LA ESCRITURA COMO TABLA DE SALVACIÓN
En el ciclo primario, en una escuelita que lleva el
nombre del escritor Jaime Mendoza, fui un alumno regular y tenía serias
dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura, debido más a
problemas emocionales que neurológicos. No obstante, aunque no leía los libros
de texto con el mismo interés y entusiasmo que advertía en el resto de mis
compañeros, tenía una preferencia por leer las tiras cómicas de los diarios,
las revistas de series, las historietas de Walt Disney o los cómics, que
estimulaban mi interés por la lectura durante mi infancia y pubertad; más
todavía, entre mis actividades extraescolares, me dedicaba a fletar revista los
fines de semana en las puertas de los cines, donde los niños y adolescentes
pagaban unas monedas por ver o leer las revista expuestas en una suerte de bastidor
artesanal, que yo mismo construí con listones, bolsas de plástico y ligas que
mi madre usaba para sujetar la cintura de los calzones. Mi oficio de revistero
se prolongó hasta el día en que un ventarrón se llevó mis revistas por los
aires, deshojándolos delante de mis ojos, como si hubiesen caído en el ojo de
un huracán.
Cuando ingresé al ciclo medio, motivado por mi actividad
política, empecé a leer a los clásicos del marxismo que, aun siendo de difícil
comprensión para un novato en materia de sociología, economía y filosofía, me
interesaban más que los libros de textos que se aplicaban en la enseñanza de las
asignaturas de lenguaje y literatura. Ya entonces, a los 16 años de edad, me
sentí picado por el deseo de crear un periódico escolar, donde los alumnos
pudiesen manifestar, sin la mediación de los profesores, sus pensamientos y
sentimientos.
Ese pequeño periódico, que se financiaba con la venta de
los escasos ejemplares, llegó hasta el tercer número y luego desapareció por
las mismas razones por las que dejan de circular las publicaciones que tienen
buenas intenciones pero que no cuentan con recursos sostenibles. De modo que,
frustrado en ese noble proyecto, pensé que el oficio de la literatura no era
rentable ni una profesión con la que se podía vivir holgadamente, pero aun así,
no perdí el interés por seguir manifestándome por medio de la palabra escrita
ni dejé que la llama literaria que ardía en mi corazón se apagara como una vela.
Publicar mis octavillas en el periódico estudiantil 1º de Mayo fue una experiencia maravillosa, que me permitió descubrir, acaso sin
quererlo ni saberlo, que en mi fuero interno, en lo más profundo de mi ser,
anidaba un escritor que, con el andar del tiempo, se manifestó en una celda
solitaria y maloliente de la cárcel, donde me encerraron a los 18 años de edad,
debido a mi compromiso social y mis actividades políticas contra la dictadura
militar de los años 70.
En la cárcel, que fue mi gran escuela, aprendí de otros
presos políticos que la libertad de expresión era uno de los principios
elementales de los derechos humanos y uno de los instrumentos más útiles para
la convivencia ciudadana. Allí mismo, recluido en un rincón de la celda,
comprendí que no era saludable ambicionar las riquezas ni la vida sofisticada
de la gente pudiente. Desde luego que, en mi caso, no fue un aprendizaje
difícil, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado a morder dos veces el pan
duro antes de cada bocado y a limpiarme el trasero con una piedra a falta de
papel higiénico. Por lo tanto, estaba contento de tener lo poco que tenía. No
necesitaba trabajar como una bestia para acumular dinero, ni mandarse la parte
ante nadie, ni derrochar fortuna alguna en trivialidades, ni mofándose de los
menos afortunados, riéndome a costa de los excluidos del banquete de los
ricos.
Por otro lado, durante el periodo que pasé en la prisión,
leí libros de literatura boliviana y latinoamericana, que otros presos me los
prestaban y arrojaban por la mirilla de la celda, donde empecé a escribir mi
primer libro de testimonio, con el mismo bolígrafo y en el mismo cuadernillo
que me entregaron los torturadores para que delatara a mis compañeros de lucha,
apuntando sus nombres y el lugar donde se escondían de la persecución
desencadenada por la dictadura. Ese primer libro, que escribí burlando la
vigilancia de los carceleros, se publicó en el exilio en 1979, con el título de
Huelga y represión.
De modo que en mi adolescencia, por demás incomprendida y
turbulenta, me aferré a la escritura como un náufrago se aferra a una tabla de
salvación, consciente de que por medio de la creación literaria llegaría a ser
un hombre libre, ya que la palabra escrita no conoce cárceles que la encierren
ni balas que la maten. Así es como en mi adolescencia, hecha de luchas y
represiones, de amores y desamores, de pesadillas y esperanzas, decidí
dedicarme, casi por una necesidad existencial, al oficio de hilvanar palabras y
a contar historias con absoluta libertad, porque sabía que en mi castillo
construido con el material y la fuerza de la imaginación, podían convivir en
armonía los personajes reales y ficticios que nacían de mi interior como
criaturas del alma.
Por eso mismo, siempre pensé que las y los adolescentes,
que deseaban escribir sus pensamientos y sentimientos, debían enfrentarse sin
temor al papel en blanco o a la pantalla digital; primero, porque uno aprende a
escribir escribiendo y, segundo, porque a través de la escritura, en la que uno
adquiere sapiencia y experiencia poquito a poco, se aprende a convivir con los
ángeles y demonios que, muchas veces, no nos dejan vivir ni dormir en paz.
Ejercer el arte de la escritura, si bien no nos
proporciona una vida llena de bienes materiales ni reconocimientos, al menos
nos permite ser libres mientras tengamos a mano un tema candente que, más que
ser un material explosivo, parece un mechero a punto de encenderse con el fuego
de la palabra. Es probable que no se gane en reputación con los pensamientos
adversos a los intereses de los poderes de dominación, pero estoy seguro que se
gana en experiencia, que es un bien que se aprende cada día de los errores
inherentes a la condición humana. La literatura, en este contexto y sin dejar
de causar placer estético entre los lectores que se acercan al arte de la
palabra escrita, ha sido un ejercicio que permitió liberarme de mis propias
ataduras, evitar los tropezones y denunciar las injusticias sociales.
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