DE FÁBULAS Y
CUENTOS
En la capital
de México, muy cerquita del Zócalo, en un kiosco de libros usados, adquirí a
precio módico las Obras completas del
guatemalteco Augusto Monterroso, cuyas tapas amarillentas daban la impresión de
haber pasado como el diablo por los dientes de un molino; un aspecto que, sin
embargo, no le restaba su valor literario, tratándose de una colección fabulosa
donde, por supuesto, estaba bien plantado su microcuento El dinosaurio, compuesto nada menos que de siete palabras: Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí. La obra era completa porque, aparte de varios relatos
dispersos, incluía La oveja negra y demás
fábulas, que el autor escribió deslumbrado por la fauna del Jardín
Zoológico de Chapultepec.
Esa misma
noche, en el vernissage de un pintor boliviano afincado en México, compartí
momentos agradables con el periodista y poeta Coco Manto, quien, a modo de
tomarle el pelo al autor de La oveja negra,
escribió en su libro, Animalversiones (Zoopatología de ciertas
bestias), un párrafo que, con ironía y gran sentido del humor, expresa: Cuando despertó, el dinosaurio seguía
allí... Éste es el cuento más corto, se dice. Lo escribió Tito Monterroso,
aunque yo me sé uno más chiquito: había una vez truz... Como es natural,
entre chiste y chiste, atiné a comentar su genial ocurrencia. Coco Manto se
tragó la lengua, se hizo el despistado y esbozó una sonrisa como única
respuesta.
Cuando retorné
a Suecia, con las obras de Esopo, Samaniego, Iriarte, La Fontaine y otros que
se llenaron en la maleta, dejando afuera los souvenir y las botellas de mezcal,
no hice otra cosa que enfrascarme en la lectura de las fábulas, a modo de
refugiarme del espantoso frío escandinavo y olvidarme de la nieve a costa de
leer historias ambientadas en la selva, hasta que una noche soñé que estaba
tendido al pie de un árbol de follaje espeso. Miraba el sol que incendiaba el
manto azul del cielo, cuando la sombra de otro árbol, de tronco macizo y
leñoso, cayó aplastándome la mirada. Intenté pararme, pero sentí que algo pesado se me
precipitó encima; no era el árbol, tampoco la sombra, sino la pata de un
elefante aplastándome el cuello. El elefante era inmenso y poseía un peso ni para
qué les cuento.
De pronto vi el
sol descolgándose del cielo como pelota de fuego. Me quemó por dentro, como si
el fuego se hubiese instalado en mi cuerpo. Me retorcí de dolor. Quise toser,
pero no pude, hasta que el elefante me clavó los colmillos en las piernas,
respirándome con su trompa rugosa y prensil.
Agonizaba con
la mirada tendida en la nada, mientras una bandada de buitres sobrevolaba
alrededor del elefante, que rápidamente se retiró al trote, batiendo el rabo,
las orejas y la trompa. Uno de los buitres, la cabeza y el pescuezo desplumados
como el de los gallos de pelea, se me acercó a los ojos. Desplegó las alas y
dio pequeños brincos en derredor, como cuando se disputa un trozo de carroña
entre otras aves de rapiña. Yo permanecí aterrado y quieto, con el corazón
golpeándome contra la caja del pecho. A ratos, mientras miraba al buitre con el
rabillo del ojo, sentía que la respiración se me iba entre estertores de
agonía.
El buitre
volvió a plegar las alas. Se detuvo a la altura de mi cabeza y, enseñándome una
de sus garras fuertes y encorvadas, preguntó:
–¿Sabes para qué sirve esto?
–No –contesté con voz moribunda.
–¿Así que no sabes? –dijo. Se subió sobre mi pecho, se movió
tambaleándose y desplegó las alas. Luego insistió–: ¿Así que no
sabes para qué sirven mis garras?
–No...
–¡Sirven para deshacerte mejor! –dijo lanzando
un graznido que me desgarró los oídos.
Después hundió
sus garras en mis ojos y me arrancó la carne a picotazos, hasta reducirme a un
montón de huesos...
Qué terrible
la pesadilla que me gasté, ¿verdad? Eso me pasó por haber leído obsesionadamente
esas pequeñas composiciones literarias, escritas en verso y en prosa, cuyos
protagonistas son animales con personalidad y voz propias, gracias al ingenio y
la pluma de sus autores, quienes no solo tienen la capacidad de atribuirles
dones humanos, sino también la capacidad de metamorfosearse en bichos inmundos
como ocurre con Gregorio Samsa en la obra del atormentado Kafka.
Las Animalversiones de Coco Manto, a
diferencia de las fábulas de Monterroso, son una suerte de alegorías donde los
humanos se confunden con los animales, o estos con sus hermanos racionales,
pues el autor, quien se burla del poder corrupto de los politiqueros de levita
y se rebela contra el despotismo de las dictaduras militares, tiene la
habilidad de entretenernos con cuentos que encierran verdades éticas y morales,
y con otras que, rayando en las expresiones de doble sentido o los chistes,
dicen: La vaca tomó al toro por las astas
para que no le ponga cuernos. Otro: El
loro le dijo al rey león que un burro quería ser burra. El sabio rey le ordenó:
enciérralo con llave en la biblioteca para que se aburra. Otrito más y
listo: El gallo es el palo del gallinero.
Aunque la fábula
no tenga una enseñanza útil en el desenlace ni una moraleja al pie de página,
es importante que al menos esté bien contada y en breve tiempo, porque la
fábula es, ante todo, tiempo concentrado. ¡Ah!, quizás no tanto, pues como
atinadamente advirtió Monterroso: No se
trata solo de suprimir palabras. Hay que dejar las indispensables para que la
cosa, además de tener sentido, suene bien, así como suenan las poesías del
Coco Manto en la poderosa voz de Luis Rico, acompañado por la sonora Banda del
Pagador, donde los platilleros, soplalatas y tamboreros, se parecen a los
personajes de los fabulistas en Carnaval.
Foto: Coco Manto y Víctor Montoya en la redacción
del periódico “Excelsior” de México (2002), donde trabajaba el periodista y
poeta boliviano.
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