EL TÍO DE LA MINA NO ES EL DIABLO BÍBLICO
Uno de los objetivos fundamentales de la colonización de
las civilizaciones originarias en el llamado Nuevo Mundo fue la difusión de la religión católica. La monarquía
española y la jerarquía eclesiástica, desde la creación de los virreinatos, impulsó
la labor de profesar el catolicismo y catequizar a los indígenas en un profundo
espíritu religioso.
El proceso de catequización estaba destinado a dar a
conocer el mensaje de Jesucristo, contenido en los cuatro Evangelios, invitando
a hombres y mujeres a adherirse a la fe y sumarse a la comunidad cristiana.
Para cumplir este objetivo debían utilizarse los mismos materiales de enseñanza
y adoctrinamiento en todas las colonias, y el mejor método para evangelizar a
los indígenas era a través de sus propias lenguas nativas o dialectos, como las denominaban los
españoles.
La cruzada estaba trazada desde el siglo XVI: imponer los
evangelios con la cruz y la espada en las tierras conquistadas, como si el mismísimo
Mesías les hubiese encomendado cumplir con sus mandatos, diciéndoles: Vayan
y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo
lo que yo les he mandado.
Al mismo tiempo, y lejos de toda contemplación cristiana,
debían destruirse las reliquias incaicas, quemando momias y descubriendo llamas
destinadas a un sacrificio entre las andas de los santos. Fue entonces que el
intento de extirpación de idolatrías se hizo más riguroso. Los misioneros
destruyeron todo objeto incaico considerado hereje, se obligó a los indígenas a
asistir a misa bajo pena de azote y a bautizar a sus hijos con nombres
cristianos, con el pretexto de que los creyentes ingresaban en la vida de la
Iglesia Católica por medio del bautismo.
El proceso de catequización en tierras conquistadas
estuvo centrado en la extirpación de idolatrías asociadas con el diablo. En un
comienzo se consideró que las creencias paganas de las civilizaciones
precolombinas eran manifestaciones demoniacas y una potencial amenaza contra la
religión judeocristiana. Así que, desde un comienzo, la catequesis fue violenta
con la destrucción de los ídolos
indígenas, habida cuenta de que la misión de los fieles no solo consistía en expandir territorios sino en extender
la fe católica en las tierras conquistadas.
En el proceso de cristianización de los mitayos, se explicó que los ídolos ancestrales, como el Tío de la
mina, a quienes los indígenas rendían tributo considerándolo deidad del
subsuelo según la cosmovisión andina, era un ídolo maligno y su culto una práctica satánica, aun sabiendo que,
al menos en el contexto boliviano, no hay Tío sin mineros ni mineros sin Tío.
Los catequizadores, aferrados a su eurocentrismo y su
religión monoteísta, confundieron al Tío con el diablo bíblico y con los
personajes malignos de otras creencias de allende los mares y, por lo tanto, se
empeñaron en extirparlo de la mente y la vida de los mitayos. Sin embargo, todo esfuerzo por abolir al dios del ukhupacha (mundo subterráneo), al Supay (diablo bondadoso) de la
cosmogonía andina, fue una cruzada inútil, ya que este personaje de arraigo
ancestral logró sobrevivir a los embates de la colonización y se mantuvo
vigente a través del sincretismo religioso entre lo profano y lo sagrado
durante la colonia, como si se tratara de una suerte de simbiosis de lo místico
y lo cristiano.
La extirpación de idolatrías en las culturas ancestrales
obligó a los indígenas a cubrir a sus deidades con rostros cristianos; de lo
contario, corrían el riesgo de ser juzgados como herejes y ser sometidos a terribles
suplicios. No en vano el Tribunal de la Santa Inquisición del virreinato
peruano, cuya misión consistía en combatir la herejía, hechicería, bigamia y
blasfemia, fue implacable como la Santa Inquisición de la época medieval
europea, incluso se condenó a la hoguera a varios apóstatas que cuestionaban la
fe cristiana.
En la concepción de los mineros contemporáneos –y de los mitayos de la época colonial–, el Tío,
además de ser un dios nativo de las profundidades; es, en el fondo de sus
creencias, el único dueño de los yacimientos minerales y el protector de sus
vidas. De él depende el éxito o fracaso de las labores en el subsuelo. Su
creencia en este ser sobrenatural, sumada a su fe cristiana, les impulsó a
imaginarlo mitad humano y mitad demonio. Su efigie moldearon en barro y cuarzo
los mismos mineros, y la colocaron en un paraje especial de la galería, para
sentir su presencia y rendirle pleitesía,
ofrendándole hojas de coca, aguardiente y cigarrillos. Algo más, en
determinadas fechas, de acuerdo al calendario minero, le ofrecen banquetes como
una forma de agradecimiento por los favores recibidos, sacrificando una llama
blanca en un ritual conocido como la wilancha,
y ch’allando (rociando con
aguardiente) las rocas minerales, con invocaciones, libaciones de bebidas
espirituosas y hasta con bailes acompañados con bandas de músicos.
No olvidemos que el Carnaval, aparte de ser una
manifestación cultural y folklórica de gran trascendencia tanto a nivel nacional
como internacional, es una celebración tradicional de reciprocidad entre el
hombre y las deidades andinas. Los mineros, el viernes antes del sábado de Entrada
del Carnaval, tienen la costumbre de rendirle culto y venerarle al Tío (Wari o Supay) con un convite, sobre todo, en los departamentos de Oruro y Potosí.
Le dan de fumar, pijchar, beber y
comer (preferentemente una llamita blanca). Asimismo, adornan su cuerpo
envolviéndole con serpentinas multicolores y echándole con mixturas y confetis.
¡Todo un acto ritual milenario en el ámbito minero!
Por otro lado, debe destacarse que la diablada del
Carnaval, desde sus orígenes, es una danza de ascendencia minera, que
representa la lucha entre el Bien y el Mal. El Bien simbolizado por el personaje
del Arcángel Miguel y el Mal por los diablos comandados por Lucifer, quien, en
el imaginario popular, es el personaje que representa al Tío de la mina.
Es probable que el aspecto demoniaco del Tío sea el
resultado del proceso de catequización, ya que los misioneros, a tiempo de
inculcarles a los indígenas los conceptos del Bien y del Mal, les referían el
relato bíblico que cuenta la derrota de Luzbel después de una batalla sostenida
contra el Arcángel Miguel. Como es bien conocido, Luzbel, que al principio era
un ángel perfecto y vivía en el reino de los cielos, al hacerse vanidoso y
querer recibir la adoración que por derecho le correspondía a Dios, fue
expulsado del reino celestial junto a su séquito de ángeles rebeldes que
llegaron a encarnar los siete pecados capitales. Luzbel perdió su belleza entre
las llamas del infierno, que según la creencia popular se encuentra en el
subsuelo, y renació como Lucifer, como el señor de las penumbras y el príncipe
de las tinieblas, como el diablo que, a poco de romper las cadenas que lo
sujetaban en un profundo abismo del infierno, vagó por el mundo desafiando la
fe de los humanos y poniendo en jaque a la religión. Así nació la eterna disputa
entre Dios y el diablo, entre el Bien y el Mal. De modo que el Tío de la mina,
al ser una deidad subterránea, fue confundido con el demonio europeo, con el
diablo o Satán del mundo bíblico.
Si bien es cierto que el proletario moderno, empleado en
un sistema de producción capitalista, no es el arquetipo del mitayo de la época colonial, obligado a
trabajar en la mina contra su voluntad, es cierto también que reproduce algunas
de sus características, como sus mitos y leyendas, que se transmitieron de
generación en generación y por medio de la tradición oral, donde el sincretismo
religioso y el mestizaje se manifiestan por medio de los ritos, creencias,
costumbres y modus vivendi, que identifican la esencia de las tradiciones
ancestrales de las culturas originarias, que constituyen el soporte esencial de
la identidad del indígena que, aunque abandona su vida campestre y se
proletariza en la mina, sigue conservando su mentalidad proclive a las
supersticiones y, desde luego, sigue conservando su creencia en el Tío de la
mina, que en su vida es tan importante como cualquiera de los personajes de la
religión católica, traídos por los conquistadores ibéricos al continente Abya Yala, donde existían
civilizaciones que profesaban otras religiones y tenían otros dioses que, como
el Tío de la mina, sobrevivieron en una suerte de simbiosis donde lo sagrado y
lo profano se funden en la mente y el corazón de los creyentes.
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