LA ENVIDIA
Se ha dicho con justa
razón que la envidia es tan antigua como el hombre y uno de los defectos
capitales que aqueja a la humanidad, sobre todo, cuando ésta se torna en
destructiva. Para unos, la envidia forma parte de los instintos naturales,
exactamente como el amor, los celos o la agresividad; en cambio para otros, la
envidia es un fenómeno adquirido en el contexto social, que empuja cada vez más
a envidiar a quien es más o tiene más. La envidia, por lo tanto, viene a ser la
cara oculta de la competitividad y constituye uno de los móviles que, desde la
horda primitiva, indujo a los hombres a disputarse el prestigio y el poder,
motivados por la idea de triunfar a cualquier precio en el seno de una
colectividad donde nadie está conforme con ser menos que el otro. Tal vez por
eso, en la historia de la humanidad, la rivalidad entre hermanos-enemigos sea
la más frecuente y común. En el mundo bíblico, por ejemplo, la envidia está
representada por la disputa habida entre Abel y Caín; un hecho del que resulta
la expresión popular: La furia de Caín, para designar las malas intenciones
de una persona envidiosa o cruel. Otro caso parecido encontramos en el mito de
fundación de Roma, en el que Rómulo, impulsado por la ciega ambición y la
envidia, mata a su hermano mellizo Remo. En la América precolombina, la envidia
está encarnada en Huáscar y Atahuallpa, dos hermanos/enemigos que se disputaron
el trono del imperio incaico en una guerra sin cuarteles, en la que Atahuallpa,
hijo bastardo del Inca Huayna Cápac, hace prisionero a su hermano Huáscar,
heredero legítimo del trono, antes de matarlo como a su peor enemigo.
La envidia, como el amor
y los celos, es también un tema central en la literatura clásica y en las
fábulas de Esopo, Samaniego, Iriarte y La Fontaine, cuyas moralejas permiten
comprender mejor las causas de este mal y sus consecuencias funestas. Asimismo,
en los cuentos de hadas, que tienen su origen en la tradición oral y la memoria
colectiva, encontramos a personajes revestidos con los atributos de la envidia,
unas veces como simples alegorías; y, otras, como lecciones arrancadas de la
vida.
Si partimos
del criterio de que la envidia es la desaprobación del injusto éxito ajeno,
entonces habría que reconocer que los envidiosos están en lo cierto, pues la
mayor parte de los éxitos son inequívocamente injustos en una sociedad
meritocrática, donde muchos son los llamados, pero pocos los escogidos, y menos
aún los auténticamente merecedores de serlo. Es decir, la envidia no es tanto
el termómetro del triunfo público como el barómetro de la injusticia social,
que premia a quienes no lo merecen e ignora a los verdaderamente valiosos. Pero
si se considera que la envidia es el motor de la ambición personal, como el
freno de la ambición ajena, entonces habría que deducir que el envidioso es un
ser detestable y peligroso, que busca desprestigiar a su rival para consumar su
propia ambición.
La envidia es
ese mecanismo psicológico que no permite que nadie tenga ni sea mejor que uno. ¿Por qué él y no yo?, se pregunta el envidioso que no acepta el triunfo
ajeno, sobre todo, cuando sabe que la persona envidiada es alguien que un día
no tuvo nada y que otro día llega a tener todo, como ocurre en el cuento de La
Cenicienta o El patito feo. No hay nada más envidiable en la vida que la
suerte de quien posee el juguete que uno mismo quisiera tener. De modo que en
esta competencia abierta, en la que uno ambiciona ser y tener lo que es y tiene
el otro, es casi natural que el envidioso busque por todos los medios la caída
de su rival, impulsado por esa creencia innata de que nadie es tan capaz y
perfecto como uno mismo.
En la envidia todo vale:
la ley de la selva y el sálvese quien pueda. Los envidiosos, para procurar la
caída de su rival: difaman, insultan, acusan y, lo que es peor, cuando ya no
les queda más argumentos para hablar en contra, transforman la mentira en
verdad y la verdad la convierten en basura, pues los envidiosos suelen ser como
las serpientes venenosas y las navajas
de doble filo. Por eso mi abuela, una señora entendida en el vasto tema de la
envidia, advertía sin cesar: Cuídate de los envidiosos, que esos te dan un
beso de Judas en la mejilla y te clavan el cuchillo de la traición por la
espalda. Además, si la envidia fuera tiña, cuánto tiñoso habría. Con ella
aprendí que la envidia es el pecado capital del individuo y la hermana melliza
de la hipocresía. Aprendí también que la envidia es una sensación que afecta
más a los frustrados que a quienes son envidiados por su belleza, inteligencia,
triunfo profesional, fama o fortuna. Y, sin embargo, nunca concebí cómo el ser
humano puede gozar con la desgracia ajena y entristecerse con la felicidad del
prójimo.
Los envidiosos en
potencia, que viven a Dios rogando y con el mazo dando, tienen un denominador
común: suelen ejercitar la maledicencia y el gusto por encontrarle defectos al
sujeto en cuestión, con el fin de exaltar sus debilidades y menoscabar sus
virtudes; un contexto en el que los más grandes personajes de la historia se
sintieron alguna vez envidiados o envidiosos. En el arte, la cultura, la
política y, por supuesto, en el periodismo, abundan quienes conspiran a
espaldas de quienes ejercen la misma profesión; no en vano reza el dicho: Tu
colega es tu peor enemigo, debido a que la rivalidad del colega se manifiesta
no sólo en el celo y el odio, sino también en la traición y el crimen. No
obstante, en ningún otro oficio la envidia es tan evidente como en el arte y la
política, donde el amigo de mayor confianza puede trocarse en el enemigo más
irreconciliable, o como apunta Elena Ochoa: Cuando alguien como nosotros logra
con éxito lo que habíamos depositado en el baúl de los sueños, cuando otro
consigue aquello a lo que habíamos renunciado, nuestro ego a veces no puede soportarlo,
sobre todo si ese alguien, ese otro, está cerca en el tiempo, en el espacio, en
edad, en reputación, en nacimiento. Es decir, si es el hermano, el vecino, el
amigo, el colega, el conocido. Porque no es el coche, la casa, el traje o el
éxito profesional lo que está verdaderamente en juego, sino yo mismo, lo que yo
valgo, lo que soy capaz de hacer. El objetivo o la cosa conseguida sólo ha
puesto de manifiesto una diferencia insoportable, inesperada. Ha demostrado que
ese sueño para mí prohibido es posible para el otro.
El envidioso está
acostumbrado a meter cizaña entre los amigos y parientes, con el propósito de
lograr sus objetivos a base de engatusar y confabular mentiras. Es un ser
peligroso que puede convertir una cofradía en un nido de ratas y serpientes.
¡Ojo!, el envidioso se disfraza casi siempre de amigo, como el lobo de oveja,
para causar un daño en el momento menos esperado, pues es un ser astuto que,
aun siendo un pobre diablo, se ufana de tener más sapiencia y experiencia. De
ahí que cuando se aparece un envidioso, lo mejor es avanzar con los oídos
tapados y los ojos bien abiertos, para no escuchar los falsos cantos de sirena
ni caer en las trampas que va dejando a cada paso.
La envidia no
perdona a quien se trepa a la cúspide de la pirámide o levanta un vuelo por
encima del resto. La envidia es un arma poderosa que puede herir o agredir;
esto enseña la fábula sobre El sapo y la luciérnaga, que dice más o menos
así: Cierta noche, una luciérnaga revoloteaba en el huerto, donde el sapo
envidioso le lanzó un escupitajo venenoso. La luciérnaga cayó malherida, pero
antes de morir, se dirigió al sapo y preguntó: -¿Por qué me escupes? -Porque
brillas, contestó el sapo.
Con todo, a cualquiera
que tenga dos dedos de frente, no le será difícil diferenciar entre el
envidioso y el que es envidiado, en virtud de que una cosa es el oro del falso
brillo de la pirita y otra muy distinta el brillo del metal noble que resiste a
las pruebas del fuego.