EL AUTORITARISMO
ESCOLAR
La estructura económica de una sociedad, al influir en el
modo de vida del individuo, opera en el desarrollo de la persona, quien tiene
que enfrentarse desde su infancia a un medio que representa todas las
características de una sociedad o clase social determinada. El individuo no
sólo es formado -deformado- en el seno de la familia, sino también en la
escuela, institución donde eliminan su libertad y sus sentimientos, para
imponerle otros ajenos por medio de métodos que varían desde el castigo brutal
hasta el soborno. Erich Fromm, en su
libro El miedo a la libertad,
sostiene que el sistema educativo de toda
sociedad se halla determinado por este cometido, por lo tanto, no podemos
explicar la estructura de una sociedad o la personalidad de sus miembros por
medio de su proceso educativo, sino que, por el contrario, debemos explicar
éste en función de las necesidades que surgen de la estructura social y
económica de una sociedad.
Resabios del pasado
La escuela está sujeta tradicionalmente a la discriminación
y al autoritarismo social, que es el reflejo de una sociedad violenta y
dividida en clases, donde una minoría controla la superestructura de la
educación y detenta la propiedad privada de los medios de producción. La tradición escolar está hecha también de
violencia brutal del adulto contra el niño, de golpes, sadismo, crueldad,
nos recuerda Giorgio Beni en el
libro El autoritarismo escolar,
publicado por la editorial Fontanella en 1975. Luego añade: Documentos filosóficos, pedagógicos,
literarios, de imaginación, atestiguan que la escuela se ha identificado
durante siglos, por parte de los chicos o de los que hablan en su defensa, con
la disciplina inhumana. Todo esto pertenece al pasado, y si quedan algunos
resabios pertenecen a la crónica, pero perdura la situación autoritaria en esta
relación en la que el adulto detenta el poder y lo administra de un modo
incuestionable en toda la escuela.
La escuela tiene históricamente la misión de amaestrar a
devotos y atentos servidores de la clase dominante, sin preocuparse en hacer de
ella un verdadero instrumento de educación y liberación del hombre. El mismo
abuso de autoritarismo existente en la sociedad, que repugna a la conciencia y
la dignidad humana, se refleja en la escuela, donde los métodos brutales son
los mejores recursos para amordazar la libertad del educando.
¿Cuántos niños que han sufrido castigos físicos y
humillaciones morales, como en un recinto cuartelario o carcelario, no quieren
volver más a la escuela, así sus padres les den un tirón de orejas? La
respuesta obligada a esta pregunta la tienen los educadores, quienes hacen de
su profesión una caricatura del ser omnipresente, sádico y despótico.
A pesar de las reformas que se introdujeron en la educación
a partir del siglo XIX, con la participación activa de pedagogos tan ilustres
como Dewey, Pestalozzi, Decroly, Montessori, Makarenko, Freinet, Nelly, Freire,
Ilich y otros, es todavía posible constatar la aplicación de métodos
tradicionales de enseñanza/aprendizaje, como es el caso de obligar a los niños
a memorizar mecánicamente los conocimientos.
Educación pasiva y
mecánica
Mientras se sostiene que en la escuela se adquiere saber,
libertad y capacidad de pensar, el mecanismo de transmisión de los
conocimientos se funda en la sumisión al libro de texto o al educador, y el
aprendizaje se desarrolla de manera mecánica y pasiva, sin estimular en
absoluto la iniciativa y creatividad del educando. Desde luego, esta educación
es ajena a los planteamientos pedagógicos modernos, incluso a las concepciones
lanzadas a principios del siglo XX, según las cuales, individualizar la
enseñanza/aprendizaje era tratar al niño como al único protagonista capaz de
desarrollar su propia educación, mas no como un ser aislado, privado de la
influencia de educadores y educandos, sino procurando que sea él mismo el
artífice principal de su propia formación. Educadores y libros de texto son
solamente medios que deben adaptarse al niño y no a la inversa.
El castigo como
método de enseñanza
Indigna que en una época moderna se continúe repitiendo la perorata
de que los fines justifican los medios
y que el castigo es el mejor método para enseñar a diferenciar lo bueno de lo malo. Si se quiere educar a un niño de acuerdo a los parámetros
de una sociedad autoritaria, entonces es lógico aplicar una educación que
manipule la conciencia, enseñe a callar y aceptar, pasivamente y cabizbajo, los
métodos brutales de la pedagogía negra;
ese sistema de enseñanza que tan hondo caló en la mente de los individuos,
quienes aprendieron a soportar los golpes y las humillaciones con los ojos
cerrados y los dientes apretados.
Hasta mediados del siglo XX, ningún niño estaba a salvo del
castigo físico y psicológico. Los objetivos centrales de la educación estaban
orientados a forjar individuos que acataran a pie juntillas las normas
establecidas por los cánones oficiales de una sociedad que no respetaba los
derechos más elementales del ser humano, el mismo que no podía obrar a su
manera y menos participar en las decisiones de su propio destino. En el seno de
la familia, la iglesia y la escuela se educaba a los niños con autoritarismo y
severidad, premiando a los sumisos y
castigando a los rebeldes.
Todos estaban conscientes de que el castigo era el mejor
método para corregir los hábitos indeseados e inculcar los que se consideraban
más apropiados para la vida social. El niño estaba obligado a aceptar las
agresiones físicas y verbales de parte de sus padres, a ser atento con los
desconocidos y obedecer los mandatos de los adultos. Quien no cumplía con estas
normas, o carecía de disciplina y sentido de sumisión, estaba condenado a
sufrir los castigos que las autoridades
imponían por las buenas o por las malas. Así que el niño desobediente, que atentaba contra la disciplina escolar, debía irse
acostumbrando al plantón, el chicote, la reglilla, el tirón de orejas y la
violencia verbal.
El autoritarismo del profesor
Este panorama desolador del maltrato en la escuela, que
muchos consideran normal, revela los
instintos agresivos de una sociedad determinada, más aún cuando se sabe que los
propios padres de familia, lejos de condenar la violación a los derechos más
elementales de los niños, se hacen cómplices de los maltratos al solicitar más severidad y disciplina en la escuela, así sea a costa de quebrantar la
personalidad del niño y convertirlo, a plan de golpes y mofas, en un ciudadano
sumiso, sin personalidad ni criterios propios.
En los sistemas escolares obsoletos, lo único que les
interesa a los educadores es la actitud de obediencia del alumno, su silencio y
lealtad, en vista de que los rebeldes
y desobedientes, reacios ante el
autoritarismo escolar, corren el riesgo de ser expulsados de la escuela y ser
reprobados en los exámenes, a pesar de haber memorizado las lecciones y los
libros de texto.
La escuela, que durante mucho tiempo siguió los pasos de un
sistema educativo autoritario, casi nunca contempló el aspecto emocional y la
situación psicosocial del alumno. La escuela ha sido -y sigue siendo- una
institución donde se aplica el penalismo contra el más débil y se usan las
calificaciones como medios de coerción, que corresponden a un sistema de
evaluación para infundir el temor y el respeto hacia la autoridad del profesor, quien, sujeto a los atributos que le
concede su posición, decide la calificación que se merece cada alumno, independientemente de que éste sea -o no-
aplicado en la materia y activo en el proceso de enseñanza/aprendizaje.
Víctimas del maltrato
No está por demás aclarar que una educación autoritaria, en
la cual se usan la imposición y el castigo como métodos de enseñanza,
contribuye a que el alumno pierda la espontaneidad y sienta terror tanto contra
la institución escolar como contra ciertos profesores que, en lugar de ser
portavoces de los principios más elementales del respeto a los Derechos
Humanos, se convierten en una pandilla de verdugos que no merecen el respeto ni
el perdón.
Está comprobado que las prohibiciones, como los castigos y
las advertencias morales, nunca han funcionado mejor que las concesiones de
libertad a la hora de forjar la personalidad del niño, quien, como tantas veces
se ha repetido, es el futuro ciudadano de una sociedad democrática, pluralista
y equitativa, donde la libertad de acción y pensamiento, el respeto a la
crítica y autocrítica, serán los móviles que permitirán abolir el autoritarismo
establecido en las culturas en las cuales el sistema educativo está basado más
en el miedo que en el respecto a la autoridad
del profesor.
En los países en vías de desarrollo, según estudios
realizados, cinco de cada diez estudiantes han sufrido alguna vez maltratos
físicos y siete de cada diez son víctimas de maltratos psicológicos. Este
sistema de educación, que parecía haber sido superado por los preceptos de la
psicología y pedagogía modernas, permanece intacto en algunas instituciones
educativas, donde los estudiantes siguen siendo víctimas del maltrato, debido
al autoritarismo y a la cultura de
coerción existentes en la sociedad.
Pedagogía humanista y
democrática
¿Qué hacer para superar este problema? Las respuestas son
varias, pero existe una que es concluyente: si la educación quiere elevarse al
nivel de una pedagogía más humanista y democrática debe superar, en primera
instancia, los conceptos de autoritarismo integrados en la mente de algunos
educadores, quienes creen tener el derecho a usar la violencia como un método
de enseñanza y castigo ejemplarizador.
A la luz de la experiencia, existe la necesidad de forjar un
nuevo tipo de escuela: una escuela donde el educando aprenda por placer, a
través del juego, de su propia actividad creativa y de la interrelación con sus
compañeros; una escuela que, además de seguir sincrónicamente los avances de
las ciencias pedagógicas, tenga un carácter laico y científico; una escuela que
no sirva para la formación de individuos sumisos ni para la simple transmisión
de conocimientos concretos, sino que su función sea la de promover el
desarrollo integral del niño, con la perspectiva de convertirlo en ciudadano
libre y autónomo dentro de una sociedad democrática; una escuela en la cual el
niño goce de una protección y tenga posibilidades de desarrollo intelectual,
que contribuya a convertir la cultura en una palanca de transformación social;
una escuela donde no haya premios ni castigos, ni exámenes que clasifiquen a
los niños en buenos y malos.
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