LAS VÍCTIMAS DEL CASTIGO
Los niños, en todo el mundo, sufren atropellos no sólo de
carácter físico, sino también psíquico, porque quien no maltrata a su hijo con
un chicote, lo hace por medio de la amenaza o el insulto; métodos de castigo
que se usan desde la más remota antigüedad, tanto en vía pública como detrás de
los muros del hogar.
El castigo físico era el método más tradicional en la
educación. Al hijo que se ama, se lo castiga, era el consejo que
se transmitía de generación en generación. La desobediencia y el desacato eran
reprimidos drásticamente, y aunque el garrote no era lo más sagrado, al menos
era el mejor instrumento para amordazar, imponer lo deseado y corregir los
hábitos indeseados. También era común escuchar a severos catones del derecho decir:
los padres -por muy malos padres que fuesen- tenían derecho a sus hijos, y al
consuelo sentimental que ellos podían proporcionarles.
Jean-Jacques Rousseau, refiriéndose al trato que recibía una
criatura en el siglo XVIII, escribió: El niño grita así que nace, y su
primera infancia se va toda en llantos. Para acallarle, unas veces le arrullan
y le halagan; otras le imponen el silencio con amenazas y golpes. O hacemos lo
que él quiere, o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos,
o le sujetamos a los nuestros, no hay medio; o ha de dictar leyes o ha de
obedecerlas. De esa suerte son sus primeras ideas las del imperio y servidumbre.
Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar, ya obedece; a veces le
castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por mejor decir, antes que los
pueda cometer (Rousseau, J. J., 1979, p. 11).
En la Edad Media, los padres castigaban a los hijos antes
del bautismo, mas no sólo por conservar el respeto y la obediencia a la
autoridad, sino que, además, para purificar su alma, amenazada
constantemente por el pecado y la tentación demoníaca. De esta creencia y
tradición no se salvaron ni los hijos de la nobleza. En Francia, por ejemplo,
el rey Luis XIII fue azotado todas las mañanas desde sus 25 meses de edad. La
prueba está en la carta que su padre envió a uno de sus gobernadores: Ustedes
no me confirmaron que mi hijo haya sido azotado cada vez que desobedeció o se
comportó indebidamente -le decía-. Yo sé que no existe en el mundo otra cosa
mejor que el castigo. Yo mismo saqué mucho provecho de esto. Lo sé por
experiencia propia.
En la España medieval, Alfonso X el Sabio regulaba todavía
algunos casos en que se podía vender al hijo, y en otros países se hablaba de
que hay niños de la cólera por naturaleza, y que, por lo tanto, éstos
estaban sujetos a la venganza eterna. Eran las carnes de cañón que
iban a engrosar el oscuro mundo de los pícaros y delincuentes. A ese grupo de
niños mendigos, castigados y explotados por rufianes insensatos, pertenecen las
figuras de Los miserables, de Víctor Hugo, y Oliver Twist,
de Charles Dickens.
Ya en la literatura picaresca del siglo de Oro español,
encontramos el castigo contra los niños. En el Lazarillo de Tormes,
obra de autor anónimo, el protagonista narra su propia vida, dedicada a servir
como criado, y los actos de picardía que lo ayudan a sobrevivir a los castigos
y burlar a sus amos, pues Lázaro, el niño de ojos tristes, que está condenado a
vivir un tipo de vida que no ha elegido voluntariamente, debe aguantar el
hambre y los sufrimientos con una resignación que le impide rebelarse. Pero,
al mismo tiempo, la autobiografía de Lázaro es el fiel reflejo del
autoritarismo de su época, en la que la violencia contra la infancia formaba
parte de la vida social. El Lazarillo de Tormes es una obra que
justifica la actitud pícara de un niño, ante la crueldad del castigo físico y
psíquico, cuyas consecuencias son negativas en la formación de la personalidad
humana.
De acuerdo a la psicoanalista Alicia Miller, el castigo
físico y psíquico son factores que determinan la futura personalidad del niño.
En su ya reputado estudio sobre la infancia de Adolf Hitler y otros líderes del
nazismo, demostró que el niño no sólo idealiza la imagen del padre, sino que
imita la conducta de éste. Un niño que es agredido por su padre, es muy
probable que, una vez que éste sea padre, agreda también a su hijo.
Un padre déspota puede forjar un hijo esquizofrénico como
era Adolf Hitler, quien conoció desde la infancia la golpiza y el terror de la pedagogía negra, o forjar un hijo retraído y acomplejado como era
Franz Kafka. Los psicólogos aseveran que el escritor checos es la metáfora
perfecta de la tragedia del hombre reducido a la nada por el poder omnipresente
del padre, cuya autoridad está reflejada tanto en la sociedad como en la
familia. La metamorfosis, sin duda, es la radiografía más auténtica de
Kafka, él es Gregorio Samsa convertido en una miserable cucaracha. Además, en
la famosa carta que le escribió a su padre, poco antes de morir ahogado en su
propia pesadilla, se lee: puedo recordar directamente un solo suceso de
mis primeros años; quizá también tú lo recuerdes. Una noche, al mismo tiempo
que gimoteaba, yo pedía agua sin cesar; desde luego, no tanto por sed, sino
probablemente, un poco por fastidiar y un poco para entretenerme. Como no dio
resultado ninguna amenaza violenta, me sacaste de la cama, me llevaste en
brazos hasta el balcón y allí me dejaste solo, en camisón, parado ante la
puerta cerrada (...) Años más tarde, aún me perseguía la visión torturadora de
ese hombre gigantesco, mi padre, que en última instancia casi sin causa podía
venir una noche y transportarme de la cama al balcón: a tal punto era yo una
nutilidad para él (Kafka, F., 1985, p. 25).
Durante siglos, para la mayoría de la gente constituía algo
completamente natural que los niños tuvieran que obedecer, sin objeciones, a
los padres. A la obediencia incondicional que se exigía del niño, seguía la
necesidad del castigo físico. Por regla general, se carecía de conocimientos
acerca de los riesgos que implicaba esta forma de educación. Según el
catecismo, todos los amos debían inculcar a los sirvientes y domésticos, entre
ellos a los hijos, buen orden y disciplina, y castigar a los desobedientes con golpes razonables. Cierto obispo, que comentó el catecismo en el siglo XVII,
manifestó: un buen amor paternal consistía en castigar y azotar de forma
razonable a sus hijos. Asimismo, en otras circunstancias y lugares se
recomendaba los castigos corporales, arguyendo que: quien vive sin
castigo y sin ley, muere deshonrado.
Entre 1700 y 1800 era común encerrar a los niños desobedientes en calabozos y roperos. Desde entonces, estos métodos de
castigo no han sido modificados, pues aún existen quienes abandonan a los hijos
en cuartos oscuros, ya que la violencia desatada contra la infancia parece una
gangrena difícil de extirpar de la vida social.
El mundo tuvo que esperar hasta 1959, año en que se promulgó
la primera Declaración de los Derechos del Niño por la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU), según la cual era deber del Estado y
la sociedad proteger al niño del maltrato. La Declaración de los Derechos del
Niño fue ratificada en otras oportunidades, pero los castigos continuaron
siendo habituales en el hogar y la escuela.
En Alemania, en una encuesta realizada en 1964, se llegó a
la conclusión de que el 80% de los padres castigaban a sus hijos, de los cuales
el 35% usaban la caña de Bengala; este número era superior si se incluían las
demandas por agresiones sexuales y abusos deshonestos, seguidas por las de
abandono familiar. En Suecia, considerada paradigma que respeta los Derechos
del Niño, según un censo de 1986, se dedujo que se maltrataban a más niños que
en EE.UU., a pesar de que ya en 1920 se promulgaron leyes que condenaban a los
padres que seguían teniendo el derecho expreso de castigar físicamente a sus
hijos. El mejor documento de este atropello indigno constituye el libro de
memorias escrito por Ingmar Bergman, La linterna mágica, en cuyo primer
capítulo relata las vivencias de su infancia: la terrible relación que le liga
con sus padres, sobre todo, con el insobornable pastor protestante que debió
ser su padre, quien le dio una educación rigurosa, en la que no faltó el
castigo brutal.
Un martes de invierno -recuerda Bergman-, cuando mi madre me
fue a buscar en el teatro y yo traté de abrazarla y besarla, ella me apartó y
me dio una bofetada. Luego continúa: La técnica de mi madre para las bofetadas
era insuperable. Soltaba el golpe con la rapidez de un relámpago y con la mano
izquierda, en la que dos pesados anillos, el de compromiso y el de boda, daban
al castigo un doloroso énfasis. En otra parte de su biografía, confiesa: Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se
cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos, como bofetadas o azotes en el
culo, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo
largo de generaciones (...) Los delitos más graves eran castigados
ejemplarmente: todo empezaba con el descubrimiento del delito. El delincuente
confesaba ante una instancia de menor entidad, es decir, ante las sirvientas, o
ante mamá, o ante alguna de las innumerables mujeres de la familia que vivían a
temporadas en la casa rectoral. La consecuencia inmediata de la confesión era
el aislamiento. Nadie hablaba ni contestaba. Esto tenía por objeto, según puedo
entender, hacer que el delincuente deseara el castigo y el perdón. Después de
la comida y del café se convocaba a las partes al despacho de papá. Allí se
seguían los interrogatorios y las confesiones. Después traían la pala de
sacudir alfombras y uno mismo tenía que decir cuántos azotes creía merecer.
Una vez establecida la cuota se cogía una almohada verde, muy rellena, se
bajaban los pantalones y los calzoncillos, lo ponían a uno boca abajo sobre el
cojín, alguien sujeta con firmeza el cuello del malhechor y se daban los
azotes. No puedo afirmar que fuese particularmente doloroso, lo que dolía era el
ritual y la humillación. Mi hermano lo pasó aún peor. Muchas veces mamá se
sentaba en su cama para curarle la espalda, en la que los latigazos habían
levantado la piel y marcado sanguinolentas estrías (...) Terminados los
azotes, había que besar la mano de papá (Bergman, I., 1988, pp. 16-19).
Otro ejemplo es el de Máximo Gorki, quien, tras quedar
huérfano a los seis años de edad, vivió en la casa de sus abuelos, en un hogar
agobiado por el odio, donde se tenía la costumbre de repartir manotazos entre los
niños. El propio Gorki, que hizo del mundo su universidad y vivió imbuido de un
enorme amor por el prójimo, escribió en su inolvidable autobiografía las
experiencias más crudas de su niñez. En el segundo capítulo de Días de
Infancia narra cómo él y su primo fueron castigados por su abuelo, tras
habérseles ocurrido la travesura de perder un dedal y teñir un mantel: El
abuelo me vapuleó -dice-, hasta que perdí el conocimiento. Estuve enfermo
durante varios días. Me acostaron en un lecho amplio y muy mullido en una
estancia que tenía una sola ventana y en la que había una lamparilla que
iluminaba un estante lleno de imágenes religiosas. Aquellas horas de mi
enfermedad creo que permanecen aún en mi memoria como las más importantes de
mi existencia. No me cabe duda de que durante este período crecí
extraordinariamente, y que en mi interior tuvo lugar un singular proceso. Fue
en aquellos momentos cuando se manifestó en mí por vez primera esa inquietud
que después he sentido por todos los seres humanos. Era como si hubiera sido
despellejado mi corazón, el cual se tornó extraordinariamente sensible con
relación a toda clase de vejaciones y a todos los sufrimientos, ya fueran éstos
los propios o los ajenos (Gorki, M., 1976, p. 40).
El escritor Ian Gibson, en su libro sobre el Vicio inglés,
afirma que el imperio británico se erigió sobre el látigo. Se flagelaban a los
niños en la casa y en la escuela. Recién en 1986, las cortes británicas
abolieron, por un solo voto a favor, el uso de la azotina en las escuelas
públicas, y ello teniendo en cuenta que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos
había condenado al Reino Unido por seguir permitiendo, como el único país en
Europa, dichos castigos.
En la actualidad, entre los sociólogos, psiquiatras y
pedagogos que trabajan con los problemas de la relación entre padres e hijos,
reina el acuerdo unánime de que los castigos corporales deben rechazarse como
métodos de educación, puesto que el factor principal para el maltrato de los
niños ha sido -y sigue siendo- la educación. Todas las familias tratan de
educar a los hijos en función de cómo ellos fueron educados.
Los padres que golpean al hijo no consiguen nada positivo en
su educación, sino que, al contrario, arriesgan que el niño sufra algún
detrimento de carácter psíquico. Además, hay muchos castigos psíquicos que
tienen la misma influencia perniciosa en el desarrollo del niño que los
castigos corporales. Encerrar a un niño, amenazarlo, asustarlo, tratar de
aislarlo o dejarlo en ridículo, tienen que considerarse también como tratos
humillantes y, por lo tanto, deben estar prohibidos por ley.
La sociedad de hoy, donde los principios democráticos
consideran al niño como un individuo independiente y con derechos propios,
exige que los niños estén entrenados a pensar por sí mismos, acostumbrados a
elegir y a asumir su propia responsabilidad. Uno no puede ya golpear a los
niños para que sean obedientes y exigir, al mismo tiempo, que se atrevan a
pensar por cuenta propia. Esto implica aplicar un tipo determinado de educación
infantil, una educación democrática, orientada a desarrollar la personalidad
del niño conforme al desarrollo también democrático de la sociedad.
Bibliografía
Bergman, Ingmar: La linterna mágica. Ed.
Tusquets, Barcelona, 1988.
Gorki, Máximo: Días de infancia. Ed. Bruguera,
S. A., Barcelona, 1976.
Kafka, Franz: Carta al padre. Ed. Akal,
Madrid, 1985.
Rousseau, Jean-Jacques: Emilio o de la educación.
Ed. Porrúa, Argentina, 1979.
Imagen:
Ingmar Bergman, Franz Kafka, Máximo Gorki