lunes, 20 de julio de 2020


WILLY FLORES PARTIÓ HACIA EL PARNASO DE LOS GRANDES

Ahora que la prensa digital, en tiempos de pandemia, me trajo la infausta noticia de su deceso, acaecido el pasado domingo 19 de los corrientes, me embarga una amarga tristeza, porque a Willy le tenía un especial aprecio no sólo porque compartíamos intereses comunes, sino también porque nos unía una sincera amistad. Siento un hondo pesar al saber que no pudo asistir a tiempo a una consulta médica por sus afecciones cardiorrespiratorias, debido a que cumplía con una detención domiciliaria que le impusieron arbitrariamente desde noviembre del 2019, tras las revueltas iniciadas contra el gobierno del MAS, acusándolo, sin prueba alguna, de fabricar y distribuir bombas molotov, por órdenes del Ministerio de Culturas, entre los alteños que defendían el Proceso de Cambio.

Willy Flores vivía enamorado de la vida y las ideas libertarias. Se casó con su compañera de teatro María Elena Cárdenas, con quien tuvo un niño que, de seguro, es ya el heredero del talento artístico de su padre y el continuador de su actividad actoral, que si bien no le daba riquezas en metal, le dejaba enormes satisfacciones en el alma, que de por si es un valioso patrimonio espiritual, que no se puede cambiar ni por todo el oro del mundo.

Willy Flores jamás perdió su ajayu de alteño; tenía los pies clavados en su comunidad aymara y las esperanzas puestas en un porvenir mejor que el que ofrece la voracidad del capitalismo salvaje. Estaba comprometido con el destino de los sectores más desposeídos y compartía el sueño de los luchadores sociales empeñados en conquistar mejores condiciones de vida. Era por eso que admiraba la obra del escritor uruguayo Eduardo Galeano, a quien, según me confesó en cierta ocasión, mientras caminábamos rumbo al local del Centro Cultural Albor, hubiera querido conocerlo en persona, para intercambiar ideas, estrecharle la mano y fundirlo en un fraternal abrazo.

Willy Flores no vivía del arte, sino para el arte. Su vida destilaba teatro y por sus venas corría poesía. Todo él era arte, un ser humano con una gran capacidad histriónica y un autor de piezas de teatro con fuerte contenido sociopolítico. Seguidor del dramaturgo alemán Bertolt Brecht, creador del teatro épico y dialéctico, y admirador de la escritora sueca Astrid Lindgren, cuya obra infantil, Miguel el travieso, él adaptó con acertada intuición a la realidad boliviana.


Cuando puso en escena Bolivia Diez, me invitó a una de las presentaciones en el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez de la ciudad de La Paz, donde me sorprendió con la magnífica interpretación que hizo de los relatos tomados de mis Conversaciones con el Tío de Potosí. Al finalizar el acto, lo visité en los camerinos para felicitarle a él y a sus compañeros. Fue entonces que, medio en serio y medio en broma, me invitó a formar parte de su elenco, con el argumento de que nadie podía encarnar mejor que yo las diabluras del Tío de la mina. Yo me limité a esbozar una sonrisa, en tanto él me miró a los ojos y dijo: Piénsalo, Montoya.

Willy Flores era un amigo que lo daba todo sin pedir nada a cambio, un compañero en la ruta de los enamorados de la libertad y la justicia, un hombre de teatro acostumbrado a ganarse los aplausos con honestidad y esmero, un maestro de miles de jóvenes que se formaron en teatro y poesía por el camino del arte, en el que él era un verdadero tejedor de sueños y esperanzas. Willy era, sin mayores preámbulos ni rodeos, el prototipo del intelectual revolucionario que intentaba descifrar la realidad social a través de sus actuaciones, uno de los precursores fundamentales del teatro alteño y pieza clave de la vida cultural de una ciudad que él amaba como si todas sus calles y todos sus parques fuesen escenarios al aire libre, sin dejarles de reclamar a las autoridades ediles cómo era posible que la segunda ciudad demográficamente más grande de Bolivia tuviera un solo teatro, el Teatro Raúl Salmón de la Barra que, en varias oportunidades, en lugar de fomentar actividades culturales, estaba al servicio de algunas sectas religiosas que lo usaban para congregar a sus feligreses los fines de semana.

Siempre pensé que si Albor existía era porque existía Willy, su dedicación y su esfuerzo eran recursos indispensables para asumir los retos de sus presentaciones teatrales en el ámbito nacional e internacional y, sobre todo, para llevar adelante los proyectos que se planteaban como institución cultural en la ciudad de El Alto, donde se ganaron un merecido respeto a fuerza de trabajo serio y perseverante. No en vano el grupo Albor, aparte de promover actividades poéticas y teatrales, constituía un referente fundamental de la vida cultural que se desarrolla en la ciudad más joven y más alta de Bolivia.


Algunas veces me invitó a participar de sus actividades, me presentó a los jóvenes que asistían a sus lecciones de teatro y me convocó a ser jurado del concurso de poesía Pluma de Plata y del festival poético Jiwasamphi Sartañani, que eran verdaderas fiestas de la palabra oral y escrita, en las que participaban estudiantes de los ciclos primarios y secundarios de todo el país; todo un movimiento cultural organizado con gran entusiasmo y encomio, en aras de formar a jóvenes y niños en las bellas artes de la poesía y el teatro, contextos en los cuales él supo descollar con talento natural, como natural era su forma de ser y de pensar, con el corazón bien puesto a la izquierda de su pecho.

Ahora que me llegó la fatal noticia de su partida hacia el parnaso de los grandes, recuerdo también que alguna vez, por solicitud de su compañera Leticia Guarachi, dirigí un taller de literatura en los ambientes de Albor, ubicados en la esquina de la Calle 6 de la zona Villa Dolores, donde los y las jóvenes escribieron textos, tanto en prosa como en verso, sobre la compleja y contradictoria realidad de la ciudad de El Alto, y cuyos textos, una vez reunidos y revisados, fueron publicados en una edición artesanal con el título de Muñecos, Heces y Reflejos, el año 2013; un resultado escritural por el que Willy me agradeció con palabras sinceras, consciente de que ese granito de arena le sumaba puntos a la institución cultural, con autogestión y principios basados en el respeto a los derechos humanos, a la que entregó su vida entera desde su fundación.


Willy Flores y sus compañeros hacía mucho que venían desarrollando una Cultura de Altura, con el único objetivo de rescatar el patrimonio histórico y la memoria colectiva alteña, para luego representarlos sobre las tablas, sin más compañía que los actores/ras, reflectores, telones, micrófonos y un público interesado en aprender y disfrutar de su propia historia puesta en escena, al margen de otras obras que él leía con sumo interés y las adaptaba a las técnicas propias del teatro, como ocurrió con Las venas abiertas de América Latina de Galeano, que presentaron cientos de veces tanto en Bolivia como en otros países del continente, en cuyos escenarios él supo destacar con su voz templada y ataviado siempre con un saco blanco y negro.

Para Willy Flores, en su condición de director del Teatro Albor, era importante que todas las representaciones estuviesen ligadas a temáticas políticas e históricas, desde una perspectiva ética y estética. El fondo y la forma debían ensamblarse y obedecer a parámetros destinados no solo a entretener al público, sino a entregarle un mensaje con la intención de ejercer influencia sobre sus ideas y su conciencia. Estaba empeñado en proponer un tipo de teatro que mostrara la realidad de los bolivianos, con escenas donde se reflejaran las contradicciones sociales y raciales, con todas las características que condicionan la vida humana. Se trataba de una propuesta teatral que conmoviera los sentimientos y obligara a pensar a los espectadores, ya sean estos niños, jóvenes o adultos, invitándolos a sacar sus propias conclusiones sobre la pieza puesta en escena. Todo esto motivado por la concepción de demostrarles a los críticos y escépticos que, a través del teatro, se podía contribuir a la educación y a modificar las estructuras socioeconómicas de una sociedad.

Con el prematuro deceso de Willy Flores, la ciudad de El Alto pierde a un gran actor, poeta y gestor cultural. Ahora, a sus familiares, amigos y conocidos, nos queda sólo aguardar que las semillas que sembró durante años, con honda pasión y desmedido amor, florezcan a plenitud en el jardín de los hombres y mujeres enamorados del arte, la poesía y el teatro.  

Fotos:

1. Willy Flores
2. Willy Flores y el Teatro Albor en la escenificación de cuentos del Tío de la mina, Llallagua, 5/9/2018.
3. Un miembro de Albor, Víctor Montoya y Willy Muñoz. En la premiación del concurso “Pluma de Plata”. Ministerio de Culturas, La Paz, 26/12/2013.
4. Leticia Guarachi, María Elena Cárdenas, Clemente Mamani, Marcela Gutiérrez, Víctor Montoya, Willy Flores y un miembro de Albor. Local del Centro Cultural Albor, El Alto, 16/12/2012.

martes, 14 de julio de 2020


DE FÁBULAS Y CUENTOS

En la capital de México, muy cerquita del Zócalo, en un kiosco de libros usados, adquirí a precio módico las Obras completas del guatemalteco Augusto Monterroso, cuyas tapas amarillentas daban la impresión de haber pasado como el diablo por los dientes de un molino; un aspecto que, sin embargo, no le restaba su valor literario, tratándose de una colección fabulosa donde, por supuesto, estaba bien plantado su microcuento El dinosaurio, compuesto nada menos que de siete palabras: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. La obra era completa porque, aparte de varios relatos dispersos, incluía La oveja negra y demás fábulas, que el autor escribió deslumbrado por la fauna del Jardín Zoológico de Chapultepec.

Esa misma noche, en el vernissage de un pintor boliviano afincado en México, compartí momentos agradables con el periodista y poeta Coco Manto, quien, a modo de tomarle el pelo al autor de La oveja negra, escribió en  su libro, Animalversiones (Zoopatología de ciertas bestias), un párrafo que, con ironía y gran sentido del humor, expresa: Cuando despertó, el dinosaurio seguía allí... Éste es el cuento más corto, se dice. Lo escribió Tito Monterroso, aunque yo me sé uno más chiquito: había una vez truz... Como es natural, entre chiste y chiste, atiné a comentar su genial ocurrencia. Coco Manto se tragó la lengua, se hizo el despistado y esbozó una sonrisa como única respuesta. 

Cuando retorné a Suecia, con las obras de Esopo, Samaniego, Iriarte, La Fontaine y otros que se llenaron en la maleta, dejando afuera los souvenir y las botellas de mezcal, no hice otra cosa que enfrascarme en la lectura de las fábulas, a modo de refugiarme del espantoso frío escandinavo y olvidarme de la nieve a costa de leer historias ambientadas en la selva, hasta que una noche soñé que estaba tendido al pie de un árbol de follaje espeso. Miraba el sol que incendiaba el manto azul del cielo, cuando la sombra de otro árbol, de tronco macizo y leñoso, cayó aplastándome la mirada. Intenté pararme, pero sentí que algo pesado se me precipitó encima; no era el árbol, tampoco la sombra, sino la pata de un elefante aplastándome el cuello. El elefante era inmenso y poseía un peso ni para qué les cuento.

De pronto vi el sol descolgándose del cielo como pelota de fuego. Me quemó por dentro, como si el fuego se hubiese instalado en mi cuerpo. Me retorcí de dolor. Quise toser, pero no pude, hasta que el elefante me clavó los colmillos en las piernas, respirándome con su trompa rugosa y prensil.

Agonizaba con la mirada tendida en la nada, mientras una bandada de buitres sobrevolaba alrededor del elefante, que rápidamente se retiró al trote, batiendo el rabo, las orejas y la trompa. Uno de los buitres, la cabeza y el pescuezo desplumados como el de los gallos de pelea, se me acercó a los ojos. Desplegó las alas y dio pequeños brincos en derredor, como cuando se disputa un trozo de carroña entre otras aves de rapiña. Yo permanecí aterrado y quieto, con el corazón golpeándome contra la caja del pecho. A ratos, mientras miraba al buitre con el rabillo del ojo, sentía que la respiración se me iba entre estertores de agonía.

El buitre volvió a plegar las alas. Se detuvo a la altura de mi cabeza y, enseñándome una de sus garras fuertes y encorvadas, preguntó: 

¿Sabes para qué sirve esto?

No contesté con voz moribunda.

¿Así que no sabes? dijo. Se subió sobre mi pecho, se movió tambaleándose y desplegó las alas. Luego insistió: ¿Así que no sabes para qué sirven mis garras?  

No...

¡Sirven para deshacerte mejor! dijo lanzando un graznido que me desgarró los oídos.

Después hundió sus garras en mis ojos y me arrancó la carne a picotazos, hasta reducirme a un montón de huesos...

Qué terrible la pesadilla que me gasté, ¿verdad? Eso me pasó por haber leído obsesionadamente esas pequeñas composiciones literarias, escritas en verso y en prosa, cuyos protagonistas son animales con personalidad y voz propias, gracias al ingenio y la pluma de sus autores, quienes no solo tienen la capacidad de atribuirles dones humanos, sino también la capacidad de metamorfosearse en bichos inmundos como ocurre con Gregorio Samsa en la obra del atormentado Kafka.


Las Animalversiones de Coco Manto, a diferencia de las fábulas de Monterroso, son una suerte de alegorías donde los humanos se confunden con los animales, o estos con sus hermanos racionales, pues el autor, quien se burla del poder corrupto de los politiqueros de levita y se rebela contra el despotismo de las dictaduras militares, tiene la habilidad de entretenernos con cuentos que encierran verdades éticas y morales, y con otras que, rayando en las expresiones de doble sentido o los chistes, dicen: La vaca tomó al toro por las astas para que no le ponga cuernos. Otro: El loro le dijo al rey león que un burro quería ser burra. El sabio rey le ordenó: enciérralo con llave en la biblioteca para que se aburra. Otrito más y listo: El gallo es el palo del gallinero.

Aunque la fábula no tenga una enseñanza útil en el desenlace ni una moraleja al pie de página, es importante que al menos esté bien contada y en breve tiempo, porque la fábula es, ante todo, tiempo concentrado. ¡Ah!, quizás no tanto, pues como atinadamente advirtió Monterroso: No se trata solo de suprimir palabras. Hay que dejar las indispensables para que la cosa, además de tener sentido, suene bien, así como suenan las poesías del Coco Manto en la poderosa voz de Luis Rico, acompañado por la sonora Banda del Pagador, donde los platilleros, soplalatas y tamboreros, se parecen a los personajes de los fabulistas en Carnaval.

Foto: Coco Manto y Víctor Montoya en la redacción del periódico “Excelsior” de México (2002), donde trabajaba el periodista y poeta boliviano.

sábado, 4 de julio de 2020


A CUATRO DÉCADAS DEL ASESINATO Y DESAPARICIÓN
DE MARCELO QUIROGA SANTA CRUZ

Este 17 de julio se cumplen 40 años del asesinato y desaparición del connotado intelectual y líder político Marcelo Quiroga Santa Cruz (Cochabamba, 1931 –  La Paz, 1980). Hijo de una familia vinculada a la oligarquía boliviana. Su padre, José Antonio Quiroga, que fue diputado por el Partido Republicano Genuino y ministro del gobierno de Daniel Salamanca en 1934, abandonó la política decepcionado por la caída del presidente, aunque en el fondo no escondía su simpatía por la candidatura de Hertzong y Urriolagoita, que era la mejor apuesta de la rosca minero-feudal.

En 1943, su familia se instaló en la ciudad de La Paz, al asumir su padre la gerencia general de la empresa Patiño Mines & Enterprises Consolidated, Inc., donde se lo conocía como el Monje Negro del patiñismo. Probablemente, en esa misma época, Marcelo conoció al pintor cataveño Enrique Arnal, quien fue su amigo de la infancia. Los padres de ambos trabajaban en la empresa de uno de los Barones del Estaño, cuyas oficinas principales se encontraban en la población de Catavi, al norte del departamento de Potosí. Más tarde, cuando Marcelo y Enrique eran jóvenes, decidieron zarpar en un barco rumbo al viejo continente, con el propósito de instalarse en París. Se cuenta que durante el viaje, el joven intelectual sufrió un ataque de apendicitis y tuvo que ser operado en el navío. A pocos meses de haber permanecido en la Ciudad Luz, y tras algunas dificultades propias de los inmigrantes, retornó a Bolivia en 1959, año en que se publicó su conocida novela Los deshabitados, que en 1962 ganó el premio William Faulkner a la mejor novela hispanoamericana escrita desde la Segunda Guerra Mundial, con un discurso narrativo sin acción alguna, sin descripciones de ambientes ni paisajes, pero con una profunda descripción de sus personajes, con una temática introspectiva sobre el destino y los conflictos existenciales del hombre. Su segunda novela, Otra vez marzo, inconclusa, apareció de manera póstuma en 1990.


Su entrega política iba a la par con la pasión por la literatura y el arte. Fundó y dirigió el semanario Pro Arte (1952), la revista Guión (1959) y el periódico El Sol (1964), cuya línea central tendía a cuestionar las medidas antipopulares del régimen dictatorial del general René Barrientos Ortuño. Se dedicó a la crítica cinematográfica y teatral, fue delegado boliviano en el Congreso Continental de Cultura (1953) y en el Intercontinental de Escritores (1969).

En 1960 publicó en El Diario una serie de artículos sobre la situación boliviana bajo el título común de La victoria de abril sobre la nación, que fue también editado en formato de libro. Sus primeros textos literarios datan de su época de estudiante. Su primera obra fue el poemario Un arlequín está muriendo, escrita en 1952, poco antes de salir exiliado a Chile, y que aún permanece inédito. Sin embargo, continuó escribiendo versos a lo largo de su vida, algunos de los cuales se publicaron en periódicos y revistas, con el seudónimo de Pablo Zarzal, como cuando escribió el poema No es en vano, tras el golpe militar de Alberto Natusch Busch y la masacre de Todo Santos, que arrojó centenares de muertos y heridos en la zona central de la ciudad de La Paz, entre el Palacio Quemado y la Plaza de San Francisco, en noviembre de 1979.

En el poema No es en vano, arrancado desde el fondo de su alma, el poeta se muestra de cuerpo entero, retratándose en el texto y el contexto de sus versos, donde se despliega un humanismo auténtico, una literatura social y revolucionaria por excelencia. La tragedia humana tocó tanto la sensibilidad más profunda del poeta, quien denunció la violencia castrense en versos hilvanados con dolorosas palabras que, a ratos, se rompen en gritos de protesta y sollozos de hondo pesar. No en vano en el citado poema, que publicó con el seudónimo de Pedro Zarzal en Presencia Literaria, el 2 de diciembre del mismo año en que se produjo la masacre, nos dice: Dos/ fueron dos/ las semanas de noviembre/ una teñida de sangre/ y otra manchada de miedo./ Cuatro/ fueron cuatro/ dos en busca de fortuna/ y dos en busca de nombre./ Diez/ fueron diez/ los uniformes de hierro/ cinco sedientos de sangre/ y cinco ávidos de fuego./ Uno/ solo fue uno/ el terrible cancerbero/ mitad lengua de veneno/ mitad colmillo de acero./ Quinientos/ fueron quinientos/ caídos en el sendero/ unos vieron su victoria/ y otros vencerán de muertos./ Millones/ fueron millones/ los puños que se encendieron/ millones de corazones/ opuestos a la levita/ las balas y al cancerbero./ Millones/ serán millones los hombres/ que un día/ serán uno solo y nuevo.


Marcelo Quiroga San Cruz, amén de su magnífica calidad como poeta, fue sobre todo un autor prolífico de ensayos y artículos sociopolíticos en los cuales abordó una infinidad de temas de interés general, como lo atestiguan todas sus obras, desde La victoria de abril sobre la nación (1960), hasta Hablemos de los que mueren (1982).

Como todo hombre apasionado por el arte dramático, cuyo formato maneja técnicas propias del género, incursionó en el ámbito cinematográfico, con los cortometrajes La bella y la bestia y Combate, ambos de 1959. No era casual su afición por las escenas y los tablados, ya que Marcelo, raíz de la revolución nacionalista de 1952, se instaló con su familia en Chile, donde cursó estudios de dirección teatral; una experiencia que le permitió dominar la actuación escénica que, en su vida pública como político y escritor, le sirvió para hablar con gran soltura, hasta con elegancia, y tener control ante las cámaras de la prensa; una actitud que lo reveló como a un orador nato y un intelectual de muchos quilates.

En 1966 fue elegido diputado por Cochabamba, como invitado independiente de la Comunidad Demócrata Cristiana, conformada por el Partido Demócrata Cristiano y la Falange Socialista Boliviana. Desde el parlamento continuó sus críticas al régimen de Barrientos; una posición radical que tuvo graves consecuencias para su vida personal, como el desafuero parlamentario, el secuestro, atentado con explosivos contra su domicilio, y, consiguientemente, la cárcel y el confinamiento en Alto Madidi, donde conoció a René Zavaleta Mercado y entró en contacto con el Control Obrero de Catavi, Sinforoso Cabrera, quien le informó sobre los objetivos políticos centrales de los mineros, cuyos principios ideológicos estaban planteados en la Tesis de Pulacayo; un programa revolucionario que fue aprobado en un congreso minero de 1946.   

Bajo el gobierno del general Alfredo Ovando Candía, fue ministro de Minas y Petróleo y, posteriormente, de Energía e Hidrocarburos; un cargo que él supo aprovechar para hacer posible la nacionalización de la Bolivian Gulf Oil Company y escribir, con conocimiento de causa, los libros Acta de transacción con la Gulf - Análisis del decreto de indemnización a Gulf (1970) y Oleocracia o patria (1976), aunque ya antes de que fuera ministro, escribió dos valiosos ensayos sobre el mismo tema: Desarrollo con soberanía, desnacionalización del petróleo (1967) y El gas que ya no tenemos (1968). Poco tiempo después de que Marcelo Quiroga revirtiera los recursos petrolíferos a los bolivianos y pusiera en aprietos a los consorcios transnacionales, renunció a su cargo de ministro, al constatar que el general Ovando dio un brusco viraje hacia la derecha y ordenó la masacre de los guerrilleros en Teoponte.


El 1 de mayo de 1971, durante el gobierno del general Juan José Torres y mientras estaba vigente la Asamblea Popular, fundó el Partido Socialista de Bolivia, junto a obreros, campesinos e intelectuales; pero, como ya se sabe, su proyecto político quedó trunco en agosto del mismo año, cuando el coronel Hugo Banzer Suárez protagonizó el golpe de Estado contra el gobierno progresista de Torres. En esas jornadas de agosto, Marcelo, con el fusil en la mano, peleó junto a las fuerzas populares que resistieron el golpe de Estado. No obstante, una vez derrotada la resistencia e instaurada la dictadura militar, se vio forzado a salir al exilio, primero a Chile, después a Argentina y, finalmente, a México, donde ejerció la docencia en la carrera de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En 1977 retornó clandestinamente a Bolivia, reasumió la conducción del Partido Socialista y adoptó la sigla PS-1 (Partido Socialista Uno), con el propósito de reafirmar la ideología socialista en el país, apoyado por varios sectores que ya lo consideraban un líder indiscutible en el campo de la izquierda nacional. Fue tres veces candidato a la presidencia y su perfil político creció como la espuma y, si no caía asesinado, se hubiese constituido en el primer presidente socialista de la república de Bolivia, porque estaba convencido de que, a pesar de su origen de clase, era un socialista por convicción. De ahí que en una entrevista que le hicieron en el programa El Informal de radio Nueva América, poco antes de las elecciones de 1978, ante la crítica de sus contrincantes políticos, quienes lo acusaban de ser un burgués que juega al socialista, Marcelo Quiroga, con la inteligencia natural que lo caracterizaba, contestó seguro de sí mismo: Creo que no es reprochable que alguien que hubiese nacido en un estrato social que no es el proletariado, que no es la clase obrera, se hubiese entregado a su servicio. Y, refiriéndose a sus críticos, prosiguió: A ellos debería recordarles que un socialista no lo es, precisamente y con carácter excluyente, por su origen de clase. No todo obrero por el hecho de ser obrero es un revolucionario (…) Lo que me parece reprochable, y de éstos tenemos muchos ejemplos en nuestra clase política, es que aquellos que nacen en el seno de la clase trabajadora, o en sectores populares, o sectores de la clase media de pequeños ingresos, consagren su vida a ascender socialmente, a acumular fortuna, a traicionar los intereses de la clase (de la) que son originarios.

Su labor política fue frenética y participó en varios eventos que se realizaron en contra de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez. Incluso participó en las huelgas y los mítines gestados por los movimientos más radicales de la izquierda tradicional, consciente de que había que eliminar el abuso de poder, la violencia, crueldad y la persecución del adversario político; más todavía, actuó desde el mismo seno de los movimientos populares, porque jamás perdió las esperanzas de unificar a toda la izquierda en torno a un programa antiimperialista, que incluyera las aspiraciones de las mayorías nacionales.


Filemón Escobar, en su libro Semblanzas (2014), relata que Marcelo era un ser muy fino, no podía estar sin la ducha de cada día. Sufría más por la falta de ducha que de la comida o del agua. Esto lo advirtió cuando ambos se sumaron a la huelga de hambre, iniciada por cuatro mujeres mineras a fines diciembre de 1977.  Filippo cuenta: Me dijo, mi cuerpo me escuece, ráscame la espalda, que ‘mierda que no haya ducha en este lugar’. Lo que Filippo no contó en sus Semblanzas es lo que me refirió en cierta ocasión, cuando le pregunté por qué tenía el saco tan pequeño en una de las fotografías que incluyó en su libro De la revolución al Pachakuti (2008). Me contestó que ese saco café a cuadros se lo prestó Marcelo cuando iban a entrevistarse con el presidente Alfredo Ovando Candia. Marcelo le dijo a Filippo, que por entonces se encontraba refugiado y protegido por los dirigentes de la FUL en el último piso de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, que no podía ir vestido como un playboy minero, con un sacón de cuero y pantalones jeans. Fue entonces que Marcelo le prestó su saco, cuyas mangas le quedaban cortas a Filippo.

En 1979, estando como diputado en el congreso nacional boliviano, emplazó a juicio de responsabilidades al exdictador Banzer Suárez y sus colaboradores, por los delitos cometidos en siete años en los que se vulneraron los Derechos Humanos y se violaron los principios elementales de la Constitución Políticas del Estado. Planteó el juicio de manera brillante, con un lenguaje propio de los eximios oradores y con una documentación convincente entre las manos. Esta su actuación valiente y decidida, entre agosto y septiembre, fue, sin lugar a dudas, uno de sus aportes más significativos a la conciencia democrática de la nación boliviana.

El juicio de responsabilidades a Banzer, como era de suponer, lo convirtió en un enemigo declarado no sólo del exdictador, sino también de la fracción derechista más recalcitrante del Ejército. De modo que el 17 de julio de 1980, al producirse el sangriento golpe de Estado contra el Gobierno de Lidia Gueiler Tejada, el líder socialista, Marcelo Quiroga Santa Cruz, que se encontraba en la reunión de emergencia del Comité Nacional de Defensa de la Democracia (CONADE), en la sede de la Central Obrera Boliviana (COB), junto a otros dirigentes políticos y sindicales, fue herido con una ráfaga disparada a quemarropa, presumiblemente,  por el suboficial Froilán Molina Bustamante, El Killer, quien se escabulló entre las fuerzas paramilitares al servicio de los golpistas Luis García Meza y Luis Arce Gómez.


Durante el asalto armado, que acabó con varias vidas, se supo que Marcelo Quiroga fue trasladado al Estado Mayor del Ejército, donde fue bestialmente torturado hasta la muerte y luego desaparecido. No se sabe hasta la fecha dónde fueron enterrados sus restos, aunque algunos testimonios, tanto de civiles como de militares, señalaron que el malogrado cadáver del líder socialista estaba enterrado en Santa Cruz, en la hacienda del expresidente Hugo Bánzer Suárez, un dictador sanguinario que se salvó de la justicia, a diferencia de sus sucesores, Luis García Meza y Luis Arce Gómez, quienes fueron sentenciados, por sus vínculos con el narcotráfico y sus crímenes de lesa humanidad, a 30 años de prisión sin derecho a indulto.

Cuando leí el libro Con el testamento bajo el brazo (2018), que escribió el bogado e historiador Tomás Molina Céspedes, con las entrevistas que le hizo a Luis Arce Gómez en la cárcel de máxima seguridad de Conchocoro, me enteré que el exministro de García Meza quería revelar el lugar donde estaba enterrado el cadáver de Marcelo a cambio de su libertad. Como es natural, sus confesiones me dieron mucho coraje, no sólo por su conducta soberbia y de cara dura, propia de un militar de mentalidad nazista, sino porque yo estaba seguro que él mismo no sabía, con absoluta certeza, dónde estaban enterrados los restos de Marcelo Quiroga, aparte de lo que ya sabíamos todos, que uno de los autores intelectuales de su asesinato fue el dictador Hugo Banzer Suárez, el enemigo principal del hombre que quiso hacerle pagar por sus delitos con todo el peso de la ley.

El pueblo boliviano, a cuarenta años del asesinato y desaparición de Marcelo Quiroga Santa Cruz, una de las mentes más lúcidas que destelló con luz propia en la constelación política y cultural, sigue clamando por que algún día se sepa con certeza quién fue el asesino que disparó la ráfaga contra su humanidad y dónde escondieron exactamente su cadáver, a pesar de que todos sabemos que Marcelo no está muerto, sino que permanece vivito en la memoria de quienes compartíamos sus luchas, sus creaciones literarias y sus ideales de libertad y justicia.

martes, 30 de junio de 2020


UN BUSTO DE DOÑA DOMI EN LA PLAZA DEL MINERO

DE SIGLO XX

Hace tiempo que abrigo la esperanza de que un día se le haga un merecido reconocimiento, con la legitimidad que le corresponde, a doña Domitila Barrios de Chungara, la luchadora social cuya vida estuvo dedicada a mejorar las condiciones de vida, salud y educación de las familias mineras en las poblaciones del norte de Potosí.

Si bien ella nació en Llallagua y pasó su infancia y adolescencia en Pulacayo, sus escenarios de acción política fueron los sindicatos de trabajadores de Siglo XX y Catavi, donde participó en su condición de dirigente del Comité de Amas de Casa, con la firme convicción de que la lucha de los proletarios no era una lucha sólo de los varones contra los opresores, sino de toda la familia, donde están la esposa y los hijos de los mineros.

Doña Domi –como se la conocía comúnmente– saltó a la palestra internacional en el Primer Congreso Internacional de Mujeres, que se celebró en la capital mejicana en 1975. Desde Entonces su nombre y su voz empezaron a sonar más allá de las fronteras nacionales. Su mensaje combativo y su coraje en la lucha por conquistar una sociedad más humana que la ofrecida por el capitalismo salvaje, se han proyectado en varios países, sobre todo, de América Latina, África y Asia.

Ella, sin pedir nada a nadie y sin que nadie la premiara, fue la que mejor representó a la población de Siglo XX. Gracias a ella se sabe sobre la historia de los distritos mineros en otras latitudes del mundo; por eso mismo, es justo que se le rinda un homenaje para que su memoria permanezca viva entre nosotros y su personalidad sea un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de mujeres bolivianas.

Y el mejor homenaje que se le puede rendir es colocando un busto de ella en la gloriosa Plaza del Minero de Siglo XX, donde está el estoico monumento al minero, acompañado por el monumento de Federico Escobar Zapata y los bustos de César Lora e Irineo Pimente; todos ellos varones y grandiosos líderes sindicales. Por cuanto no estaría nada mal que las autoridades ediles de Llallagua y Siglo XX se pusieran de acuerdo para erigirle un busto a doña Domi, una mujer que representó dignamente a las amas de casa y se ganó a pulso un privilegiado sitial en la historia del movimiento obrero boliviano contemporáneo.


No debe olvidarse que doña Domi –después de las cuatro mujeres mineras que iniciaron la huelga de hambre a fines de 1977 para recobrar la democracia cautiva y tumbar a la dictadura de Hugo Banzer Suárez– fue una de las dirigentes que lo apostó todo para ver renacer una Bolivia más libre y democrática. Sus palabras siempre fueron de orientación y sabiduría, siempre que le permitían hablar, y las hazañas de su azarosa vida están reflejadas en sus testimonios recogidos en algunos libros, que se han publicado tanto dentro como fuera del país.

Ya es hora de que los pueblos aprendamos a reconocer a nuestros líderes como se lo merecen. Si no lo hacemos mientras ellos están vivos, que sería la mejor opción, al menos reconozcámoslos después de su muerte, porque ellos fueron los luchadores que enarbolaron nuestras banderas libertarias. Aquí es preciso mencionar a doña Domi, quien se merece un reconocimiento en la población minera que la vio nacer. Ella constituye el mejor ejemplo de lo que es capaz de hacer una ama de casa para defender a sus seres queridos y ponerlos a salvo de cualquier atropello que ponga en peligro su vida y su integridad. 

Doña Domi, aunque ya no está físicamente presente entre nosotros, es una llama encendida en nuestra memoria y nuestro corazón. Y sería fabuloso que las autoridades municipales, la Universidad Nacional Siglo XX y las instituciones pertinentes de las poblaciones de Llallagua, Siglo XX y Catavi, aunaran esfuerzos para tener una efigie de la histórica dirigente del Comité de Amas de Casa en la Plaza del Minero, no como un adorno para decorar el ornamento de los predios del glorioso Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, sino como un emblema que exalte las luchas y los valores humanos de la mujer minera, de la palliri, de la ama de casa que, sin dudar un instante, participó del brazo de su esposo y de la mano de sus hijos en las innumerables batallas que se libraron entre los obreros del subsuelo y las fuerzas represivas de los regímenes dictatoriales.  
        
Un busto de doña Domitila Barrios de Chungara, nada menos que en la Plaza del Minero, donde se la vio una infinidad de veces arengando a las masas desde el palco del Sindicato, tendría un poderoso significado para recordarnos que las mujeres mineras, así como se enfrentaron a los gobiernos opresores de turno y a los prejuicios machistas de su entorno social, se enfrentaron también con todo el furor de su inteligencia y conciencia de clase a las normativas decadentes del sistema patriarcal, que quiere verlas al margen de la actividad sindical y recluidas entre las cuatro paredes de la cocina.

domingo, 21 de junio de 2020


 NACER EN EL AÑO NUEVO ANDINO-AMAZÓNICO

Por alguna coincidencia del destino, y sin que mi madre lo haya planificado según el almanaque gregoriano, nací un 21 de junio, día en que se celebra el Año Nuevo andino-amazónico; pero además, por alguna mutación genética o gestación anormal, nací con los pies por delante y no de cabeza como el resto de los niños.

Según las creencias ancestrales, mi nacimiento dio señales claras de que fui elegido por las deidades de la cosmogonía andina para ser yatiri (sabio, adivino y líder espiritual de la comunidad aymara); este designio se hubiese confirmado plenamente si, en otro momento de mi vida, me hubiese alcanzado la poderosa descarga eléctrica de la Hillapa (Rayo), dios de las tormentas en los Andes que, además de sacudir el cielo y los cerros, suministra vida y nutrientes a la Pachamama (Madre Tierra). De manera que, de haber sido partido por este poderoso rayo y haber renacido como un adivino y sabio en ciencias conocidas y desconocidas, hubiera sido indiscutiblemente un yatiri; y, así me hubiese negado a ejercer este complicado rol de médium entre el mundo terrenal y el más allá, la comunidad me hubiese obligado a vestirme como kallawaya (médico tradicional), con walla (bolsa de lana para cargar yerbas medicinales y talismanes), poncho y sombrero alón, para recorrer por tierras cercanas y lejanas, transmitiendo sabiduría y leyendo en las hojas de la coca el destino de la gente, los animales y la naturaleza.

Pero como nunca fui alcanzado por ese poderoso rayo, no soy un sabio ni experto en varias artes, desde la adivinación en coca hasta la medicina natural; por el contrario, en mi vida no llegué a ser más que una suerte de amauta (maestro espiritual), más filósofo que médico, más pragmático que vidente; y mucho más que amauta, apenas llegué a ser un modesto yatichiri (profesor) y un khelkheri (escritor) de historias reales y ficticias. 

Por lo demás, nunca me consideré un ser especial, sino un simple mortal, con las mismas virtudes y los mismos defectos de cualquier hijo de vecino. No tengo facultades para ejercer como yatiri, capaz de leer la suerte en las hojas sagradas de la coca o ser un clarividente con capacidad de ver, como en una bola de cristal y a través de una profunda concentración mental, lo que está en el más allá o captar colores, movimientos y figuras que se me manifestaban en los sueños, comunicándome con hechos del pasado, presente y futuro.

He nacido un 21 de junio, pero sin capacidad de diagnosticar fenómenos naturales con solo contemplar a los seres humanos, animales y plantas. Y, aunque no he visitado las ruinas de Tiawanacu, ni he visto los monolitos ni caminado por el templo semisubterráneo de Kalasasaya, siempre he sabido que en ese lugar sagrado se realiza una de las principales ceremonias del Año Nuevo andino-amazónico, la salida del astro sol en la madrugada del 21 de junio, fecha en que las culturas ancestrales esperan con verdadera veneración la salida de los primeros rayos del sol como portador de irradiante magnetismo, vivificante para quienes esperan de madrugada tan fenomenal inyección energética.

Esta celebración ritual se repite cada año en la capital del mundo andino, Tiawanacu, situada a 3.843 metros sobre el nivel del mar, donde se aguarda que el primer rayo de luz ingrese por la estela pétrea conocida como la Puerta del Sol, para conmemorar el Wilka Kuti (Retorno del Sol) y celebrar la llegada del Año Nuevo andino-amazónico, que no sólo coincide con el solsticio de invierno, sino también con mi cumpleaños, que jamás he festejado de manera especial, aunque especial sea este día para miles y millones de habitantes del Tawantinsuyo.

Sé también que cuando el alba traspone el horizonte, las personas deben mirar en dirección al sol, cuyos primeros haces de luz se proyectan sobre la Pachamama, donde los pobladores, junto a los amautas, kallawayas y otros sacerdotes de los pueblos originarios, reciben los primeros rayos del Tata Inti (Padre Sol) con las manos en alto, para cargarse de energías y atraer bendiciones para disfrutar de las mejores cosechas y tener buena salud durante el año.

Para las comunidades andino-amazónicas, el fenómeno astronómico tiene una explicación más mística, pues consideran que el dios Sol, que se ha alejado de la Tierra, retorna a su lugar cerca del planeta con todo su ímpetu y esplendor, para alumbrar los días y fecundar a la Pachamama, para que reproduzca a los seres de la naturaleza, haga crecer los frutos y brinde prosperidad a sus hijos.

Los sacerdotes aymaras, vestidos con ropas ceremoniales, realizan con solemnidad los rituales de agradecimiento a las deidades, acompañados con la música de los sikus (instrumentos de viento hechos de cañahueca), que recuerdan a los soplos del altiplánico viento y despiertan sentimientos telúricos en el alma de los presentes.

Todo esto ocurre el 21 de junio, que para mí no es más que una fecha en la que cumplo un año más de vida, un día más en el que no me siento especial y mucho menos un elegido por los dioses tutelares de la cosmovisión andina; más todavía, hubiera preferido nacer otro día para evitar las miradas de quienes creen que poseo facultades excepcionales; cuando en realidad, no se hacer otra cosa que escribir historias que se mueven entre la realidad y la fantasía, aunque mi madre, quien me conocía como la palma de su mano, siempre me recordó que sólo me faltaba un pelo para ser adivino y que yo era el único que no me daba cuenta de lo era capaz ser y hacer en mi vida terrenal.

jueves, 18 de junio de 2020


EL TÍO DE LA MINA NO ES EL DIABLO BÍBLICO

Uno de los objetivos fundamentales de la colonización de las civilizaciones originarias en el llamado Nuevo Mundo fue la difusión de la religión católica. La monarquía española y la jerarquía eclesiástica, desde la creación de los virreinatos, impulsó la labor de profesar el catolicismo y catequizar a los indígenas en un profundo espíritu religioso.

El proceso de catequización estaba destinado a dar a conocer el mensaje de Jesucristo, contenido en los cuatro Evangelios, invitando a hombres y mujeres a adherirse a la fe y sumarse a la comunidad cristiana. Para cumplir este objetivo debían utilizarse los mismos materiales de enseñanza y adoctrinamiento en todas las colonias, y el mejor método para evangelizar a los indígenas era a través de sus propias lenguas nativas o dialectos, como las denominaban los españoles.

La cruzada estaba trazada desde el siglo XVI: imponer los evangelios con la cruz y la espada en las tierras conquistadas, como si el mismísimo Mesías les hubiese encomendado cumplir con sus mandatos, diciéndoles: Vayan  y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado.

Al mismo tiempo, y lejos de toda contemplación cristiana, debían destruirse las reliquias incaicas, quemando momias y descubriendo llamas destinadas a un sacrificio entre las andas de los santos. Fue entonces que el intento de extirpación de idolatrías se hizo más riguroso. Los misioneros destruyeron todo objeto incaico considerado hereje, se obligó a los indígenas a asistir a misa bajo pena de azote y a bautizar a sus hijos con nombres cristianos, con el pretexto de que los creyentes ingresaban en la vida de la Iglesia Católica por medio del bautismo.

El proceso de catequización en tierras conquistadas estuvo centrado en la extirpación de idolatrías asociadas con el diablo. En un comienzo se consideró que las creencias paganas de las civilizaciones precolombinas eran manifestaciones demoniacas y una potencial amenaza contra la religión judeocristiana. Así que, desde un comienzo, la catequesis fue violenta con la destrucción de los ídolos indígenas, habida cuenta de que la misión de los fieles no solo consistía en expandir territorios sino en extender la fe católica en las tierras conquistadas.

En el proceso de cristianización de los mitayos, se explicó que los ídolos ancestrales, como el Tío de la mina, a quienes los indígenas rendían tributo considerándolo deidad del subsuelo según la cosmovisión andina, era un ídolo maligno y su culto una práctica satánica, aun sabiendo que, al menos en el contexto boliviano, no hay Tío sin mineros ni mineros sin Tío.


Los catequizadores, aferrados a su eurocentrismo y su religión monoteísta, confundieron al Tío con el diablo bíblico y con los personajes malignos de otras creencias de allende los mares y, por lo tanto, se empeñaron en extirparlo de la mente y la vida de los mitayos. Sin embargo, todo esfuerzo por abolir al dios del ukhupacha (mundo subterráneo), al Supay (diablo bondadoso) de la cosmogonía andina, fue una cruzada inútil, ya que este personaje de arraigo ancestral logró sobrevivir a los embates de la colonización y se mantuvo vigente a través del sincretismo religioso entre lo profano y lo sagrado durante la colonia, como si se tratara de una suerte de simbiosis de lo místico y lo cristiano.

La extirpación de idolatrías en las culturas ancestrales obligó a los indígenas a cubrir a sus deidades con rostros cristianos; de lo contario, corrían el riesgo de ser juzgados como herejes y ser sometidos a terribles suplicios. No en vano el Tribunal de la Santa Inquisición del virreinato peruano, cuya misión consistía en combatir la herejía, hechicería, bigamia y blasfemia, fue implacable como la Santa Inquisición de la época medieval europea, incluso se condenó a la hoguera a varios apóstatas que cuestionaban la fe cristiana.

En la concepción de los mineros contemporáneos –y de los mitayos de la época colonial–, el Tío, además de ser un dios nativo de las profundidades; es, en el fondo de sus creencias, el único dueño de los yacimientos minerales y el protector de sus vidas. De él depende el éxito o fracaso de las labores en el subsuelo. Su creencia en este ser sobrenatural, sumada a su fe cristiana, les impulsó a imaginarlo mitad humano y mitad demonio. Su efigie moldearon en barro y cuarzo los mismos mineros, y la colocaron en un paraje especial de la galería, para sentir su presencia y  rendirle pleitesía, ofrendándole hojas de coca, aguardiente y cigarrillos. Algo más, en determinadas fechas, de acuerdo al calendario minero, le ofrecen banquetes como una forma de agradecimiento por los favores recibidos, sacrificando una llama blanca en un ritual conocido como la wilancha, y ch’allando (rociando con aguardiente) las rocas minerales, con invocaciones, libaciones de bebidas espirituosas y hasta con bailes acompañados con bandas de músicos.

No olvidemos que el Carnaval, aparte de ser una manifestación cultural y folklórica de gran trascendencia tanto a nivel nacional como internacional, es una celebración tradicional de reciprocidad entre el hombre y las deidades andinas. Los mineros, el viernes antes del sábado de Entrada del Carnaval, tienen la costumbre de rendirle culto y venerarle al Tío (Wari o Supay) con un convite, sobre todo, en los departamentos de Oruro y Potosí. Le dan de fumar, pijchar, beber y comer (preferentemente una llamita blanca). Asimismo, adornan su cuerpo envolviéndole con serpentinas multicolores y echándole con mixturas y confetis. ¡Todo un acto ritual milenario en el ámbito minero!


Por otro lado, debe destacarse que la diablada del Carnaval, desde sus orígenes, es una danza de ascendencia minera, que representa la lucha entre el Bien y el Mal. El Bien simbolizado por el personaje del Arcángel Miguel y el Mal por los diablos comandados por Lucifer, quien, en el imaginario popular, es el personaje que representa al Tío de la mina.

Es probable que el aspecto demoniaco del Tío sea el resultado del proceso de catequización, ya que los misioneros, a tiempo de inculcarles a los indígenas los conceptos del Bien y del Mal, les referían el relato bíblico que cuenta la derrota de Luzbel después de una batalla sostenida contra el Arcángel Miguel. Como es bien conocido, Luzbel, que al principio era un ángel perfecto y vivía en el reino de los cielos, al hacerse vanidoso y querer recibir la adoración que por derecho le correspondía a Dios, fue expulsado del reino celestial junto a su séquito de ángeles rebeldes que llegaron a encarnar los siete pecados capitales. Luzbel perdió su belleza entre las llamas del infierno, que según la creencia popular se encuentra en el subsuelo, y renació como Lucifer, como el señor de las penumbras y el príncipe de las tinieblas, como el diablo que, a poco de romper las cadenas que lo sujetaban en un profundo abismo del infierno, vagó por el mundo desafiando la fe de los humanos y poniendo en jaque a la religión. Así nació la eterna disputa entre Dios y el diablo, entre el Bien y el Mal. De modo que el Tío de la mina, al ser una deidad subterránea, fue confundido con el demonio europeo, con el diablo o Satán del mundo bíblico.

Si bien es cierto que el proletario moderno, empleado en un sistema de producción capitalista, no es el arquetipo del mitayo de la época colonial, obligado a trabajar en la mina contra su voluntad, es cierto también que reproduce algunas de sus características, como sus mitos y leyendas, que se transmitieron de generación en generación y por medio de la tradición oral, donde el sincretismo religioso y el mestizaje se manifiestan por medio de los ritos, creencias, costumbres y modus vivendi, que identifican la esencia de las tradiciones ancestrales de las culturas originarias, que constituyen el soporte esencial de la identidad del indígena que, aunque abandona su vida campestre y se proletariza en la mina, sigue conservando su mentalidad proclive a las supersticiones y, desde luego, sigue conservando su creencia en el Tío de la mina, que en su vida es tan importante como cualquiera de los personajes de la religión católica, traídos por los conquistadores ibéricos al continente Abya Yala, donde existían civilizaciones que profesaban otras religiones y tenían otros dioses que, como el Tío de la mina, sobrevivieron en una suerte de simbiosis donde lo sagrado y lo profano se funden en la mente y el corazón de los creyentes.

lunes, 15 de junio de 2020


LOS COMERCIANTES INSENSATOS DE LA AVENIDA DEL POLICÍA

La Avenida del Policía, en Ciudad Satélite de El Alto, al menos en la cuadra donde vivo desde hace varios años, se ha transformado, casi de la noche a la mañana, en una avenida inundada por el comercio y el bullicio estridente. Si antes era una urbe tranquila y silenciosa, ahora es una avenida caótica, donde los vecinos no pueden ya ni conciliar el sueño, que es uno de los derechos elementales de todo ciudadano, ya que los comerciantes (algunos de ellos, no todos), afanados en ganar dinero a cualquier precio, se ríen de los derechos de la vecindad e instalan sus restaurantes fuera de sus locales y, no pocas veces, con tinglados que llegan hasta media calle, dificultando la circulación de los peatones; un hecho que no está permitido por las disposiciones municipales, pero que se repite a diario.

Varios de los edificio de la avenida, que cuentan con amplios salones en la planta baja, y cuyas puertas de acceso dan a la calle, han sido tomados en alquiler por comerciantes inescrupulosos, que creen que son los únicos dueños de la ciudad y los amos de la avenida, pues desde que amanece instalan sus parlantes en la puerta y meten la música a todo volumen, en procura de vender salteñas, salchipapas (salchichas con papas fritas) y asados a la parrilla, así nadie asome sus narices a esos improvisados restaurantes.

Todas las mañanas, sobre todo los fines de semana, tengo que soportar, cerca de mi apartamento, los aderezos quemados de las carnes asadas, puestas sobre una parrilla colocada bajo la ventada de mi dormitorio, que se llena de humo y de olores nauseabundos. Parece que este es el precio que debe pagarse para justificar el contrato que los “dueños de casa” (algunos de ellos, no todos) firmaron con los comerciantes, que no piensan en otra cosa que en la rentabilidad de sus negocios, así sea jodiendo a los que ocupan las viviendas aledañas.

En la Avenida del Policía se ha dejado de respetar el derecho de los demás. Los comerciantes no solo imponen una música que nadie quiere escuchar, sino que también ofrecen comidas que nadie desea consumir y, lo que es peor, nadie dice: esta boca es mía. Da la sensación de que los vecinos, quienes creemos en la consideración y la empatía por los demás, nos hemos convertido en pasivos observadores de un fenómeno por demás insoportable y vivimos resignados a aceptar el bullicio y el desbarajuste ocasionados por los comerciantes inescrupulosos, que no piensan en otra cosa que en su propio interés, como si ellos fuesen los únicos que habitan en la populosa zona de Ciudad Satélite.

Estoy harto de vivir en una avenida caótica que, más que ser una avenida, parece un mercado donde el que grita más y pone más fuerte la música es el dueño de la avenida, sin importarles que, alrededor de estos locales de comida ligera, existen familias con hijos en edad escolar, que necesitan tranquilidad para realizar sus deberes escolares y reponer energías para emprender un nuevo día.

Estos comerciantes son los seres más detestables de la urbe, donde la música retumba en los oídos y la basura que dejan en la calle es un verdadero foco de infección; pero lo que más me duele, aparte de la bulla y el olor nauseabundo de las comidas, es la pasividad de los vecinos que no hacen respetar su derecho a vivir como mandan las normativas emanadas por las instituciones pertinentes del gobierno municipal.

En los años que llevo viviendo en uno de los edificios de la mencionada avenida, no he visto a un solo vecino que proteste y conmine a los comerciantes a que dejen de joder la paciencia con la música y el olor que emerge de sus locales, que no cuentan con lavabo ni baño higiénico. Lo cierto es que a mí, la calamitosa situación de los restaurantes no me importa mucho. Lo que me importa es que estos comerciantes respeten mi sueño, mis horas de descanso y mi derecho a vivir sin escuchar una música que me retumba en los oídos y me estorba en mi trabajo cotidiano; un trabajo que requiere de relativa calma y silencio.

Tampoco está demás decir que me molesta la inconciencia de estos comerciantes que, además de estorbar la tranquilidad de sus vecinos, se ríen de las normas establecidas para la convivencia urbana y se pasan por las narices las ordenanzas de la intendencia municipal; es más, por dejadez o desidia, nunca he visto a un solo empleado de la intendencia que se dé una vuelta por estas calles y les pongan una sanción a los infractores del orden público. De modo que los vecinos, que contemplamos desde las ventanas esta suerte de desbarajuste social, estamos como sometidos a los caprichos de los comerciantes insensatos, a quienes les importa un rábano el bienestar de los demás, salvo llenar sus bolsillos con el expendio de sus comidas, que es lo único que cuenta en un mundo donde prima la ley de la selva y del sálvese quien pueda.

Esta avenida, desde un tiempo a esta parte, se ha transformado en sitio al margen de la ley y ha dejado de ser lo que era en otrora, cuando los vecinos convivían como si fuesen miembros de una misma familia, respetándose los unos a los otros, y cuando todos sabían que para convivir había que respetar el derecho de los otros, de esos vecinos que tenían todo el derecho a vivir en paz y en armonía con los vecinos, sin escuchar música a todo volumen ni oler el humo de las parrillas instaladas en plena calle.

Estos comerciantes, que son despreciables desde todo punto de vista, no se han puesto a pensar que, incluso para ganar dinero, primero se debe considerar el bienestar de quienes les rodean, de esos viejos vecinos que fueron los pioneros de esta avenida que, hace unas cinco décadas atrás, era un descampado árido y polvoriento, sin calles asfaltadas ni áreas arborizadas.

Espero que los comerciantes, que se supone que también tienen cerebro, piensen un poco en el bienestar de sus vecinos, en una convivencia más saludable y más cordial, ya que sus vecinos son trabajadores como ellos y que necesitan descansar después de cada jornada, a dormir sin sobresaltos, con la esperanza de reponer fuerzas y empezar una nueva jornada para ganarse el pan del día.

Desde este medio digital, hago un llamado vehemente a los vecinos, quienes deben aprender a hacer respetar sus derechos; entre los cuales está el derecho a vivir sin escuchar música altisonante ni aspirar olores nauseabundos que imponen los comerciantes, quienes, como ya lo anotamos, valoran más su lucrativo negocio que convivir en confraternidad con sus congéneres.

Estoy disgustado, asimismo, con los dueños de casa que, a cambio de unos billetes, alquilan sus salones o cuartos al mejor postor, sin considerar los derechos de sus otros inquilinos, quienes necesitan vivir en paz, tranquilidad y armonía, porque no todos son comerciantes ni todos tienen el interés de ganar dinero a cualquier costo, olvidándose que existen inquilinos –niños y adultos– que necesitan descansar después de llegar del trabajo o de la escuela.

No estoy de acuerdo con los llamados dueños de casa, que no hacen nada para resolver un problema que afecta a muchas familias, al menos a aquellas que, desde las  décadas de los 60 a los 90 del pasado siglo, se asentaron en estas tierras con la esperanza de hallar un sitio donde pudieran disfrutar de la buena convivencia ciudadana; más todavía, los dueños de casa actúan como si fuesen cómplices de los comerciantes, tolerando conductas que están reñidas con las normativas municipales y las leyes constitucionales de un país donde los ciudadanos tenemos todo el derecho a vivir lejos del mundanal ruido de la ciudad.

Espero que estas líneas no sean consideradas como un ataque a los comerciantes, sino como un llamado a la reflexión para que todos los ciudadanos podamos convivir en concordia, sin que ningún comerciante inescrupuloso y desconsiderado nos imponga música altisonante y olores nauseabundos a quienes no estamos dispuestos a tolerar la insensatez de unos cuantos necios que han convertido la Avenida del Policía en un desastre que dan ganas de llorar.

(Este texto fue escrito antes de la pandemia del COVID 19).