lunes, 20 de julio de 2020


WILLY FLORES PARTIÓ HACIA EL PARNASO DE LOS GRANDES

Ahora que la prensa digital, en tiempos de pandemia, me trajo la infausta noticia de su deceso, acaecido el pasado domingo 19 de los corrientes, me embarga una amarga tristeza, porque a Willy le tenía un especial aprecio no sólo porque compartíamos intereses comunes, sino también porque nos unía una sincera amistad. Siento un hondo pesar al saber que no pudo asistir a tiempo a una consulta médica por sus afecciones cardiorrespiratorias, debido a que cumplía con una detención domiciliaria que le impusieron arbitrariamente desde noviembre del 2019, tras las revueltas iniciadas contra el gobierno del MAS, acusándolo, sin prueba alguna, de fabricar y distribuir bombas molotov, por órdenes del Ministerio de Culturas, entre los alteños que defendían el Proceso de Cambio.

Willy Flores vivía enamorado de la vida y las ideas libertarias. Se casó con su compañera de teatro María Elena Cárdenas, con quien tuvo un niño que, de seguro, es ya el heredero del talento artístico de su padre y el continuador de su actividad actoral, que si bien no le daba riquezas en metal, le dejaba enormes satisfacciones en el alma, que de por si es un valioso patrimonio espiritual, que no se puede cambiar ni por todo el oro del mundo.

Willy Flores jamás perdió su ajayu de alteño; tenía los pies clavados en su comunidad aymara y las esperanzas puestas en un porvenir mejor que el que ofrece la voracidad del capitalismo salvaje. Estaba comprometido con el destino de los sectores más desposeídos y compartía el sueño de los luchadores sociales empeñados en conquistar mejores condiciones de vida. Era por eso que admiraba la obra del escritor uruguayo Eduardo Galeano, a quien, según me confesó en cierta ocasión, mientras caminábamos rumbo al local del Centro Cultural Albor, hubiera querido conocerlo en persona, para intercambiar ideas, estrecharle la mano y fundirlo en un fraternal abrazo.

Willy Flores no vivía del arte, sino para el arte. Su vida destilaba teatro y por sus venas corría poesía. Todo él era arte, un ser humano con una gran capacidad histriónica y un autor de piezas de teatro con fuerte contenido sociopolítico. Seguidor del dramaturgo alemán Bertolt Brecht, creador del teatro épico y dialéctico, y admirador de la escritora sueca Astrid Lindgren, cuya obra infantil, Miguel el travieso, él adaptó con acertada intuición a la realidad boliviana.


Cuando puso en escena Bolivia Diez, me invitó a una de las presentaciones en el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez de la ciudad de La Paz, donde me sorprendió con la magnífica interpretación que hizo de los relatos tomados de mis Conversaciones con el Tío de Potosí. Al finalizar el acto, lo visité en los camerinos para felicitarle a él y a sus compañeros. Fue entonces que, medio en serio y medio en broma, me invitó a formar parte de su elenco, con el argumento de que nadie podía encarnar mejor que yo las diabluras del Tío de la mina. Yo me limité a esbozar una sonrisa, en tanto él me miró a los ojos y dijo: Piénsalo, Montoya.

Willy Flores era un amigo que lo daba todo sin pedir nada a cambio, un compañero en la ruta de los enamorados de la libertad y la justicia, un hombre de teatro acostumbrado a ganarse los aplausos con honestidad y esmero, un maestro de miles de jóvenes que se formaron en teatro y poesía por el camino del arte, en el que él era un verdadero tejedor de sueños y esperanzas. Willy era, sin mayores preámbulos ni rodeos, el prototipo del intelectual revolucionario que intentaba descifrar la realidad social a través de sus actuaciones, uno de los precursores fundamentales del teatro alteño y pieza clave de la vida cultural de una ciudad que él amaba como si todas sus calles y todos sus parques fuesen escenarios al aire libre, sin dejarles de reclamar a las autoridades ediles cómo era posible que la segunda ciudad demográficamente más grande de Bolivia tuviera un solo teatro, el Teatro Raúl Salmón de la Barra que, en varias oportunidades, en lugar de fomentar actividades culturales, estaba al servicio de algunas sectas religiosas que lo usaban para congregar a sus feligreses los fines de semana.

Siempre pensé que si Albor existía era porque existía Willy, su dedicación y su esfuerzo eran recursos indispensables para asumir los retos de sus presentaciones teatrales en el ámbito nacional e internacional y, sobre todo, para llevar adelante los proyectos que se planteaban como institución cultural en la ciudad de El Alto, donde se ganaron un merecido respeto a fuerza de trabajo serio y perseverante. No en vano el grupo Albor, aparte de promover actividades poéticas y teatrales, constituía un referente fundamental de la vida cultural que se desarrolla en la ciudad más joven y más alta de Bolivia.


Algunas veces me invitó a participar de sus actividades, me presentó a los jóvenes que asistían a sus lecciones de teatro y me convocó a ser jurado del concurso de poesía Pluma de Plata y del festival poético Jiwasamphi Sartañani, que eran verdaderas fiestas de la palabra oral y escrita, en las que participaban estudiantes de los ciclos primarios y secundarios de todo el país; todo un movimiento cultural organizado con gran entusiasmo y encomio, en aras de formar a jóvenes y niños en las bellas artes de la poesía y el teatro, contextos en los cuales él supo descollar con talento natural, como natural era su forma de ser y de pensar, con el corazón bien puesto a la izquierda de su pecho.

Ahora que me llegó la fatal noticia de su partida hacia el parnaso de los grandes, recuerdo también que alguna vez, por solicitud de su compañera Leticia Guarachi, dirigí un taller de literatura en los ambientes de Albor, ubicados en la esquina de la Calle 6 de la zona Villa Dolores, donde los y las jóvenes escribieron textos, tanto en prosa como en verso, sobre la compleja y contradictoria realidad de la ciudad de El Alto, y cuyos textos, una vez reunidos y revisados, fueron publicados en una edición artesanal con el título de Muñecos, Heces y Reflejos, el año 2013; un resultado escritural por el que Willy me agradeció con palabras sinceras, consciente de que ese granito de arena le sumaba puntos a la institución cultural, con autogestión y principios basados en el respeto a los derechos humanos, a la que entregó su vida entera desde su fundación.


Willy Flores y sus compañeros hacía mucho que venían desarrollando una Cultura de Altura, con el único objetivo de rescatar el patrimonio histórico y la memoria colectiva alteña, para luego representarlos sobre las tablas, sin más compañía que los actores/ras, reflectores, telones, micrófonos y un público interesado en aprender y disfrutar de su propia historia puesta en escena, al margen de otras obras que él leía con sumo interés y las adaptaba a las técnicas propias del teatro, como ocurrió con Las venas abiertas de América Latina de Galeano, que presentaron cientos de veces tanto en Bolivia como en otros países del continente, en cuyos escenarios él supo destacar con su voz templada y ataviado siempre con un saco blanco y negro.

Para Willy Flores, en su condición de director del Teatro Albor, era importante que todas las representaciones estuviesen ligadas a temáticas políticas e históricas, desde una perspectiva ética y estética. El fondo y la forma debían ensamblarse y obedecer a parámetros destinados no solo a entretener al público, sino a entregarle un mensaje con la intención de ejercer influencia sobre sus ideas y su conciencia. Estaba empeñado en proponer un tipo de teatro que mostrara la realidad de los bolivianos, con escenas donde se reflejaran las contradicciones sociales y raciales, con todas las características que condicionan la vida humana. Se trataba de una propuesta teatral que conmoviera los sentimientos y obligara a pensar a los espectadores, ya sean estos niños, jóvenes o adultos, invitándolos a sacar sus propias conclusiones sobre la pieza puesta en escena. Todo esto motivado por la concepción de demostrarles a los críticos y escépticos que, a través del teatro, se podía contribuir a la educación y a modificar las estructuras socioeconómicas de una sociedad.

Con el prematuro deceso de Willy Flores, la ciudad de El Alto pierde a un gran actor, poeta y gestor cultural. Ahora, a sus familiares, amigos y conocidos, nos queda sólo aguardar que las semillas que sembró durante años, con honda pasión y desmedido amor, florezcan a plenitud en el jardín de los hombres y mujeres enamorados del arte, la poesía y el teatro.  

Fotos:

1. Willy Flores
2. Willy Flores y el Teatro Albor en la escenificación de cuentos del Tío de la mina, Llallagua, 5/9/2018.
3. Un miembro de Albor, Víctor Montoya y Willy Muñoz. En la premiación del concurso “Pluma de Plata”. Ministerio de Culturas, La Paz, 26/12/2013.
4. Leticia Guarachi, María Elena Cárdenas, Clemente Mamani, Marcela Gutiérrez, Víctor Montoya, Willy Flores y un miembro de Albor. Local del Centro Cultural Albor, El Alto, 16/12/2012.

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