NACER EN EL AÑO NUEVO ANDINO-AMAZÓNICO
Por alguna
coincidencia del destino, y sin que mi madre lo haya planificado según el
almanaque gregoriano, nací un 21 de junio, día en que se celebra el Año Nuevo
andino-amazónico; pero además, por alguna mutación genética o gestación
anormal, nací con los pies por delante y no de cabeza como el resto de los
niños.
Según las creencias
ancestrales, mi nacimiento dio señales claras de que fui elegido por las
deidades de la cosmogonía andina para ser yatiri
(sabio, adivino y líder espiritual de la comunidad aymara); este designio se
hubiese confirmado plenamente si, en otro momento de mi vida, me hubiese
alcanzado la poderosa descarga eléctrica de la Hillapa (Rayo), dios de las tormentas en los Andes que, además de
sacudir el cielo y los cerros, suministra vida y nutrientes a la Pachamama
(Madre Tierra). De manera que, de haber sido partido por este poderoso rayo y
haber renacido como un adivino y sabio en ciencias conocidas y desconocidas,
hubiera sido indiscutiblemente un yatiri;
y, así me hubiese negado a ejercer este complicado rol de médium entre el mundo terrenal y el más allá, la comunidad me
hubiese obligado a vestirme como kallawaya
(médico tradicional), con walla (bolsa
de lana para cargar yerbas medicinales y talismanes), poncho y sombrero alón,
para recorrer por tierras cercanas y lejanas, transmitiendo sabiduría y leyendo
en las hojas de la coca el destino de la gente, los animales y la naturaleza.
Pero como nunca fui
alcanzado por ese poderoso rayo, no soy un sabio ni experto en varias artes,
desde la adivinación en coca hasta la medicina natural; por el contrario, en mi
vida no llegué a ser más que una suerte de amauta
(maestro espiritual), más filósofo que médico, más pragmático que vidente; y mucho
más que amauta, apenas llegué a ser
un modesto yatichiri (profesor) y un khelkheri (escritor) de historias reales
y ficticias.
Por lo demás, nunca
me consideré un ser especial, sino un simple mortal, con las mismas virtudes y
los mismos defectos de cualquier hijo de vecino. No tengo facultades para
ejercer como yatiri, capaz de leer la
suerte en las hojas sagradas de la coca o ser un clarividente con capacidad de
ver, como en una bola de cristal y a través de una profunda concentración
mental, lo que está en el más allá o captar colores, movimientos y figuras que
se me manifestaban en los sueños, comunicándome con hechos del pasado, presente
y futuro.
He nacido un 21 de
junio, pero sin capacidad de diagnosticar fenómenos naturales con solo
contemplar a los seres humanos, animales y plantas. Y, aunque no he visitado
las ruinas de Tiawanacu, ni he visto los monolitos ni caminado por el templo
semisubterráneo de Kalasasaya, siempre he sabido que en ese lugar sagrado se realiza
una de las principales ceremonias del Año Nuevo andino-amazónico, la salida del
astro sol en la madrugada del 21 de junio, fecha en que las culturas
ancestrales esperan con verdadera veneración la salida de los primeros rayos
del sol como portador de irradiante magnetismo, vivificante para quienes
esperan de madrugada tan fenomenal inyección energética.
Esta celebración
ritual se repite cada año en la capital del mundo andino, Tiawanacu, situada a
3.843 metros sobre el nivel del mar, donde se aguarda que el primer rayo de luz
ingrese por la estela pétrea conocida como la Puerta del Sol, para conmemorar el Wilka Kuti (Retorno del Sol) y celebrar la llegada del Año Nuevo
andino-amazónico, que no sólo coincide con el solsticio de invierno, sino también
con mi cumpleaños, que jamás he festejado de manera especial, aunque especial
sea este día para miles y millones de habitantes del Tawantinsuyo.
Sé también que cuando
el alba traspone el horizonte, las personas deben mirar en dirección al sol,
cuyos primeros haces de luz se proyectan sobre la Pachamama, donde los
pobladores, junto a los amautas, kallawayas y otros sacerdotes de los
pueblos originarios, reciben los primeros rayos del Tata Inti (Padre Sol) con las manos en alto, para cargarse de
energías y atraer bendiciones para disfrutar de las mejores cosechas y tener
buena salud durante el año.
Para las
comunidades andino-amazónicas, el fenómeno astronómico tiene una explicación
más mística, pues consideran que el dios Sol, que se ha alejado de la Tierra,
retorna a su lugar cerca del planeta con todo su ímpetu y esplendor, para
alumbrar los días y fecundar a la Pachamama, para que reproduzca a los seres de
la naturaleza, haga crecer los frutos y brinde prosperidad a sus hijos.
Los sacerdotes aymaras,
vestidos con ropas ceremoniales, realizan con solemnidad los rituales de agradecimiento
a las deidades, acompañados con la música de los sikus (instrumentos de viento hechos de cañahueca), que recuerdan a
los soplos del altiplánico viento y despiertan sentimientos telúricos en el
alma de los presentes.
Todo esto ocurre el
21 de junio, que para mí no es más que una fecha en la que cumplo un año más de
vida, un día más en el que no me siento especial y mucho menos un elegido por
los dioses tutelares de la cosmovisión andina; más todavía, hubiera preferido
nacer otro día para evitar las miradas de quienes creen que poseo facultades excepcionales;
cuando en realidad, no se hacer otra cosa que escribir historias que se mueven
entre la realidad y la fantasía, aunque mi madre, quien me conocía como la
palma de su mano, siempre me recordó que sólo me faltaba un pelo para ser
adivino y que yo era el único que no me daba cuenta de lo era capaz ser y hacer
en mi vida terrenal.
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