martes, 13 de mayo de 2014


LAS VÍCTIMAS DEL CASTIGO

Los niños, en todo el mundo, sufren atropellos no sólo de carácter físico, sino también psíquico, porque quien no maltrata a su hijo con un chicote, lo hace por medio de la amenaza o el insulto; métodos de castigo que se usan desde la más remota antigüedad, tanto en vía pública como detrás de los muros del hogar.

El concepto de patria potestad, erigida en la sociedad patriarcal, permite que los padres consideren a los hijos como su propiedad privada, sobre los cuales tienen derechos de autoridad y decisión. Aristóteles tenía la idea de que el hijo era igual que un esclavo, y afirmaba: Un hijo o un esclavo son propiedad. El padre podía libremente dispo­ner de él y someterlo a su autoridad, sin que nada ni nadie cuestionara este sentido absoluto de la propiedad paterna respecto a los hijos.

El castigo físico era el método más tradicional en la educación. Al hijo que se ama, se lo castiga, era el con­sejo que se transmitía de generación en generación. La desobediencia y el desacato eran reprimidos drásticamente, y aunque el garrote no era lo más sagrado, al menos era el mejor instrumento para amordazar, imponer lo deseado y corregir los hábitos indeseados. También era común escuchar a severos catones del derecho decir: los padres -por muy malos padres que fuesen- tenían derecho a sus hijos, y al consuelo sentimental que ellos podían proporcionarles.

Jean-Jacques Rousseau, refiriéndose al trato que recibía una criatura en el siglo XVIII, escribió: El niño grita así que nace, y su primera infancia se va toda en llantos. Para acallarle, unas veces le arrullan y le halagan; otras le imponen el silencio con amenazas y golpes. O hacemos lo que él quiere, o exigimos de él lo que queremos; o nos sujetamos a sus antojos, o le sujetamos a los nuestros, no hay medio; o ha de dictar leyes o ha de obedecerlas. De esa suerte son sus primeras ideas las del imperio y ser­vidumbre. Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar, ya obedece; a veces le castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por mejor decir, antes que los pueda cometer (Rousseau, J. J., 1979, p. 11).

En la Edad Media, los padres castigaban a los hijos antes del bautismo, mas no sólo por conservar el respeto y la obediencia a la autoridad, sino que, además, para puri­ficar su alma, amenazada constantemente por el pecado y la tentación demoníaca. De esta creencia y tradición no se salvaron ni los hijos de la nobleza. En Francia, por ejemplo, el rey Luis XIII fue azotado todas las mañanas desde sus 25 meses de edad. La prueba está en la carta que su padre envió a uno de sus gobernadores: Ustedes no me confirmaron que mi hijo haya sido azotado cada vez que desobedeció o se comportó indebidamente -le decía-. Yo sé que no existe en el mundo otra cosa mejor que el castigo. Yo mismo saqué mucho provecho de esto. Lo sé por experiencia propia.

En la España medieval, Alfonso X el Sabio regulaba todavía algunos casos en que se podía vender al hijo, y en otros países se hablaba de que hay niños de la cólera por naturaleza, y que, por lo tanto, éstos estaban sujetos a la venganza eterna. Eran las carnes de cañón que iban a engrosar el oscuro mundo de los pícaros y delincuentes. A ese grupo de niños mendigos, castigados y explotados por rufianes insensatos, pertenecen las figuras de Los mise­rables, de Víctor Hugo, y Oliver Twist, de Charles Dickens.

Ya en la literatura picaresca del siglo de Oro español, encontramos el castigo contra los niños. En el Lazarillo de Tormes, obra de autor anónimo, el pro­tagonista narra su propia vida, dedicada a servir como criado, y los actos de picardía que lo ayudan a sobrevivir a los castigos y burlar a sus amos, pues Lázaro, el niño de ojos tristes, que está condenado a vivir un tipo de vida que no ha elegido voluntariamente, debe aguantar el hambre y los sufrimientos con una resignación que le impide re­belarse. Pero, al mismo tiempo, la autobiografía de Lázaro es el fiel reflejo del autoritarismo de su época, en la que la violencia contra la infancia formaba parte de la vida social. El Lazarillo de Tormes es una obra que justifica la actitud pícara de un niño, ante la crueldad del castigo físico y psíquico, cuyas consecuencias son negativas en la forma­ción de la personalidad humana.

De acuerdo a la psicoanalista Alicia Miller, el castigo físico y psíquico son factores que determinan la futura personalidad del niño. En su ya reputado estudio sobre la infancia de Adolf Hitler y otros líderes del nazismo, demostró que el niño no sólo idealiza la imagen del padre, sino que imita la conducta de éste. Un niño que es agredido por su padre, es muy probable que, una vez que éste sea padre, agreda también a su hijo.

Un padre déspota puede forjar un hijo esquizofrénico como era Adolf Hitler, quien conoció des­de la infancia la golpiza y el terror de la pedagogía negra, o forjar un hijo retraído y acomplejado como era Franz Kafka. Los psicólogos aseveran que el escritor checos es la metáfora perfecta de la tragedia del hombre reducido a la nada por el poder omnipresente del padre, cuya autoridad está reflejada tanto en la sociedad como en la familia. La metamorfosis, sin duda, es la radiografía más auténtica de Kafka, él es Gregorio Samsa convertido en una miserable cucaracha. Además, en la famosa carta que le escribió a su padre, poco antes de morir ahogado en su propia pesadilla, se lee: puedo recordar directamente un solo suceso de mis primeros años; quizá también tú lo recuerdes. Una noche, al mismo tiempo que gimoteaba, yo pedía agua sin cesar; desde luego, no tanto por sed, sino probablemente, un poco por fastidiar y un poco para entretenerme. Como no dio resultado ninguna amenaza violenta, me sacaste de la cama, me llevaste en brazos has­ta el balcón y allí me dejaste solo, en camisón, parado ante la puerta cerrada (...) Años más tarde, aún me perseguía la visión torturadora de ese hombre gigantesco, mi padre, que en última instancia casi sin causa podía venir una noche y transportarme de la cama al balcón: a tal punto era yo una nutilidad para él (Kafka, F., 1985, p. 25).

Durante siglos, para la mayoría de la gente constituía algo completamente natural que los niños tuvieran que obedecer, sin objeciones, a los padres. A la obediencia in­condicional que se exigía del niño, seguía la necesidad del castigo físico. Por regla general, se carecía de conoci­mientos acerca de los riesgos que implicaba esta forma de educación. Según el catecismo, todos los amos debían inculcar a los sirvientes y domésticos, entre ellos a los hijos, buen orden y disciplina, y castigar a los desobedientes con golpes razonables. Cierto obispo, que comentó el cate­cismo en el siglo XVII, manifestó: un buen amor paternal consistía en castigar y azotar de forma razonable a sus hi­jos. Asimismo, en otras circunstancias y lugares se recomendaba los castigos corporales, arguyendo que: quien vive sin castigo y sin ley, muere deshonrado.

Entre 1700 y 1800 era común encerrar a los niños desobedientes en calabozos y roperos. Desde entonces, estos métodos de castigo no han sido modificados, pues aún existen quienes abandonan a los hijos en cuartos oscu­ros, ya que la violencia desatada contra la infancia parece una gangrena difícil de extirpar de la vida social.

El mundo tuvo que esperar hasta 1959, año en que se promulgó la primera Declaración de los Derechos del Niño por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), según la cual era deber del Estado y la sociedad proteger al niño del maltrato. La Declaración de los Derechos del Niño fue ratificada en otras oportunidades, pero los castigos continuaron siendo habituales en el hogar y la escuela.

En Alemania, en una encuesta realizada en 1964, se lle­gó a la conclusión de que el 80% de los padres castigaban a sus hijos, de los cuales el 35% usaban la caña de Bengala; este número era superior si se incluían las demandas por agresiones sexuales y abusos deshonestos, seguidas por las de abandono familiar. En Suecia, considerada para­digma que respeta los Derechos del Niño, según un censo de 1986, se dedujo que se maltrataban a más niños que en EE.UU., a pesar de que ya en 1920 se promulgaron leyes que condenaban a los padres que seguían teniendo el derecho expreso de castigar físicamente a sus hijos. El mejor documento de este atropello indigno constituye el libro de memorias escrito por Ingmar Bergman, La linterna mágica, en cuyo primer capítulo relata las vivencias de su infancia: la terrible relación que le liga con sus padres, sobre todo, con el insobornable pastor pro­testante que debió ser su padre, quien le dio una educación rigurosa, en la que no faltó el castigo brutal.

Un martes de invierno -recuerda Bergman-, cuando mi madre me fue a buscar en el teatro y yo traté de abrazar­la y besarla, ella me apartó y me dio una bofetada. Luego continúa: La técnica de mi madre para las bofetadas era insuperable. Soltaba el golpe con la rapidez de un relámpago y con la mano izquierda, en la que dos pesados ani­llos, el de compromiso y el de boda, daban al castigo un doloroso énfasis. En otra parte de su biografía, confiesa: Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos, como bofetadas o azotes en el culo, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones (...) Los delitos más graves eran castiga­dos ejemplarmente: todo empezaba con el descubrimiento del delito. El delincuente confesaba ante una instancia de menor entidad, es decir, ante las sirvientas, o ante mamá, o ante alguna de las innumerables mujeres de la familia que vivían a temporadas en la casa rectoral. La consecuencia inmediata de la confesión era el aislamiento. Nadie hablaba ni contestaba. Esto tenía por objeto, según puedo entender, hacer que el delincuente deseara el castigo y el perdón. Después de la comida y del café se convocaba a las partes al despacho de papá. Allí se seguían los interrogatorios y las confesiones. Después traían la pala de sacudir alfom­bras y uno mismo tenía que decir cuántos azotes creía merecer. Una vez establecida la cuota se cogía una almo­hada verde, muy rellena, se bajaban los pantalones y los calzoncillos, lo ponían a uno boca abajo sobre el cojín, alguien sujeta con firmeza el cuello del malhechor y se daban los azotes. No puedo afirmar que fuese particularmente doloroso, lo que dolía era el ritual y la humillación. Mi hermano lo pasó aún peor. Muchas veces mamá se sentaba en su cama para curarle la espalda, en la que los latigazos habían levantado la piel y marcado sanguino­lentas estrías (...) Terminados los azotes, había que besar la mano de papá (Bergman, I., 1988, pp. 16-19).

Otro ejemplo es el de Máximo Gorki, quien, tras quedar huérfano a los seis años de edad, vivió en la casa de sus abuelos, en un hogar agobiado por el odio, donde se tenía la costumbre de repartir manotazos entre los niños. El propio Gorki, que hizo del mundo su universidad y vivió imbuido de un enorme amor por el prójimo, escribió en su inolvidable autobiografía las experiencias más crudas de su niñez. En el segundo capítulo de Días de Infancia narra cómo él y su primo fueron castigados por su abuelo, tras habérseles ocurrido la travesura de perder un dedal y teñir un mantel: El abuelo me vapuleó -dice-, hasta que perdí el conocimiento. Estuve enfermo durante varios días. Me acostaron en un lecho amplio y muy mullido en una estancia que tenía una sola ventana y en la que había una lamparilla que iluminaba un estante lleno de imágenes re­ligiosas. Aquellas horas de mi enfermedad creo que perma­necen aún en mi memoria como las más importantes de mi existencia. No me cabe duda de que durante este período crecí extraordinariamente, y que en mi interior tuvo lugar un singular proceso. Fue en aquellos momentos cuando se manifestó en mí por vez primera esa inquietud que después he sentido por todos los seres humanos. Era como si hubie­ra sido despellejado mi corazón, el cual se tornó extraordinariamente sensible con relación a toda clase de vejaciones y a todos los sufrimientos, ya fueran éstos los propios o los ajenos (Gorki, M., 1976, p. 40).

El escritor Ian Gibson, en su libro sobre el Vicio inglés, afirma que el imperio británico se erigió sobre el látigo. Se flagelaban a los niños en la casa y en la escuela. Recién en 1986, las cortes británicas abolieron, por un solo voto a favor, el uso de la azotina en las escuelas públicas, y ello teniendo en cuenta que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos había condenado al Reino Unido por seguir permitiendo, como el único país en Europa, dichos castigos.

En la actualidad, entre los sociólogos, psiquiatras y pedagogos que trabajan con los problemas de la relación entre padres e hijos, reina el acuerdo unánime de que los castigos corporales deben rechazarse como métodos de educación, puesto que el factor principal para el maltrato de los niños ha sido -y sigue siendo- la educación. Todas las familias tratan de educar a los hijos en función de cómo ellos fueron educados.

Los padres que golpean al hijo no consiguen nada positivo en su educación, sino que, al contrario, arriesgan que el niño sufra algún detrimento de carácter psíquico. Además, hay muchos castigos psíquicos que tienen la misma influencia perniciosa en el desarrollo del niño que los castigos corporales. Encerrar a un niño, amenazarlo, asustarlo, tratar de aislarlo o dejarlo en ridículo, tienen que considerarse también como tratos humillantes y, por lo tanto, deben estar prohibidos por ley.

La sociedad de hoy, donde los principios democráticos consideran al niño como un individuo independiente y con derechos propios, exige que los niños estén entrenados a pensar por sí mismos, acostumbrados a elegir y a asumir su propia responsabilidad. Uno no puede ya golpear a los niños para que sean obedientes y exigir, al mismo tiempo, que se atrevan a pensar por cuenta propia. Esto implica aplicar un tipo determinado de educación infantil, una educación democrática, orientada a desarrollar la persona­lidad del niño conforme al desarrollo también democrático de la sociedad.

Bibliografía

Bergman, Ingmar: La linterna mágica. Ed. Tusquets, Bar­celona, 1988.
Gorki, Máximo: Días de infancia. Ed. Bruguera, S. A., Barcelona, 1976.
Kafka, Franz: Carta al padre. Ed. Akal, Madrid, 1985.
Rousseau, Jean-Jacques: Emilio o de la educación. Ed. Po­rrúa, Argentina, 1979.

Imagen:

Ingmar Bergman, Franz Kafka, Máximo Gorki

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