martes, 15 de agosto de 2017


CIRILO JIMÉNEZ, SINDICALISTA REVOLUCIONARIO

La tarde que acudí al acto programado en el Paraninfo de la Universidad Nacional Siglo XX, en homenaje a los caídos en la masacre de San Juan, la madruga del 24 de junio de 1967, me sorprendió ver en la antigua parada de buses un edificio de fachada blanca, flaqueada por el monumento al minero, con un libro en la mano, y el monumento a Ernesto Che Guevara, con el fusil empuñado. Digo que me sorprendió, porque antes de la creación de esta Casa Superior de Estudios, en este mismo lugar estaba la terminal de la Flota Bustillo, cuyos propietarios expropiaron los terrenos de lo que antes fuera un parque al servicio de los llallagueños.

En la parte superior del frontis destaca un escudo y debajo una leyenda que, en letras en alto relieve, dice: Universidad Nacional Siglo XX. Estaba informado de que en la planta baja funcionaban las oficinas administrativas, una sala de exposiciones y otra destinada al comité de recepción; en tanto en la planta alta, había una sala de lectura, una pequeña biblioteca y una amplia sala denominada Paraninfo Galo Luna. Sin embargo, lo que no me habían informado es que, en la entrada principal al edificio, con piso de mosaicos verdes y amarillos, estaba el busto de uno de sus principales fundadores, el legendario luchador minero Cirilo Jiménez Álvarez, quien, desde principios de los años ‘70 y consciente de que los hijos de los mineros y campesinos tenían también derecho a la educación superior, impulsó la creación de la Universidad Obrera, con el objetivo de formar a profesionales que trabajen en los barrios, las minas y el campo, fortaleciendo la conciencia política del pueblo, y no a profesionales cuyo único objetivo es alcanzar un título y escalar en la meritocracia al servicio de los tecnócratas de las clases dominantes.

Cuando vi el busto de don Cirilo, moldeado por el artista Roque Coca y colocado sobre un pedestal de cemento, un guardatojo de minero y un libro, el corazón me latió de una enorme alegría, no sólo porque sabía que se trataba del padre fundador de esta Universidad, el 1 de agosto de 1985, al amparo del Decreto Supremo 20979, firmado por el entonces presidente Hernán Siles Suazo, sino también porque don Cirilo fue su catedrático honorario, su primer Vicerrector y luego Rector, a nombre de la gloriosa Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), organización matriz en la que don Cirilo ejerció la Secretaria de Educación y Cultura, entre 1986-88, y que imprimió su sello revolucionario en la malla curricular, al señalar que la Universidad sería un mecanismo de formación científica para los profesionales orgánicos y antiimperialistas.


Por otro lado, ver la imagen moldeada de don Cirilo me pareció un hecho poco usual y hasta algo insólito, ya que el busto no correspondía a una persona muerta, sino a una persona que todavía estaba viva; un gesto que no siempre suele suceder en nuestro medio, donde los homenajeados primero tienen que estar bajo tierra. No en vano en la plaqueta, que fue descubierta el 1 de agosto de 2010, a modo de conmemorar las Bodas de Plata de esta Casa Superior de Estudios, destaca la siguiente inscripción: Los trabajadores administrativos, docentes de la Universidad Nacional Siglo XX y pobladores de Llallagua rinden su homenaje de agradecimiento al creador y fundador de la UNSXX, Cc. Cirilo Jiménez Álvarez. Y para rematar, la Universidad lo invistió Doctor Honoris Causa en 2013. Por éstas y otras consideraciones, estando tan cerca de él, a quien siempre lo consideré un auténtico sindicalista y un animal político en vías de extinción, dije para mis adentros: ¡Qué carachos! ¡Aquí me tomo una fotografía!

El busto, moldeado con gran sentido estético, quedó casi idéntico al original, pues cualquiera que lo vea, de arriba a abajo, de un costado y de otro, distinguirá los rasgos característicos de la formidable personalidad de don Cirilo; sus ojos de mirada penetrante debajo de sus arqueadas cejas, su nariz recta y sus cabellos recortados al estilo cadete o Firpo, hirsutos como sus mostachos parecidos a las gruesas cerdas de un cepillo, le daban un peculiar aspecto a su perfil de hombre rudo; no en vano entre amigos y camaradas lo llamábamos con cariño: Khisko Cirilo, un sobrenombre que a él no le molestaba en lo más mínimo, no sólo porque estaba acostumbrado a los apelativos que se ponían entre mineros, sino también porque era dueño de una ejemplar autoestima, que lo convertía en el prototipo del luchador obrero, capaz de enfrentarse a los peligros sin más armas que su fortaleza física y resistir en silencio los embates del enemigo, con los puños y los dientes apretados. 

El 23 de junio de 2015, a tiempo de disertar sobre el tema Testimonio y literatura en torno a la masacre de San Juan, en el Paraninfo Galo Luna de la Universidad, no pude resistir a la tentación de confesarles a los presentes que don Cirilo fue como mi segundo padre y que de él, a pesar de su origen de clase, su escasa formación escolar y su condición de obrero de interior mina, aprendí varias cosas elementales de la vida; eso sí, a carajazo limpio, como era la forma de enseñar a los changos de mi época.

Esa misma noche, cuando abandoné el Paraninfo de la Universidad Nacional Siglo XX, se me arremolinaron en la mente una serie de recuerdos que conservaba en la memoria; todos ellos relacionados con don Cirilo, a quien tuve el privilegio de conocerlo desde siempre, desde que en mi casa se hablaba sobre las travesuras de su papagayo, que para él, más que una simple mascota, era como un hijo, hasta que nos fuimos a vivir muy cerca de su casa, ubicada en la Calle Mariscal Santa Cruz, N. 126, cerca de la Avenida María Barzola, de la población de Llallagua. 

Las travesuras del papagayo

Cuando aún era niño, escuché contar una de las historias más fascinantes de la vida de este personaje nacido en el pueblo de Tacaraní, al norte del departamento de Potosí, en 1930. Decían que el día en que el pajarero apareció en las calles del pueblo, empujando una carroza de cartones y cañahuecas, don Cirilo asomó la cabeza a la puerta y constató que ese hombre de aspecto salvaje, que tenía un tocado de plumas y aros ensartados en los labios, vendía aves tropicales en las tierras áridas del altiplano. Don Cirilo, sin lavarse la cara ni afeitarse la barba, se puso la chaqueta de cuero y salió detrás del pajarero, quien, aparte de imitar el trino de un pájaro desconocido, llamaba la atención de los niños con una iguana tendida sobre su hombro.

Cuando el pajarero se instaló en la plaza del pueblo, donde expuso las jaulas que contenían pájaros de todos los colores y tamaños, los curiosos se quedaron pasmados, preguntándose si acaso esas aves provenían de algún Paraíso.

Don Cirilo, atraído por unos pichones que revoloteaban en el nido, se abrió paso entre el tumulto, acercándose a la jaula. El pajarero le enseñó los dientes afilados y le señaló el precio con los dedos de la mano. Don Cirilo le extendió un billete y, colmado de alegría, adquirió el pichón de un papagayo.

Los vecinos, al verlo regresar con el pichón entre las manos y más contento que nunca, dijeron que don Cirilo se adoptó un hijo, puesto que doña Esther, una chola nortepotosina de atractivo rostro y admirables proporciones, no pudo darle un heredero, quizás, pretextando que los revolucionarios están más comprometidos con su causa que con la crianza de los hijos.



Don Cirilo sublimó sus ansias de ser padre en ese pichón de color encarnado, en el cual depositó todas las fuerzas de su cariño. Meses más tarde, ese pichón que entró en su casa, temblando como un pollo mojado, se convirtió en un hermoso papagayo, cuya alzada superó a la del gallo más grande del corral; tenía las alas radiantes como el arco iris, las patas plumosas, el pico curvado y un colorido penacho en la cabeza.

Don Cirilo, además de alimentarlo con frutas y semillas, que el papagayo se llevaba al pico valiéndose de sus patas prensiles, estaba cada vez más fascinado por la destreza lingüística de ese animal que aprendió a imitar la voz humana, a repetir palabras obscenas y frases revolucionarias, que don Cirilo le enseñaba todos los días al llegar del trabajo.

El papagayo, con el transcurso del tiempo, se acostumbró a la vida doméstica y a meterse sigilosamente en el gallinero que había en el patio de la casa, donde se convirtió en el terror de los gallos, que correteaban con los espolones erizados, y en el macho predilecto de las gallinas que, al verlo atravesar el alambrado, empezaban a cacarear como si fueran a poner huevos.

La vida doméstica del papagayo no estaba libre de peligros, como cuando se sentía acosado por el gato negro, que jugaba con las gallinas hasta el cansancio, antes de partirles el pescuezo de un zarpazo y comérselas plumas y todo. Por eso el papagayo, cada vez que advertía la presencia silenciosa del gato, revoloteaba como una mariposa hostigada y, dando brincos por encima de los muebles, chillaba desesperado: ¡Alcahuete! ¡Hijos de puta!, hasta que aparecía la esposa de don Cirilo, quien, blandiendo el palo de la escoba, hacía que el gato saliera al patio disparado como una flecha.

Una mañana, mientras don Cirilo estaba aún tendido en la cama, la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el pecho, un grupo de policías irrumpió en su casa, tumbando la puerta a culatazos y vociferando a voz en cuello:

–¡Está detenido, carajo! ¡Vístase y acompáñenos!

El papagayo, enmudecido por el pánico, voló por encima de las armas de fuego y aterrizó sobre el empedrado del patio, donde la esposa de don Cirilo rompió a llorar a gritos, enjugándose las lágrimas con el borde de la enagua.

Don Cirilo, acostumbrado a las detenciones arbitrarias por parte de las fuerzas represivas del gobierno, se vistió en silencio y cabizbajo, en tanto los policías, de guantes negros y caras cubiertas con pasamontañas, requisaban todos los recovecos de la casa, aventando los objetos sobre el papagayo.


Una semana después, cuando don Cirilo volvió con el cuerpo marcado por las secuelas de la tortura, el papagayo se le trepó hasta el hombro y, acariciándole la mejilla con su penacho, repitió la frase que más le encantaba a don Cirilo: ¡Viva la revolución!...

Don Cirilo no pudo contener la emoción y sintió que las lágrimas le partían la cara, mientras su esposa, abalanzándose a sus brazos y secándole las lágrimas con los besos, le dio la bienvenida. Don Cirilo volvió a la calma, hinchó el pecho y dijo:

–Estos carajos no me cambiaran los ideales ni quitándome la vida.

El papagayo, tras repetidos allanamientos, adquirió un trauma que se reflejaba en la inquietud de su mirada. Sentía un odio instintivo contra todo hombre uniformado y no soportaba la presencia de nadie que llevara un revólver al cinto. De ahí que cuando un policía cruzaba por la calle taconeando sobre el empedrado, el papagayo se balanceaba en su aro de metal bruñido, abría las alas, emitía graznidos y repetía: ¡Alcahuete! ¡Hijos de puta! ¡Viva la revolución!... 

Así es como el papagayo de don Cirilo, sin quererlo ni saberlo, se convirtió en el portavoz de los ideales de su dueño, quien lo mimó como a su propio hijo, hasta la noche en que un grupo de policías, en uso de sus atribuciones y cumpliendo órdenes del Ministerio del Interior, decidió allanar su casa, con el firme propósito de acabar con la vida del papagayo que, apenas los vio entrar en patota, aleteó nervioso y, sin dejar de pronunciar las frases que le enseñó don Cirilo, chilló una y otra vez: ¡Hijos de puta! ¡Viva la revolución!...

Ahí nomás, uno de los policías, cansado ya de tolerar los insultos del papagayo, le dio un culatazo de fusil en la cabeza y lo aterrizó contra el piso, el pescuezo partido y las alas desplegadas como abanicos.

La pasión por el fútbol

Algunas veces, desde las primeras horas de la mañana y sobreponiéndose a los frígidos soplos del viento, entrenaba a su equipo de fútbol en una cancha llena de granza, donde habían dos herrumbrosos arcos y ninguna línea marcada en el campo de juego. Entiendo que por entonces había que entrenar a la que te criaste, con la camiseta salpicada de copajira y una pelota envejecida de tanto chutearla. Lo importante era avanzar en la tabla de posición del torneo minero, ya sea entre chorros de sudor o accesos de mal de mina, que luego se compensaba con una buena ronda de cervezas y un buen plato de comida.  

Don Cirilo no en vano fue Secretario de Deportes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), entre 1982-84, aunque ya mucho antes, con el pito en la boca y una verdadera pasión por el fútbol, correteaba junto a los obreros más jóvenes de su sección, donde no faltaban los fanáticos capaces de darlo todo por este deporte que despertaba encendidas discusiones entre los rivales, quienes empezaban insultándose y acababan abrazándose, como resignados a aceptar que en todo deporte existen ganadores y perdedores.  


Don Cirilo fue también uno de los impulsores del campeonato infantil inter-seccional minero, donde jugaban los hijos de los trabajadores de la Empresa Minera Catavi. Aún recuerdo aquel año en que los hijos de los mineros de su sección salieron campeones y sus padres, a modo de incentivarlos con un premio extra, prometieron darles una linda sorpresa: llevarlos a disfrutar de un partido amistoso entre Wilstermann y un equipo argentino cuyo nombre no recuerdo, en el Estadio Félix Capriles de la ciudad de Cochabamba.

La mañana en que iba a partir la flota rumbo a la ciudad valluna, los niños, que habían sido los campeones del torneo inter-seccional de fútbol, tenían los rostros pletóricos de alegría y conversaban en medio de una impresionante algarabía, hasta que me vieron entrar en la flota de la mano de don Cirilo. Estaba claro que yo no formaba parte del equipo, que era un completo desconocido para ellos y, lo que es peor, un simple colador, que no merecía premio extra ni nada que celebrar.

Don Cirilo, al darse cuenta de la reacción de los niños, que no dejaban de mirarme como a una liebre camuflada entre gatos, les explicó que yo era el hijo de un minero que trabajaba en la misma sección donde trabajaban sus padres. Los niños le escucharon callados y, al poco tiempo, volvieron a la chacota, hasta que don Cirilo, luego de darles instrucciones a los padres encargados de acompañar al equipo de rapazuelos, le ordenó al conductor poner en marcha el motor.   



En Cochabamba pasamos la noche en un alojamiento y al día siguiente, que era un sábado de sol radiante, la flota nos trasladó hasta las inmediaciones del Estadio Capriles. Esa fue la primera y única vez en mi vida, y gracias a los buenos oficios de don Cirilo, que vi un partido de fútbol en una cancha reglamentaria y a dos equipos integrados por jugadores profesionales. ¡Toda una sensación!

Los árboles son como los humanos

El año 1974, cuando mi padrastro se encontraba exiliado en una guarnición militar de la capital paraguaya, junto a un grupo de dirigentes sindicales y políticos bolivianos, que fueron víctimas de la represión desencadenada por la Operación Cóndor, mi madre se hizo de tres pequeñas plantas, que tenían las raíces cubiertas con un puñado de tierra y metidas en una bolsa de plástico. Como era natural, me pidió que los plantara en el patio, para ornamentar mejor el pequeño jardín de la casa.

Cogí un pico y una pala, me remangué la camisa hasta los codos y empecé a cavar la tierra que, en esa época del año, estaba tan dura como una roca. En ese momento apareció don Cirilo, quien, a poco de observarme de cerca, me llamó la atención. Me dijo que el diámetro de los hoyos tenían que ser más grandes y tener mayor profundad, porque de lo contrario no podrían desarrollarse las raíces de los pequeños árboles y, consecuentemente, se morirían en un par de semanas.

En un principio, aunque parezca raro, no entendí su razonamiento y mucho menos su explicación. Entonces él, al verme desconcertado y con la cara empapada en sudor, tomó el pico y, con la regia musculatura que exhibía en los brazos, cavó los tres orificios como si nada, pero salpicándome con la tierra que me dejó cubierto de polvo. Introdujo los arbolitos en los orificios y luego los rellenó con la misma tierra que extrajo a punta de pico y pala. Después hizo una pausa, se dirigió hacia a mí y, con la severidad de un maestro que regaña a su alumno, dijo:

–¡Eres un inútil! Cómo no vas a saber que los árboles son como los humanos, que necesitan agua y un terreno blando para vivir. Así que ahora trae un balde de agua para regarlos uno a uno. Este ejercicio tienes que repetir al menos un par de veces a la semana…

Yo me quedé mudo, mirándole de reojo, con la cabeza gacha y las piernas separadas sobre la tierra apisonada. Luego di media vuelta y me apresuré en cumplir su pedido, pero cuando regresé al patio, con el balde lleno de agua, don Cirilo ya no estaba. De modo que a mí me tocó regar los arbolitos desde ese día, sin otro pensamiento que seguir a raja tabla las instrucciones de don Cirilo, quien estaba acostumbrado a decir las verdades con palabras duras y sin temor a herir las sensibilidades. Lo importante es que de él aprendí varias lecciones, aunque sus enseñanzas no siempre eran las más didácticas ni pedagógicas, probablemente, debido a que los conocimientos que compartía con sus semejantes no los aprendió en una institución académica sino en la escuela de la vida. 

El paquete de libros y armas

En otra ocasión, cuando ya había pasado el umbral de la pubertad, fui testigo de un hecho insólito que se me grabó en la memoria con nitidez asombrosa. Fue la mañana de un fin de semana, en que se reunieron sus camaradas convocados, en absoluta confidencia y medidas de seguridad, en el patio de su casa. Yo asistí a esa reunión en compañía de mi padrastro, quien trabajada con don Cirilo en la misma sección de interior mina. Como éramos vecinos y nos comunicábamos a través del patio por el cual cruzaba un riachuelo, donde desembocaban las aguas servidas del Hospital Coposa, nos metimos en el patio de su casa.


Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, escuchamos la voz de don Cirilo, quien, refiriéndose a mi presencia, preguntó:

–¿Qué hace aquí este chango?

Mi padrastro le contestó que no había problemas y que podía estar tranquilo.
        
El calor era sofocante y, poco a poco, llegaron otros obreros por la puerta que daba a la calle. Eran los militantes más fieles de su partido y sus camaradas de mayor confianza. Cuando todos estuvieron reunidos, don Cirilo sacó un pesado cartón de su dormitorio y lo puso sobre la tapia del patio. No dijo qué contenía ni de dónde provenía. Luego procedió a abrirlo, ante la mirada expectante de todos, con la ayuda de un cuchillo.  

Yo permanecí parado cerca de ellos, a unos pasos más atrás, pero sin decir nada y con la mirada puesta en los movimientos que ejecutaba don Cirilo. Cuando se abrió el cartón, como si se tratara del cofre de un galeón averiado en el fondo del mar, todos clavaron la mirada en el interior de esa extraña encomienda, que no llevaba la dirección del remitente, pero sí el nombre de don Cirilo, rotulado con un marcador de grueso calibre.

El cajón contenía ejemplares del libro de Guillermo Lora, que tenía una sobrecubierta a colores, con el título de una supuesta novela, aunque en la verdadera cubierta del libro, que parecía un folleto en edición rústica, se leía: De la Asamblea Popular al golpe fascista. Debajo de los ejemplares de la obra de Guillermo Lora, quien, supuestamente, sabía del envío de este paquete, estaban los Siete ensayos de la realidad peruana, del ideólogo marxista José Carlos Mariátegui. Lo más sorprendente era que debajo de los libros, que don Cirilo los apiló a un costado del cartón, estaban algunas armas de fuego, cuyos cañones cortos, expuestos a la luz del sol, brillaban con todo el fulgor de su belleza.

Don Cirilo sacó las armas una a una, mientras sus camaradas presentes, entre comentarios a media voz y mirándose por el rabillo del ojo, se escogieron los revólveres y las pistolas. Algunos de ellos, apartándose del cartón, incluso apuntaron el arma contra el manto azul del cielo y, con el ojo derecho puesto en el mirador, la pasearon de un lado a otro, como si buscaran un punto fijo, para luego apretar el gatillo y disparar contra el blanco.  


Pasado el mediodía, todos se fueron por donde llegaron, llevándose las armas y los libros. Yo retorné a casa junto a mi padrastro, quien caminaba callado y a paso lento, hasta que de pronto, en un intento por despejar una duda que me asaltó en esa reunión misteriosa y clandestina, le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Cuándo piensan usar las armas?

Mi padrastro no me miró ni me contestó, se tropezó en una piedra y siguió caminando, hasta que llegamos al patio de nuestra casa, tras desandar por el mismo sendero que nos comunicaba con la casa de don Cirilo.

El sindicalista revolucionario

Don Cirilo, sin lugar a dudas, pertenecía a la vieja guardia del sindicalismo revolucionario. Era uno de los cuadros más firmes de su partido, desde que ingresó a trabajar como empleado de Bienestar en 1952 y después en el interior de la mina; una época que le permitió participar, junto a César Lora e Isaac Camacho, en el apasionante trabajo sindical, donde se forjó al calor de los acontecimientos, en el seno mismo de la clase obrera, con una actitud tan inflexible como sus ideales. No en vano sus enemigos políticos le temían y lo tenían como a uno de los pocos dirigentes mineros capaces de defender sus principios ideológicos hasta la hora de su muerte.


Quienes estuvieron con él en las playas de Sora-Sora, en octubre de 1964, contaban que don Cirilo estaba siempre a la cabeza de una columna disciplinada de mineros pertrechados con ametralladoras, fusiles y dinamitas, prestos a tender un cordón de fuego en el campo de batalla, ya sea para impedir el avance de las tropas militares o para lograr una eventual victoria. Por lo tanto, no era exagerado referirse a las impresionantes proezas de don Cirilo, destacándolo como a un audaz combatiente de la revolución proletaria; tampoco era raro que sus compañeros testimoniaran que este hombre de agallas y temperamento volcánico, al grito de ataque o repliegue, brillaba con su mayor esplendor en medio de las ráfagas de ametralladora y los tiros de fusil.

En los años de resistencia contra la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, lo vi actuar con firmeza y decisión inquebrantables. Algunas veces, compartimos el mismo balcón del Sindicato de Siglo XX, donde arengábamos a las masas reunidas en la Plaza del Minero. No faltó la vez en que, acercándose a mí, con la mirada penetrante y el guardatojo salpicado de copajira, me advirtió: No tienes que hablar en esa asamblea. Te vas a quemar. Hay muchos agentes y crumiros infiltrados. Si nos apresan a los dirigentes sindicales, ¿quiénes nos van a reemplazar en la lucha?...

El régimen de René Barrientos Ortuño, que asesinó a César Lora en 1965 y desapareció a Isaac Camacho en 1967, desató una sañuda persecución contra los dirigentes mineros de Siglo XX y Catavi. Don Cirilo fue retirado de su fuente de trabajo y pasó a experimentar la dura vida clandestina, hasta que en 1970 fue reincorporado como Operador de molienda en la Planta Sink & Float de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).  

Don Cirilo, debido a su carácter poco dado a la hipocresía y las jaranas, era admirado por unos y rechazado por otros. Nunca ocupó el cargo de Secretario General del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, pero su palabra orientadora era escuchada con atención por sus compañeros. En los momentos más álgidos que vivió la clase obrera, durante los años ‘70 y ‘80, estuvo siempre a la vanguardia y demostró su inquebrantable valor de lucha. Los trabajadores depositaban en él todas sus confianzas, convencidos de que era el hombre indicado para representarlos allí donde había que dar la cara y poner la palabra. Es decir, don Cirilo parecía poseer la tabla de salvación en los conflictos más peliagudos de la lucha sindical.



Su actividad política, para bien o para mal, estaba ligada íntegramente a su vida sindical. Era uno de esos cuadros obreros que, luego de haber dejado el campo y haberse proletarizado en la mina, se convirtió en leal militante de su partido, asimiló las enseñanzas del marxismo-leninismo y fue por varios años el indiscutible delegado de base de su sección, donde algunos de sus opositores, no se cansaban de serrucharle el piso para procurar su caída.

Sus enemigos políticos, siempre que don Cirilo les ponía en su lugar de un solo carajazo, se vengaban con odio y hasta con saña, como ocurrió aquella vez en que los tres hermanos Ramírez se le enfrentaron cobardemente en el interior de la mina. Lo sujetaron de pies y manos, lo golpearon de manera brutal y, para acabar con su vida, lo arrojaron en un buzón de la galería. Por fortuna, la fortaleza física de don Cirilo jugó a su favor. Se agarró como una araña de las salientes de la roca y, mientras los tres hermanos se alejaban del lugar, don Cirilo se dio fuerzas para salir del buzón, como los héroes de las películas que logran salvar sus vidas por un pelo.

Cuando mi madre me avisó que don Cirilo estaba internado en el Hospital de Catavi, con múltiples heridas en la cabeza y el cuerpo, sentí una extraña sensación parecida a la impotencia y el coraje. Me alisté de inmediato y fui a visitarlo. Lo vi tendido de bruces sobre un catre demasiado pequeño para su porte. Me acerqué hasta el velador que estaba al lado de la cabecera, le saludé con el mismo respeto de siempre y, mirándole las vendas que cubrían sus heridas, le pregunté:

–¿Qué le pasó, don Cirilo?

Él me miró fijamente, se tragó un amago de saliva y, enseñándome sus dientes menudos y apretados, contestó:

–No es nada grave. Mañana estaré otra vez de pie y me iré a casa…

Tiempo después de aquel infausto incidente, me enteré que don Cirilo, apenas fue dado de alta y retornó a su trabajo, se enfrentó a los tres hermanos Ramírez, pero está vez, como quien busca una justa revancha: los agarró uno a uno entre las penumbras de la galería y les sacó la entretela a puño limpio. De este modo, los hermanos Ramírez, aquejados por la gentil paliza que les propinó don Cirilo, aprendieron la lección de que no eran los Tres Mosqueteros y mucho menos machos nacidos para enfrentarse solos en un combate cuerpo a cuerpo.


Así era don Cirilo, un hombre de palabras y acciones, un dirigente sindical dispuesto a la batalla y un militante que lo daba todo por el todo. Lo pude comprobar las veces que nos cruzamos en el activismo revolucionario contra la dictadura de Hugo Banzer Suárez, cuando participábamos en las apoteósicas asambleas de la Plaza del Minero, en cuyo balcón de oradores del Teatro Sindical Federico Escóbar Zapata, cruzábamos nuestras miradas sin dirigirnos la palabra; cuando participamos en el Congreso Nacional Minero de Corocoro, en mayo de 1976, donde él asistió como delegado de los mineros de Siglo XX y quien firma este texto en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la provincia Rafael Bustillo; y, poco tiempo después, exactamente el 9 de junio de 1976, cuando las tropas militares intervinieron los centros mineros, nos reencontramos en la reunión que se efectuó en la bocamina de Siglo XX, donde se determinó, por votación unánime, que los dirigentes de los mineros, amas de casa y estudiantes, debían refugiarse en el interior de la mina, para evitar la represión y el descabezamiento de la resistencia organizada contra la dictadura militar.

Don Cirilo, con la convicción propia de los dirigentes revolucionarios, demostró toda su pasta de organizador clandestino, porque se daba modos de mantenerse en contacto permanente con los obreros de exterior mina, quienes, paso a paso y a través de un teléfono a manivela, le transmitían las noticias en torno a las acciones de las tropas militares en la población de Llallagua y los campamentos mineros de Siglo XX, Catavi y Cancañiri. En realidad, don Cirilo, un hombre más práctico que teórico, demostró, una vez más, que la lucha sindical se la podía realizar incluso desde el interior de la mina, como en los tiempos en que Isaac Camacho organizó y dirigió los sindicatos clandestinos para enfrentarse al régimen de René Barrientos Ortuño.


Al cabo de unos días, cuando don Cirilo fue informado de que los militares y agentes del gobierno estaban planificando ingresar a la mina, se realizó una reunión de emergencia y se decidió abandonar las galerías lo antes posible. Así que unos salieron por la bocamina de Siglo XX y otros por las bocaminas de Cancañiri y Socavón Patiño. Ésa fue la última vez que lo vi a don Cirilo, actuando con serenidad y cautela, refiriéndose a sus compañeros con palabras de aliento y moviéndose con las mismas energías de siempre.

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