LA SOLEDAD DEL ESCRITOR
Escribo con gran pasión desde el día en que concebí la
idea de que mi oficio era contar historias tanto ficticias como reales. A
partir de entonces no ostento títulos ni rótulos en la puerta de mi modesta
vivienda, no reparto Biblias entre los niños, no prendo crucifijos en la solapa
de los caballeros, no cuelgo rosarios en el cuello de las damas ni me dedico a
predicar como los falsos profetas.
No ejerzo trabajos públicos ni pertenezco a ningún
cenáculo de celebridades. No formo parte de aquellos que, cuando suena un
estampido de aplausos, sienten regocijo en el corazón, en tanto la vanagloria
de la fama se les trepa como el humo a la cabeza, aunque las desgracias,
enfermedades y achaques de la vida son los únicos que cambian la conducta de
las personas, más que los premios, el dinero y la fama.
Pertenezco, contrariamente a lo que muchos se imaginan, a
esa particular categoría de artesanos de la palabra escrita, que viven pegados
a su escritorio, donde forjan su propio mundo con un material tan noble como es
la fantasía, a esa categoría de seres que prefieren mantenerse alejados de la
petulancia y la soberbia; actitudes de las que, de manera consciente o
inconsciente, suelen adolecer algunos talentos jóvenes, proclives a lucir sus
plumas de pavorreales en los corrales del espectáculo mundano.
Salgo muy poco a la calle y las pocas veces que lo hago
es para tomar un poco de aire fresco y no empezar a trepar por las paredes de
mi cuarto. Si salgo es para recuperar la necesidad de estar solo y seguir
dedicando el máximo del tiempo a la escritura, con la esperanza de crear alguna
obra literaria que, a pesar del carácter introspectivo y solitario del autor,
tenga algún valor ético y estético. Todo lo demás no tiene sentido de ser, no,
al menos, si se considera que el acto creativo es un oficio que consiste en
reflejar, con pasión e intuición, el carácter y el alma de los individuos,
indistintamente de su condición social, racial o sexual.
No me pregunten por qué busco la soledad en la misma
soledad, pues yo mismo no lo sé. Por cuanto un prolongado silencio sería mi
única respuesta. Y si insisten, les diré que quizás sea porque prefiero
refugiarme en la soledad para recobrar un poco de felicidad. Elegí vivir
apartado de las máscaras de la hipocresía, porque no soporto las falsas
adulaciones que, por desgracia para las almas sinceras y cautas, son frecuentes
entre los individuos dados a las pasarelas, espectáculos y escenarios donde se
representan las comedias y los dramas de la condición humana.
A pesar del ascetismo existencial, que parece una forma
de vida extraña, reconozco que siempre intenté buscar la felicidad a través del
silencio y la fantasía, como cualquier persona que confía más en el poder de la
imaginación que en el racionalismo de una sociedad hecha a golpes de
superficialidad y mercantilismo; más todavía, debo reconocer que si de niño
tenía miedo a la oscuridad, a los maestros autoritarios y a los individuos de
miradas amenazantes, ahora tengo miedo a los pantallazos luminosos del
espectáculo público, donde uno queda radiografiado de pies a cabeza; quizás por
eso, no me apetece formar parte de los espectáculos masivos, prefiero mantenerme
como el hombre primitivo, quien huye de las pantallas y cámaras fotográficas
para evitar que le rapten el alma.
Después de muchos años de encierro en mi propio mundo, no
tengo dificultades para convivir con la soledad -convertida en mi mejor
compañera-, a escuchar la cadenciosa música del silencio y a dialogar conmigo
mismo como un ventrílocuo, repitiéndome las mismas historias como en un
interminable soliloquio. He aprendido, asimismo, que la elección voluntaria de
la soledad, a veces parecida a la de un ermitaño, permite elaborar, entre el
silencio y la meditación, ideas coherentes con la realidad y opiniones fundamentales
para cualquiera que tenga dos dedos de frente. No en vano Henrik Ibsen,
escritor y dramaturgo noruego, aseveró: Solo
soy verdaderamente yo mismo cuando maduro mis pensamientos en soledad,
consciente de que el hombre más fuerte es
el que está más solo; sobre todo, si se considera que la soledad es
imprescindible para el desarrollo libre del pensamiento y la creación
literaria. Ahora bien, esto no implica que la soledad signifique aislarse del
mundo, ser misántropo y rehuir el contacto con la gente.
De otro lado, manifiesto que no sigo a las corrientes
literarias de moda ni me preocupo de las opiniones de los críticos del arte y
la literatura. Escribo, simple y llanamente, para mí mismo y solo cuando me
pican los dedos de las manos. No escribo por encargo de nadie, ni siquiera de
mí mismo, y mucho menos por mandato del mercado editorial.
Tampoco leo las obras de los escritores catalogados como célebres o famosos, no solo porque no dispongo de tiempo, sino porque prefiero
deleitarme con las obras de los escritores marginales, de esos cuyos nombres y
cuyas caras nunca aparecen en los medios de comunicación ni tienen la mínima
intención de figurar y hacer protagonismo en la palestra pública, donde brillan
más quienes menos se lo merecen, como esa tracalada de mediocres que se hacen
cargo de elaborar antologías a sueldo y a
pedido de alguna institución privada o estatal, y esa otra tracalada de
comentaristas que pasan por especialistas a la hora de elaborar doctos ensayos sobre literatura; cuando
en realidad no hacen otra cosa que echarse rosas entre compinches que forman
parte de la misma cofradía de aduladores y figurones, incluyendo a los muertos
y a quienes no representan una seria amenaza para su carrera literaria, y excluyendo, deliberadamente y con los
sentimientos más oscuro del celo profesional, a quienes les echan sombras al
poco brillo que tienen, a pesar del gran esfuerzo que hacen por tragarse
incluso las luces ajenas.
Con todo, debo aclararles que no estoy vendiendo un
estereotipo de escritor, ya que no todos somos iguales. Tampoco quiero insinuar
que los escritores introvertidos sean mejores que los extrovertidos, ni mucho
menos. Simplemente abogo por el escritor solitario que, por razones inherentes
a su oficio, necesita del silencio para expresarse delante de una hoja de papel
o delante de la pantalla del ordenador, quizás porque yo mismo necesito estar
solo o, por mejor decir, sentirme solo, y esto solo es posible si se lleva una
vida relativamente tranquila, alejada del bullicio y el superficial desenfreno
que nos propone la sociedad moderna, que exige que las expresiones artísticas
sean más un espectáculo de masas que una manifestación del fuero interno a
través de la fantasía, que suele ser una de las válvulas de escape de las
mentes creativas.
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