viernes, 5 de junio de 2020


NIÑO MINERO

Esta fotografía, como todas las que circulan por las redes sociales, llegó a mi celular junto a un breve mensaje que abordaba el tema de la minería, pero que no decía una sola palabra sobre quiénes son las personas retratadas con la cámara de un celular inteligente, que en la actualidad sirve para perpetuar en un instante, a cualquier hora y en cualquier lugar, una realidad impactante por la fuerza de su mensaje iconográfico y el valor testimonial contextualizado en la historia de un país esencialmente minero.

La imagen da la impresión de que estos dos hijos del altiplano; uno mayor y el otro menor, se ganan el pan del día no sólo con el sudor de la frente, sino también con el sudor de todo el cuerpo que, desde que inician una jornada de más de ocho horas, está sometido a un sistema de trabajo brutal, sin ninguna seguridad industrial y en condiciones parecidas a las de la época de la colonia, cuando los indios mitayos eran obligados a trabajar en los yacimientos de plata del Cerro Rico de Potosí, en beneficio de la Corona de España, que estableció un régimen de explotación de tipo esclavista, violentando la dignidad de las personas y los Derechos Humanos.
   
La bocamina, mostrándose como un bostezo detrás de sus espaldas, tiene la bóveda apuntalada con callapos para evitar que se derrumben las rocas y la mina se convierta en una sepultura cerrada a la luz y el aire. Da lo mismo que la bocamina esté ubicada en el Sumaj Orq’o de Potosí, en el cerro Juan del Valle de Llallagua-Uncía, en el Phosokoni de Huanuni o en San José de Oruro. Lo importante es que este socavón es uno más de los cientos y miles que se abrieron durante la Era de la plata y el estaño, y que, una vez abandonado tras el desmantelamiento de la industria minera de carácter capitalista y tecnología moderna, fue retomado como fuente de trabajo por los denominados cooperativistas; es decir, mineros no asalariados ni asegurados a una empresa industrializada como la que estructuraron en la primera mitad del siglo XX los magnates mineros como Patiño, Hochschild y Aramayo.

Los mineros cooperativistas, como es el caso de este niño y su padre, trabajan como pueden en los rajos abandonados, a cientos de metros bajo tierra, intentando aprovechar el poco estaño que ha quedado después del Decreto Supremo 21060, que cerró las minas y provocó el despido de miles de obreros de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), institucionalizada tras la consolidación de la revolución anti-oligárquica y la nacionalización de las minas en octubre de 1952.

No faltaban los cooperativistas que, en su afán por encontrar más vetas, pierden incluso el temor a la muerte y penetran en las galerías más recónditas de la montaña, donde realizan trabajos de excavación arrastrándose como gusanos y arriesgando la vida por la falta de maquinaria apropiada. Tampoco les importa la humedad, las altas temperaturas ni la falta de oxígeno con tal de extraer puñados de mineral. Su jornada, sin derecho a salario ni beneficios sociales, transcurre sorteando los peligros inherentes a una galería llena de chimeneas y buzones, y, como es de suponer, en condiciones infrahumanas y sin más esperanza que salir con vida a la luz del día.

Y todo esto, sin considerar la trágica realidad de una familia minera; a una madre, esposa y varios hijos que se quedan en casa, a la espera de que el padre, hermano o hijo retornen sanos y salvos, pues sin ellos el destino de la familia estaría condenada a hundirse en una pobreza tan negra como negra es la mina, donde los mineros pueden perder la vida en un cerrar de ojos, tras un desmoronamiento de rocas o una descarga de dinamitas.

Los dos mineros de la fotografía llevan las ropas raídas por la copajira. El padre se muestra con los pantalones Jeans y la chompa ceñida por el cinturón de trabajo a la altura de su magra cadera, y el niño con la chompa canguro celeste y el buzo rojo percudidos por el lodo generado por la ch’aqa.  Las botas de goma del niño, calzadas hasta más arriba de las rodillas, son demasiado grandes para su talla, debido a que este tipo de botas de trabajo, con planta gruesa y punta de fierro, no se fabrican para niños. En el guardatojo llevan una lámpara eléctrica algo ladeada, lo que hace suponer que no usan lamparines de carburo ni mecheros de cebo para iluminar la oscuridad de las galerías, donde sus vidas son trituradas como por quimbaletes de peso pesado, en medio del polvo de sílice y los gases tóxicos que provocan enfermedades broncopulmonares.

Si nos fijamos bien, el niño minero, que no usa guantes de trabajo como su padre, tiene las manos en los bolsillos, quizás porque las tiene encallecidas o, quizás, porque están estropeadas de tanto empujar la carga en el carro metalero, que está detrás de ellos, plantado sobre rieles oxidados por el tiempo, el polvo y la copajira. Como todo niño minero, acostumbrado a los golpes de la vida y las inclemencias del tiempo, luce los párpados hinchados por los desvelos y los dientes incisivos que se muestran en una mueca que parece disimular una sonrisa amistosa. Pero no cabe duda de que este niño, a su escasa edad, aprendió ya a mitigar el hambre y la sed con el jugo de las hojas de la coca, cuyo pijcheo tiene entre la mejilla y el carrillo de los dientes. Es también probable que este niño aprendió ya a manipular la dinamita, a preparar el fulminante con la guía y el detonador para hacer estallar la roca y extraer la casiterita de estaño incrustada en las entrañas de la Pachamama.

Después del estallido de las dinamitas, cuyo traquido hace volar cascajos de roca junto a una endiablada polvareda que lo invade todo, no les queda más que aspirar las motas de sílice que, por no contar con pulmosan ni mascarilla que le cubra las fosas nasales y la boca, les causará el temido mal de mina; una silicosis crónica que les destrozará los pulmones y les provocará vómitos de sangre, hasta terminar en una muerte lenta y dolorosa, como dolorosa es la vida de un minero que trabaja sin seguridad industrial y sin ningún tipo de protección a lo largo de los años.

Al margen de esta fotografía, que muestra el lado más dramático de un país en vías de desarrollo, las organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos de los niños, como el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia y Adolescencia (Unicef) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), revelaron que en Bolivia el trabajo infantil es un fenómeno más normal de lo que parece, que se usa y abusa de la fuerza de trabajo de los niños y niñas, sin tomar en cuenta que algunas labores tienen efectos nocivos en la vida de los infantes, desde el punto de vista emocional, físico y psicológico.

Contrariamente a las leyes emanadas por los gobernantes, y consignadas en el Código Niña, Niño, Adolescente, aprobado por la Asamblea Legislativa en 2014 -en el que se establece la edad mínima de 14 años para realizar algunas labores que no perjudiquen el desarrollo físico y emocional-, el trabajo infantil y la mano de obra barata en las faenas mineras siguen siendo comunes, a pesar de los peligros a los que se exponen los infantes apenas cruzan la bocamina y se internan en las espantosas galerías, donde la muerte los acecha permanentemente en un ambiente insalubre y peligroso. ¡Qué lástima!

Qué les puede interesar a las autoridades departamentales y municipales, si el trabajo infantil forma parte de la injusticia socioeconómica, cuando son pocos los que mueven un dedo para castigar el trabajo infantil con todo el peso de la ley, cuando la Jefatura Departamental del Trabajo y las Defensorías de la Niñez y Adolescencia brillan por su ausencia allí donde se genera una explotación despiadada cerca de sus narices, en tanto ellos se hacen los de la vista gorda, aun sabiendo que el no importismo los convierte en cómplices de una esclavitud infantil encubierta.

Esta misma imagen, que me causa indignación e impotencia, me recuerda al muchacho minero que conocí hace algunos años en uno de los socavones del legendario Cerro Rico de Potosí, justo en el paraje del Tío Lucas, que nos observaba con sus ojos de cachina desde su trono de rocas, mientras masticábamos hojas de coca, fumábamos k’uyunas y tomábamos sorbos de aguardiente de una misma botella.

Ese muchacho potosino, cuyo nombre jamás lo supe porque no me lo dijo ni le pregunté, era el peón de un viejo cooperativista, quien le ofreció trabajar en un rajo abandonado por los antiguos mineros de la COMIBOL. Y, aunque las vetas estaban ya agotadas tanto como los residuos que dejó la compañía de la Empresa Unificada que explotaba los yacimientos de estaño con maquinaria industrial, ellos seguían buscando el metal del diablo a fuerza de combos, barretas, palas y picos, sin saber si el Tío les concedería un poco más de su preciado mineral, como una forma de compensar las ofrendas que le dejaban en actitud de completa sumisión y pleitesía.

El muchacho se sentó a mi lado, me miró por debajo de su guardatojo y, con los ojos anegados en lágrimas, me dijo que no le gustaba trabajar en la mina, pero que estaba obligado a hacerlo, aprovechando sus vacaciones escolares, para ganarse unos billetitos que le permitieran ayudar a su madre y sus hermanos menores, quienes vivían en condiciones de extrema pobreza y hacinados en una habitación precaria construida en la misma ladera del cerro, sin servicios básicos ni condiciones de seguridad.

Yo le devolví la mirada envuelta por la mortecina luz de la lámpara sujeta al guardatojo y, abrazándole con sincero afecto y cariño, le dije que debía seguir estudiando hasta hacerse profesional y alejarse para siempre de ese infierno terrenal creado por los propios hombres. Los estudios lo salvarían de las garras del Tío Lucas y no lo dejarían caer en la tentación de la mina, porque la mina es una suerte de laberinto cuyas galerías exhalan desesperanza, opresión y muerte.

Es evidente que ese muchacho minero, como todos los niños que son víctimas de la pobreza, la violencia doméstica, el abuso y la explotación laboral, en un principio se abrazó a la ilusión de ganar dinero para comprarles juguetes a sus hermanos y una casa a su mamá, hasta que el sueño se le convirtió en una pesadilla, que empezó a inquietarle en el alma como si cargara todo el peso de la montaña sobre sus espaldas, como si la mina, aparte de acercarlo a la muerte y alejarlo de la vida, fuese un monstruo pétreo decidido a tragarse a los más humildes; a hombres, mujeres y niños que se internan en sus galerías abiertas a dinamitazos, como si volvieran al vientre de su madre, al vientre de la Pachamama (Madre Tierra), de donde vienen y hacia donde van, mientras el metal del diablo se les ríe a carcajadas, porque las riquezas minerales son del Tío de la mina y no de los humanos que las explotan sin piedad.

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