LOS COMERCIANTES
INSENSATOS DE LA AVENIDA DEL POLICÍA
La Avenida del Policía, en Ciudad Satélite
de El Alto, al menos en la cuadra donde vivo desde hace varios años, se ha
transformado, casi de la noche a la mañana, en una avenida inundada por el
comercio y el bullicio estridente. Si antes era una urbe tranquila y
silenciosa, ahora es una avenida caótica, donde los vecinos no pueden ya ni
conciliar el sueño, que es uno de los derechos elementales de todo ciudadano,
ya que los comerciantes (algunos de ellos, no todos), afanados en ganar dinero
a cualquier precio, se ríen de los derechos de la vecindad e instalan sus
restaurantes fuera de sus locales y, no pocas veces, con tinglados que llegan
hasta media calle, dificultando la circulación de los peatones; un hecho que no
está permitido por las disposiciones municipales, pero que se repite a diario.
Varios de los
edificio de la avenida, que cuentan con amplios salones en la planta baja, y
cuyas puertas de acceso dan a la calle, han sido tomados en alquiler por
comerciantes inescrupulosos, que creen que son los únicos dueños de la ciudad y
los amos de la avenida, pues desde que amanece instalan sus parlantes en la
puerta y meten la música a todo volumen, en procura de vender salteñas,
salchipapas (salchichas con papas fritas) y asados a la parrilla, así nadie
asome sus narices a esos improvisados restaurantes.
Todas las mañanas,
sobre todo los fines de semana, tengo que soportar, cerca de mi apartamento,
los aderezos quemados de las carnes asadas, puestas sobre una parrilla colocada
bajo la ventada de mi dormitorio, que se llena de humo y de olores
nauseabundos. Parece que este es el precio que debe pagarse para justificar el
contrato que los “dueños de casa” (algunos de ellos, no todos) firmaron con los
comerciantes, que no piensan en otra cosa que en la rentabilidad de sus
negocios, así sea jodiendo a los que ocupan las viviendas aledañas.
En la Avenida del Policía se ha dejado de
respetar el derecho de los demás. Los comerciantes no solo imponen una música
que nadie quiere escuchar, sino que también ofrecen comidas que nadie desea
consumir y, lo que es peor, nadie dice: esta
boca es mía. Da la sensación de que los vecinos, quienes creemos en la
consideración y la empatía por los demás, nos hemos convertido en pasivos
observadores de un fenómeno por demás insoportable y vivimos resignados a
aceptar el bullicio y el desbarajuste ocasionados por los comerciantes
inescrupulosos, que no piensan en otra cosa que en su propio interés, como si ellos
fuesen los únicos que habitan en la populosa zona de Ciudad Satélite.
Estoy harto de
vivir en una avenida caótica que, más que ser una avenida, parece un mercado
donde el que grita más y pone más fuerte la música es el dueño de la avenida,
sin importarles que, alrededor de estos locales de comida ligera, existen
familias con hijos en edad escolar, que necesitan tranquilidad para realizar
sus deberes escolares y reponer energías para emprender un nuevo día.
Estos comerciantes
son los seres más detestables de la urbe, donde la música retumba en los oídos
y la basura que dejan en la calle es un verdadero foco de infección; pero lo
que más me duele, aparte de la bulla y el olor nauseabundo de las comidas, es
la pasividad de los vecinos que no hacen respetar su derecho a vivir como
mandan las normativas emanadas por las instituciones pertinentes del gobierno
municipal.
En los años que
llevo viviendo en uno de los edificios de la mencionada avenida, no he visto a
un solo vecino que proteste y conmine a los comerciantes a que dejen de joder
la paciencia con la música y el olor que emerge de sus locales, que no cuentan
con lavabo ni baño higiénico. Lo cierto es que a mí, la calamitosa situación de
los restaurantes no me importa mucho. Lo que me importa es que estos
comerciantes respeten mi sueño, mis horas de descanso y mi derecho a vivir sin
escuchar una música que me retumba en los oídos y me estorba en mi trabajo
cotidiano; un trabajo que requiere de relativa calma y silencio.
Tampoco está demás
decir que me molesta la inconciencia de estos comerciantes que, además de
estorbar la tranquilidad de sus vecinos, se ríen de las normas establecidas
para la convivencia urbana y se pasan por las narices las ordenanzas de la
intendencia municipal; es más, por dejadez o desidia, nunca he visto a un solo
empleado de la intendencia que se dé una vuelta por estas calles y les pongan
una sanción a los infractores del orden público. De modo que los vecinos, que
contemplamos desde las ventanas esta suerte de desbarajuste social, estamos
como sometidos a los caprichos de los comerciantes insensatos, a quienes les
importa un rábano el bienestar de los demás, salvo llenar sus bolsillos con el
expendio de sus comidas, que es lo único que cuenta en un mundo donde prima la ley de la selva y del sálvese quien pueda.
Esta avenida, desde
un tiempo a esta parte, se ha transformado en sitio al margen de la ley y ha
dejado de ser lo que era en otrora, cuando los vecinos convivían como si fuesen
miembros de una misma familia, respetándose los unos a los otros, y cuando
todos sabían que para convivir había que respetar el derecho de los otros, de esos vecinos que tenían todo
el derecho a vivir en paz y en armonía con los vecinos, sin escuchar música a
todo volumen ni oler el humo de las parrillas instaladas en plena calle.
Estos comerciantes,
que son despreciables desde todo punto de vista, no se han puesto a pensar que,
incluso para ganar dinero, primero se debe considerar el bienestar de quienes les
rodean, de esos viejos vecinos que fueron los pioneros de esta avenida que,
hace unas cinco décadas atrás, era un descampado árido y polvoriento, sin
calles asfaltadas ni áreas arborizadas.
Espero que los
comerciantes, que se supone que también tienen cerebro, piensen un poco en el
bienestar de sus vecinos, en una convivencia más saludable y más cordial, ya
que sus vecinos son trabajadores como ellos y que necesitan descansar después
de cada jornada, a dormir sin sobresaltos, con la esperanza de reponer fuerzas
y empezar una nueva jornada para ganarse el pan del día.
Desde este medio
digital, hago un llamado vehemente a los vecinos, quienes deben aprender a
hacer respetar sus derechos; entre los cuales está el derecho a vivir sin
escuchar música altisonante ni aspirar olores nauseabundos que imponen los
comerciantes, quienes, como ya lo anotamos, valoran más su lucrativo negocio que
convivir en confraternidad con sus congéneres.
Estoy disgustado,
asimismo, con los dueños de casa que,
a cambio de unos billetes, alquilan sus salones o cuartos al mejor postor, sin
considerar los derechos de sus otros inquilinos, quienes necesitan vivir en
paz, tranquilidad y armonía, porque no todos son comerciantes ni todos tienen
el interés de ganar dinero a cualquier costo, olvidándose que existen
inquilinos –niños y adultos– que necesitan descansar después de llegar del
trabajo o de la escuela.
No estoy de acuerdo
con los llamados dueños de casa, que
no hacen nada para resolver un problema que afecta a muchas familias, al menos
a aquellas que, desde las décadas de los
60 a los 90 del pasado siglo, se asentaron en estas tierras con la esperanza de
hallar un sitio donde pudieran disfrutar de la buena convivencia ciudadana; más
todavía, los dueños de casa actúan
como si fuesen cómplices de los comerciantes, tolerando conductas que están
reñidas con las normativas municipales y las leyes constitucionales de un país
donde los ciudadanos tenemos todo el derecho a vivir lejos del mundanal ruido
de la ciudad.
Espero que estas
líneas no sean consideradas como un ataque a los comerciantes, sino como un
llamado a la reflexión para que todos los ciudadanos podamos convivir en
concordia, sin que ningún comerciante inescrupuloso y desconsiderado nos
imponga música altisonante y olores nauseabundos a quienes no estamos
dispuestos a tolerar la insensatez de unos cuantos necios que han convertido la
Avenida del Policía en un desastre
que dan ganas de llorar.
(Este texto fue escrito antes de la pandemia
del COVID 19).
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