lunes, 28 de noviembre de 2022

LA HISTÓRICA PLAZA DEL MINERO

Pasar y repasar por la histórica y gloriosa Plaza del Minero de la población de Siglo XX, sea de día o sea de noche, evoca mucha nostalgia y recuerda un pasado que dignificó las luchas de los mineros nortepotosinos, quienes, con el verbo encendido y su afilada conciencia política, estaban dispuestos a transformar las tareas democráticas burguesas en socialistas, acaudillando a la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Hablar de la Plaza del Minero es hablar del sindicalismo revolucionario, de ese sindicato que se creó en 1941 y luego construyó su sede con piedra labrada sobre las ruinas de otro edificio que tenía las paredes de adobes y el techo de paja.

En la Plaza del Minero, en momentos en que el ardor de las luchas obreras alcanzaba su mayor esplendor, se realizaban las apoteósicas asambleas, donde no faltaban los discursos que anunciaban el fin del sistema capitalista y el nacimiento de una sociedad con libertades democráticas y justicia social. Los discursos, beligerantes e incendiarios, se pronunciaban al son del ulular de la sirena del sindicato, que servía para convocar a los obreros al trabajo, pero también para convocarlos a las asambleas cuando urgía tomar decisiones en épocas de convulsiones políticas y sociales.

La Plaza del Minero fue el escenario donde se libraron intensas batallas ente los guardianes de la oligarquía minero-feudal, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales. No pocas veces, los obreros, armados con cachorros de dinamitas y fusiles en mano, se enfrentaron a las tropas castrenses y los agentes de la policía, como leones azuzados por sus cazadores, sin perder las perspectivas libertarias ni las esperanzas de coronar una victoria en el campo de batalla.

Cuando el país se encontraba al borde de una guerra civil, durante el gobierno rosquero de Enrique Hertzog, la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia declaró una huelga general. El gobierno ordenó el apresamiento de Juan Lechín y Mario Torrez y envió dos avionetas que ametrallaron los campamentos de Siglo XX, provocando un muerto y varios heridos. Las valerosas amas de casa y los mineros, enardecidos por los violentos hechos, sitiaron la Superintendencia de Siglo XX y tomaron como rehenes a varios técnicos norteamericanos de la Patiño Mines, exigiendo la libertad de sus dirigentes el 29 de mayo de 1949. Horas después, en la segunda planta de la sede sindical, donde se encontraban los rehenes, se suscitó, en circunstancias no del todo esclarecidas, la muerte de John O’Connor, Albert Kreffting y el jefe del campamento de Siglo XX.

En la misma segunda planta, donde estaba –y sigue estando la combativa y varias veces intervenida militarmente– Radio La Voz del Minero, fue victimado a tiros Rosendo García Maisman, dirigente minero y militante del Partido Comunista, en la madrugada del 24 de junio de 1967; es decir, el mismo día que se produjo la horrenda masacre de San Juan.

Las paredes de la sede sindical, con impactos de bala en el frontis, son testigos mudos de las intervenciones militares, las protestas de los obreros y las masacres perpetradas por los regímenes dictatoriales. En el mismo frontis luce el histórico balcón de la segunda planta, donde descollaron las figuras de los dirigentes mineros, amas de casa y estudiantes de secundaria, dispuestos a pronunciar sus arengas contra los enemigos de la clase obrera y el pueblo boliviano.

En la histórica plaza de la población de Siglo XX, además del Monumento al Minero, que no solo es una obra escultórica elaborada con un alto criterio estético, sino también un atractivo turístico de esta tierra minera, se encuentran la estatua de Federico Escobar, la Palliri y Filemón Escóbar, pero también los bustos de Irineo Pimental y César Lora, cuyo pedestal, que parece un sólido bloque de hormigón armado, está lleno de plaquetas conmemorativas y altorrelieves, como la imagen del desaparecido Isaac Camacho y el perfil del líder trotskista Guillerno Lora, incluyendo las inscripciones colocadas en un lugar significativo del busto tallado en mole de granito por el artista Indio Víctor Zapana.

El busto de César Lora fue inaugurado a finales de julio de 1975, en un acto sencillo pero significativo. La inauguración contó con numeroso público que se agrupó alrededor de una fogata que desprendía chispas bajo el cielo cuajado de estrellas. En las plaquetas pueden leerse diversas inscripciones; por ejemplo, en la que está en la parte superior, dice: Homenaje a los mártires obreros asesinados por el gorilismo: César Lora, 29 de julio de 1965. Isaac Camacho, julio de 1967; Julio C. Aguilar, julio de 1965. C.R. del P.O.R. Siglo XX, 29 de julio de 1975. En la plaqueta empotrada en el centro se lee: Los trabajadores de Siglo XX-Catavi a César Lora e Isaac Camacho. Mártires de la revolución proletaria. Siglo XX-Catavi, 29 julio 1975 y en la plaqueta empotrada en la parte inferior, con fondo rojo y letras en alto relieve, se lee: A Guillermo Lora, el redactor de la ‘Tesis de Pulacayo’, Siglo XX, mayo 2009.

El Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX se mantuvo vigente por más de medio siglo, desde el 10 de enero de 1941, fecha de su fundación, hasta 1987, año en que entornó sus puertas, tras el cierre de las minas nacionalizadas dependiente de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y la famosa Marcha por la Vida, en agosto de 1986. Desde entonces, el sindicato más combativo del país pasó a la historia con sus luces y sus sombras, como cuando llega el ocaso de un día que despertó con una deslumbrante alborada.

Ahora que la sede sindical está vacía y la Plaza del Minero está siendo avasallada por comerciantes minoristas, es obligación de las autoridades ediles conservarla para la posteridad, para que las generaciones del presente y el futuro sepan que en este distrito minero, que parece haber quedado en el olvido tras la relocalización, nacieron, vivieron y se formaron los dirigentes sindicales más combativos del movimiento obrero boliviano.

La Plaza del Minero es uno de los sitios más preciados de esta tierra minera, bañada de mineral, lágrimas, sudor y sangre; es más, los bustos y monumentos conmemorativos son las piezas más visuales y visitadas del paisaje de la población de Siglo XX, en vista de que preservan la esencia misma de un centro minero que tiene un pasado, presente y futuro. La Plaza del Minero, por su valor político, social, cultural e histórico, es el símbolo del heroísmo de una clase social que forjó el destino de la patria profunda y, por eso mismo, el lugar más emblemático y turístico del norte de Potosí. No en vano, el Concejo Municipal de Llallagua, a solicitud de la Asociación de Rentistas Mineros Regional Llallagua y conforme establece la Ley No. 131/2017 del 23 de junio de 2017, Declara a la Plaza del Minero Monumento Histórico de Grandes Revolucionarios y Líderes Sindicales.

 

sábado, 12 de noviembre de 2022

LA ESCRITURA VERSÁTIL DE GLADYS DÁVALOS ARZE

Alguna vez en su vida, ella misma, refiriéndose en tercera persona, se describió así: Escritora y poetisa boliviana nacida en las entrañas del Cerro de Itos, al son de revolucionarios dinamitazos de mineros orureños corajudos y valientes. Es ahí donde aprende a no tenerle miedo al miedo. Crece con la silicosis rozándole la piel y los gritos de miseria y pobreza en los socavones horadando su corazón.          

La escritora orureña, en los tiempos felices de su infancia, paseó con otros niños por los Cerros San Felipe y Pie de Gallo, cazando lagartijas y buscando alacranes. No podía resistirse a las aventuras de caminar por los arenales, donde los niños perdían sus calzados, mientras ella se imaginaba que las pequeñas dunas que rodean a su ciudad natal eran el Sahara y ella era la Odalisca de Las mil y una noches.

En la adolescencia se torna difícil no ver ‘de verdad’ lo que estaba sucediendo a su alrededor, y su mundo ‘de mentiritas’ se viene abajo. Ni ‘Los tres mosqueteros’, ni ‘Ivanhoe’, ni ‘Don Quijote’, ni ‘La vuelta al mundo en 80 días’ la convencen de que las penurias de los mineros no existen, ni tampoco que la pobreza es simple espartanismo.

En la universidad cree más en la utopía que en la poesía y, entre libros y más libros, piensa cambiar el mundo, mientras se entregaba al estudio de la lingüística, como quien cree que la gramática es igual de fascinante que las matemáticas.

Se casó con el ingeniero industrial, lingüista y matemático Iván Guzmán de Rojas, hijo del malogrado pintor potosino Cecilio Guzmán de Rojas y creador del sistema de traducción multilingüe Atamiri-MT System, con quien tuvo a dos preciosas musas: Gabriela y Cecilia.

Su incursión en la literatura

Me imagino que un día cualquiera, impulsada por la fuerza creativa de su mente y su corazón latiendo al ritmo del corazón de los niños y niñas, decidió escribir cuentos, poemas y novelas infantojuveniles, valiéndose de los recursos propios de la ficción y la realidad. Entonces las palabras comenzaron a brotarle como cascada rabiosa, una cascada que, poco a poco, se fue tornando más apacible hasta convertirse en irreverentes poemas y fantásticos cuentos para niños. Así se convirtió en una exquisita autora de literatura infantil, donde exploraba un mundo imaginario, con temas salpicados de la flora y fauna nacionales, la sabiduría de las culturas ancestrales y los aportes de la cultura occidental, que a los lectores les permitiera conocer otras culturas e incursionar en la geografía de otras latitudes.

Sus textos, tanto en verso como en prosa, están escritos con un estilo depurado y una sintaxis sencilla y coherente, propia de una lingüista y políglota como era ella. Sus obras literarias, dedicadas a los pequeños pero grandes lectores, se siguen leyendo en escuelas y colegios, debido a que están llenas de fantasías, aventuras y reflexiones que penetran en el alma de la infancia boliviana. No cabe duda de que su filosofía literaria consistía en entretener a los niños, quienes, durante el proceso de la lectura, debían tener la sensación de estar viendo una buena película, divertida, entretenida y colorida, y lejos de los temas moralizantes, las explicaciones didácticas y las enseñanzas pedagógicas.

Para Gladys Dávalos Arze estaba claro que la literatura infantil y juvenil no era lo mismo que los libros de texto, y que las novelas, cuentos y poesías debían ofrecer un espacio para la imaginación y estimular la fantasía de los niños y niñas, quienes, siempre que participan en las horas cívicas u otras actividades escolares, no dejan de recitar sus poesías como la Cholita, Niño viejo o Mi perrito, junto a otros poemas en los que usa interferencias de los idiomas nativos, como en sus novelas juveniles usó palabras del coba (jerga del hampa boliviano); una cualidad lexical que le permitía reivindicar la identidad más pura y profunda de la cultura nacional. 

Por otro lado, debe considerarse que la poetisa y narradora orureña, con solvencia y amor por la literatura, supo moverse con fluidez en la creación de obras destinadas a los lectores de todas las edades, sin olvidarse que había una frontera que separaba a la literatura infantil, llena de magia y fantasía, de la literatura destinada a los jóvenes o a los lectores adultos, como los cuentos de carácter erótico que escribió en los espacios más íntimos y sensuales de su quehacer literario.

Su escritura era versátil, no solo por los temas que abordaba con soltura y sabiduría, sino también por el manejo de una estructura diversa e innovadora en los distintos géneros literarios, tanto así que sus obras, nacidas desde el fondo de su alma, son apreciadas por los lectores de todas las condiciones sociales, culturales, sexuales y religiosas.

Una relación epistolar

Durante el mes de octubre de 2001, antes de conocerla en persona diez años después en la ciudad de La Paz, mantuve una relación epistolar con ella, con motivo de la preparación de una antología del cuento minero boliviano que tenía en marcha. La contacté por correo electrónico y, sabiendo que era orureña, le pregunté si tenía algún cuento de ambiente minero. Ella me contestó que tenía uno, pero que no estaba segura si, desde el punto de vista lingüístico, estaban bien algunos vocablos que insertó en el texto y que provenían del quechua, aymara y del lenguaje minero, como, por ejemplo, akullico (masticación de hojas de coca), k’uyunas (cigarrillos de envoltura rústica), palliri (mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes), quemapecho (aguardiente con alto grado de alcohol), Tío (deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas).

Su mayor duda fue cuando escribió, en principio, el término pipilo para referirse al pene del Tío de la mina. De modo que, para despejar su duda, me envió un mensaje electrónico preguntándome, quizás con cierto rubor, ¿cuál era la palabra que los mineros usaban para referirse al órgano genital masculino?

Yo leí su mensaje con desbordante sonrisa, sin malicias ni prejuicios, y no demoré en contestarle lo siguiente: La palabra coloquial en el lenguaje minero, equivalente a verga, pene, pico, pájaro, pipilo y otros, es ‘ullu’ (vocablo quechua); es más, los mineros, cuando se refieren al Tío, le dicen: ‘yana ullu’ (verga negra).

Tiempo después, recibí su cuento El velorio, que recrea las impresiones de una joven palliri, quien asiste, junto a su marido, al velorio de tres de sus compañeros que murieron aplastados por un derrumbe de rocas en el interior de la mina. De repente, en el lúgubre recinto del velorio, se le aparece, parado detrás de uno de los tres ataúdes y cerca de las viudas que lloraban sin consuelo, la impactante imagen del Tío, con todos sus atributos de deidad fálica, mitad dios y mitad demonio. La palliri queda petrificada entre la maravilla y el espanto, sobre todo, cuando el soberano de los oscuros socavones, guardián de las riquezas minerales y amo de los mineros, le enseña su robusto miembro, que bien grande siempre era, induciéndola a la infidelidad para ahuyentar los peligros y poner a salvo la vida de su marido.

No cabe duda de que la realidad minera estuvo metida en sus venas y que algunos de sus cuentos y poemas tuvieran como eje temático la trágica realidad de las familias mineras; contexto en el cual nació su cuento El velorio, que incluí en la antología La narrativa minera peruano-boliviana, donde su nombre resplandece entre las pocas escritoras que dedicaron su talento a escribir sobre el mundo mágico de los socavones de estaño.

La antología, cuya elaboración inicié a principios del siglo XXI, se publicó recién el año 2021; de modo que ella no llegó a conocer el libro ni a leer, pero en la que participa, con inconfundible destreza escritural y legítimo derecho, con su fabuloso cuento inspirado en el Tío, personaje central de la mitología minera y la cosmovisión andina.

Gladys Dávalos Arze, a diez años de su partida, es una luz que no se apaga y sus destellos siguen iluminando los senderos de la literatura infantil y juvenil boliviana, en tanto sus obras dirigidas a los lectores adultos, entre las que se encuentra El velorio, son una suerte de joyas metidas en un cofre literario, a la espera de ser descubiertas por un publicó cada vez más amplio y exigente, como todas las buenas obras que deben ser exhibidas y no escondidas bajo las sombras de la mojigatería y la doble moral.

Datos sobre la autora

Gladys Dávalos Arze (Oruro, 1950 – La Paz, 2012). Escritora, pedagoga y lingüista. Licenciada en anglística y germanística. Fue co-editora del Boletín de la Asociación Boliviana para el Avance de la Ciencia. Su obra mereció distinciones nacionales e internacionales. Ejerció la docencia universitaria, fue miembro de la Academia Boliviana de la Lengua, Presidenta del P.E.N.-Club en La Paz y Vicepresidenta de la Asociación Boliviana de Traductores. Ha publicado: Corazones de arroz (1989), Helado de chocolate (1990), La muela del diablo (1990), Piel de Bruma (1996), Los pozos del lobo (s.f.), Ururi y los sin chapa (1998), El rincón del tigre azul (2003), El paraíso de los Qala Pago (2003) y Qatari y Asiru (2003). Tiene cuentos traducidos y publicados en antologías. Fue pionera en el campo de la Ingeniería del Lenguaje (lingüística informática) en Bolivia, habiendo colaborado en el desarrollo de un traductor automático multilingüe que usa el aymara como metalenguaje.

 

viernes, 4 de noviembre de 2022

EL MONUMENTO DE PIEDRA DE DON ANTONIO PAREDES CANDIA

Un buen día, de paseo por El Mirador de ciudad satélite en El Alto, me quedé sorprendido al ver el gigantesco monumento del escritor Antonio Paredes Candia, cuya figura se alzaba como un coloso contra el infinito sideral, entre las vertiginosas pendientes de Llojeta, los edificios de ladrillos y un parque precipitándose hacia la hoyada de La Paz.

¡Qué carachos!, me dije, mientras lo seguía mirando bajo el sol que reverberaba en el manto añil del cielo. Me acerqué para verlo de cerca, muy de cerca; así fue como lo contemplé desde el pétreo pedestal, con la humildad y curiosidad de creador palabrero, para confirmar su grandiosidad como escritor del pueblo.

Grande fue mi sorpresa al constatar que el artista encargado de tallar fue, nada más ni nada menos, que el mismísimo escultor corocoreño Gonzalo Jacinto Condarco Carpio, quien, cincel y martillo en mano, esculpió el monumento del escritor en piedra basalto, una magnífica obra que fue instalada en la Avenida Panorámica, justo en el tramo de ingreso hacia la zona sur de la ciudad de La Paz, en febrero de 2007.

Desde entonces es una de los bloques de piedra que, representando una efigie humana con una fuerte expresión artística, los peatones miran desde diferentes ángulos, mientras los conductores, que circulan de ida y venida por la carretera de doble vía, no dejan de observar el monumento que parece avanzar a pasos agigantados, como si el escritor –con la mirada puesta en el horizonte, las patillas y los mostachos característicos, la cabellera y la chaqueta tendidas al viento, el paraguas como bastón en la mano izquierda y un libro abierto en la mano derecha– marchara hacia un territorio libre de analfabetismo y sembrando libros en la ciudad de El Alto, la urbe que amó con todas las fuerzas de su corazón.

El autor del monumento, que fue alumno de ese otro gran escultor que fue el Indio Víctor Zapana, respira arte por todos los poros de la piel, como si tuviera carne y huesos de piedra, un espíritu de piedra, un gran ímpetu para realizar tallados y esculturas en un elemento sólido, asido a la sensación de que la piedra le permite expresarse con mayor libertad y autenticidad artística. Está claro que Gonzalo Jacinto Condarco Carpio, a la hora de tallar el monumento de don Antonio Paredes Candia, se inspiró en la singular personalidad del escritor, quien daba sus paseos por las calles y plazas de la ciudad, casi siempre llevando un libro en una mano y un paraguas en forma de bastón en la otra.

Ahora bien, sin considerar a quién le guste o no le guste, el monumento está plantado donde debe estar y, lo más importante, es un objeto que despierta sentimientos de celo profesional en aquellos que todavía creen que se merecen un monumento por ser los mejores, aun cuando los lectores les vuelven las espaldas y no los reconoce como a sus verdaderos autores, convencidos de que los doctores de la literatura pueden fallar allá donde jamás fallan los lectores.

Don Antonio Paredes Candia, como en esta estatua de piedra, se levanta con toda dignidad y con todas las de la ley, permitiéndole ser un paradigma de las letras populares de la nación boliviana, un digno representante de los que vienen desde abajo para cantarles sus verdades a los de arriba.

El escritor vivía como uno de los personajes que él mismo rescató de la tradición oral y tenía una genuina pasión por los libros, tanto así que creó su propia casa editorial para publicar sus libros y los libros de otros autores, que acudían a su amable personalidad para formar parte de Ediciones Isla, un sello conocido tanto dentro como fuera del territorio nacional.

Este monumento erigido en homenaje al escritor, editor y librero paceño, es una prueba de que los seres queridos y admirados, quienes contribuyeron con honestidad a la cultura de un pueblo, con lo que mejor sabían hacer, no mueren nunca porque sobreviven al tiempo y a las adversidades, al menos en la memoria de una colectividad que alimentó sus conocimientos y su fantasía con las obras de quienes supieron entregarse con abnegación a su quehacer cultural y literario. Don Antonio Paredes Candia correspondía a esa categoría de escritores, no en vano bautizaron con su nombre un museo en la ciudad de El Alto, varias unidades educativas y ferias de libros impulsadas por editores y escritores independientes del país.

Tampoco es poca cosa que los lectores lo conozcan y reconozcan como a uno de los escritores más requeridos por sus obras dedicadas a las tradiciones folklóricas bolivianas, incluidas las leyendas, fábulas, mitos y narraciones de la tradición oral, que don Antonio Paredes Candia supo atesorar como un indiscutible investigador de lo más profundo de la identidad nacional, haciendo siempre su trabajo bien sin mirar a quien.

Este escritor, editor y difusor de libros, era una biblioteca viva y una institución andante. Escribió con tesón en varios géneros literarios, y cuya producción supera el centenar de obras que son leídas por niños, jóvenes y adultos. Algunos lo recuerdan caminando por las calles y plazas de las ciudades y provincias, donde lo veían cargando libros como un k’epiri (cargador), con el único propósito de llevar los conocimientos hasta los hogares más humildes de su infortunada patria.

No conozco a un solo escritor boliviano cuya imagen haya sido inmortalizada en varios monumentos como en el caso de don Antonio Paredes Candia. Cuando esto ocurre, es lógico pensar que los lectores lo tienen como a uno de sus escritores favoritos, pues, a diferencia de los otros escritores que se sienten importantes, imprescindibles y laureados, don Antonio Paredes Candia fue un escritor popular, así sus obras no hayan sido consideradas en antologías literarias ni en la colección del bicentenario, elaborada por los especialistas contratados por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional.

Este monumento de piedra basalto, que contemplé en la Avenida Panorámica de la ciudad de El Alto, me llevó a pensar que los escritores amados por su pueblo no siempre son los escritores elegidos por los críticos literarios, como si el pueblo tuviese sus propios escritores, leídos y estudiados en escuelas y colegios, escritores que son rescatados y perpetuados en las pinturas y esculturas de los artistas plásticos, como se constata en este monumento de piedra, donde el escritor paceño luce con todo el fulgor de su divulgada y excéntrica personalidad.

Don Antonio Paredes Candia asumía su grandiosidad como escritor popular, como aquel que no necesita los reconocimientos oficiales de los de arriba, consciente de que contaba con la venia y el respaldo de los de abajo, que son la inmensa mayoría en un país donde algunos suelen idolatrar a los letrados de las academias y no a los verdaderos narradores que tienen mucho que contar desde sus ancestros, desde su entrañable necesidad de expresarse en absoluta libertad de pensamiento y creación, aunque sus obras, alimentadas con el aliento de una nación que es dueña de una larga tradición folklórica y cultural, sean ninguneadas por quienes se dedican, desde el punto de vista científico, a estudiar solo las obras de relevancia literaria y no a leer libros de los escribanos populares, así estos tengan mucho que aportar al acervo cultural de un país multilingüe y plurinacional.

Reflexiones más, reflexiones menos, lo único cierto es que el pueblo es tan competente que sabe a qué escritores se deben rescatar para la posteridad, independientemente de los juicios valorativos que ostentan los doctores de la literatura, quienes creen que los escritores que valen la pena ser leídos no son los mismos que prefiere el pueblo, aun sabiendo que los únicos jueces que determinan el destino que tendrá una obra literaria son los ciudadanos de a pie, los lectores que deciden quién se queda y quién no se queda en la memoria y el corazón del pueblo que, después de todo, es el único sabio entre los sabios.


 

domingo, 18 de septiembre de 2022

PRESENTACIÓN DE LA NARRATIVA MINERA DE PERÚ Y BOLIVIA

El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi y la Dirección General de Extensión de la Universidad Nacional Siglo XX, en el marco de la Feria Nacional del Libro del Municipio de Llallagua, a desarrollarse del 20 al 23 de septiembre, invitan a la presentación de la antología:

LA NARRATIVA MINERA PERUANO-BOLIVIANA

De los escritores Víctor Montoya y Roberto Rosario V.

El evento se realizará el 21 de septiembre, a Hrs.15:00, en el Salón de Eventos Académicos de la Universidad Nacional Siglo XX, ubicado en la Plaza 6 de Agosto de la ciudad de Llallagua.

La presentación y los comentarios estarán a cargo de:

Lourdes Peñaranda Morante, responsable del Archivo Histórico Minero de Catavi.

Félix Tórrez Miranda, director de Radio Pio XII de Siglo XX.

Víctor Montoya, coautor de la antología.

Los organizadores agradecen de antemano por su gentil asistencia.

 

viernes, 2 de septiembre de 2022

UNA REFLEXIÓN NECESARIA

Desde que sentí la discriminación racial en carne propia y dejé de creer en la historia oficial de los vencedores, me resistí a compartir el racismo existente en el país, donde la mayoría de los indios y negros no compartían la mesa del patrón ni formaban parte de las esferas del gobierno.

Para un negro, durante la colonia y según me enseñaron en la escuela, encontrarse con un hombre blanco era lo mismo que encontrarse con la muerte, puesto que los cazaron como a fieras salvajes y, luego de marcarles el cuerpo con hierros candentes y echarles cadenas a los pies y las manos, los transportaron hacia puertos extraños, donde los vendieron como esclavos en los mercados del comercio humano.

Los afrobolivianos, por mucho que no sepan precisar si sus antepasados fueron traídos de Senegal, Ghana, Nigeria, Mozambique, Angola, Congo, Sudán, Uganda o de otras regiones del oeste y centro de África, siguieron conservando la tradición de coronar a su rey en la comunidad de Mururata, donde se venera todavía a los descendientes de Bonifacio Pinedo, quien, encadenado de pies y manos, murió durante la dominación colonial. El último descendiente de esa casta de sangre real fue Julio Pinedo, rey afroboliviano que, al cumplirse más de 500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular, en octubre de 1992, fue coronado en una ceremonia especial, donde estuvieron presentes los negros, indios aymaras, mulatos y zambos.Sin embargo, lo patético de esta realidad es que, mientras los afrobolivianos vienen coronando a sus reyes desde 1932, la mayoría de los niños bolivianos, que aprendimos a conocer África a través de las historietas de Tarzán, no veíamos en las calles a más negros que a los mestizos, de caras pintadas con betún y disfrazados con vistosos atuendos, bailando de tundiquis y negritos en el Carnaval.

Cuando los niños veíamos en la calle a un negro de verdad, nos pellizcábamos el brazo y gritábamos al unísono: ¡Suerte para mí! ¡Suerte para mí!... En cambio algunos, que confundían el exotismo con el racismo y veían un negro en sus sueños, se despertaban espantados y, restregándose los ojos, exclamaban: ¡Enfermedad! ¡Enfermedad!...

La ignorancia sobre la historia y situación de los afrobolivianos dio lugar a la creación de mitos y supersticiones en torno a sus supuestos poderes mágicos; cuando en realidad, los negros no cargaban suerte alguna ni daban suerte a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que habían soportado tanta infamia y discriminación desde que sus antepasados fueron atrapados en sus tierras de origen y vendidos por los negreros, para la realización de diversos trabajos de manera forzada, a los dueños de minas y plantaciones del llamado Nuevo Mundo, donde los niños criollos y mestizos reproducíamos en nuestros juegos las historietas de Tarzán y las películas de cowboys; en el que nadie quería hacer el rol de negro ni de indio, porque encarnar a estos personajes implicaba morir desollado o con un tiro entre los ojos, a diferencia de Tarzán y del cowboy que siempre resultaban ser los héroes en la batalla, como si sus vidas estuvieran protegidas por mandato divino.

Aún recuerdo que mi madre me ponía una gorrita con visera para que el sol no me quemara la piel, pues un niño negro no era lo mismo que un niño blanco, sea por nacimiento o por estar bronceado a causa del sol. Lo negro era sinónimo de feo e inferior y lo blanco era sinónimo de bello y superior. Desde luego que yo, como la mayoría de los niños con padres racialmente acomplejados, me calaba la gorra hasta las orejas y rechazaba el apelativo de negro, hasta que me hice consciente de que esta conducta formaba parte de la pirámide social, cuya base era negra o indígena y cuya cúspide era blanca o mestiza. Asimismo, me hice consciente de que el tono de piel, desde que los conquistadores españoles impusieron la supremacía del hombre blanco, era tan importante como el apellido que se lucía como carta de presentación, ya que ambos factores determinaban el estatus social y económico del individuo.

A medida que fui creciendo, comprendí que el negro no solo simbolizaba la suerte, sino también la mala suerte y la enfermedad. De modo que, en una conversación coloquial, no era extraño que alguien dijera: pasarlas negra o tener la suerte negra, en lugar de decir: me encuentro en una situación difícil o tengo mala suerte. Pero la frase que más me golpeó, como convocándome a una reflexión necesaria, fue la que escuché en boca de una de mis profesoras de escuela, quien, a tiempo de enseñarnos la fotografía de un negro, dijo: Este hombre tiene el color de sufrido. Desde entonces, no he dejado de pensar en que estas expresiones de desprecio, que los criollos y mestizos utilizaban para referirse despectivamente a una persona de tez negra y origen africano, traslucían una clara discriminación racial.

Ahora entiendo mejor el porqué mi tía, una señora presumida y acomplejada de su ascendencia mestiza, me aplicaba las cremas protectoras en la cara y me ponía un gorro de visera ancha. Claro que no era para cubrirme la piel del abrasante sol de la meseta andina, sino para evitar que los vecinos me confundieran con los niños de color sufrido. Por suerte, a mi tía no se le ocurrió la idea de blanquearme la piel a la fuerza, como a ese negrito del cuento que murió de pulmonía de tanto que su ama, de raza blanca, lo refregó en una batea de leche fría.

Con el transcurso del tiempo, y gracias a los sermones de un cura tercermundista, mi tía se fue liberando de sus prejuicios raciales y empezó a entender que el hombre negro no era un castigo divino, ni un ser llegado de las catacumbas del infierno, sino un individuo como cualquier otro, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades. Aprendió también a rescatar los valores culturales de ese continente que tanto aportó a la cultura universal; empezó a gustar del jazz, esa música que tiene su origen en los ritmos africanos, y empezó a leer las poesías de Nicolás Guillén y las novelas de Nadime Gordimer, cuyos textos están inspirados en los mitos, leyendas y relatos que los africanos conservaron en la memoria colectiva y la tradición oral. Mi tía cambió tanto que, además de llamarme Negrito, con cariño, acabó reconociendo que la madre del género humano era negra y vivió en África, allí donde se encuentran las raíces del árbol genealógico de la humanidad.

Mi tía aprendió también que la variedad de razas se debía a un largo proceso evolutivo de la especie humana -y no porque Dios creó a un Adán negro y a otro blanco- y que el color de la piel, además de estar determinado por factores medioambientales, geográficos y climatológicos, se debía a la melanina, ese pigmento presente en la epidermis que, dependiendo de la cantidad, determinaba la variación del color de la piel, pelo y ojos en los grupos étnicos extendidos alrededor del mundo; por cuanto no es casual que los primeros Homo Sapiens, con mayor cantidad de melanina en la epidermis, tenían la piel oscura como la muestra la gente originaria de África.

Si bien es cierto que mi tía se liberó de sus prejuicios y los afrobolivianos gozan de mayores derechos y libertad que durante la colonia, es también cierto que algunos sectores de la sociedad, constituidos por los estamentos más conservadores de la clase dominante, continúan manifestando conceptos peyorativos contra el negro; por ejemplo, no pocas veces escuché decir: El mejor negro es el esclavo negro o pareces indio y hueles a negro.

El hecho de agitar las banderas de la biología racial y el socialdarwinismo, y plantear la tesis reaccionaria de que los blancos, genéticamente, son superiores a los negros, y que debido a su inteligencia ocupan los puestos de preferencia en la cúspide de la pirámide social, es una forma de afirmar que los negros son brutos y pobres por herencia genética; una mentira universal que rechazo enérgicamente, ya que ni la pobreza, ni la discriminación racial, ni la división de la sociedad en clases, corresponden a un orden natural de las cosas, sino a factores históricos y económicos que determinaron que lo blanco esté arriba y lo negro esté abajo.

En América Latina, desde la época de la colonia, los negros e indios se han sentido socialmente marginados por los criollos, quienes siempre gozaron de ventajas sociales y económicas. Ellos acapararon gran parte de la propiedad de las tierras y constituyeron la clase dominante, alegando que el tono de piel no solo era importante como el nombre y el apellido, sino que también determinaba el estatus social y económico de un individuo de raza superior.

En lo que a mí respecta, una vez más, me resisto a compartir la opinión de quienes creen todavía en la supremacía del hombre blanco, sobre todo, cuando sé que Europa y América tienen una enorme deuda con África, con esa cultura que tanto aportó al patrimonio espiritual y material de la humanidad, aunque sé, asimismo, que el racismo contra las personas afrodescendientes sigue latente en el subconsciente colectivo de los pueblos que soportaron los prejuicios raciales en los últimos cinco siglos.

martes, 30 de agosto de 2022

APUNTES SOBRE LITERATURA INDIGENISTA

Durante la época colonial no se conoció una literatura con temática indigenista y mucho menos con personajes de las naciones y pueblos indígena-originarios; empero, se encuentran descripciones sobre la realidad de los indios, de un modo general, en las obras de los cronistas del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, conocido como el primer protector de los indios, quien escribió la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), un alegato a favor de los indígenas, ya que en sus páginas denunció las atrocidades cometidas por los conquistadores contra las civilizaciones del llamado Nuevo Mundo, intentando convencer a la corona española de que adoptara una política más humana de colonización y que no se los tratara a los indios como esclavos.

Otro tanto hizo el cronista amerindio de ascendencia incaica Felipe Guamán Poma de Ayala en su Primer nueva corónica y buen gobierno, que presuntamente escribió entre 1600 y 1615. Se trata de una ampulosa obra en la que el autor describe las injusticias del régimen colonial y las condiciones infrahumanas en las cuales vivían los indígenas del mundo andino en el Virreinato del Perú.

No faltan obras que abordan temáticas relacionadas a las luchas de resistencia de los indígenas contra los conquistadores ibéricos, como la escrita en versos por el poeta y soldado español Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien escribió sobre la conquista de Chile, la sublevación de los araucanos contra los conquistadores y la muerte de Caupolicán en su célebre poema épico La Araucana (1569-89). Episodios similares se encuentran narrados en las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega y las obras del ecuatoriano Juan León Mera, la cubana Gertrudis Gómez de Abellanada, el venezolano José Ramón Yepes y el dominicano Manuel de Jesús Galván.

La literatura indigenista, particularmente en el género de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición. Según algunas investigaciones de carácter etnológico y antropológico, la literatura indígena del siglo XIX honda sus raíces en historias orales, mitos y leyendas de las culturas ancestrales, con una fuerte dosis de romantización e idealización de las civilizaciones precolombinas.

Aunque la corriente indigenista del siglo XX cuenta con precedentes y buenos exponentes, es necesario precisar que esta literatura, en la que se retrata la realidad del indio y se lo defiende ante las discriminaciones sociales y raciales, tiene su punto de arranque en la novela Aves sin nido (1889) de la peruana Clorinda Matto de Turner; una novela controversial para su época, debido a que en sus páginas se revela la injusticia, opresión y maltrato contra la población indígena andina por parte de la Iglesia.

Como es natural, la realidad de un continente colonizado inspiró algunas de las obras más emblemáticas, como Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, pues desde que irrumpió en el ámbito de la literatura hispanoamericana, fue considerado como uno de los principales representantes de la literatura indigenista; por lo tanto, no es casual que este autor sea uno de los escritores bolivianos más conocidos y reconocidos en la constelación de la literatura continental.

La obra de Alcides Arguedas es una suerte de apología del indio y de su civilización, no solo porque describe a la sociedad boliviana con todas sus luces y sombras, sino también porque de manera consciente asumió una postura crítica contra el imperante sistema semi-feudal y semi-colonial, que sometió a los indígenas al poder de sus patrones blancos y mestizos.

Raza de bronce es una novela que gira en torno a la realidad social de una comunidad aymara próxima al Lago Titica, donde los indígenas sufren atropellos por parte de los patrones blancoides, por el simple hecho de ser indígenas, sometidos a trabajos de esclavitud y condenados a vivir en condiciones deplorables.

Cabe aclarar que Raza de bronce es una versión más elaborada de su primera novela, Wata-Wara (1904), que no tuvo la misma resonancia cuando se publicó, aunque es una novela que contempla las relaciones socioeconómicas entre criollos, indígenas y mestizos, cuyas características conforman las tres piezas básicas de un mismo mosaico, donde cada uno de ellas ponen de manifiesto sus peculiaridades sociales, culturales, lingüísticas y religiosas, como en cualquier territorio multilingüe y pluricultural.

Alcides Arguedas se caracterizó por su voluntad realista de describir la situación de los indígenas dominados por los grandes terratenientes y gamonales, quienes, valiéndose de su condición de amos de los sistemas de poder, se apropiaron de tierras ajenas desde el establecimiento del régimen colonial. No en vano el latifundismo ha sido uno de los temas fundamentales de la narrativa indigenista, toda vez que los autores se ocuparon de denunciar no solo las leyes puestas al servicio de los poderosos, sino también la explotación y servidumbre de los indígenas convertidos en peones o pongos, sobre los cuales los señores tenían el derecho de propiedad como si fuesen objetos o animales domésticos.

El discurso narrativo de la literatura indigenista establece una tesis sociopolítica sobre el indígena y su relación con el mundo urbano, donde están las instituciones del Estado, que resuelven la suerte y el destino de los habitantes del campo, cuyas opiniones no son tomadas en cuenta por los poderes de dominación, conformado por una selecta estructura social criolla y mestiza, las cuales manejaban los preceptos de inferioridad racial del indio, que era sometido a la autoridad y supremacía del hombre blanco, y una política que tendía a perpetuar la exclusión de las mayorías indígenas de la vida económica, social y cultural; dicho en pocas palabras, los indios debían tener obligaciones, pero no derechos.

José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), planteó que el indigenismo era un movimiento de reivindicación y de lucha contra la discriminación social, política, económica y cultural por parte de las clases dominantes en los diferentes países latinoamericanos. Sus escritos permitieron que el problema de los indígenas se relacionara con la posesión de la tierra y sirvieron como fuentes de inspiración para varios autores que escribieron obras relacionadas a la temática de la usurpación de las tierras indígenas por empresas nacionales y extranjeras, como ocurre en la novela Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, cuya temática alude a la industria maderera y la explotación de las masas indias por una aristocracia brutal que, a su vez, estaba dominada por consorcios transnacionales.

El indigenismo, como movimiento literario y artístico, se intensificó entre los años 1930 y 1960. Uno de sus mayores exponentes es el peruano José María Arguedas, quien, en Los ríos profundos (1958), retrata la problemática del indio desde su propia experiencia vivencial. En esta novela, considerada por la crítica especializada la mejor de su producción literaria, narra el proceso de maduración de Ernesto, un muchacho de 14 años, enfrentado a las injusticias del mundo adulto, pero también a las injusticias sociales y raciales, sobre todo, contra los comuneros o indígenas del mundo andino, donde impera la violencia racial, social y sexual, y una suerte de división del país entre dos mundos que conviven a pesar de sus diferencias: la indígena y la occidental, el de los hacendados explotadores y el de los indios sojuzgados por un sistema despiadado, discriminador y patriarcal.

La protesta indigenista alcanza su cúspide en El mundo es ancho y ajeno (1941) del también peruano Ciro Alegría. Esta obra voluminosa y densa se ocupa de la lucha tenaz, obstinada y valiente de la comunidad india de Rumi en contra de los avasallamientos de un hacendado vecino, quien, amparado por jueces corruptos y testigos falsos, quiere arrebatarles sus tierras para expandir su ya inmensa propiedad y convertir a los comuneros en peones de sus minas y cocales. La dureza de las escenas, con indios levantados en armas y la brutal represión por parte de la guardia civil, se compaginan con un análisis de las estructuras políticas que hacen de los personajes, por su condición social y extracción racial, elementos integrados en clases sociales antagónicas, nada menos que en un país donde los blancos y mestizos son los patrones, a diferencia de los indios que constituyen la vasta capa de peones y pongos.

Los autores de la corriente indigenista abogan a favor de los indios, asumiendo una posición política que los identifica con las naciones indígena-originarias. Algunos resaltan los temas sobre la explotación, marginación, pobreza y el choque entre la cultura hispana y la indígena. En el caso de los autores bolivianos, el eje argumental de sus obras gira en torno a la servidumbre de los indígenas a través del pongueaje, como en Surumi (1943) o Yanakuna (1952) del cochabambino Jesús Lara, quien tiene a los campesinos vallegrandinos como protagonistas centrales de sus novelas que, tanto por el contenido como por el tratamiento del tema, son obras de protesta y denuncia social.

Su novela Yanakuna, vinculada a la problemática social del indígena, pone de manifiesto el sufrimiento de los indios que son discriminados, tratados como esclavos y abusados sexualmente por los patrones. Asimismo, expresa las ansias de liberación del campesino quechua que buscan defender sus derechos y su dignidad humanas, frente a los terratenientes que se aprovechaban de la fuerza de trabajo para la producción agrícola, trabajando en tierras que les fueron arrebatadas a lo largo de la historia; una temática recurrente en varios autores nacionales, sobre todo, si se considera que en Bolivia, hasta mediados de siglo XX, se contaba con un sistema agrario latifundista caracterizado por una desigual tenencia de la tierra y condiciones de trabajo de tipo semi-feudal. Aproximadamente el 4% de la población era propietaria del 70% de la tierra productiva. Los indios no tenían más que una pequeña parcela, asignada por el hacendado, para el cultivo y la supervivencia, a cambio de una diaria prestación laboral en la hacienda, donde debían ofrecer servicios personales remanentes de la época colonial a la familia del hacendado.

De otro lado, cabe señalar que los autores de la corriente indigenista no pertenecían a las culturas originarias, aunque actuaban como portavoces de las culturas oprimidas que no podían levantar la voz, salvo José María Arguedas, quien, a pesar de haber sido mestizo de nacimiento, convivió con los sirvientes indios de la hacienda, donde modeló su personalidad y asimiló el quechua como su lengua materna; factores que le permitieron penetrar en el alma de los indígenas, expresando de manera poética la realidad, folklore, tradición y cosmovisión del mundo andino.

La literatura en lenguas indígenas-originarias apareció recién en las últimas décadas. Los escritores han accedido a la escritura en sus lenguas autóctonas y han producido diversos textos tanto en verso como en prosa. Esta literatura, sin lugar a dudas, refleja no solo el pensamiento y sentimiento de cada creador, sino que está impregnada de la sabiduría de las culturas originarias, de la tradición oral, la filosofía de los ancianos y el imaginario ancestral hecho con la armonía y la belleza que posee cada cultura. Sin embargo, se espera que en el presente y el futuro surjan nuevas voces, desde el seno mismo de las culturas originarias, para narrar con elementos estilísticos y patrones culturales de las naciones y pueblos indígena-originarios. 

sábado, 13 de agosto de 2022

VÍCTOR MONTOYA CARGADO EN LAS ESPALDAS DEL TÍO DE LA MINA

El pintor y muralista Víctor Bravo Zambrana, utilizando una técnica combinada en el contexto de las artes plásticas, realizó una obra pictórica, donde destaca el Tío de la mina, dios y diablo en la mitología minera, cargando en su llijlla o aguayo al escritor Víctor Montoya, quien se considera el escribano del Tío, debido a que una de las facetas más reconocidas de su producción literaria está dedicada a narrar las aventuras y desventuras del dueño absoluta de las riquezas minerales, quien exige a los mineros rendirle tributo, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y botellas de aguardiente.

En la representación simbólica, plasmada sobre cartón-tela por el artista Víctor Bravo Zambrana, el Tío parece estarse raptando al escritor rumbo a las tenebrosas galerías de la mina, mientras el autor de Cuentos de la mina, Conversaciones con el Tío de Potosí y Crónicas mineras, cargado como una guagua, con un libro y una plumafuente en las manos, se deja conducir complacido hacia el vientre de la Pachamama, donde está el reino del imponente personaje de la cosmovisión andina, un híbrido entre lo profano y lo sagrado, que ya forma parte de la vida y obra del escritor Víctor Montoya.

 La pintura del artista plástico, nacido en la población minera de Catavi, al norte del departamento de Potosí, es una buena muestra de que, con desbordante fantasía y destreza en el manejo de los pinceles y colores, puede fusionarse la creación literaria con el arte pictórico, logrando obras en las que una imagen dice más que mil palabras.


miércoles, 13 de julio de 2022

NUEVO RECONOCIMIENTO PARA EL ESCRITOR VÍCTOR MONTOYA

El pasado lunes 17 de julio, en el marco del XXVI aniversario de fundación de la sub alcaldía del distrito de Siglo XX, fue reconocida la labor literaria de Víctor Montoya, cuya obra está dedicada al rescate de la historia, mitos, relatos y leyendas de esta población minera, conocida en la pasada centuria como “el laboratorio de la revolución boliviana”.

El acto de reconocimiento se llevó a cabo en una sesión de honor y ante la presencia de los dirigentes de la Federación de Juntas Vecinales (FEJUVE), autoridades ediles, representantes de la Universidad Nacional “Siglo XX”, el Archivo Histórico Minero de Catavi y diversas instituciones culturales y políticas de la ciudad de Llallagua.

Adalid Jorge Aguilar, alcalde del Gobierno Autónomo Municipal, hizo la entrega del reconocimiento en medio de un voto de aplausos y palabras que destacaron el significativo aporte del escritor al conocimiento de los valores históricos, políticos y culturales de una de las principales poblaciones mineras del norte de Potosí.

Víctor Montoya, autor de más de una veintena de libros, se sintió honrado por el reconocimiento y agradeció a la sub alcaldía por haberlo convocado a la sesión de honor en su XXVI aniversario de fundación.



 

jueves, 7 de julio de 2022

 

ELEGÍA A RENÉ PATZI, EL CANTAUTOR DEL PUEBLO

René Patzi, el leal amigo y compañero de innumerables hazañas, aunque murió en Oruro, siempre será recordado como el eximio músico y cantautor llallagueño, porque en esta tierra, de valerosos mineros e indomables amas de casa, trascurrió su infancia y adolescencia. Así en vida haya transitado por lejanas tierras, jamás dejó de cobijar en su fuero interno el sincero deseo de enterrarse en el cementerio de Llallagua, en este jirón patrio donde aprendió a templar no solo su guitarra y su voz, sino también sus ideales que se forjaron al lado izquierdo donde palpitaba su corazón. Supo atesorar los mejores pensamientos y sentimientos de los desposeídos y supo ser un verdadero amigo de los amigos.

Lo conocí desde la escuela primaria, fuimos compañeros de banco y de aventuras infantiles en la Escuela Jaime Mendoza. Después seguimos nuestros estudios en el Colegio 1ro de Mayo, donde organizamos células de estudiantes revolucionarios, quienes no cesaban de agitar contra la dictadura militar de los años ‘70, siempre en sincronía con el movimiento sindical minero y el comité de amas de casa. Algunas veces, cubiertos con pasamontañas para no ser identificados, nos dedicábamos a distribuir volantes y panfletos subversivos en Catavi, Siglo XX y Llallagua.

Mientras realizábamos esta actividad clandestina, casi siempre burlando la vigilancia policial, él no paraba de comprar instrumentos musicales del folklore nacional ni dejaba de agrupar a un conjunto de muchachos para que lo acompañaran, con bombos, quenas y charangos, en las horas cívicas del colegio, donde sus presentaciones eran las más solicitadas por los y las estudiantes mayenses. Un día de esos, me propuso tocar el bombo en su conjunto. Yo le dije que cada cual tenía una misión en la vida, que su oficio era hacer música, pero música protesta, y que el mío era organizar células para hacer la revolución de obreros y campesinos.

René Patzi era un ser que no dejaba de tener ocurrencias ni dejaba de sorprenderse con las curiosidades y especulaciones esotéricas propias de las seudociencias populares. Por ejemplo, un día después de clases, me ensenó una revista, con ilustraciones a todo color, dedicada a la teoría de la Atlántida, la isla que, según el relato del filósofo griego Platón, sucumbió bajo las tormentosas olas del mar y fue cubierta por grandes masas de lodo. Lo que no se sabía, a ciencia cierta, era en qué lugar y cuándo sucedió exactamente el diluvio, salvo que la Atlántida estaba habitada por seres gigantes, algunos con un solo ojo en la frente y otros con los pies grandes como las patas de dinosaurio; una leyenda de la tradición oral que, como a todo adolescente curioso y de espíritu sensible, le llamaba poderosamente la atención, hasta el extremo de que creía que la Atlántida estaba ubicada en las costas del Océano Atlántico, en el extremo sur del continente americano, más exactamente en la Patagonia argentina o en la Zona Austral de Chile. Al final de nuestra conversación sobre la desaparecida Atlántida, me preguntó: ¿Y tú crees que haya existido esa antigua civilización? No lo sé, le contesté. Mientras no haya pruebas concretas, no sé en qué creer, pero como bien dice el proverbio: Ver para creer.

Más de una vez se nos ocurrió la idea de realizar excursiones hacia los escarpados cerros y las áridas pampas del norte de Potosí, con la finalidad de hacer prácticas guerrilleras, inspirados por las experiencias foquistas que estallaron en las montañas de Ñancahuazú y Teoponte. Recuerdo, asimismo, que en uno de esos entrenamientos de tres días, nos quedamos sin víveres antes de tiempo, así que René Patzi, recordando los platos de comida y los panes menospreciados en la casa de su señora madre, se puso a llorar de hambre, como evidenciando que la vida del guerrillero era más sacrificada que la idea romántica que nosotros teníamos de ellos.

En otra ocasión, cuando volvimos al campo para recolectar insectos y luego armar nuestros insectarios en la clase de Ciencias Naturales, René Patzi tuvo la ocurrencia de llevarse dos conservas de sardinas con tomate, que su señora madre, dedicada a la venta de coca, alcohol, cigarrillos y otras mercaderías, le entregó sacando de uno de los estantes que tenía en la tienda. Él las tomó como si se trataran de verdaderos majares. Estando ya en las cercanías del pueblito Nueva Granada, y al cabo de haber buscado, debajo de las piedras y arbustos, arañas, alacranes y otras alimañas, nos las zampamos entre los seis muchachos que formaban parte de la aventura. Minutos más tarde, empezamos a sentir dolores en el estómago, nos pusimos blancos como el papel y acabamos lanzando lo ingerido a orillas de un riachuelo. Solo entonces caímos en la cuenta de que las sardinas tenían la fecha de vencimiento caducada desde hacía más de dos años. De modo que, entre retorcijones de estómago y dolores de cabeza, todos acabamos tendidos y desparramados como soldados derrotados en una batalla que nunca se libró; una experiencia que, sin embargo, nos enseñó la lección de que mejor era morirse de hambre que morirse intoxicados por conservas de sardinas pasadas de tiempo.

Como la música era la mayor pasión de su vida, no dejó de entrenar su voz ni tocar sus instrumentos todas las tardes, apenas terminábamos las clases y él llegaba a su casa, con el afán de conformar su primer grupo musical. Fue entonces, en tiempos en que las dictaduras militares imperaban en América Latina, que aprendió a interpretar la música protesta de los chilenos Quilapayún, Inti-Illimani, Víctor Jara y Violeta Parra, un ramillete de canciones que formaban parte de su extenso repertorio donde no faltaban las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco. No está por demás decir que era también un apasionado de las sambas argentinas y las cuecas del folklore nacional.


El año 1975, entró en contacto con la música de otros cantautores latinoamericanos, cuyos temas abordaban las atrocidades cometidas por los regímenes dictatoriales del Cono Sur, que habían desencadenado procesos sanguinarios contra los opositores políticos, asolando a sus países y dejando una reguera de muertos, heridos, encarcelados, torturados, exiliados y desaparecidos. En ese periodo, cuando la tristemente famosa Operación Cóndor sembró el pánico y el terror entre los militantes de la izquierda, René Patzi se dedicó a cantar las canciones de los venezolanos Solead Bravo y Alí Primera, cuyos discos se los había prestado nuestro compañero Víctor Martínez, quien, a su vez, me los pidió prestado a mí, que tenía esos discos debido a que mi padrastro los trajo de Venezuela en 1974, como un obsequio y suvenir del congreso realizado en Caracas por la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadores Estatales (CLATE).

René Patzi, obedeciendo a los dictados de su conciencia, siguió cultivando la música protesta, la nueva canción latinoamericana, que era el repertorio que se escuchaba entre los jóvenes revolucionarios que teníamos el pensamiento puesto en la revolución obrera y la construcción de una sociedad más justa y equitativa.  

Al fragor de las luchas emprendidas por el proletariado minero, que tenían su epicentro en las poblaciones de Catavi y Siglo XX, surgieron sus primeras composiciones musicales, mientras entrenaba su potente voz y perfeccionaba su destreza en la ejecución de la guitarra, un instrumento que lo acompañaría a lo largo de su vida, ya que René Patzi, a diferencia de los guerrilleros, decidió empuñar la guitarra y no el fusil, convencido de que un instrumento de cuerdas era también un arma poderosa para denunciar las injusticias sociales y las discriminaciones raciales en un país que buscaba romper con las cadenas de la opresión imperialista.

Recuerdo también que otra de las facetas de su personalidad creativa era la pintura y el dibujo. No en vano era uno de los alumnos más apreciados y hasta premiados por la profesora de artes plásticas. Destacó con sus obras realizadas con lápices, pinceles y acuarelas, que llamaban la atención de los compañeros del curso y despertaban el elogio entre los profesores del colegio. No sé si después del bachillerato siguió cultivando el arte pictórico, pero sí sé que tenía todo el potencial para trocarse en un artista plástico de alto vuelo, ya que sus creaciones estaban esbozadas a partir de sus observaciones del entorno social y, como es natural, estaban matizadas con los colores de la vida.     

Años más tarde, cuando yo me encontraba todavía exiliado en Suecia, me enteré, por comentarios de los amigos, que René Patzi se marchó a la Argentina, donde dignificó el folklore boliviano y fue invitado a tomar parte en los conciertos junto a artistas de renombre internacional como Jorge Cafrune, Horacio Guaraní y Mercedes Sosa. Asimismo, me contaron que participó en los festivales de Cosquín y que realizó viajes a Europa, África y Asia, cargando en bandolera su guitarra y ampliando su horizonte en el ámbito musical, consciente de que la música era el único lenguaje universal que no conocía fronteras.

Ya de retorno a Bolivia, volvimos a reunirnos en Cochabamba, en un encuentro de amigos y compañeros del Colegio 1ro de Mayo, que se llevó a cabo en julio de 2011; una excelente ocasión que nos permitió retomar nuestra amistad con el afecto y el cariño que nació en la infancia y que perduraría para siempre.

No volvimos a perder el contacto; es más, volvimos a reunirnos en ocasión del reconocimiento que le concedió el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua el 21 de enero de 2020. Él agradeció públicamente mi presencia en el Salón Rojo y yo le dediqué unas palabras de elogio y aproveché para regalarle algunos de mis libros, que los envolví, como una suerte de presente sorpresa, en un papel rojo que llevaba un rozón del mismo color. Después me contaron sus hermanos, quienes conformaban el grupo musical Natividad, que René Patzi lo guardó celosamente el paquete en el cuarto del hotel y que no quiso abrirlo ni enseñarlo, sino hasta que retornó a Cochabamba.

En el festejo que le preparó la subalcaldía del distrito central de Llallagua, en coordinación con Manfred Espada, le escuché cantar, a viva voz, las composiciones de su autoría y, aprovechando uno de esos instantes, entre trago y trago, le dije que tenía que re-producir sus temas y, de una vez por todas, lanzarlos en las diversas plataformas de Internet, para el deleite de sus admiradores y para que se conozcan sus canciones a nivel nacional e internacional. Ahí mismo le propuse que reuniera sus textos para publicarlos como una suerte de poemario. Él pensó un instante y aceptó mi propuesta, considerando que era una idea que lo motivaría a dejar el precedente de que el músico era también un poeta de sobrados quilates.

Desde luego que, debido a su deceso tras un fortuito accidente, acaecido en la ciudad de Oruro en la madruga del 10 de abril de 2022, muchos de estos proyectos quedaron truncos, como cuando un viajero se queda plantado a medio camino. Así que sus familiares, amigos, compañeros y conocidos, nos quedamos con la tarea de concluir con sus anhelados sueños hechos de cadencias musicales y versos encendidos al rojo vivo.

En marzo de 2022, cuando estaba a punto de lanzar en YouTube y Facebook otra de sus formidables composiciones, con la compañía musical de sus hermanos Néstor y Eddy, me llamó desde Cochabamba, solicitándome que escribiera una breve introducción para destacar el tema histórico que abordaba en su canción compuesta con infinita convicción y pasión a finales de los años ‘70. Yo le contesté que, en consonancia a nuestra vieja amistad de amigos y compañeros de lucha, estaba dispuesto a echarle unas líneas para contextualizar que el Abrazo de Charaña, entre los dictadores militares de Bolivia y Chile, no fue otra cosa que una farsa diplomática y un canje territorial que, debido a varias razones geopolíticas, no se concretó como si las aguas del Pacífico se hubiesen escurrido entre los dedos de las manos. Desde luego, accediendo a la solicitud del cantautor y sin pensar dos veces, escribí el breve texto que usted, atento lector, puede leer a continuación:

René Patzi, el músico de siempre, desde siempre, nos refresca la memoria a través de su composición referida al Abrazo de Charaña, en 1975, entre Augusto Pinochet y Hugo Banzer Suárez, dos abominables dictadores que asolaron a sus países con crímenes de lesa humanidad. El artista nos canta del cambalache territorial que, ante la atónita mirada de los pueblos hermanos, se congeló como los gélidos soplos del viento en la estación ferroviaria de Charaña, donde el fervoroso abrazo de los dictadores, ataviados con calatravas y charreteras de general, fue el símbolo de la patrioterismo vocinglero que no tuvo más testigos que sus testaferros dedicados a bañar en sangre a los habitantes de dos pueblos hermanos, donde los gritos de tortura se multiplicaban en ecos como las partituras de la música hecha de pura conciencia y denuncia popular….

René Patzi era el cantor del pueblo, el que sumó a su voz, templada como el acero, la voz de los obreros, estudiantes y campesinos, en un franco compromiso social que lo situó como al intérprete del pueblo en la constelación musical donde suenan las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco, quienes fueron sus principales referentes, al menos en los comienzos de su largo itinerario como cantante y trovador.

Como todo enamorado de la música folklórica, no dejaba de escuchar a otros artistas como los hermanos Hermosa, Junaro, Yuri Ortuño y Gerardo Arias, quien cautivaba a multitudes con canciones como El minero, que René Patzi escuchaba una y otra vez, como quien sabía que las canciones nacidas del fondo del alma eran las únicas que llegaban al corazón del pueblo.

Todos quienes lo tratamos de cerca, no teníamos la menor duda de que René Patzi había nacido para ser el músico del pueblo, el trovador que manejaba la guitarra como bandera de libertad, cantándole al pueblo lo que el pueblo quería escuchar de sus labios, que eran los genuinos instrumentos que le permitían articular los versos que él mismo escribía con originalidad, propiedad y sentido común. Ahí están sus composiciones dedicadas a la masacre de San Juan de 1967, a la guerrillera nicaragüense del Frente Sandinista de Libración Nacional y sus diversas canciones destinadas a los trabajadores de la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Era costumbre escucharlo cantar, hora en el escenario, hora en el ruedo de amigos, las músicas románticas del recuerdo, las baladas de los años ‘70 y las sambas argentinas que conformaban su amplio y selecto repertorio. Aunque su música era un amplio abanico de ritmos que él sabía interpretar con todo el furor de sus pulmones, lo más probable es que quienes lo conocimos en persona y seguimos su trayectoria de cerca y de lejos, no siempre reconocida mediáticamente en el ámbito nacional e internacional, no dejaremos de escuchar ni de cantar sus composiciones dedicadas a Llallagua, a esta tierra que lo vio crecer y fue una de sus fuentes de inspiración. No en vano la música y letra de su cueca: Soy de Llallagua, nortepotosimanta, es la viva expresión de lo mejor de sus pensamientos y sentimientos que, apenas vertidas en cadenciosas melodías, se convirtió –y se convertirá– en una suerte de himno dedicado al terruño donde transcurrió su infancia y juventud.

Él mismo, como lo expresó en los versos de Soy de Llallagua, nortepotosimanta, tuvo el hondo deseo de morirse y enterrarse en su pueblo minero, de cuyas profundas entrañas brotó el estaño y el coraje de los mineros. René Patzi estaba consciente de que Llallagua fue el semillero de grandes dirigentes sindicales, la cuna de indomables amas de casa y la escuela revolucionaria de jóvenes que no dejaron de luchar contra los gobiernos dictatoriales.

El 8 de abril de 2021, en los funerales de nuestro común amigo y compañero Víctor Martínez, quien falleció de una manera inesperada e insólita, nos re-encontramos en una funeraria de la Llajta y nos fundimos en un apretado abrazo, sin mediar palabras pero comunicándonos con las miradas empañadas por la congoja de saber que uno de los nuestros se nos iba en plena pandemia. Esa tarde, de insondable pesadumbre y sofocante calor, mientras me conducía hacia el cementerio, en su auto recién adquirido y en compañía de sus hermanos, se me ocurrió comentarle que cuando estaba en Caracas, un amigo venezolano, dedicado al teatro de títeres, me invitó una cerveza fría nada menos que un día en que el calor penetraba por los húmedos poros de la piel. No hay mejor clima ni mejor momento que una tarde inundada de sol para saborear una cervecita fría, le dije. René Patzi detuvo el auto a la vera del camino, se bajó con parsimonia, se acercó a una tienda y compró una lata de cerveza. Volvió al auto, encendió el motor y, mirándome de reojo, me la entregó para que la saboreara a mi regalado gusto, mientras proseguimos rumbo al cementerio. Esa fue, quizás, su mejor demostración de cariño, un sincero gesto de amistad que no tiene precio ni parangón. Ahí mismo, en el portón de salida del camposanto, nos despedimos efusivamente, sin saber que esa sería la última vez que se comunicaban nuestras voces y miradas, en medio de un cortejo fúnebre en estado de llanto. 

Ahora que ya no está con nosotros, entre nosotros, debe recordarse que René Patzi formaba parte de los cantautores que vivieron íntegramente para cultivar el arte musical, de esa pléyade de artistas que pensaron y sintieron como su pueblo; más todavía, ahora que sus restos descansan, como él lo deseó sin vacilar un solo instante, en el cementerio general de su querida y añorada Llallagua, es natural que su tumba se convierta en una más de las atracciones turísticas para los visitantes nacionales y extranjeros, quienes desean conocer a los personajes notables de esta tierra minera, a esos hombres y mujeres que dieron renombre a las poblaciones del norte de Potosí con su lucha y su coraje, que vale tanto como todo el estaño que se produjo para alimentar al mundo entero.

Los familiares, amigos, compañeros y conocidos, que lo vimos partir hacia el parnaso donde moran los grandes artistas del verbo y la melodía, estamos en la obligación ética y moral de conservar su legado musical como un patrimonio inmaterial del pueblo, ya que sus poesías, escritas con límpida conciencia y corazón en la boca, reflejan las tragedias humanas de los más desposeídos, convirtiéndose en himnos de protesta contra los poderes de dominación.

No todo se acabó con la muerte de René Patzi, todavía estamos a la espera de que vuelva a escucharse su voz, como ecos nacidos en las quebradas de las montañas, así sea en las voces de otros artistas que conservan su legado musical, ese canto de protesta y denuncia social que a René Patzi le brotó del corazón como la mejor expresión de su alma, más parecida a una cajita de resonancias que producía partituras que él transformaba en música con las cuerdas de su guitarra y su melodiosa voz que penetraba en los oídos y corazones de quienes lo considerábamos un músico de oficio y vocación, un músico que aprendió a vibrar junto a la pasión de un pueblo que jamás olvidará su pasó por la vida y la historia.

Los cantautores como René Patzi no mueren, tienen vida eterna y sus canciones se multiplican en otras voces y en otros instrumentos que lo traen hacia nosotros una y otra vez, porque sus canciones, que corren como los soplos del viento, se inmortalizarán en la memoria colectiva, como llamas encendidas en los corazones de los amantes de la música protesta, que es también un arte entre las artes, con mensajes destinados a los enamorados de la libertad y la justicia.