noche. Sus labios eran los pétalos de una rosa y sus ojos estrellas de ámbar negro. Además, era mujer excepcional no sólo porque desprendía un amor puro e incondicional desde el fondo de su corazón, sino también porque poseía el don de entender el lenguaje de los animales y el canto de los pájaros.

Al día siguiente, la madre del mercader, que dejó de ser la haraposa anciana, hizo lo que tenía pensado: rociar el líquido que tenía poderes mágicos sobre las piernas agarrotadas de su hijo. Salió de sus aposentos con el frasco en la mano y, sin que nadie la reconociera, ni los hombres del séquito, ni las damas de compañía, recorrió a paso ligero por los corredores del palacio y se metió en la alcoba del mercader, quien a esas horas estaba reponiendo sus fuerzas en su siesta habitual.

Su madre se le acercó y, aprovechando que estaba dormido sobre un mullido diván, le levantó la túnica y le vertió el líquido sobre las piernas diciéndole: Por fin quedarás liberado de la prisión en la que te tenía encerrado tu propio cuerpo, desde la vez en que la malvada hechicera te quitó la facultad de caminar sobre tus pies.
 
El mercader, todavía dormido, salió de su encantamiento y recobró la salud completa en un instante. Cuando despertó y abrió los ojos, sintió que su cuerpo estaba más liviano que nunca, como si durante el sueño hubiese adquirido la capacidad de remontar vuelo con la facilidad de los pájaros. Se miró el cuerpo entero, miró sus piernas, que se movían como si tuvieran vida propia, y se puso de pie por primera vez. Dio saltos de júbilo sobre la alfombra y, al intuir que la mujer que estaba en la alcoba era su madre, se maravilló hasta más no poder, mientras ella rompió a llorar de felicidad. Se tomaron de las manos y se abrazaron efusivamente, regocijándose porque volvieron a reencontrarse después de tantos años de no haberse visto ni haber compartido el natural cariño que une a una madre y a un hijo.

Al final, ambos elevaron sus alabanzas al todo poderoso, por haberles permitido volver a juntar sus almas en el mismo palacio que un día perteneció al padre del mercader, quien murió aferrado a la esperanza de que un buen día se reencontraran los dos seres más amados de su vida: su mujer y su hijo.

domingo, 6 de octubre de 2019


EL TRAGO DE MOKHOCHINCHI

Doña Pascualina Copa, orureña de veinticinco años, viuda y madre de dos niñas, al no saber cómo mantener a su pequeña familia, después de la inmolación de su esposo en la Guerra del Chaco, abandonó su ciudad natal y se instaló en la población minera de Huanuni, donde se dedicó a la venta callejera de mokhochinchi, bebida refrescante que preparaba a base de duraznos pelados y deshidratados, con azúcar y canela al gusto.

En muy poco tiempo, doña Pascualina Copa se hizo conocida en la plaza principal de la villa minera y entre los viandantes, que la distinguían por su menuda estatura y su trato amable; lucía un sombrero sobre su cabellera peinada en trenzas; vestía siempre con una mantilla, una pollera con varios pliegues, sombrero de paja y, como pocas mujeres del comercio informal, llevaba amarrada a la cintura una chauchera de alpaca, donde guardaba las monedas y billetes que ganaba con la venta del apetecido refresco de mokhochinchi.

Todos los días, desde tempranas horas de la mañana, se la veía sentada detrás de una mesa llena de jarras y vasos de cristal, con la mirada vigilante y las ganas de sacar adelante a sus hijas. No le iba nada mal en el negocio, incluso despertaba la envidia de las demás comerciantes, las mismas que, ya sea bajo el sol o bajo la lluvia, veían cómo doña Pascualina Copa complacía a sus clientes ansiosos por aplacar su sed con uno o más vasos de mokhochinchi.
   
Ellas no conocían la receta para preparar la bebida refrescante, que se popularizó en la población tras la llegada de la joven viuda, quien parecía estar acompañada de la buena suerte y la fortuna. Tampoco sabían que doña Pascualina Copa preparaba el mokhochinchi antes de acostarse, que todas las noches, ni bien sus hijas se quedaban dormidas, se ajustaba el mandil blanco y se metía en la cocina, donde vertía un kilo de duraznos secos en una olla, que luego la llenaba con tres litros de agua para remojarlos.

A la mañana siguiente, apenas la luz del alba asomaba por las rendijas de la puerta, se levantaba de la cama, se metía en la cocina a quitar la tapa de la olla, donde estaban remojándose los duraznos, para agregarle dos tazas de azúcar, diez clavos de olor y dos palitos de canela en rama. Después encendía la hornilla a querosén, acomodaba la olla sobre el fuego lento y la dejaba hervir alrededor de dos horas. Al finalizar la cocción, retiraba la olla del fuego y dejaba enfriar el mokhochinchi, hasta que quedara listo para ofrecerlo bien frío en su puesto de venta.

A varios años de repetir la misma rutina, doña Pascualina Copa logró acumular la suficiente cantidad de dinero para comprar una casa en la zona central de Huanuni, a la que se mudó junto a sus hijas, quienes para entonces habían empezado ya sus estudios de secundaria en un colegio fiscal.

Como la casa tenía una amplia sala, además de los dormitorios, cocina y baño, doña Pascualina Copa pensó que podía convertirla en un boliche, pero sólo los fines de semana y los días festivos, ya que el resto de la semana seguiría vendiendo el refresco de mokhochinchi.

En la sala puso cuatro mesas, con sus respectivas sillas, y un mesón de madera maciza cerca de la puerta de acceso al boliche. Así empezó con el expendió de bebidas alcohólicas, hasta que, tras un sueño en el que mordió un durazno con sabor agridulce, se le ocurrió la brillante idea de que podía preparar, con los mismos duraznos secos, un brebaje que sería del gusto de los parroquianos acostumbrados a gastar su dinero en bebidas espirituosas. Así fue como se puso manos a la obra, sin darle más vueltas a su idea ni perder tiempo en dubitaciones. Se metió en la cocina y siguió el mismo procedimiento de la preparación del refresco de mokhochinchi, con la diferencia de que esta vez contendría aguardiente y lo serviría caliente, como cualquier otro ponche que se ofrecía en épocas de invierno. Remojó los duraznos secos en agua y alcohol, le agregó canela, clavo de olor y los dejó reposar en la olla.


Al día siguiente, se levantó con una extraña sonrisa en los labios y prosiguió con la preparación del brebaje, con la esperanza de darle un toque final a su idea. Hizo hervir el contenido de la olla alrededor de dos horas, preparó el azúcar hasta dejarlo como un almíbar semioscuro y luego lo vació en la olla para disolverlo totalmente, removiéndolo con un cucharón de palo; al final, tomó una espumadera y coló el contenido de la olla en una cacerola con tapa, donde vertió más aguardiente, lo suficiente como para embriagar al borracho más experimentado y exigente.

Ese mismo viernes por la noche, mientras sonaba la música en los parlantes del boliche, ella llenó los vasos de cristal con el brebaje dulzón y humeante, agregándole una o dos k’isas. Los acomodó en una bandeja y se los ofreció, como el cariño de la casa, a los primeros parroquianos que acudieron al boliche.

Ellos agradecieron el gesto de generosidad y bebieron a sorbos el almíbar mezclado con alcohol, sintiendo que el invento de doña Pascualina Copa les quemaba la lengua, la garganta y el pecho.

–Este trago está delicioso, doña Pascualina –le comentaron–. Tiene un grado de alcohol elevado y un gusto muy especial.

Ella les regaló una sonrisa, meneó la cabeza y no dijo nada.

–¿Y cómo se llama este nuevo trago –le preguntaron relamiéndose los labios.

Ella pensó un instante y contestó:

–Se llama mokhola

Desde esa noche, esa bebida pasó a conocerse con el nombre genérico de mokhola, popularizándose entre los trabajadores mineros y empleados de la Bolivia Tin and Tungsten Corporation de Huanuni.

Doña Pascualina había logrado su cometido. Los clientes se multiplicaron en su boliche y el famoso trago de mokhochinchi, conocido en otras regiones con el nombre de guacho, se apoderó del gusto y la mente de los lugareños.

Cuando los parroquianos le solicitaban la mentada mokhola, ella les servía en vasos de cristal, con las k’isas que se chuparon el mejor contenido de alcohol.

A esas alturas del negocio, el nombre de la inventora del trago de mokhochinchi  bailaba en boca de todos y sonaba en todos los oídos; un efecto sensacional que le permitió ganar lo suficiente como para mandar a sus hijas, ya jovencitas, a estudiar en la ciudad de Oruro, desde luego, con todos los gasto y gustos pagados. 

Doña Pascualina Copa, conocida también como La Viuda, estaba sola desde que se fueron sus hijas. Recién entonces fue cortejada por uno de sus pretendientes, quien se ofreció ayudarla en el negocio y en todo lo que fuera necesario. Ella aceptó las buenas intenciones del hombre y no tardó en darle un asidero en su casa, consciente de que una mujer, independientemente de la edad y el estado civil, necesitaba la compañía de un hombre que la proteja y la ame sin condiciones.

La relación amorosa de doña Pascualina Copa duró algunos años, hasta que una noche, mientras preparaba el trago de mokhochinchi, su concubino entró solo sólo un instante en la cocina, se puso a probar el dulzor del brebaje, pero tuvo tan mala suerte que el hueso del durazno, al término de vaciarse el vaso, se le deslizó por la lengua y se le atascó en la garganta. El hombre, presa del pánico, intentó arrojarlo pero sin lograrlo. Se retorció en violentos espasmos, con los ojos desorbitados como los de un cordero degollado, y, antes de que doña Pascualina Copa alcanzara a entrar en la cocina, perdió la respiración y cayó arrastrando la olla de mokhola al piso, en medio de un ruido de cristales rotos y un denso olor a canela y alcohol.

La policía hizo las averiguaciones del caso en torno a las causas de la insólita muerte del hombre de mediana edad y, tras un peritaje que no demoró demasiado, llegó a la conclusión de que el concubino de la dueña del boliche falleció por bronco aspiración, en la que no hubo culpables ni testigos.

Doña Pascualina Copa, que quedó sin pareja por segunda vez, fue absuelta de toda sospecha, pero las autoridades municipales, en coordinación con las instancias policiales, prohibieron la venta de la afamada mokhola, arguyendo que no era una bebida apropiada para los borrachos, quienes, tras una ingesta excesiva de este brebaje dulzón y caliente, podían atragantarse con el hueso del durazno y perder la vida por bronco aspiración, como sucedió con el concubino de la inventora del trago de mokhochinchi.

Doña Pascualina Copa, sintiéndose culpable de haber inventado una bebida que podía causar la muerte por un descuido, se retiró del negocio, vendió su casa y retornó a la ciudad de Oruro, para dedicarse por entero al cuidado de sus hijas; al fin y al cabo, no necesitaba trabajar más, ya que en Huanuni, donde empezó vendiendo refrescos de mokhochinchi y terminó ofreciendo la apetecida mokhola, había ganado lo suficiente como para vivir tranquila por el resto de sus días.

Glosario

K’isas: Duraznos secados al sol.
Mokhochinchi: Refresco de durazno deshidratado, más conocido como orejón; se hace hervir en agua los duraznos, se le añade canela y azúcar al gusto.
Mokhola: Brebaje elaborado de manera artesanal, a base de alcohol y duraznos secados al sol.