martes, 13 de mayo de 2014


LAS VÍCTIMAS DEL CASTIGO

Los niños, en todo el mundo, sufren atropellos no sólo de carácter físico, sino también psíquico, porque quien no maltrata a su hijo con un chicote, lo hace por medio de la amenaza o el insulto; métodos de castigo que se usan desde la más remota antigüedad, tanto en vía pública como detrás de los muros del hogar.

El concepto de patria potestad, erigida en la sociedad patriarcal, permite que los padres consideren a los hijos como su propiedad privada, sobre los cuales tienen derechos de autoridad y decisión. Aristóteles tenía la idea de que el hijo era igual que un esclavo, y afirmaba: Un hijo o un esclavo son propiedad. El padre podía libremente dispo­ner de él y someterlo a su autoridad, sin que nada ni nadie cuestionara este sentido absoluto de la propiedad paterna respecto a los hijos.

El castigo físico era el método más tradicional en la educación. Al hijo que se ama, se lo castiga, era el con­sejo que se transmitía de generación en generación. La desobediencia y el desacato eran reprimidos drásticamente, y aunque el garrote no era lo más sagrado, al menos era el mejor instrumento para amordazar, imponer lo deseado y corregir los hábitos indeseados. También era común escuchar a severos catones del derecho decir: los padres -por muy malos padres que fuesen- tenían derecho a sus hijos, y al consuelo sentimental que ellos podían proporcionarles.

Jean-Jacques Rousseau, refiriéndose al trato que recibía una criatura en el siglo XVIII, escribió: El niño grita así que nace, y su primera infancia se va toda en llantos. Para acallarle, unas veces le arrullan y le halagan; otras le imponen el silencio con amenazas y golpes. O hacemos lo que él quiere, o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos, o le sujetamos a los nuestros, no hay medio; o ha de dictar leyes o ha de obedecerlas. De esa suerte son sus primeras ideas las del imperio y ser­vidumbre. Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar, ya obedece; a veces le castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por mejor decir, antes que los pueda cometer (Rousseau, J. J., 1979, p. 11).

En la Edad Media, los padres castigaban a los hijos antes del bautismo, mas no sólo por conservar el respeto y la obediencia a la autoridad, sino que, además, para puri­ficar su alma, amenazada constantemente por el pecado y la tentación demoníaca. De esta creencia y tradición no se salvaron ni los hijos de la nobleza. En Francia, por ejemplo, el rey Luis XIII fue azotado todas las mañanas desde sus 25 meses de edad. La prueba está en la carta que su padre envió a uno de sus gobernadores: Ustedes no me confirmaron que mi hijo haya sido azotado cada vez que desobedeció o se comportó indebidamente -le decía-. Yo sé que no existe en el mundo otra cosa mejor que el castigo. Yo mismo saqué mucho provecho de esto. Lo sé por experiencia propia.

En la España medieval, Alfonso X el Sabio regulaba todavía algunos casos en que se podía vender al hijo, y en otros países se hablaba de que hay niños de la cólera por naturaleza, y que, por lo tanto, éstos estaban sujetos a la venganza eterna. Eran las carnes de cañón que iban a engrosar el oscuro mundo de los pícaros y delincuentes. A ese grupo de niños mendigos, castigados y explotados por rufianes insensatos, pertenecen las figuras de Los mise­rables, de Víctor Hugo, y Oliver Twist, de Charles Dickens.

Ya en la literatura picaresca del siglo de Oro español, encontramos el castigo contra los niños. En el Lazarillo de Tormes, obra de autor anónimo, el pro­tagonista narra su propia vida, dedicada a servir como criado, y los actos de picardía que lo ayudan a sobrevivir a los castigos y burlar a sus amos, pues Lázaro, el niño de ojos tristes, que está condenado a vivir un tipo de vida que no ha elegido voluntariamente, debe aguantar el hambre y los sufrimientos con una resignación que le impide re­belarse. Pero, al mismo tiempo, la autobiografía de Lázaro es el fiel reflejo del autoritarismo de su época, en la que la violencia contra la infancia formaba parte de la vida social. El Lazarillo de Tormes es una obra que justifica la actitud pícara de un niño, ante la crueldad del castigo físico y psíquico, cuyas consecuencias son negativas en la forma­ción de la personalidad humana.

De acuerdo a la psicoanalista Alicia Miller, el castigo físico y psíquico son factores que determinan la futura personalidad del niño. En su ya reputado estudio sobre la infancia de Adolf Hitler y otros líderes del nazismo, demostró que el niño no sólo idealiza la imagen del padre, sino que imita la conducta de éste. Un niño que es agredido por su padre, es muy probable que, una vez que éste sea padre, agreda también a su hijo.

Un padre déspota puede forjar un hijo esquizofrénico como era Adolf Hitler, quien conoció des­de la infancia la golpiza y el terror de la pedagogía negra, o forjar un hijo retraído y acomplejado como era Franz Kafka. Los psicólogos aseveran que el escritor checos es la metáfora perfecta de la tragedia del hombre reducido a la nada por el poder omnipresente del padre, cuya autoridad está reflejada tanto en la sociedad como en la familia. La metamorfosis, sin duda, es la radiografía más auténtica de Kafka, él es Gregorio Samsa convertido en una miserable cucaracha. Además, en la famosa carta que le escribió a su padre, poco antes de morir ahogado en su propia pesadilla, se lee: puedo recordar directamente un solo suceso de mis primeros años; quizá también tú lo recuerdes. Una noche, al mismo tiempo que gimoteaba, yo pedía agua sin cesar; desde luego, no tanto por sed, sino probablemente, un poco por fastidiar y un poco para entretenerme. Como no dio resultado ninguna amenaza violenta, me sacaste de la cama, me llevaste en brazos has­ta el balcón y allí me dejaste solo, en camisón, parado ante la puerta cerrada (...) Años más tarde, aún me perseguía la visión torturadora de ese hombre gigantesco, mi padre, que en última instancia casi sin causa podía venir una noche y transportarme de la cama al balcón: a tal punto era yo una nutilidad para él (Kafka, F., 1985, p. 25).

Durante siglos, para la mayoría de la gente constituía algo completamente natural que los niños tuvieran que obedecer, sin objeciones, a los padres. A la obediencia in­condicional que se exigía del niño, seguía la necesidad del castigo físico. Por regla general, se carecía de conoci­mientos acerca de los riesgos que implicaba esta forma de educación. Según el catecismo, todos los amos debían inculcar a los sirvientes y domésticos, entre ellos a los hijos, buen orden y disciplina, y castigar a los desobedientes con golpes razonables. Cierto obispo, que comentó el cate­cismo en el siglo XVII, manifestó: un buen amor paternal consistía en castigar y azotar de forma razonable a sus hi­jos. Asimismo, en otras circunstancias y lugares se recomendaba los castigos corporales, arguyendo que: quien vive sin castigo y sin ley, muere deshonrado.

Entre 1700 y 1800 era común encerrar a los niños desobedientes en calabozos y roperos. Desde entonces, estos métodos de castigo no han sido modificados, pues aún existen quienes abandonan a los hijos en cuartos oscu­ros, ya que la violencia desatada contra la infancia parece una gangrena difícil de extirpar de la vida social.

El mundo tuvo que esperar hasta 1959, año en que se promulgó la primera Declaración de los Derechos del Niño por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), según la cual era deber del Estado y la sociedad proteger al niño del maltrato. La Declaración de los Derechos del Niño fue ratificada en otras oportunidades, pero los castigos continuaron siendo habituales en el hogar y la escuela.

En Alemania, en una encuesta realizada en 1964, se lle­gó a la conclusión de que el 80% de los padres castigaban a sus hijos, de los cuales el 35% usaban la caña de Bengala; este número era superior si se incluían las demandas por agresiones sexuales y abusos deshonestos, seguidas por las de abandono familiar. En Suecia, considerada para­digma que respeta los Derechos del Niño, según un censo de 1986, se dedujo que se maltrataban a más niños que en EE.UU., a pesar de que ya en 1920 se promulgaron leyes que condenaban a los padres que seguían teniendo el derecho expreso de castigar físicamente a sus hijos. El mejor documento de este atropello indigno constituye el libro de memorias escrito por Ingmar Bergman, La linterna mágica, en cuyo primer capítulo relata las vivencias de su infancia: la terrible relación que le liga con sus padres, sobre todo, con el insobornable pastor pro­testante que debió ser su padre, quien le dio una educación rigurosa, en la que no faltó el castigo brutal.

Un martes de invierno -recuerda Bergman-, cuando mi madre me fue a buscar en el teatro y yo traté de abrazar­la y besarla, ella me apartó y me dio una bofetada. Luego continúa: La técnica de mi madre para las bofetadas era insuperable. Soltaba el golpe con la rapidez de un relámpago y con la mano izquierda, en la que dos pesados ani­llos, el de compromiso y el de boda, daban al castigo un doloroso énfasis. En otra parte de su biografía, confiesa: Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos, como bofetadas o azotes en el culo, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones (...) Los delitos más graves eran castiga­dos ejemplarmente: todo empezaba con el descubrimiento del delito. El delincuente confesaba ante una instancia de menor entidad, es decir, ante las sirvientas, o ante mamá, o ante alguna de las innumerables mujeres de la familia que vivían a temporadas en la casa rectoral. La consecuencia inmediata de la confesión era el aislamiento. Nadie hablaba ni contestaba. Esto tenía por objeto, según puedo entender, hacer que el delincuente deseara el castigo y el perdón. Después de la comida y del café se convocaba a las partes al despacho de papá. Allí se seguían los interrogatorios y las confesiones. Después traían la pala de sacudir alfom­bras y uno mismo tenía que decir cuántos azotes creía merecer. Una vez establecida la cuota se cogía una almo­hada verde, muy rellena, se bajaban los pantalones y los calzoncillos, lo ponían a uno boca abajo sobre el cojín, alguien sujeta con firmeza el cuello del malhechor y se daban los azotes. No puedo afirmar que fuese particularmente doloroso, lo que dolía era el ritual y la humillación. Mi hermano lo pasó aún peor. Muchas veces mamá se sentaba en su cama para curarle la espalda, en la que los latigazos habían levantado la piel y marcado sanguino­lentas estrías (...) Terminados los azotes, había que besar la mano de papá (Bergman, I., 1988, pp. 16-19).

Otro ejemplo es el de Máximo Gorki, quien, tras quedar huérfano a los seis años de edad, vivió en la casa de sus abuelos, en un hogar agobiado por el odio, donde se tenía la costumbre de repartir manotazos entre los niños. El propio Gorki, que hizo del mundo su universidad y vivió imbuido de un enorme amor por el prójimo, escribió en su inolvidable autobiografía las experiencias más crudas de su niñez. En el segundo capítulo de Días de Infancia narra cómo él y su primo fueron castigados por su abuelo, tras habérseles ocurrido la travesura de perder un dedal y teñir un mantel: El abuelo me vapuleó -dice-, hasta que perdí el conocimiento. Estuve enfermo durante varios días. Me acostaron en un lecho amplio y muy mullido en una estancia que tenía una sola ventana y en la que había una lamparilla que iluminaba un estante lleno de imágenes re­ligiosas. Aquellas horas de mi enfermedad creo que perma­necen aún en mi memoria como las más importantes de mi existencia. No me cabe duda de que durante este período crecí extraordinariamente, y que en mi interior tuvo lugar un singular proceso. Fue en aquellos momentos cuando se manifestó en mí por vez primera esa inquietud que después he sentido por todos los seres humanos. Era como si hubie­ra sido despellejado mi corazón, el cual se tornó extraordinariamente sensible con relación a toda clase de vejaciones y a todos los sufrimientos, ya fueran éstos los propios o los ajenos (Gorki, M., 1976, p. 40).

El escritor Ian Gibson, en su libro sobre el Vicio inglés, afirma que el imperio británico se erigió sobre el látigo. Se flagelaban a los niños en la casa y en la escuela. Recién en 1986, las cortes británicas abolieron, por un solo voto a favor, el uso de la azotina en las escuelas públicas, y ello teniendo en cuenta que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos había condenado al Reino Unido por seguir permitiendo, como el único país en Europa, dichos castigos.

En la actualidad, entre los sociólogos, psiquiatras y pedagogos que trabajan con los problemas de la relación entre padres e hijos, reina el acuerdo unánime de que los castigos corporales deben rechazarse como métodos de educación, puesto que el factor principal para el maltrato de los niños ha sido -y sigue siendo- la educación. Todas las familias tratan de educar a los hijos en función de cómo ellos fueron educados.

Los padres que golpean al hijo no consiguen nada positivo en su educación, sino que, al contrario, arriesgan que el niño sufra algún detrimento de carácter psíquico. Además, hay muchos castigos psíquicos que tienen la misma influencia perniciosa en el desarrollo del niño que los castigos corporales. Encerrar a un niño, amenazarlo, asustarlo, tratar de aislarlo o dejarlo en ridículo, tienen que considerarse también como tratos humillantes y, por lo tanto, deben estar prohibidos por ley.

La sociedad de hoy, donde los principios democráticos consideran al niño como un individuo independiente y con derechos propios, exige que los niños estén entrenados a pensar por sí mismos, acostumbrados a elegir y a asumir su propia responsabilidad. Uno no puede ya golpear a los niños para que sean obedientes y exigir, al mismo tiempo, que se atrevan a pensar por cuenta propia. Esto implica aplicar un tipo determinado de educación infantil, una educación democrática, orientada a desarrollar la persona­lidad del niño conforme al desarrollo también democrático de la sociedad.

Bibliografía

Bergman, Ingmar: La linterna mágica. Ed. Tusquets, Bar­celona, 1988.
Gorki, Máximo: Días de infancia. Ed. Bruguera, S. A., Barcelona, 1976.
Kafka, Franz: Carta al padre. Ed. Akal, Madrid, 1985.
Rousseau, Jean-Jacques: Emilio o de la educación. Ed. Po­rrúa, Argentina, 1979.

Imagen:

Ingmar Bergman, Franz Kafka, Máximo Gorki

domingo, 4 de mayo de 2014


CULTURA, VOCACIÓN Y COMPROMISO

Si consideramos que existe una interrelación entre cultura y sociedad, entonces es lógico que las manifestaciones culturales estén al alcance de las mayorías; de lo contrario, si las instituciones del Estado no cumplen con su deber de subvencionar la cultura, se corre el riesgo de que ésta se comercialice y se convierta en privilegio de minorías. Pero como los trabajadores de la cultura no quieren que el arte sea un privilegio reservado para unos pocos, claman por sus derechos y exigen que todos tengan acceso a las obras de arte, del mismo modo como tienen derecho a la educación, salud, trabajo, cine, teatro y otros.

Sin embargo, los escépticos alzan la voz y dicen que las instituciones del Estado no tienen el porqué subvencionar el arte. Incluso hay quienes tienen la osadía de considerar a los trabajadores de la cultura como a un grupúsculo de soñadores sin causa, sin tomar en cuenta que el artista, con sus proyectos y obras concretas, aporta con su granito de arena a la gran pirámide cultural, intentando mantener viva la historia, el idioma y las costumbres de la colectividad, sobre todo, si partimos del criterio de que la cultura, de la cual forma parte la literatura y el periodismo, se encarga de reflejar la imagen de la sociedad en la cual vivimos.

Los arquitectos de la palabra, que han imaginado y calculado el arco de los puentes cada vez más imprescindibles entre el producto intelectual y su destinatario, están dispuestos a construir esos puentes en la realidad, para que la literatura llegue allá donde bebe llegar, y no se convierta en un privilegio reservado sólo para las minorías, pues casi todos los trabajadores de la cultura, aun sin poder vivir holgadamente de las retribuciones del arte, están dispuestos a poner sus obras al servicio de las mayorías.

Compromiso social

Los escritores comprometidos, así creen obras intimistas, ligadas a las emociones del alma y las experiencias de la vida cotidiana, no dejan de denunciar las injusticias ni los atropellos a los Derechos Humanos. Si no lo hacen en forma de poesía, trocando sus versos en gritos de protesta y denuncia, lo hacen en forma de manifiestos o cartas exclamativas. Su pluma, como su genio, se convierte en una poderosa arma contra los sistemas de poder que, amparados en la ley de la impunidad, avasallan los derechos de los desposeídos. No es casual que en épocas de represión y censura, sean varios los escritores que crean una literatura de denuncia social, reflejando sin disimulos la situación auténtica de las clases marginadas, así como la insolidaridad e insensibilidad de las clases dominantes.

No es extraño que en los países asolados por dictaduras militares o civiles se hayan creado grupos de escritores que, asumiendo su responsabilidad de defensores de la memoria colectiva, rechazaron a los regímenes de facto y defendieron incondicionalmente los sistemas democráticos de consenso como vías más factibles para el desarrollo socioeconómico, la seguridad ciudadana y el libre ejercicio de la libertad de expresión y creación artística.

En Suramérica, por citar un caso, los escritores comprometidos se enfrentaron con la pluma y la palabra contra los regímenes dictatoriales, que transformaron sus países en campos de concentración, donde no era fácil distinguir los gritos de la tortura y la oratoria. Así, a pesar del pánico y el terror sembrado por las fuerzas represivas, los escritores presos y perseguidos no dejaron de testimoniar los acontecimientos de su época, conscientes de que la literatura prohibida y censurada es también una suerte de fuerza oculta, que aun estando en las catacumbas se parece a la semilla, que un día brota a la superficie para dar flores y frutos.

Si bien es cierto que la literatura social no puede transformar por sí sola un sistema político a través de la denuncia de la situación concreta de los oprimidos, es también cierto que la literatura, escrita en lenguaje claro y llano, ayuda a adquirir un compromiso político e intenta conseguir que las gentes sencillas sean conscientes de la opresión; un intento que no siempre es rescatado por quienes están acostumbrados a fijarse más en la forma que en el contenido de la obra.

Comercialismo y alienación

Vivimos en una época en que la moda en la estética o en el estilo de vida, es cada vez más sorprendente para todos, pues la cultura de la evasión de la realidad, a través de la ciencia-ficción conocida con el nombre de realidad virtual, hace que los jóvenes piensen más en la ropa de marca que en el arte y que las muchachas inviertan más dinero en píldoras mágicas para adelgazar que en libros. En tales condiciones, pareciera que los grandes ideales de la humanidad, como son la libertad, la justicia social y la democracia han sufrido una derrota transitoria ante la tiranía del mercado impuesto por el sistema imperante, cuya política económica, insensata y sin escrúpulos, ha condenado a la desesperación y la miseria a millones de seres humanos.

A la masiva propaganda de alienación desatada por los poderes de dominación, se suma la crítica de quienes desmerecen todo el valor que encierran las obras del llamado realismo social, cuya principal función, además de reflejar la realidad concreta de los desposeídos, es denunciar las injusticias imperantes en el mundo capitalista de hoy. Afortunadamente, los valores éticos y estéticos de las grandes mayorías no siempre coinciden con la opinión subjetiva de los críticos. La prueba está en que cuando se le pregunta al lector común quién fue el Premio Nobel de Literatura en 1965, no sabe qué contestar, porque no se acuerda el nombre del autor laureado o, simple y llanamente, porque no le interesa debido a que los gustos literarios no son iguales para todos. Pero cuando al mismo lector se le habla de literatura es muy probable que mencione las obras de los autores de su preferencia, de ésos que, a espaldas de las campañas publicitarias y las empresas editoriales, jamás fueron premiados ni mencionados por los académicos de la literatura. Lo que equivale a decir que no siempre la denominada buena literatura es buena para todos; al contrario, existen obras y autores que gozan del beneplácito de los lectores, ya que en la literatura, como en el arte en general, nadie ha escrito sobre gustos.

Aprendizaje y vocación

Para nadie es desconocido que la mayoría de los iniciados en el arte de la palabra escrita expresan sus ideas bajo la sombra de otros escritores cuyos textos están repletos de citas y datos bibliográficos, con los cuales son capaces de crear un clima de encendida polémica; más todavía, tienen a su favor los conocimientos y la virtud de saber defender sus ideas y obras contra viento y marea. Me refiero a esos escritores de fuste que no sólo se diferencian de los autores dados al espectáculo público y las cofradías de salón, sino también de quienes, acostumbrados a festejar sus efímeros triunfos entre bombos y platillos, escriben más por asumir una pose intelectual, que por una verdadera convicción y vocación.

En la literatura, como en las demás manifestaciones culturales, existen individuos dignos de admiración y respeto; primero, porque saben estructurar sus obras con capacidad magistral; y, segundo, porque aprendieron a vivir entregados apasionadamente a su arte, sin que por esto pierdan su sensibilidad humana ni su compromiso social. Por lo demás, la actividad literaria es un largo proceso de aprendizaje que, como cualquier otra profesión, requiere dedicación, disciplina y seriedad, al menos si se abriga la esperanza de crear alguna vez una obra que deje perplejos a los críticos y complacidos a los lectores.

lunes, 28 de abril de 2014

ANTECEDENTES DE LA CONMEMORACIÓN 
DEL  DE MAYO

El Día Internacional de los Trabajadores, que cada año se conmemora el 1 de mayo, es una jornada que, más allá de ser una simple celebración, sirve para reafirmar los lazos de hermandad entre los proletarios de todos los países y convocar a manifestaciones en las que se exigen reivindicaciones sociales, políticas, económicas y laborales a favor del movimiento obrero nacional e internacional.

Desde su aprobación, en el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional, celebrado en París, en julio de 1889, se ha transformado en un día emblemático de lucha contra el sistema capitalista y en una fecha de homenaje a los Mártires de Chicago, quienes fueron ejecutados en Estados Unidos, en las llamadas jornadas de mayo, por reclamar sus derechos y clamar a viva voz la consigna: Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa.

Esta reivindicación fue emprendida por los valerosos trabajadores estadounidenses, los mismos que, afiliados a sus poderosas organizaciones sindicales, iniciaron la huelga el 1 de mayo de 1886, con el firme propósito de arrancarles a los empresarios una de las conquistas más significativas en el ámbito laboral: la jornada de ocho horas de trabajo, con derecho a salario justo y respeto al fuero sindical; una reivindicación que fue adoptada y promovida por la Asociación Internacional de los Trabajadores, que la convirtió en demanda común de los proletarios de todo el mundo.

Los inicios de la huelga obrera

Hacia 1874, la idea de llevar a cabo acciones para conseguir la jornada de ocho horas de trabajo se generó entre los obreros ferroviarios, quienes promovieron una huelga que por semanas involucró a 17 Estados. Tiempo después se sumaron a esta acción revolucionaria otras organizaciones obreras, creándose en 1881 la Federación Americana del Trabajo (American Federation Labor), heredera de la anterior Federación de Gremios y Sindicatos. 


Esta nueva Federación reiteró la petición de las ocho horas en sus congresos de 1882 y de 1883, exigiéndole incluso al presidente de los Estados Unidos hacer respetar la Ley que se promulgó al respecto. Tampoco dejaron de solicitar el pronunciamiento de los partidos Demócrata y Republicano, aun a riesgo de no ser atendidos. Ante el fracaso de las gestiones realizadas, los trabajadores comenzaron a buscar nuevas estrategias para conquistar su anhelado objetivo.

A pesar de que el presidente Andrew Johnson promulgó la llamada Ley Ingersoll, el 25 de junio de 1868, estableciendo las ocho horas diarias de trabajo, los grandes empresarios, con la arrogancia y el despotismo de siempre, hicieron caso omiso y no cumplieron con dicha Ley. Así fue que en noviembre de 1884, en el IV Congreso de la Federación Americana del Trabajo, que se celebró en Chicago, se planteó que, a partir del 1 de mayo de 1886, se obligaría a los empresarios a cumplir con la Ley que estipulaba la jornada de ocho horas diarias; caso contrario, se lanzarían a la huelga general hasta las últimas consecuencias.

Dicho y hecho, el 1 de mayo las organizaciones sindicales convocaron a movilizarse a sus bases y a realizar huelgas que paralizaran la productividad del país. Se declararon 5 mil movimientos laborales en varias ciudades de Estados Unidos, donde la represión se hizo sentir ese mismo día, produciéndose enfrentamientos callejeros entre policías y manifestantes.

La prensa burguesa, en defensa de los intereses de sus patronos, calificó el movimiento como indignante e irrespetuoso, delirio de lunáticos poco patriotas y, como si fuera poco, manifestó que la petición de los obreros era lo mismo que pedir que se pague un salario sin cumplir ninguna hora de trabajo.


El baño de sangre en la Plaza Haymarkert

El día 2 de mayo, la policía disolvió violentamente una manifestación de más de 50 mil personas y el día 3 se realizó una concentración de 6 mil obreros madereros en las inmediaciones de la fábrica Mc. Cormick; cuando el anarquista August Spies estaba pronunciando su discurso, sonó la sirena de salida de un turno de los rompehuelgas. Los manifestantes se lanzaron sobre los scabs (amarillos) y comenzó una pelea campal. Entonces, una tropa de policías, sin orden alguna y saliendo en defensa de los rompehuelgas, procedió a disparar a quemarropa contra la multitud, ocasionando un saldo de 6 muertos y varias decenas de heridos.

Al día siguiente, el periodista Hessois Spies, testigo de la masacre, editó una circular que, debido a su contenido de denuncia y protesta, se convirtió en una proclama que, de manera contundente, manifestaba el pensamiento de los trabajadores: Se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza! ¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria. Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡A las armas! Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden... ¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís! ¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!

Esta proclama, que llamaba a la acción de los trabajadores, sirvió para  convocar a un mitin de protesta para el 4 de mayo, en la Plaza Haymarket de Chicago, donde se concentraron más de 20 mil personas. Los oradores fueron Spies, Albert Parsons y Samuel Fielden, todos vinculados a grupos anarquistas y socialistas. A punto de finalizar el mitin, los asistentes fueron brutalmente reprimidos por 180 policías. Luego se produjo el funesto incidente conocido como la Revuelta de Haymarkert. Todo comenzó cuando un artefacto explosivo estalló entre los policías, dejando a un oficial muerto y a varios heridos. Éste fue el motivo para que la policía, enceguecida por el desconcierto y la furia, abriera fuego contra los trabajadores, dejando un reguero de 38 muertos y 115 heridos.

La justicia burguesa contra los sindicalistas

Aunque nunca se llegó a saber quién fue el responsable del atentado, las autoridades de gobierno, sin demora alguna y acusando a cuatro líderes anarquistas de ser los autores del asesinato del policía, declararon estado de sitio y toque de queda. Detuvieron a centenares de trabajadores, que fueron golpeados y torturados; es más, la masacre de Chicago costó la vida de muchos dirigentes sindicales, sin contar a los que fueron despedidos, procesados y heridos de bala. La mayoría de ellos eran trabajadores inmigrantes: italianos, españoles, alemanes, irlandeses, rusos, polacos y de otros países, quienes emigraron a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades de vida, justo cuando la revolución industrial necesitaba mano de obra barata.

La prensa burguesa, por su parte, no tardó en apoyar la acción represiva del gobierno y en propagar noticias tendenciosas: Qué mejores sospechosos que la plana mayor de los anarquistas. ¡A la horca los brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa, que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!

El 21 de junio de 1886, se inició el juicio contra 31 trabajadores, de los cuales quedaron sólo 8 en manos de la justicia. Los acusados por el Tribunal Supremo, que actuó en perjuicio de los imputados y en medio de una farsa montada desde un principio, fueron declarados culpables de los disturbios en Chicago. Tres de ellos fueron condenados a cadena perpetua (Samuel Fielden, inglés, 39 años; Oscar Neebe, estadounidense, 36 años; Michael Schwab, alemán, 33 años) y cinco a muerte en la horca (Georg Engel, alemán, 50 años; Adolf Fischer, alemán, 30 años; Albert Parsons, estadounidense, 39 años; August Vincent Theodore Spies, alemán, 31 años; Louis Lingg, alemán, 22 años, quien para no ser ejecutado se suicidó en su celda).

El legado histórico de los Mártires de Chicago

La conquista de la jornada de ocho horas, que costó la sangre de los Mártires de Chicago, marcó un punto de inflexión en el movimiento obrero mundial. El propio Federico Engels, en el prefacio de la edición alemana de 1890 de El manifiesto comunista, apuntó: Pues hoy en el momento en que escribo estas líneas, el proletariado de Europa y América pasa revista a sus fuerzas, movilizadas por vez primera en un solo ejército, bajo una sola bandera y para un solo objetivo inmediato: la fijación legal de la jornada normal de ocho horas, proclamada ya en 1866 por el Congreso de la Internacional celebrado en Ginebra y de nuevo en 1889 por el Congreso obrero de París. El espectáculo de hoy demostrará a los capitalistas y a los terratenientes de todos los países que, en efecto, los proletarios de todos los países están unidos. ¡Oh, si Marx estuviese a mi lado para verlo con sus propios ojos!

Por todo lo señalado, se debe considerar que la conmemoración anual del 1º de Mayo es una fecha que simboliza la lucha de los trabajadores por conquistar sus derechos laborales y, sobre todo, es un día que perpetúa la memoria de los Mártires de Chicago y de los obreros estadounidenses que, entregando su vida a la causa revolucionaria del proletariado, demostraron que con la unidad no sólo se logró la jornada de ocho horas de trabajo, sino también que era posible poner en jaque al capitalismo salvaje que, desde mayo de 1886 en adelante, teme a la fraternidad del proletariado internacional, que no ha dejado de luchar por la construcción del socialismo y la estatización de los medios de producción.

Imagen:

El cuarto Estado, pintura de Giuseppe da Volpedo (1868-1907)

miércoles, 23 de abril de 2014


EL SEGUNDO ALTAR EN LA CURVA DEL DIABLO

De un tiempo a esta parte, atraído como siempre por las creencias y leyendas urbanas, me di una vuelta por el nuevo altar en la Curva del Diablo, que desde hace más de un año se encuentra enfrente del primero. Es cuestión de cruzar la carretera de la Autopista para internarse en una zona boscosa, por donde pasa un pequeño río, y dar con el tabernáculo de adoración a Satanás, que tiene una altura de aproximadamente dos metros y una estructura parecida a una cueva.

Lo cierto es que una vez que el primer altar en la Curva del Diablo fue destruido con una excavadora por órdenes de la municipalidad de La Paz, arguyendo que allí se realizaban conjuros de brujería y ritos satánicos, los fieles adoradores del príncipe de las tinieblas no demoraron en trasladar sus ofrendas a este sitio montañoso de la misma zona, donde prosiguieron con las ch’allas y las k’oas en honor del diablo que, según la visión de sus devotos, no sólo representa a las fuerzas del Mal, sino también a los espíritus del Bien.

Alrededor del pedregoso altar, que no presenta la imagen tallada de un diablo en roca como en la de enfrente, están esparcidas cenizas de fogatas, restos de velas blancas, negra y verdes, hojas de coca, botellas plásticas de alcohol, latas de cerveza, colillas de cigarrillos, masitas dulces, mixtura y, para completar el escenario, una botella de vino tinto, en cuya etiqueta se lee: Vino para ch’allar a la Pachamama.

Otras pruebas de que aquí se realizan ofrendas y rituales, casi siempre después del ocaso, preferentemente los días martes y viernes, son los olores a coca, alcohol e incienso, que parecen haberse perpetuado al pie del nuevo altar, donde se encuentran pedazos de ropas quemadas, debido a que no faltan personas que, cargadas de bateas y baldes con agua, lavan las prendas de sus difuntos y las queman al amparo de la noche.

Para algunos, el diablo que apareció en esta zona, desde antes de que se asfaltara la Autopista, tiene las mismas características que el Tío de la mina, quien exige tributos tanto para él como para la Pachamama. En cambio para otros, estos altares en la Curva del Diablo sólo sirven para practicar rituales satánicos y ejecutar sortilegios de brujería; más todavía, no pocos piensan que las personas que ostentan poder económico, y que lo demuestran a través de suntuosas joyas y autos de lujo aparcados a un costado de la carretera, vendieron su alma al diablo a cambio de riquezas.

Las personas que transitan por la Autopista, cerca del altar y a cualquier hora del día, cuentan que no es raro ver a gente rezándole al diablo, como suplicándole que los ayude en los negocios, la vida personal y profesional. Entre sus fieles se encuentran los comerciantes y transportistas, quienes, debido a los accidentes que se registraron a la altura de la Curva del Diablo, acuden a pedirle protección, convencidos de que los accidentes no se deben a fallas técnicas ni humanas, sino a los enojos del diablo, quien suele castigar de manera cruel a los que reúsan entregarle ofrendas para saciar su sed y su hambre.

Por eso le rendimos culto, porque es como un dios que nos ampara de los peligros y evita que muera mucha gente, declaró un chófer que, pijchando hojas de coca y rociando aguardiente alrededor del altar, no dudaba en que el diablo tenía poderes sobrenaturales y que sus vibraciones se sentían a varios metros a la redonda. Luego añadió: Él fue también en su época un ángel bello y poderoso, y sólo porque quiso ser más que Dios, lo condenaron al infierno y lo mandaron para abajo.

Está claro que en este lugar se dan cita personas de distintas condiciones sociales, desde los profesionales de vida convencional hasta los cogoteros más avezados. Asimismo, es un nido de alcohólicos, prostitutas y delincuentes del más diverso calibre, acostumbrados a cometer robos a mano armada y a plena luz del día. No en vano la policía recibe denuncias de personas que fueron asaltadas por los maleantes de caras cubiertas con pasamontañas y armados con pistolas, cuchillos y machetes.


La Curva del Diablo es también frecuentada por individuos que, cada primer viernes del mes, sacrifican animales en un ritual supuestamente satánico. Se trata en su generalidad de adolescentes que, ataviados de negro y portando amuletos que simbolizan los poderes de Satanás, celebran una suerte de misas negras, más con fines de entretenimiento y rebeldía, que por una convicción relacionada con los verdaderos ritos que emulan o parodian a la misa cristiana.

En las ceremonias esotéricas, de acuerdo a los testigos, se invierten todos los signos cristianos por signos satánicos y, en lugar de consagrar el pan y el vino, se consagra la sangre de un animal sacrificado, con la finalidad de reafirmar la naturaleza salvaje del ser humano. En consecuencia, no es casual que en el lugar se adviertan huellas de animales sacrificados en honor de Satanás.

Los adolescentes involucrados en estos actos esotéricos, en los que exhiben el pentagrama invertido, actúan inspirados por las bandas del género musical derivado del Heavy Metal, llamado también Black Metal, cuyos integrantes no sólo se definen como satánicos, sino que interpretan músicas estridentes, acompañadas de textos que exaltan los ideales de rebelión, anarquía, desacato a la autoridad y blasfemias del anticristo.

No se descarta el hecho de que estos adolescentes presenten problemas psicosociales o sean adictos a ciertas sustancias controladas, como el alcohol y las drogas, y que su conducta de apostasía sea el resultado de la marginación social en la que viven. Tampoco se excluye la posibilidad de que algunos de ellos se definan como adoradores de Satanás y que incluso hayan leído la Biblia satánica del ocultista Anton Szvandor Lavey.

De todos modos, el luciferismo, a diferencia del satanismo, puede entenderse más como un sistema de creencias que venera las características esenciales adheridas a Lucifer. Las personas que adoran y rinden pleitesía a Satanás, como a una deidad mitológica contraria a las concepciones religiosas, identifican a Lucifer como el portador más liviano y positivo del satanismo, debido a que Lucifer, en cierta medida, es un personaje que encarna algunos aspectos profundos del subconsciente colectivo.

Sin embargo, cabe remarcar que la mayoría de las personas, en lugar de ver al diablo como a un ente malhechor, lo ven como al Tío de la mina que, siendo dios y diablo a la vez, es un ser protector y benefactor. De ahí que no es casual que los mineros relocalizados, que hoy forman parte de la urbe alteña, conformen un estamento especial en la Curva del Diablo, ya que ellos son quienes más ch’allan y k’oan al pie del altar, pidiendo que el Tío haga realidad sus sueños y deseos.

Quizás por eso una  mujer, entrevistada por la prensa paceña, manifestó que ella asistía a la Curva del Diablo para agradecerle al Tío por los favores que recibió en su vida. Aunque no soy adoradora del Mal –dijo–, vengo con mucha fe ante el Tío, porque él me cumplió muchas cosas. En mi vida han pasado muchas cosas malas, tenía mucha pena y él me ayudó a aliviarla con sus poderes mágicos.

Otro testimonio da cuenta de que el Tío no es malo sino milagroso, que protege a los necesitados, a quienes son víctimas de maldiciones, a quienes padecen de enfermedades terminales o sufren de otros males. A mí me ayudó mucho. Era alcohólico y ahora dejé la bebida gracias a él, confesó un joven alteño, mientras ch’allaba y prendía una vela blanca como retribución por el apoyo y los presuntos favores recibidos.

Las supersticiones, casi siempre contrarias a la fe religiosa y la razón, son inherentes a la mentalidad ecléctica de una gran parte de los habitantes de la ciudad de El Alto, donde se ensamblan las concepciones católicas con las visiones paganas de las culturas ancestrales, que sostienen la creencia de que las deidades del subsuelo, como es el caso del Supay (diablo), no sólo tiene atributos de maldad, sino también de bondad, exactamente como el Tío de la mina, a quien los trabajadores le rinden pleitesía tributándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

A poco de retirarme del lugar, donde la gente se reúne como por arte de hechicería, sólo atiné a pensar en que a las autoridades de la municipalidad no se les ocurra, como en el año de 2011, destruir con una excavadora mecánica este segundo altar, porque los peregrinos a la Curva del Diablo no se darán por vencidos y, en menos de que cante un gallo, construirán un nuevo altar en algún otro sitio de la Autopista que conecta a ciudad de La Paz con El Alto, convencidos de allí donde manda el diablo no manda Dios y mucho menos las autoridades ediles de la sede de gobierno. 

viernes, 18 de abril de 2014

LA REALIDAD SOCIAL EN LA POESÍA
DE ALBERTO GUERRA GUTIÉRREZ

Alberto Guerra Gutiérrez (Oruro, 1930 – 2006). Poeta, investigador cultural y profesor innato. Trabajó de joven en el interior de la mina; vivencia que supo traducirla en una poesía sentida y explosiva, como en Manuel Fernández y el itinerario de la muerte, que es el retrato dramático de un trabajador del subsuelo, quien, tras ser retirado por la empresa minera, acaba sus días en la calle, reventado por la silicosis y el alcohol.

Su legado bibliográfico, en varios géneros literarios, es fecundo y merece un estudio serio. Fundó y dirigió la revista literaria El Duende, que actualmente se edita como suplemento del diario LA PATRIA. Formó parte de la segunda generación del grupo literario Gesta Bárbara. Ejerció como profesor en varios distritos mineros, coordinó proyectos culturales en la Universidad Técnica de Oruro y en la Alcaldía Municipal. Fue miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Asociación Latinoamericana del Folklore.

Alberto Guerra Gutiérrez, como pocos de los escritores de su generación, fue un incansable animador de las manifestaciones folklóricas en su ciudad natal y un reconocido mentor de los poetas más jóvenes, a quienes los reunía en encuentros literarios y los encaminaba por los senderos de la poesía. Era una persona de trato amable y hablaba siempre con la sinceridad entre las manos. No en vano nos dice en los versos de uno de sus poemas: Mi casa tiene ojos claros/ como el alba/ y una rosa enamorada/ atisbando por rendijas/ de su puerta que es mi propio corazón,/ hecho de maderas dulces y de esperanza. Así era Alberto Guerra Gutiérrez, un poeta que tenía las puertas abiertas de su corazón, dispuesta a dejar pasar a cualquiera que quisiera acercarse a la sensibilidad más honda de este gran tejedor de pasiones, sueños y palabras.

En septiembre de 1991, en ocasión del primer encuentro de poetas y narradores bolivianos realizado en Estocolmo, le pregunté cómo y cuándo empezó su interés por el quehacer poético. Me miró algo sorprendido, aspiró el humo del cigarrillo y contestó: En mi vida tuve dos profesores; uno ha sido Juan Revollo, quien, estando yo en el quinto o sexto curso de primaria, fue el primero en hablarnos de la métrica del verso y de la gramática castellana. Él nos enseñó la composición de las coplas y los versos. A mí me gustaron mucho sus lecciones y escribí, a modo de ejercicio, muchas coplas, que acabaron gustando entre los compañeros de mi clase. Por desgracia, no he tenido el cuidado de conservar estas primeras composiciones. En secundaria, tuve otro gran profesor de lenguaje y literatura, Luis Carranzas Siles, quien, con paciencia y habilidad didáctica, nos introdujo en el estudio de la literatura. De este modo empecé a leer seriamente las obras de los clásicos, como 'Don Quijote' de Cervantes y 'Hamlet' de Shakespeare. No sólo aprendí a memorizar los versos de Bécquer y Espronceda, sino también a estudiarlos, junto a otras obras del modernismo literario que, habiendo nacido en América a principios de siglo XX, volvían de España con voces tan firmes como las de García Lorca y Juan Ramón Jiménez. Ahora bien, estando todavía en el colegio, me reuní con algunos amigos, con Humberto Jaimes, Ricardo Lazzo y Héctor Borda, entre otros, que formaban parte de la segunda generación de Gesta Bárbara, movimiento poético al que yo me incorporé en 1947. Desde entonces, empecé a asumir con seriedad el quehacer poético, pero pensando siempre en poner la poesía al servicio de los oprimidos, tratando de hacer de la poesía 'la voz de los sin voz'. Creíamos que el sector minero estaba demasiado reprimido no sólo social y económicamente, sino también espiritualmente; por eso, tanto Borda Leaño como yo, tratamos de seguir los surcos trazados por Luis Mendizabal, Walter Fernández Calvimontes y otros, y tratamos de hacer una poesía minera, denunciando las atrocidades y las injusticias que se cometían contra este sector.

A varios años de su muerte, la ciudad de Oruro y su Carnaval, Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, lloran todavía por la partida de este escritor con alma de niño, que supo ganarse el aprecio de sus coterráneos con la humildad y la honestidad que lo caracterizaban. Actualmente, una plaza y una biblioteca llevan su nombre, y esperemos que sean más las instituciones educativas y públicas que estampen el nombre de Alberto Guerra Gutiérrez, como un justo homenaje a una personalidad que, con los versos y la historia de su corazón, lo dio todo por su terruño hecho de mitos, leyendas, folklore y sufrimientos.

Alberto Guerra Gutiérrez, considerado uno de los escritores más importantes de la literatura infantil boliviana, era un niño grande en toda la extensión de la palabra y un poeta que sabía compartir las tristezas de los niños desamparados y las alegrías de quienes gozaban de protección y cariño. En su afán por revelarnos el lado más humano y sensible de su personalidad, elaboró la antología El mundo del niño, junto al escritor Hugo Molina Viaña. No conforme con esto, escribió el poemario Baladas de los niños mineros, un maravilloso libro dedicado al niño trabajador, a ese niño que, en lugar de asistir a la escuela, jugar y gozar de su infancia, se ve obligado a trabajar en los tenebrosos socavones de la mina. Por todo esto, la poesía infantil de Alberto Guerra Gutiérrez es un grito de protesta, pero también un grito de esperanza.

Datos bibliográficos

Poesía: Gotas de Luna (1955); Siete poemas de sangre o la historia de mi corazón (1964); De la muerte nace el hombre (coautor, 1969); Baladas de los niños mineros (1970); Yo y la libertad en exilio (1970); Antología de la poesía del amor (1971); Tiras de poesía Lilial (1978); La tristeza y el vino (1979); Manuel Fernández y el itinerario de la muerte (1982); Hálito que se descarga en pos de la belleza (1989); Égloga elemental y una revelación de íntimo recogimiento (2000); Obra poética (2003). Investigación: Antología del Carnaval de Oruro (3 v., 1970); Guía del investigador de campo en folklore (1970); La picardía en el cancionero popular (1972); Estampas de la tradición de una ciudad (1974); El Tío de la mina (1977); El Carnaval de Oruro a su alcance (1987); Pachamama (1988); Chipaya, un enigmático grupo humano (1990); Folklore boliviano (1990). Antología: Antología de la poesía del amor (1971); La poesía en Oruro (coautor con Edwin Guzmán, 2004). Su obra inédita está siendo cuidadosamente recopilada por su esposa Celia Cuevas de Guerra.

martes, 15 de abril de 2014

LA INSACIABLE CATALINA LA GRANDE

¿Cuán cierto será la especulación de que la emperatriz Catalina II de Rusia murió debido a un ataque al corazón tras hacerse penetrar por un caballo? Esta controvertida pregunta ha tenido varias respuestas, desde las más ingenuas hasta las más morbosas, desde el día en que fue enterrada en San Petersburgo, con gran solemnidad entre los nobles a los que favoreció tanto en la vida pública como privada.

Los biógrafos dan cuenta de que la emperatriz de ascendencia polaca, cuya educación fue impartida por tutores franceses y alemanes influidos por los ideales de la Ilustración, no era una mujer físicamente atractiva pero sí una mujer culta o, como ella misma se definió, una filósofa en el trono. Abandonó el luteranismo impuesto por su padre y se convirtió a la Iglesia Ortodoxa Rusa.  En junio de 1762 fue proclamada emperatriz y consiguió dirigir durante 34 años el destino de una de las naciones más importantes de su época.

Se sabe que sus gustos estéticos se expresaban a través del arte pictórico, la ópera y la literatura. En sus tiempos libres escribió poemas, cuentos, piezas de teatro y compuso óperas. Ejerció un mecenazgo cultural para rescatar a las mentes más lúcidas del ámbito artístico en Rusia. No en vano el Museo del Ermitage de San Petersburgo, que en la actualidad constituye una de las mayores pinacotecas y museos de antigüedades del mundo, comenzó con pinturas y esculturas de su colección privada, en las que invirtió cuantiosas sumas de dinero provenientes de su caja fuerte y de las arcas del Estado.

El arte la apasionaba tanto como el sexo, que mandó a construir una habitación secreta en el palacio, decorada con muebles, cuadros y esculturas que mostraban escenas eróticas y pornográficas, en las que no faltaban, al mejor estilo de las elucubraciones sexuales del Marqués de Sade, violaciones, pedofilia ni zoofilia.

La prensa registró el dato de que durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de soldados soviéticos, que incursionó en uno de los palacios de Tsárskoye Seló, residencia de la familia imperial cerca de San Petersburgo, descubrió una fastuosa habitación repleta de objetos eróticos que eran de propiedad de la emperatriz, cuyas extrañas costumbres sexuales llevó a los historiadores a crear una leyenda que sobrevivió hasta nuestro días.

Los soldados, asombrados por el insólito hallazgo, decidieron tomar fotografías de su interior, más por curiosidad que por dejar un documento gráfico para la posteridad. Por desgracia, algunas de las imágenes se perdieron durante la contienda bélica, pero las pocas que se salvaron del fragor de la guerra fueron suficientes para demostrar que la emperatriz Catalina II tenía en su poder una de las colecciones de arte erótico más importantes del siglo XVIII.


En las fotografías se pueden apreciar paredes decorada con falos de diferentes formas y tamaños, un mobiliario constituido por sillas, escritorios y pantallas que, junto a vulvas y penes tallados en madera, explayaban escenas pornográficas realizadas por algunos de los artistas rusos que gozaban de la confianza de Catalina La Grande, un sobrenombre tan grande como los consoladores gigantes que se encontraron en la habitación privadas de la soberana.

Catalina La Grande, en su larga historia amorosa, contrajo nupcias con el duque Pedro, a los 16 años de edad, pero su matrimonio fue un fracasó desde el primer día, debido a la inmadurez e impotencia de su marido, al que sustituyó en su fragorosa vida sexual con Sergéi Saltykov, Charles Hanbury Williams y Estanislao II Poniatowski, sin contar a sus numerosos amantes y cortesanos, muchos de los cuales se aprovecharon no sólo de su cuerpo y su gloria, sino también del poder político que heredó de su esposo Pedro III, quien, seis meses después de haber accedido al trono y haber sido proclamado zar, fue depuesto y asesinado por una fracción liderada por Grigori Orlov, quien fue también uno de los tantos amantes de Catalina.

La emperatriz, que tenía una libido insaciable y poco común entre las mujeres de la corte, prefería mantener relaciones sexuales con sus amantes más jóvenes, como fueron Aleksandr Dmítriev-Mamónov y el príncipe Zúbov, 40 años menor que ella. Sin embargo, como ningún hombre podía satisfacer sus deseos ardientes, hasta dejarla caer rendida en la cama como a una guerrera exhausta en el campo de batalla, inclinó sus sentimientos de atracción erótica hacia los caballos, cuya principal virtud, que los diferencia de los hombres, es el grosor y la longitud de su quinta pata.

¿Cómo pudo haber surgido en su vida sexual este deseo de zoofilia? Es cuestión de imaginar que todo pudo haber comenzado en uno de los corredores de su caballeriza, donde contempló a un caballo que, haciendo gala de su considerable alzada e impresionante musculatura, penetraba su robusta erección entre las grupas de una yegua en celo.

Lo más probable es que Catalina sintió una irresistible excitación al ver cómo el animal cortejaba a la yegua, levantando sus cascos del suelo y dando coces en el aire, y cómo, momentos previos a la monta, acariciaba con su hocico el cuello de la yegua, mordisqueándole la crin y frotándose contra ella; poco después, cómo la yegua, excitada por las bruscas caricias del semental y en una actitud de sumisión total, apartaba la cola hacia un costado y, separando sus patas posteriores, entregaba la concavidad de su grupa para que el semental pudiera acceder a su interior y descargar un torrente de semen que, no cabe duda, dejó impresionada a la emperatriz de imaginación voluptuosa, a tal extremo que la escena la hizo concebir la perversa idea de aparearse con un caballo.

Catalina La Grande pasó a la historia por expandir y modernizar el imperio ruso durante su reinado, pero también por su condición de soberana con aires despóticos. Aunque afianzaba la tolerancia religiosa y proclamaba su amor por los ideales de libertad e igualdad, que se propagaron como reguero de pólvora en Europa, no dudaba en censurar las publicaciones que no eran de su agrado y en exiliar a sus opositores políticos.

A veces, para fortalecer su posición en el trono, además de usar su inteligencia, ponía en juego sus armas de mujer, con el fin de asegurar la lealtad de sus colaboradores, los mismos que, sacrificando su castidad en el altar de la política, eran sus consejeros y amantes a la vez.

Durante su reinado sometió a la Iglesia Ortodoxa al Estado, mejoró la sanidad y fomentó la educación con la creación de escuelas y academias para los hijos de la nobleza, basadas en las ideas filosóficas del pensador inglés Jhon Locke, a quien lo consideraba el padre del empirismo y liberalismo modernos. Tampoco es desconocida su amistad con el enciclopedista francés Denis Diderot y con el filósofo Voltaire, con quien mantuvo una larga relación epistolar, al igual que con varios de los philosuhes de la Ilustración europea, cuyas teorías fundamentales abogaban por el poder de la razón, la ciencia y el respeto hacia la humanidad. 

Cuando Catalina La Grande falleció el 17 de noviembre de 1796, unos dijeron que su muerte se produjo tras sufrir una fulminante apoplejía cuando se disponía a tomar un baño, mientras otros aseveraron que cayó en su alcoba a poco de sentir el fuerte impacto de un ataque al corazón. Sin embargo, los más fantasiosos, haciendo alusión a su imagen de mujer promiscua, contaron que falleció por un desgarro y perforación en el colon, al ser penetrada por un caballo palomino de crin blanca y pelaje brilloso, porque, al fin y al cabo, como reza el dicho popular: El caballo es siempre grande, ande o no ande.

Con todo, lo único cierto es que Catalina II de Rusia, conocida también como La Grande, se apagó a los 67 años de edad, como corresponde a una emperatriz que tuvo una vida apasionante y un insaciable apetito sexual que, contra viento y marea, cumplió con la ley científica de que los humanos estamos programados genéticamente para ser polígamos y no monógamos como predican los religiosos del más diverso pelaje.

martes, 8 de abril de 2014


EN EL SANTUARIO DEL SOCAVÓN

La primera semana de agosto de 2011, gracias a las gestiones realizadas por Práxides Hidalgo y la Unión de Poetas y Escritores de Oruro, se me invitó a participar en la Primera Jornada Internacional de Lenguaje y Literatura, en la cual debía disertar sobre los alcances del bilingüismo en un país atravesado por culturas y lenguas diversas.

La tarde que llegué a la tierra de los urus, en medio de un frío feroz que calaba hasta los huesos, me dirigí, maleta en mano, hacia el hostal del Santuario de la Virgen del Socavón, donde se me destinó una habitación modesta para pernoctar todas las noches mientras durara el evento en el que, dicho sea de paso, estaba también implicado el Centro Mariano.

En la recepción me atendió amablemente la encargada del hostal,  quien, además de darme la bienvenida con una sonrisa afable, me condujo hasta la habitación ubicada en el corredor del segundo piso. Abrió la puerta, depositó la llave en mi mano y luego desapareció.

En el interior, que más parecía una celda que la habitación de un hostal, habían dos camas flanqueadas por veladores destartalados y un pequeño baño contiguo, con ducha, retrete y lavabo. Era en una habitación de dimensiones escazas, donde no podía acomodar la maleta ni moverme cómodamente, aunque tenía, a modo de compensación, una ventana que daba a la Plaza del Socavón; todo un privilegio para quien quisiera disfrutar del panorama más emblemático de la capital folklórica de Bolivia.

Aunque el frío parecía haberse instalado entre las cuatro paredes de la habitación, como en un refrigerador de antaño, me resigné a pasar la noche abrigado con las frazadas que cubrían las dos camas. Me acosté vestido y pensando en que estaba al lado del Santuario de Nuestra Señora de la Candelaria, más conocida como la Virgen del Socavón, cuyas reminiscencias forman parte de la historia de Oruro desde antes de la fundación oficial de la Villa de San Felipe de Austria.

Sabía que estaba metido en un lugar sagrado, donde todo parecía hecho de milagros y devoción, como las cuatro plagas están hechas de mitos y leyendas rescatadas de la tradición oral. Aquí mismo, desde donde podía contemplarse en otrora el primer caserío correspondiente al actual centro histórico de la ciudad, nació la leyenda del Chiru-Chiru o Nina-Nina, el Robin Hood orureño en cuya cueva horadada en la falda del cerro Pie de Gallo encontraron pintada la imagen sorprendente y maravillosa de la Mamita K’achamoza (Hermosa), quien, venerada por propios y extraños, llegó a constituirse en la patrona y protectora de los mineros desde mediados del siglo XVIII.

Al amanecer, aún soñoliento y con un bostezo de hipopótamo, me senté en el borde de la cama y, a tiempo de asentar mis pies en el piso, toqué un charco de agua helada, que me hizo reaccionar como si una corriente eléctrica me hubiese sacudido entero. Cuando miré en derredor, bajo la clara luz que penetraba por la ventana, me di cuenta que el piso de la habitación estaba anegada por el agua, que no sabía de dónde diablos salió.

Chapoteé como un pato silvestre de un lado a otro y noté que el nivel del agua seguía creciendo a un palmo del piso. Entonces, asaltado por el pánico y la desesperación, busqué la válvula principal para cerrar el suministro y detener la inundación, pero por mucho que busqué y rebusqué, no encontré ninguna válvula ni nada que se parezca. Así que decidí salir a buscar ayuda antes de que el agua encontrara un camino hacia el piso de abajo.

Acudí a la oficia de la encargada del hostal, en la planta baja y a pocos metros de la puerta principal, y le informé que la habitación estaba llenándose de agua. Los dos subimos a trancos por las escaleras enlosadas. Ella se remangó los pantalones hasta las rodillas, se quitó los calzados y nos metimos en la habitación, donde la emanación del agua, no sé por qué revelaciones místicas, se había detenido desde el instante en que salí a pedir ayuda.

–De seguro que hay una cañería rota –le dije preocupado y temblando de frío.

–No –contestó ella, mientras revisaba los aparatos de fontanería y los artefactos del baño. Al poco rato, asombrada por todo lo que ocurría, añadió–: todo está bien; el grifo de la ducha y del lavabo están cerrados, y el inodoro no está atascado, así que no sé de dónde salió tanta agua.

–Y ahora qué hacemos –le dije, con la mirada puesta en las tuberías herrumbrosas del baño.

–Lo mejor será que te demos otra habitación, mientras algún fontanero descubra y arregle el drenaje por donde escapó el agua. Nunca he visto algo parecido. Es la primera vez que se inunda esta habitación que, además, es la más preferida por los turistas gringos que nos visitan durante el Carnaval.

Cogí mi maleta que estaba sobre una de las camas y gané el corredor, donde seguía temblando de frío y, quizás, también de miedo. Dejé mi maleta en la recepción y me fui a meter en un baño sauna, muy cerquita de la Plaza del Folklore, para entrar en calor, asearme el cuerpo y despejar los malos pensamientos que empezaban a cruzar por mi mente.

Cuando retorné al Santuario de la Virgen del Socavón, una reliquia que empezó a construirse como una modesta ermita en el siglo XVI, llevaba todavía el pelo mojado, a pesar del frío reinante en la ciudad, y una sarta de ideas desordenadas como las fichas de un dominó.

Dirigí mis pasos hacia el recinto sagrado que hoy, bajo la custodia de los frailes Siervos de María, cuenta con un establecimiento educacional, un centro médico, una biblioteca, un Museo Sacro y el afamado Museo Etnográfico-Minero, situado en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, donde luce la impresionante estatua del Tío de la mina, junto a las maquinarias y herramientas que utilizaban los trabajadores en la explotación de minerales desde la época de la colonia.

En la puerta principal, labrada en robusta madera, me encontré con la encargada del hostal, quien me miró a los ojos, como queriendo penetrar en mi alma, y dijo:

–Ni bien usted salió del hostal, el agua se vació de la habitación como por obra divina.

No le contesté nada, porque no tenía palabras para interpretar este extraño fenómeno que, más que ser una realidad escalofriante, parecía una pesadilla arrancada de los infiernos de Dante. Recogí mi maleta de la recepción y me marché a otro hotel de la ciudad, donde pasé el resto de las noches hasta el día en que se clausuró la Primera Jornada Internacional de Lenguaje y Literatura, que se llevó a cabo en la Casa Municipal de Cultura Javier Echenique Álvarez, cerca de la carretera por donde llegué a Oruro y lejos del Santuario de la Mamita del Socavón.