lunes, 2 de agosto de 2021

 

CONFESIONES DE UN LECTOR DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Les cuento que durante mucho tiempo me dediqué a escribir sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil y juvenil, no solo porque soy escritor, sino también profesor. Cuando me encontraba en Europa, donde viví por más de 34 años, dirigí talleres de literatura para niños y jóvenes, con la idea de demostrarles a los chicos y grandes que cualquiera podía llegar a ser escritor de cuentos y poemas. De esos talleres resultó el libro Cuentos de jóvenes y niños latinoamericanos en Suecia (1983), que se publicó en Estocolmo y se usó como material de apoyo en la enseñanza del español como idioma materno en algunas escuelas suecas.


Años más tarde, motivado por el hermoso cuento Tormenta en los Andes, escrito por Walter Guevara Arze, quien fue presidente de Bolivia en 1979, decidí elaborar una antología de cuentos bolivianos en los cuales los protagonistas principales fuesen niñas y niños bolivianos. Reuní a 34 de los mejores escritores de entonces y publiqué el libro: El niño en el cuento boliviano (1999), que tuvo muy buena recepción y positivos comentarios en la prensa. Los escritores quedaron felices al saber que sus cuentos se leerían dentro y fuera de Bolivia, y yo, como se imaginarán, tenía el corazón latiéndome como cuando se termina de jugar un partido de fútbol o se ha saltado por mucho tiempo con una cuerda. 

Pero como mi interés por la literatura destinada a los niños y jóvenes seguía creciendo y creciendo como la espuma, no pude resistir la tentación de escribir un libro teórico sobre las condiciones fundamentales que deben reunir los libros que los escritores e ilustradores elaboran con esmero para los pequeños lectores. De esa inquietud, por demás necesaria y apasionante, surgió el ensayo: Literatura Infantil. Lenguaje y fantasía, que ya tiene varias ediciones desde el año 2003. En ese libro quise explicarles a los profesores, padres de familia y a todos quienes trabajan con los niños y adolescentes, lo importante que es la literatura infantil y juvenil para incentivar el hábito de la lectura, pero también para estimular y desarrollar la fantasía, el lenguaje, la inteligencia y la personalidad de los individuos desde su más tierna edad.

Aunque yo vivía en una población minera del norte de Potosí, donde los niños y adolescentes no podíamos disfrutar de la literatura infantil y juvenil, por la falta de bibliotecas escolares y porque casi nadie tenía este tipo de libros en sus hogares, tuve la posibilidad de hacerme de varias revistas de serie que, de alguna manera, me abrieron las puertas de ese fascinante universo donde las historietas estaban ilustradas con imágenes a todo color. Desde luego que esas revistas no correspondían al género de la literaturas infantil y juvenil, pero ocupaban el tiempo libre de los niños y jóvenes, entreteniéndonos en los horrorosos momentos de soledad y aburrimiento.

Desde que aprendí a leer y escribir con la ayuda del libro de texto Alborada, de las profesoras Albertina Condarco de Duchen y Laura Condarco De la Quintana, estaba ya listo para leer otros libros que fuesen de mi interés y no del interés de mis padres ni profesores, pero, por mucho que las buscaba en los anaqueles de la biblioteca pública de la Alcaldía de Llallagua y en la biblioteca del colegio nocturno Primero de Mayo, no las encontraba por ningún lado, como si estuviese buscando una aguja en un pajar. Cuando empecé la educación secundaria, como todo adolescente que termina de cruzar el umbral de la pubertad, tenía las esperanzas de acceder a la literatura que, por razones inherentes a la trágica realidad de los centros mineros, se me había privado en la infancia. Mas pronto me di cuenta de que estaba equivocado, ya que mis profesores de lenguaje y literatura, en lugar de proporcionarme los libros de aventuras de Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson o Julio Verne, me dieron a leer libros de la llamada literatura clásica, como El cantar de Mío Cid de autor anónimo, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, la Ilíada y La Odisea de Homero; libros escritos de manera abigarrada, con un lenguaje complejo para mi escaso vocabulario y desarrollo lingüístico, con episodios contextualizados en épocas pretéritas de la historia europea y personajes ajenos a mi entorno sociocultural.

A estos libros impuestos por los expertos en literatura, se sumaban las obras de algunos autores hispanoamericanos que, a la hora de pergeñar sus obras, no pensaron en crear una literatura para los adolescentes y mucho menos en satisfacer las expectativas de un joven lector. De modo que esas tediosas lecturas del colegio, que más parecían un castigo dentro del sistema educativo, no estimulaban el hábito de lectura ni potenciaban el afán por seguir explorando en los territorios de la palabra escrita, tras la búsqueda de los cofres donde reposaban las auténticas joyas de una literatura bien lograda en la forma y el contenido.

Entonces, como no tuve una niñez y una adolescencia rodeada de libros de literatura infantil y juvenil, llegué a la edad adulta sin haber leído los cuentos ni los poemas de los escritores/as que dedicaron su tiempo y talento a los niños y jóvenes bolivianos. Quizás debido a eso, tuve que volver a mi pasado para leer y conocer a los autores/as que, desde las décadas de los años 30 y 40 de la pasada centuria, escribieron obras destinadas a los niños y jóvenes de esta patria multilingüe y pluricultural. Leí sus obras con la misma curiosidad y pasión de quien descubre un mundo desconocido y, como envuelto en un halo de alucinación, me nació el deseo de presentar en un libro, estructurado en orden cronológico, un pedazo de la vida y obra de 15 precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana (2021), sin otro motivo que dar a conocer lo que es poco conocido y hasta desconocido, y sin otra intención que compartir con otros lectores el interés por conocer primero lo nuestro, antes de cruzar las fronteras nacionales y echarnos a recorrer por los senderos de la literatura universal.

Ahora que he escudriñado en los recovecos de las bibliotecas públicas y privadas, donde encontré incluso varios libros cubiertos de polvo y olvido, me deslumbré con la presencia de tantos autores/as que nos hablan desde las páginas impresas de sus obras y, acaso sin darme cuenta, me propuse seguir escribiendo en torno a la literatura infantil y juvenil boliviana que, como es bien sabido por todos, se despojó de su traje de Cenicienta del siglo pasado para convertirse en la apreciada princesa del presente siglo, cuyas condiciones sociales, económicas y culturales son más favorables para los niños y jóvenes, quienes se constituyen en los pilares vitales de una sociedad donde los libros, además de ser instrumentos de formación y comunicación, son, algunas veces, como casas habitadas por los personajes de la vida real y, otras veces, son como castillos de fantasía habitadas por las criaturas de la imaginación.

Mis indagaciones sobre la literatura infantil y juvenil boliviana, desde que me establecí en la cuna de mi nacimiento, me han dado muchas satisfacciones, permitiéndome entablar amistad con varios de los escritores/as que se dedican con genuina vocación a crear obras dedicadas a los lectores que necesitan alimentar su espíritu con historias protagonizadas por personajes que, de un modo consciente o inconsciente, reflejan su propio fuero interno, compuesto por un puñado de realidades y otro puñado de fantasías, debido a tanto los niños, a diferencia de los adultos, no tienen un pensamiento enteramente lógico y hacen suyas las obras donde los argumentos y personajes se mueven en la sutil frontera donde termina la realidad y comienza la ficción. 

Aquí es necesario reconocer que yo mismo, en mi condición de narrador, nunca escribí un solo libro para niños, consciente de que no cualquiera puede crear una obra que despierte el interés de los lectores, con personajes que tengan vida propia y una temática que sea de su entero agrado, pues una cosa es escribir cualquier folletín a nombre de literatura infantil y otra muy distinta escribir un cuento, novela o poema, concebido desde la perspectiva de los niños y jóvenes, quienes, aparte de no aceptar que un autor/a les meta gato por libre, son los mejores jueces para tirar por los aires un libro que no les gusta, por mucho de que esté lujosamente empastado y cuente con el aval de los críticos literarios. Lo que los niños y jóvenes necesitan son libros cuyos personajes respiren junto a ellos y cuyos argumentos les toquen las fibras más sensibles de su personalidad, con una fuerza natural que haga ecos por mucho tiempo en el crisol de su memoria.

La literatura infantil y juvenil, lejos de transmitir normas de comportamiento moral y conocimientos científicos, es un instrumento que sirve para despertar la capacidad creativa de los lectores, para estimular el hábito de la lectura y para meterlos en una suerte de capsula fantástica donde el tiempo y el espacio real desaparecen, para dar paso a otros seres y otras constelaciones que tienen su propio tiempo y espacio. Si los niños logran escaparse de su realidad inmediata a través de la lectura de un libro, cuya historia tiene la fuerza de mantenerlos en un estado parecido al ensueño, entonces debe deducirse que el autor/a ha logrado consumar su principal objetivo, que consiste en hacer que los lectores se zambullan en un mar de letras, que hagan suyas las historias que se les cuenta y, en el mejor de los casos, que sean cómplices de las aventuras de la imaginación del artista de la palabra escrita.  

Ahora bien, mientras la vida me mantenga vivo, no dejaré de leer libros de literatura infantil y juvenil, sobre todo ahora que estoy fregado por haberme adentrado en las obras de los autores/as contemporáneos de Bolivia, donde se nota el florecimiento en los jardines de una de las literaturas que, durante muchísimo tiempo, parecía haberse congelado como un tempano de hielo en medio de un frígido invierno, provocado por la falta de mejores políticas culturales de parte de las instancias dependientes del Estado y de los actores implicados en la producción, promoción y planificación de lectura de los libros que dan tantas satisfacciones sin pedir nada a cambio.

Es cierto que soy una persona adulta, que me hace viejo solo en apariencia, pero eso no es un obstáculo para que siga leyendo libros de literatura infantil y juvenil, como quien busca refugiarse de los problemas de los mayores en las obras que encandilan la razón -y la sinrazón-, con palabras que tejen historias tanto reales como ficticias. Y si alguien me preguntara por qué sigo leyendo libros escritos para niños y jóvenes, no dudaría en confesarles mi secreto: aunque soy una persona adulta, sigo siendo niño y joven por dentro, por eso me encanta maravillarme leyendo los mismos libros que otros leen a hurtadillas y porque tengo un vivo interés por conocer a los autores/as que nos han dedicado sus libros con inconmensurable pasión y cariño.

La literatura infantil y juvenil, en realidad, no conoce edades; su único propósito es entretener a los lectores que, aun siendo viejos, no han dejado de ser niños en el fondo de su alma. De ahí que cuando los padres leen para sus hijos cuentos de hadas a la hora de dormir, no hacen otra cosas que revivir los años de su propia infancia, cuando también a ellos les leían sus padres, sentados o recostados en la cama, cuentos que les iluminaban la imaginación y los transportaban a otras dimensiones donde era posible que una flor hable, un árbol camine y un río cante; o esos otros cuentos fabulosos de la tradición oral en los que un sapo podía convertirse, con un solo beso, en un hermoso príncipe, o una niña pobre podía trocarse, gracias a la varita mágica del hada madrina, en una bella y afortunada princesa.

Por último, cabe recordarles a mis compañeros de ruta, a quienes reman en la misma dirección, que todo lo que se haga a favor de la literatura infantil y juvenil, tanto dentro como fuera del país, será siempre un acto loable y una acción que ayudará a comprender que los libros no siempre son medios para impartir conocimientos científicos, sino cajitas mágicas, de ilusiones y sorpresas, donde los argumentos y personajes cobran vida mediante el arte de la palabra escrita, y que la lectura en las unidades educativas no puede -ni debe- ser una tarea forzada, sino una actividad de relajamiento y felicidad, similar a un espacio lúdico donde no tienen lugar el aburrimiento ni la obligación.


sábado, 10 de julio de 2021

 

LA CALLE DONDE MUEREN LOS VALIENTES

Cuando era niño vivía con mis abuelos, cuya casa estaba ubicada al fondo de un callejón sin salida que, en realidad, era un apéndice de la calle Modesto Omiste, más conocida por los pobladores como la calle donde mueren los valientes, debido a la cantidad de trifulcas, a veces con funestos desenlaces, protagonizadas por los parroquianos que asistían a las chicherías que abundaban en esta calle, que se extendía desde la entonces Plaza 10 de Noviembre (actual Plaza de Armas), donde está emplazado el edificio de la municipalidad de Llallagua, hasta la entonces Plaza Nueva (actual Mercado Central), donde los niños nos dábamos cita para jugar.

Lo que no sabía por entonces era el porqué le pusieron el nombre de Modesto Omiste a la calle, mal empedrada y con subidas y bajadas, con casas de adobe y techos de calamina o paja brava. Lo único que sabía era que el callejón sin salida, donde estaba la casa de mis abuelos, antes fue un basural por donde cruzaba un río que, en épocas de aguacero, arrastraba todo lo que encontraba a su paso. En este mismo lugar, donde abundaban perros, gatos y cerdos, las personas hacían sus necesidades y echaban los cubos de basura.

Mi abuelo compró esos terrenos baldíos, levantó un poteo con piedras labradas sobre el río y ahí mismo mandó construir su casa, con una hilera de cuartos alrededor del patio y un jardín incluidos. Yo jugaba con los niños de la vecindad y no era raro que llegáramos, empujando una tapa-corona con el trompo, hasta la calle Omiste, donde estaban las chicherías que expendían el néctar de los incas, la bebida alcohólica elaborada a base de maíz, que se fermentaba en tinajas de gran tamaño y que las cholitas Akhabanderas (chicheras con banderines blancos en la mano) ofrecían en tutumas a los parroquianos, quienes, al caer la tarde y armados con charangos y guitarras, se metían a cantar y bailar, mientras consumían las jarras llenas del amarillo brebaje, que los tumbaba como sacos de papas o les despertaba sus instintos agresivos, que casi siempre terminaba en gritos, insultos y, como ustedes se imaginarán, en un remolino de patadas y puñetes. 

A altas horas de la noche, la calle parecía una olla de grillos y, poco después, un hervidero de vozarrones de borrachos y chillidos de mujeres, que no dejaban conciliar el sueño de los vecinos, sino hasta que despuntaba el alba con el canto de los gallos. Al nacer un nuevo día, las puertas de las chicherías estaban cerradas por dentro y las cholitas no estaban ya invitando a pasar al local para servirse la bebida disponible hasta que el cuerpo y el bolsillo aguanten, pero apenas la gente ganaba la calle, se sabía que alguien había perdido la vida en la trifulca y que en el empedrado había un reguero de sangre. De modo que la famosa calle Omiste, mejor conocida como la calle donde mueren los valientes, era una suerte de zona roja, que durante el día estaba poblada por vecinos que llevaban una vida normal, pero al precipitarse la noche, sobre todo los fines de semana, se convertía en un pequeño infierno, donde imperaba la fuerza del más fuerte, el desenfreno amoroso y la borrachera sin control.

Los niños vivíamos felices en esta calle que, vista desde la parte baja y desde la perspectiva de un infante, parecía un tobogán hecho de tierra, polvo y piedra. Jugábamos en las aceras y la calzada, haga frío o haga calor, con cachinas, cuerdas, trompos y pelotas de goma, a falta de un parque de diversiones y jardines infantiles. Ahora solo falta saber qué fue de todos esos niños, qué rumbos tomaron y qué otras calles poblaron; pero, sobre todo, me pregunto si acaso ellos se acuerdan, como yo lo hago aquí y ahora, de las aventuras que compartíamos en la calle Omiste o, como nosotros la llamábamos, la calle donde mueren los valientes.

Cierto día, mientras repasaba las aventuras y desventuras de mi infancia, volví a preguntarme por qué las autoridades ediles bautizaron con el nombre de Modesto Omiste una de las principales arterias de la población de Llallagua, que desde principios del siglo XX respiraba y se mantenía activa gracias a la Empresa Minera Catavi, que contaba con miles de obreros que trabajaban en interior y exterior mina, las 24 horas del día y los siete días de la semana.

Decidido a despejar mis dudas, como quien está picado por su propia curiosidad, me puse a navegar en las redes de Internet para averiguar más datos sobre la vida y obra de Modesto Omiste, quien, por diversas razones inherentes a su actividad pedagógica, política y literaria, era digno de ser imitado y admirado no solo por sus coterráneos, sino también por los niños y jóvenes de Bolivia, que necesita de hombres y mujeres que vivan para servir al país y no para servirse de él.

Lo que por mucho tiempo no supe era que el nombre de la calle, instituida por ordenanza municipal y votación unánime, era en reconocimiento a la amplia labor cultural del prestigioso escritor Modesto Omiste Tinajeros, cuyo nombre fue puesto sucesivamente a varias instituciones educativas, calles y a una de las dieciséis provincias del departamento de Potosí, con su capital Villazón, creada por Ley del 18 de septiembre de 1958.

Tampoco sabía que este honorable potosino, nacido 6 de junio de 1840 y fallecido el 16 de abril de 1898, fue escritor, periodista, abogado, político, diplomático e historiador; menos aún que fue un excelso educador desde su juventud y que se preocupó por mejorar el sistema educativo nacional, defendiendo el derecho a la enseñanza primaria pública gratuita, tanto para las niñas como para los niños bolivianos. No en vano algunos de sus colegas lo llamaron El Sarmiento Boliviano por su consagración a la educación libre en todos sus grados, y por la influencia que tuvo en la Ley de Libertad de Enseñanza aprobada el 22 de noviembre de 1872; más todavía, en honor y homenaje a Modesto Omiste, el presidente Bautista Saavedra anunció, en 1924, que el Día del maestro se celebraría en la fecha de su nacimiento, el 6 de junio de todos los años.

Durante su amplia actividad pública y política, fue prefecto, diputado, embajador en Estados Unidos, fundador del Partido Liberal y opositor del gobierno de Mariano Melgarejo, quien lo desterró por considerarlo su enemigo principal. Como periodista y escritor, fundó el periódico El Tiempo, que se publicaba en la imprenta que él mismo importó de Pensilvania; razón por la que se lo consideró precursor del periodismo nacional. En la misma imprenta de El Tiempo se editaron los libros que él tradujo del inglés y del francés, y cuya distribución fue gratuita en las escuelas municipales de Potosí.

Este escritor de lentes ovalados, patillas y bigotes largos, papada pronunciada y entrado en carnes, fue una personalidad respetada y admirada en la Villa Imperial de Potosí, donde rescató y recreó las tradiciones, historias y modus vivendi de sus pobladores en sus crónicas, que fueron escritas con sapiencia y pluma bien afilada. Su obra literaria, compuesta por Crónicas potosinas (4 v., 1893-1896); Caracas, cuna del Libertador (1889); Monografía del departamento de Potosí (1892); Historia de Potosí 1811 y 1812 (1893); Historia de Bolivia (1897) y Obras escogidas (2 v., 1941), fue ampliamente difundida en su ciudad natal y, con el correr de los años, pasó a formar parte de la selecta bibliografía del patrimonio histórico, político y cultural de la nación boliviana.

Sin embargo, a pesar de su imponente trayectoria, lo más probable es que en mi infancia, ninguno de los vecinos de la calle donde mueren los valientes, atestada de chicherías y escenario de peleas a puño limpio, sabía quién era Modesto Omiste y menos aún que alguno de ellos hubiese leído los libros del ilustre desconocido para la mayoría de los llallagueños, quienes no eran los más letrados ni ilustrados a mediados del siglo XX.

Al final de mis indagaciones, me quedé más convencido de que la calle Omiste, en cuyo callejón sin salida estaba situada la casa de mis abuelos, era una de las calles más conocidas de Llallagua, porque en ella habitaban también artesanos de los más diversos oficios, como los sombrereros, zapateros, carpinteros, sastres, phasankhalleros y panaderos. Asimismo, era la calle donde vivían algunos importantes dirigentes sindicales como César Lora, de quien, a mediados de los años 1960, se decía que organizó, desde la clandestinidad, el jukeo con un grupo de personas desocupadas y otro grupo de mineros que fueron despedidos, acusados de subversivos y agitadores comunistas, por la dictadura militar de René Barrientos, y que con una parte de las ganancias de la venta de los minerales extraídos ilegalmente de la mina, se adquirió una volqueta roja que solía estar aparcada en la puerta de la casa de mis abuelos. Además, se decía que con el dinero del jukeo se compró varias armas de fuego, con la intención de organizar las milicias obreras y emprender la revolución proletaria.

En esta zona céntrica de la población no faltaban los profesionales dedicados a la abogacía, la educación y el comercio informal. Eso sí, lo que menos faltaba en la calle Omiste, más mentada como la calle donde mueren los valientes, eran los locales que expendían bebidas espirituosas a los parroquianos que se daban cita para ahogar sus penas en los brazos de las hermosas akha banderitas (chicheras con banderines blancos), quienes provenían de las provincias del norte de Potosí, con la ilusión de conseguir un trabajo digno y mejorar su condición de vida en una población minera, donde las chicherías se parecían a la casa del jabonero, donde el que no caía… 

Desde los años de mi infancia transcurrieron varias décadas, pero la calle Modesto Omiste, como detenida en una imagen fotográfica, no cambió demasiado desde que fue bautizada con el nombre del célebre cronista y político potosino; las casas continúan conservando su arquitectura original y los vecinos, convertidos en su mayoría en pequeños tenderos, siguen viviendo como en el pasado. Lo único que ha cambiado es el empedrado de la calle, que ahora tiene adoquines, y la Plaza Nueva, en la parte final y superior de la calle, que ahora es un mercado moderno de abasto y no un mercado campesino, pues ya no se ven llamas ni asnos, que antes llegaban del campo cargados de productos agrícolas, que se vendían a los compradores entre empujones y voces altisonantes.

Cuando volví a recorrer por la calle Omiste, después de una larga ausencia, recordé mi infancia con un soplo de nostalgia, a pesar de que la casa de mis abuelos, ubicada al fondo del callejón sin salida, tenía ya otro dueño, mas su estructura seguía siendo la misma, salvo que el jardín, donde se cultivaban flores de los más diversos colores y fragancias, se trocó en un patio empedrado, aparte de que los cuartos de los inquilinos, que antes me parecían ambientes amplios y cómodos, no eran más que unos cuartuchos donde apenas cabía una familia de tres miembros y u7n par de muebles. Todo lo demás, los recuerdos de los vecinos muertos y la ausencia de los vecinos vivos, correspondía a un pasado que se quedó atrapado entre las paredes de las casas emplazadas a lo largo de la calle Modesto Omiste, más conocida por los llallagueños como la calle donde mueren los valientes, pero no porque los parroquianos perdían la vida por valientes o porque estaban conscientes de que un hombre valiente no muere de viejo, sino, simple y llanamente, por provocadores, pendencieros y bebedores sin estribos ni control.

lunes, 21 de junio de 2021


 LA CRÓNICA LITERARIA

Aquí es preciso aclarar que mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño no corresponde, por diversas razones, al género del ensayo, la investigación histórica y mucho menos a una biografía científica de Patiño y su autocarril, sino al género de la crónica, que está a medio camino entre el artículo periodístico y el relato literario; la prueba está en que carece de citas bibliográficas y notas a pie de página.

La crónica, por si acaso alguien tuviera dudas, es un género literario muy usual en el periodismo moderno. No siempre sigue la misma metodología de la historiografía científica, porque tiene elementos interpretativos muy propios del narrador, quien no solo se limita a informar, sino también a ponerle, de manera consciente, un toque de subjetividad. La crónica es un género ambivalente, una suerte de relato mixto entre el periodismo informativo y el relato literario, una forma escritural en la que el narrador, a veces, elige relatar el suceso en primera persona, como si él mismo fuese el principal protagonista de la historia en cuestión.

Es evidente que mi crónica, El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, al no ser un tratado científico, tiene mucho de subjetividad. Aunque el autor respeta el orden temporal y cronológico del hecho histórico concreto, narra en absoluta libertad y con todas las licencias que amerita el caso, partiendo del principio de que la crónica, por su propia naturaleza, es un género literario que tiene una base real, pero a la vez mucho de ficción o imaginación.

Si bien es cierto que la estructura de la crónica, como cualquier otro relato real o ficticio, debe tener inicio, nudo y desenlace, es también cierto que se la distingue por el estilo del autor, quien pone su impronta en la esencia misma del texto; de ahí que no es casual que el lector puede reconocer, aun sin haber visto el nombre del autor impreso en la página, quien está detrás del texto, como quien escucha una canción en la radio y reconoce de inmediato la inconfundible voz del cantante.

La crónica es de carácter más narrativo que descriptivo, es una prosa que se encuentra entre la información y la interpretación, entre la objetividad y la subjetividad. Además, el cronista busca describir los hechos relatados de acuerdo con su propia visión crítica de los hechos, a menudo con frases dirigidas al lector, como si estuviese entablando un diálogo en torno a un tema que les atañe a los dos.

Otra cosa, lo que yo hice en mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, simple y llanamente, fue escribir algo inspirado en ese lujoso objeto que me llamó poderosamente la atención cuando lo vi en el Museo Ferroviario de Machacamarca; más todavía, lo que yo hago, en mi condición de escritor literario, es re-contar o re-crear un hecho de la realidad desde una perspectiva literaria, que no está sujeto a los antecedentes documentales o bibliográficos rigurosos, que sí son –y en esto no hay discusión–, instrumentos indispensables que usan los investigadores en las diversas áreas del conocimiento humano.

El cronista, más que un periodista de noticias, reconstruye los hechos históricos prestándose los recursos narrativos de la literatura, para elaborar un texto con cierto valor estético, que no necesariamente suministra la información de la manera esquemática y documental, como lo hace el historiador o investigador, quienes, antes de escribir un artículo informativo o científico, primero deben realizar un trabajo de acopio de material en base a fuentes primarias, documentos archivísticos y bibliográficos; en cambio un escritor literario, como es mi caso, escribe textos que oscilan entre la realidad y la fantasía, como son los cuentos, las novelas o las crónicas, que se mueven sobre andamiajes de subjetividad e imaginación, independiente del tema que se aborde, incluidos los de carácter histórico.

Ya se ha dicho que en la crónica, que tiene su propio espacio y tiempo, se utiliza un estilo personal y, en el mejor de los casos, un lenguaje literario en el que los sustantivos y adjetivos dan énfasis y verisimilitud a las descripciones de los hechos narrados, que desde luego tiene mucho de subjetividad, al no ser una simple noticia que transcribe los acontecimientos secuenciales de manera puntual y tal cual sucedieron en la realidad, en un momento y espacio determinados.

Por si no estuviese clara la explicación hasta aquí, les daré tres ejemplos sobre obras literarias que abordan temas históricos que, a pesar de tener una base real y una extensa bibliografía, presentan muchos elementos subjetivos que caracterizan a las obras de ficción:

1. Cuando Augusto Céspedes escribió la novela el Metal del diablo, nunca tuvo la intención de escribir la biografía de Simón I. Patiño, sino una caricatura del magnate minero, con todos los recursos narrativos que permiten re-crear un tema desde la perspectiva literaria. A pesar de que Patiño intentó comprar toda la edición del libro para quemarla en la hoguera, los lectores se apoderaron de la obra y la hicieron suya, debido a que, aun siendo una novela parecida al panfleto literario y no una biografía del empresario minero, contenía muchas descripciones que reflejaban la historia real de la minería, como el saqueo imperialista de los recursos naturales, la inconmensurable fortuna de Patiño y la explotación despiadada de la los mineros, que no solo eran reprimidos, sino también masacrados.

2. Cuando García Márquez escribió la novela El general en su laberinto, en torno a la vida, guerras y frustraciones de Simón Bolívar, los historiadores pegaron el grito en el cielo, pues consideraban que el escritor había mellado la dignidad y personalidad del libertador de cinco naciones. Ante el aluvión de críticas malintencionadas, el escritor colombiano, que tenía la piel de elefante para resistir las picaduras de la crítica, les contestó que él no quiso escribir un nuevo libro de historia, una biografía documentada sobre el Libertador, sino una obra de creación literaria en la cual se lo mostrara de manera más humana, desmontándolo del caballo, desenfundándole el sable y haciéndolo amar a las mujeres que amaba, a diferencia de cómo se lo retrata en los libros oficiales de historia y en los libros de texto escritos por los investigadores.

3. Cuando Eduardo Galeano escribió la trilogía Memoria del fuego, sobre la historia de América Latina, de manera más creativa y literaria que Las venas abiertas…, tanto los investigadores de temas históricos, como los doctores en literatura, lo criticaron apenas se publicó el primer volumen, intitulado Los nacimientos. Los historiadores le dijeron que Memoria del fuego no era un libro de historia sino de ficción. Los literatos le dijeron que no era una obra literaria sino un libro de historia, con notas a pie de página y una extensa bibliografía. Eduardo Galeano escuchó a unos y a otros, a quienes se hacían los expertos y querían pasarse de listos, y les contestó, con el sarcasmo que lo caracterizaba, que él escribió una obra que no fuera fácil de ser encasillada en un determinado género literario, sino una obra que desconcertara y rompiera la cabeza de los investigadores en historia y de los doctores en literatura. Lo que él quiso fue escribir una obra sobre la historia de América Latina, pero combinando varios géneros literarios, conforme pudiese aportar, con un estilo narrativo muy personal, los datos de los vencidos, recuperando los pasajes humanos de amores y desamores, pero, sobre todo, recreando los pasajes históricos que fueron barridos de un plumazo por los investigadores de la historia oficial.

Ahora bien, espero que los ejemplos citados sirvan para que se sepa, de una vez y para siempre, que la novela, el cuento y la crónica literaria no es lo mismo que un tratado científico o un texto de investigación, como no es lo mismo un disco de amor que un mordisco.

Mi crónica El autocarril ‘Al Capone’ de Simón I. Patiño, tal cual fue concebida desde un principio, es un producto donde se funden la realidad y la fantasía, con el propósito de narrar una historia que sucedió en un tiempo y lugar determinados, pero que el autor alimentó la narración con herramientas que son más literarias que científicas, en vista de que la crónica, a pesar de los pesares, es una crónica y punto.

sábado, 12 de junio de 2021

VÍCTOR MONTOYA EN NUEVA ANTOLOGÍA INTERNACIONAL

El narrador boliviano es uno de los escritores que integra la antología Un autor, un relato (2021), con su cuento Fiebre de salsa en Estocolmo, cuyo protagonista es un refugiado latinoamericano en un país escandinavo, quien mantiene sus relaciones amorosas en una discoteca ubicada en una zona céntrica de la capital sueca. 

La antología internacional fue publicada por la editorial europea Generis Publishing y presentada de manera virtual el pasado jueves 10 de junio, a través del FB de la Librería ISC, con la participación de Pol Popovic, Selene Vergara, Gabriel Rovira y Juan Ramón Martínez, entre otros.

En la contratapa del libro se afirma: La selección de relatos de esta antología, cuarenta y seis cuentos en total, fue realizada por sus autores. Cada uno ha escogido el relato que mejor representa su obra o el que quisiera que fuera considerado como ejemplo de su producción narrativa. Algunos narradores optaron por los cuentos que han ganado premios otros eligieron trabajos inéditos (…) La compilación contiene relatos de índole realista, fantástica, feminista y sociocrítica. Entre sus páginas, el lector encontrará exploraciones narrativas de las múltiples dimensiones del tiempo y del espacio. Otros textos buscan a definir características individuales y sociales en el quehacer diario o extraordinario. La lucha por la sobrevivencia al igual que el peligro del aburrimiento se suceden en las tramas existenciales de sus protagonistas.

Uno de los principales promotores de esta antología, cuyos autores y autoras tienen una reconocida trayectoria en sus países de origen, fue Pol Popovic Karic, profesor y ensayista mexicano de origen serbio, dedicado a la literatura en español, inglés y francés en el Tec de Monterrey, Campus Monterrey. Pol Popovic es autor de varios libros e investigador en la Cátedra de Literatura Latinoamericana Contemporánea. Tiene un doctorado en literatura contemporánea de la Universidad Iberoamericana, un doctorado en Literatura Francesa por parte de la Universidad de Texas en Austin y también una maestría en Literatura Francesa de la Universidad de Arizona.

Los lectores interesados en adquirir el libro, editado en soporte papel, pueden solicitarlo ingresando a las siguientes direcciones online: www.generis-publishing.com o info@generis-publishing.com

 

miércoles, 2 de junio de 2021

ENRIQUE ARNAL, PINTOR DE RECUERDOS Y SOLEDADES

El artista plástico Enrique Arnal Velasco nació en el centro minero de Catavi, al norte del departamento de Potosí, el 19 de marzo de 1932. Su padre Luis trabajó como jefe de contabilidad en la planta administrativa de la “Patiño Mines”, donde el niño Enrique descubrió su vocación de pintor de la mano de su madre Emma, quien también trazaba líneas y coloreaba imágenes en sus tiempos libres.

Si nos referimos a Enrique Arnal es porque la mayoría de los pobladores cataveños desconocen su existencia y su invalorable aporte a las artes plásticas del país y el mundo. En consecuencia, es necesario que se lo conozca y reconozca en la tierra que lo vio nacer, ya que fue una estrella que brilló, con méritos y luz propia, en la constelación de los artistas que dedicaron su vida a la creación de obras que, además de formar parte del patrimonio cultural de un valeroso pueblo, son la caja de resonancia de su fuero interno, irradiándose a través de formas y colores distribuidos armónicamente en los lienzos cual si fuesen discos cromáticos encajados en un gigante caleidoscopio. 

Enrique Arnal, acostumbrado a los torbellinos de polvo y los gélidos silbidos del viento, reflejó en sus obras pictóricas sus vivencias de infancia, que dejaron imborrables huellas en su memoria de niño nacido entre los cerros agrestes y mineralizados del altiplano, donde aprendió a gatear y dar sus primeros pasos, cayéndose sobre el tupido césped de uno de los chalets situados cercas de la Casa Gerencia, sede de la poderosa Patiño Mines & Interprises Consolidated (Inc.), que por entonces era la mayor proveedora de estaño del mundo y el centro neurálgico de la economía nacional.

Quienes lo conocieron en persona, lo describen como un hombre de vigoroso físico, tímido y reservado, determinado, determinante y de opiniones lapidarias. Nunca admitió que el arte estuviese controlado por los sistemas de poder, tampoco se vinculó a ninguna corriente ideológica ni partido político, pero siempre tuvo presente su compromiso con los más necesitados y marginados de la sociedad, quizás, debido a la vieja amistad que mantuvo con Marcelo Quiroga Santa Cruz, a quien conoció en el Instituto Americano de La Paz.

Enrique Arnal tuvo una infancia feliz; digo feliz, porque supongo que su familia llevaba una vida sin premuras cotidianas ni preocupaciones económicas. Incluso poseían cámaras fotográficas y filmadoras, en una época en que las familias mineras no tenían ni la salud completa y hacían todo lo imposible para sobrevivir a la miseria a la que fueron sometidas por el sistema de explotación capitalista.  

Una vez que concluyó sus estudios secundarios, decidió dedicarse a las artes plásticas en la que fue un auténtico autodidacta, pero con una vocación natural para el dibujo, el grabado y la pintura, en la que destacó como uno de los mejores artistas plásticos de su época. Así fue que, tras doce años de actividad dedicada íntegramente a la creación pictórica, obtuvo una beca de la Fundación Simón I. Patiño, que le permitió estudiar en París entre 1966 y 1967. Más tarde, obtuvo otra beca del Programa Fulbright para realizar estudios en Virginia, EE.UU.

Enrique Arnal, lejos de los compromisos políticos y sociales de la revolución nacionalista de 1952, desarrolló su obra en la soledad y en series temáticas, que proyectaban su mundo interno, sus experiencias oníricas y su inquietud por crear una pintura con estética introspectiva y estilo personal, aunque en una parte de su producción se nota una marcada influencia del cubismo, sobre todo, en su representación del mundo pétreo del altiplano y otras temáticas nacionales.

Desde 1954, año en que tuvo su primera exposición individual en el Cuzco, Perú, a sus 22 años de edad, exhibió sus obras en diferentes ciudades sudamericanas, Estados Unidos y Europa. Participó en numerosas exposiciones colectivas, eventos y concursos nacionales e internacionales. Fue el tercer artista en ser galardonado con el Gran Premio “Pedro Domingo Murillo” en 1955. Desde entonces, se hizo merecedor de numerosos galardones en mérito a la gran calidad de sus pinturas hechas con fuerza expresiva y sentido ético.

Enrique Arnal era un hombre de carácter solitario y meditabundo. Algunos de sus colegas lo consideraban “el pintor del silencio y de la soledad del hombre, tanto andino como universal”. Podía estar días enteros recluido en su estudio, sin otra compañía que la música clásica y obsesionado en convertir sus ideas en obras de arte, vinculadas a una vida espiritual y temperamento creativo. Su soledad de artista fue confirmada por su hijo Matías Arnal, quien, en una entrevista, manifestó: “Tengo tantos recuerdos de mi padre, desde mi primera memoria siempre en su estudio, cuando vivíamos en Bolivia, quedaba en el altillo de nuestra casa y él con su pincel y con música clásica. Él armaba un hermoso entorno. Tenía paz y armonía, y se dedicaba plenamente al arte”.

El artista agrupó sus obras en series temáticas, que iban desde la figura humana solitaria hasta los animales domésticos y silvestres, pasando por los paisajes sintéticos y pueblos pétreos, como todo artista interesado en universalizar lo local, lo cotidiano y lo vivencial. En sus cuadros no están ausentes las montañas andinas, la tragedia de los mineros, la naturaleza muerta, los bodegones, la represión política y otros que formaban parte del mundo de su memoria, como cuando realizó una serie de pinturas testimoniales de la época en que fue perseguido y preso político, en las que plasmó las sesiones de interrogatorios y atropellos a la dignidad humana, que tenían lugar en las mazmorras de la dictadura militar de los años 70.

Hubo varios períodos en su vida en los que realizó pinturas representando la figura humana (hombres y mujeres, en algunos casos desnudos), armado con una paleta cromática, donde predominaban los colores oscuros interrumpidos por tonos vivos y contrastantes, negando así cualquier componente figurativo, folklórico, y abandonándose libremente a las figuras geométricas, su articulación y relación dentro de la composición.

Su honda sensibilidad lo llevó a pintar una serie inspirada en el “aparapita”, ese cargador de los mercados de abasto de las ciudades que, con el lazo o mantón al hombro y su indumentaria de ser marginal, quedó retratado, de  cuerpo entero y el rostro velado, en los cuadros pintados al óleo sobre lienzo, donde predominan pocos pero efectivos colores, como son los matices oscuros, los tonos tierra acompañados de grises y negros, que parecen haber sido elegidos de manera consciente para ajustarse a la lóbrega realidad del “aparapita”.

Una de las pasiones de Enrique Arnal fue pintar animales: toros, caballos, gallos, perros, bisontes y, sobre todo, cóndores, inspirado en los recuerdos de su infancia, un periodo de su vida en que tuvo un contacto directo con el ganado vacuno y caballar, los asnos y las mulas, animales que eran empleados en el transporte del mineral. En una de las fotografías del álbum familiar, captada en blanco y negro en el patio de una de las viviendas que ocupaban los técnicos de la “Patiño Mines”, se lo ve posando entre dos terneros y al lado del Cóndor Martín. En otras fotografías se lo ve disfrazado de vaquero y montado en el caballo que le regaló su padre. Por lo tanto, no es casual que, a mediados de la década de 1970, se hubiese dedicado a pintar una serie de cóndores, con una explosión de colores que dignifican la majestuosidad de esa mítica ave, que es uno de los símbolos patrios y el que mejor representa a los pobladores de la Cordillera de los Andes.

La fascinación por el ave de carroña, longeva y de gran envergadura cuando está con las alas desplegadas, estaba vinculada a sus vivencias de niñez, cuando conoció y acarició a un cóndor que sobrevolaba por las poblaciones mineras del norte de Potosí, y que los mineros lo bautizaron con el nombre de Cóndor Martín, que cumplía con la función de mensajero de la Empresa Minera, cuyos administradores, a modo de pagarle por sus servicios, determinaron darle una ración diaria de carne en la “pulpería”. El Cóndor Martín, que lo impactó decisivamente en su infancia, fue el que inspiró esa serie de aves, de plumaje negro-azabache y pico terminado en gancho, que se aprecian en sus magistrales cuadros que actualmente están dispersos en instituciones culturales y colecciones privadas.

Huelga informarle al lector que la Regional Catavi del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL, en el número 20 de su “Serie de Literatura Minera”, publicó el folleto “El Cóndor Martín” (2021); un compendió realizado por el Escritor Víctor Montoya. El folleto contiene textos escritos por seis autores en torno al ave que sobrevoló por los azulinos cielos de las poblaciones mineras, dejando una estela de historias que, ampliadas en mayor o menor grado con episodios imaginativos, fueron convertidas en una suerte de leyendas y relatos fantásticos. Los textos, como no podía ser de otra manera, fueron ilustrados con las magníficas pinturas de Enrique Arnal.

Es evidente que los recuerdos de su infancia marcaron la temática de su obra hecha a grandes brochazos, porque junto a los paisajes del entorno andino y los animales que lo sedujeron en sus primeros años, está el mundo minero con su energía mítica y telúrica. Se trata de una serie de obras pintadas con gran sensibilidad y visión muy particular, que él denominó “Mitología Minera”, con oscuros socavones, aislados de la superficie expuesta a luz del sol, donde los obreros trabajaban en condiciones infrahumanas, peleándose con las rocas de la montaña, que escondía en sus entrañas los yacimientos de estaño y se tragaba la vida de los mineros para que unos pocos se hagan millonarios y vivan a cuerpo de rey.

No cabe duda de que Enrique Arnal reprodujo, en gran parte de su obra pictórica, los sucesos que le impactaron mientras crecía en el centro minero de Catavi. Por eso mismo, en varios de ellos, los paisajes, unos abstractos y otros más realistas, corresponden a ese entorno geográfico, donde pasó los primeros ocho años de su niñez, contemplando la realidad social y la tragedia humana. No en vano en los años de 1980, tras una larga ausencia del país, pintó la serie denominada “Mitología Minera”, que condensan los recuerdos que marcaron su pasado, ya que en las galerías de su memoria se mantuvieron intactos los rasgos físicos de los obreros y los socavones que conoció de la mano de su padre.

En el centro minero de Catavi, el artista tuvo una infancia llena de gratos momentos y travesuras inolvidables, que compartió con su mejor amigo Cirilo, hijo de un trabajador minero, con quien osaba aventuras como eso de colgarse de los vagones de los andariveles que transportaban la granza de la planta de concentración de mineral, a través de maromas tendidas de un punto a otro, hacía los denominados “desmontes”, donde Enrique Arnal y su amigo, lejos del control de los padres, jugaban ensuciándose las ropas con el polvo y la “copajira” de los relaves.   

Enrique Arnal se desempeñó también como gestor cultural del arte. Creó la Galería “Arca”, que estuvo activa en la ciudad de La Paz, entre 1968 y 1970. Posteriormente, según cuenta Norah Claros Rada, influyó de manera determinante en la creación de la Galería de Arte Emusa en 1974, un espacio donde podía exhibirse obras de manera profesional y permitía realizar otras actividades artísticas y culturales.

Ejerció como docente en la Carrera de Artes Plásticas de la Universidad Mayor de San Andrés, de 1978 a 1980, dos años en los que muchos estudiantes se beneficiaron de la experiencia y la capacidad didáctica del maestro Enrique Arnal. Además, uno de sus importantes aportes fue la obra de investigación “Breve diccionario biográfico de pintores bolivianos contemporáneos” (La Paz, 1986), que contó con la colaboración de Silvia Arze y fue editado por INBO; un compendio en el cual se reunió información sobre los pintores bolivianos del siglo XX.

Enrique Arnal, que también se desempeñó como Director del Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI) y cumplió funciones diplomáticas como Agregado Cultural (Ad-honoren) de las embajadas de Bolivia en México y Francia, fue uno de los artistas más importantes de la plástica nacional contemporánea y un cataveño que aportó muchísimo al arte nacional, tanto como lo hicieron otros artistas nortepotosinos, como Miguel Alandia Pantoja (Llallagua, 1914 – Lima, Perú, 1975), Benedicto Aiza Álvarez (Uncía, 1952 – La Paz, 2009), Mario Vargas Cuellar (Catavi, 1942), Marcelo Mamani Coca (Catavi, 1959) y Zenón Sansuste Zapata (Catavi, 1962), entre otros.

Enrique Arnal Velasco vivió aferrado a los recuerdos atesorados desde la infancia, hasta el día en que falleció, tras una larga enfermedad, en la ciudad de Washington, DC., lejos de su tierra natal, el 10 de abril de 2016. Desde luego que su muerte nos privó de un artista plástico de enorme potencialidad, quien supo plasmar su ingenio creativo en obras imperecederas para el patrimonio cultural de la nación boliviana y el mundo entero. No obstante, estamos seguros de que, en su tránsito por los senderos de la muerte, Catavi seguirá siendo la cuna de su nacimiento, el territorio donde transcurrió su infancia y el centro minero que inspiró su obra pictórica que, en medio de un torbellino de pinturas, paletas, pinceles, rodillos y espátulas, fundió el imaginario popular y las experiencias personales con sus nobles sentimientos hechos de pura sensibilidad e inconmensurable fuerza creativa.

martes, 20 de abril de 2021

EL CÓNDOR MARTÍN

La historia del cóndor Martín, a diferencia de las que son enteramente ficticias, es un hecho que existió en un tiempo real y tuvo como escenarios lugares reconocibles por el lector, pues se trata de la vida de un animal domesticado por los humanos, que cumplía funciones de mensajero y recibía su ración de carne como pago por sus servicios a la Empresa Patiño Mines del entonces magnate Simón I. Patiño, allí por los años 30 y 40 de la pasada centuria.

La historia protagonizada por la emblemática ave de la Cordillera Andina, por su fuerza telúrica y su importancia en los centros mineros de Uncía, Catavi, Siglo XX y la ciudad de Oruro, se constituyó en el tema central de cuentos, leyendas, artículos y relatos provenientes de la tradición oral; unas veces como partes de una historia verídica y, otras, como partes de una historia ficticia pero con una esencia real.

El abogado y escritor Armando Córdova Saavedra, en su libro Historia de un pueblo. Recuento socio-histórico, presenta una breve reseña en torno al apreciado Cóndor Martín y la presencia de una pareja de cóndores que, durante los años de 1979 y 1980,  formaron parte de la tropa acantonada en el cuartel de Uncía y anidaron al pie del Monumento al Minero en la plaza de Siglo XX.

No faltan los testimonios como el vertido por el connotado dirigente minero Filemón Escóbar, quien se refirió al cóndor Martín como a un asiduo visitante de la pulpería de Siglo XX, en cuya carnicería se le proporcionaba una ración diaria, de al menos 5 kg de carne, a cuenta de los jerarcas de la Empresa Patiño Mines, en una época en que el auge de la explotación estañífera en el cerro Espíritu Santo-Juan del Valle situó a las poblaciones nortepotosinas en la mira del capitalismo mundial.

Otro testimonio válido es el rescatado por Franz Taquichiri en su obra El rey del estaño, la montaña Sauta y el cóndor Martín Condori, a partir de una leyenda que escuchó en boca del emérito don Manuel Yapura Coro, presidente de los Beneméritos de la Guerra del Chaco de Catavi, y de sus amigos y compañeros de armas, don Antonio Herrera y don Juan Subieta, quienes se reunían en la sastrería de don Manuel, al lado de la sede sindical de Catavi,  para rememorar experiencias vividas en la contienda bélica, pero también para narrar a viva voz consejas, mitos y leyendas concernientes al acervo cultural y la memoria colectiva de este asiento minero, situado aproximadamente a cuatro kilómetros de la población de Llallagua.

Lo interesante de este cóndor, conocido por todos como Martín Condori, estriba en que su historia se ubica en una época y lugares reconocibles por las familias mineras; un factor concreto que aporta a las narraciones una verosimilitud, sobre todo, si se considera que los diversos textos inspirados en su existencia son más reales que ficticios, habida cuenta de que forma parte de la visión de los habitantes donde se originó la leyenda de esta majestuosa ave, considerado como el rey de las alturas y como uno de los personajes centrales en la cosmovisión de los pueblos andinos, donde el cóndor es venerado como uno de los fecundadores de la Pachamama y hasta forma parte del patrimonio cultural y natural de Sudamérica, donde varios países tienen su imagen incorporada en los emblemas patrios.

La historia original del cóndor Martín Condori, como suele ocurrir en los relatos de la tradición oral, ha sufrido modificaciones con el paso del tiempo, con supresiones y añadidos que han dado lugar a un abanico de variantes, como se constata en los textos reunidos en la presente compilación, donde la historia real se conjuga con las creencias populares, la inventiva literaria y los testimonios, con exageraciones y episodios imaginativos, que conforman los valores comúnmente aceptados por la colectividad donde se generó esta increíble historia.

El artículo del periodista orureño Alfredo Lujan Marañón, que vivió en poblaciones mineras, da la impresión de que contiene información veraz que, sin embargo, es difícil de cotejar por la falta de documentos oficiales que den cuenta de los hechos que narra el autor de Semblanza de Martín Condori. Con todo, se trata de una verdadera historia, aunque no aparece registrada en los documentos oficiales de la historiografía regional, por tratarse de un animal que no formaba parte de las estructuras socioeconómicas de la industria minera de las poblaciones del norte de Potosí.

En las narraciones se presenta una trama sencilla, sin entramados éticos ni morales, salvo que algunos detalles varían de un autor a otro, dando lugar a diferentes versiones de una misma historia. Así, por ejemplo, en algunos textos se ha pretendido conservar la historia del cóndor Martín con escasas modificaciones, en tanto en otras lecturas se nota la re-elaboración literaria del tema original, con las licencias propias que requiere la creación artística.

Por otro lado, como en todo trabajo de corte literario, el escritor Hugo Molina Viaña, el excelso poeta de los niños y niñas, que parece haberse hincado en el artículo escrito por su coterráneo Alfredo Lujan Marañón, nos presenta un breve relato que oscila entre la realidad y la fantasía, poniéndole mayor énfasis a la función de mensajero del cóndor, que se desplazaba de un distrito minero a otro, con una bolsa de correspondencias, las alas desplegadas y surcando el inmenso cielo del altiplano.

El cuento del escritor Víctor Montoya, valiéndose de los recursos propios de la inventiva y moviéndose en los andamiajes de la creación literaria, le da un giro fantástico a la versión original, ya que el cóndor Martín no sólo se convierte en un ave hembra, sino también en el espíritu, que retorna del más allá, de la fallecida novia del carnicero que trabajaba en la pulpería de Siglo XX. Este cuento confirma la teoría de que una narración de la tradicional popular, tanto por su estructura como por su intencionalidad, incluye elementos ficticios, a menudo inverosímiles o sobrenaturales, pero que tiene una base real, aparte de que posee la particularidad de transmitirse de boca en boca y de generación en generación.

Esta majestuosa ave, que actualmente se encuentra en peligro de extinción, ha sido motivo de inspiración para periodistas, escritores y pintores. Este es el caso del artista plástico Enrique Arnal, nacido en Cataví en 1932 y fallecido en Washington, EE.UU., en 2016. Nadie como este artista, varias veces galardonado a nivel nacional y reconocido a nivel internacional por la fuerza expresiva y la calidad estética de su obra, pintó con gran pasión a algunos de los animales que conoció, de manera vivencial y directa, en los primeros ocho años de su vida. Por eso mismo, es el que mejor retrató al cóndor Martín Condori, pintándolo al óleo sobre lienzos, sin más recursos que un caballete, pinceles, rodillos y espátulas.

Es harto evidente que en su obra se proyecta su desmedido amor por los animales, entre ellos el cóndor, ave carroñera, longeva, de plumaje negro-azabache y blanco como la nieve, pico terminado en gancho y alas de gran envergadura. Enrique Arnal, así como montó al caballo que le regaló su padre en su infancia, acarició la cabeza rojiza y pelada del cóndor Martín. De ahí que en su edad adulta, zambulléndose en los recuerdos de su pasado, plasmó a caballete una serie de pinturas dedicadas a los animales que poblaron su infancia, como son los toros, caballos, gallos de pelea y, sobre todo, al cóndor Martín en reposo, cuya serie pintó en la década de 1970 y que hoy forma parte de su magistral obra que se constituye en un formidable legado cultural para su terruño natal, el país y el mundo entero.

La presente compilación, que no está completa ni es la definitiva, tiene la modesta intención de perpetuar la imagen del cóndor Martín Condori, cuya insólita historia cautivó a hombres y mujeres, a grandes y chicos, debido a que este tipo de historias, donde destacan la belleza y la nobleza de un animal, son dignas de ser rescatadas y re-contadas en cualquiera de los géneros literarios, conforme no se hundan en el pozo del olvido ni desaparezcan con el inexorable paso del tiempo. 

viernes, 12 de marzo de 2021

LA LITERATURA INFANTIL DE UNA SONETISTA Y COMPOSITORA MUSICAL

Emma Alina Ballón nació en La Paz, en 1909, y murió en la misma ciudad, en 2002. Poeta, crítica de arte y profesora de música. Hija del ingeniero David S. Ballón y de doña Blanca Carmen Viscarra. Terminó el bachillerato en el Instituto Americano de La Paz. Se tituló de profesora de piano y violín en el Conservatorio Nacional de Música, pero continuó sus estudios en Buenos Aires hasta llegar a concertista. Se desempeñó como profesora de violín y piano en diversos establecimientos educativos del país. Como compositora tiene obras para piano sobre diversos temas.

En su faceta de poeta, con una obra de considerable valor literario, obtuvo premios nacionales e internacionales: Gran premio medalla de oro, en el concurso Panamericano. Gran primer premio en el certamen poético del Poema Ilustrado (1973). Primer Premio de Poesía otorgado por el Centro de Artistas y Escritores de Jamaica. Medalla de oro en el concurso de poesía convocado por la Asociación Cristiana Femenina en 1974. Colaboró en publicaciones culturales de Bolivia y el exterior. Escribió en periódicos como Presencia y El Diario. Su obra poética está consignada en diversas antologías.

Emma Alina Ballón, en el marco de la vida cultural y el feminismo de su época, fue miembro directivo del Ateneo Femenino, Consejo Nacional de Mujeres de Bolivia, socia honoraria de la Sociedad de Artistas y Escritores del Perú, miembro fundador de la Peña de Artistas y Escritores de La Paz, y del Centro Cultural Boliviano-Egipcio. En 1934 fue integrante del Comité de Acción Feminista y miembro de la Legión Femenina de Educación Popular América en 1936. Asimismo, junto a Leonor Díaz Romero, fue directora de Arte y Publicidad de esa organización en La Paz entre 1936 y 1938. En el Diccionario Biográfico de la Mujer Boliviana (1965), de Elssa Paredes de Salazar, la personalidad y el quehacer literario de Emma Alina Ballón se destaca así: Artista de gran sensibilidad (…) Mujer inteligente y feminista por convicción (…) Su poesía unas veces tiernas y delicadas, llena de énfasis, y otras revelan sinceridad, parecen las hojas calladas e íntimas de un ‘Diario’ (p. 43).

Emma Alina Ballón, como quien está acostumbrada a sintetizar ideas y a escuchar la cadencia de las palabras, se dedicó a cultivar el soneto, esa composición poética compuesta por catorce versos organizados en dos cuartetos y dos tercetos, con una estructura que incluye, como en otros géneros literarios, un principio, nudo y desenlace, y en tratar temas universales como la vida, el amor, la muerte y otras inherentes a la condición humana. Su libro Espiral de alivio: sonetos y romances es un buen ejemplo de esta forma de poesía que universalizaron destacados autores de lengua castellana, como los españoles Lope de Vega, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Calderón de la Barca y los hispanoamericanos como Rubén Darío, Alfonso Reyes y el boliviano Javier del Granado. Por cuanto no es nada casual que el escritor Porfirio Díaz Machicao, en el proemio al libro de sonetos y romances, haya expresado: Estoy en el umbral de un bello libro de Emma Alina Ballón, ‘Espiral de alivio’, un conjunto magnífico de poemas que yo diría de otro tiempo, de una época mejor que la actual, acaso con mejores maestros y paradigmas severos y heroicas. Así es la temática y la producción de esta mujer extraordinaria que canta desde los Andes una poesía hecha para la denuncia y el interrogante de todas las épocas. (Blanco Mamani, Elías. Enciclopedia gesta de autores de la literatura boliviana, Volumen 1. Plural editores, 2005, p. 31).

Aunque Emma Alina Ballón escribió prosa y poesía para adultos, no dejó de sentir una necesidad de escribir para los niños, como una forma de contribuir a una literatura poco reconocida en su época y como una necesidad de rescatar y liberar a la niña recluida en su mundo subconsciente; un elemento que suele ser el motor fundamental de los buenos creadores de la literatura infantil, quienes despiertan al niño o a la niña que duerme en el alma y el corazón de todo ser humano.     


 
La poesía de Emma Alina Ballón tiene el mérito de estar escrita de manera comprensible, en torno a temas vinculados a las relaciones familiares y a las preocupaciones centrales del diario transitar por la vida. No en vano, como si fuese una añoranza de la infancia de la propia autora, escribió en su poema Romance de la niña Carmiña, publicado en Presencia Literaria, los siguientes versos: Tierna azucena intocada/ seda de lirio en el rostro/ fino y delicado y tierno;/ gracia infantil en las manos/ y de luna en los cabellos./ Por rumbos ya conocidos/ -en el prodigio de un cuento-/ corre la niña Carmiña/ tras un remoto lucero. 

La escritora para niños tiene que aprender a pensar como ellos; tiene que ser sencilla y sincera en sus versos, aparte de simplificar lo complejo en la estructura poética de los versos y elevar a un nivel estético el lenguaje coloquial de los niños, quienes siempre gozan mejor con una poesía que les ofrece una fonética musical y figuras literarias que encajan en su modo de percibir su entorno inmediato y que forman parte de su pensamiento mágico, vinculado a su mundo hecho de fantasía y espacios lúdicos.

Aunque la poesía es la expresión más genuina del pensamiento artístico mediante el lenguaje, es necesario que la poeta de los niños se sienta anclada en la realidad de la infancia, que tiene sus propios procesos intelectuales, emocionales y lingüísticos, que es diferente a la que experimentan los adultos, quienes son capaces de comprender incluso las metáforas que requieren de un razonamiento lógico y abstracto.  

Emma Alina Ballón creó sus obras con la intuición y sensibilidad que tuvo como profesora, una experiencia que ayuda mucho a la hora de escribir poesías destinadas a los niños, al margen de que en los versos se reflejen los pensamientos y sentimientos de la niña que habita en el mismo fuero interno de la autora, quien, a  tiempo de dominar el lenguaje lírico, usa sus recuerdos de infancia como recursos válidos para escribir obras cuya finalidad es llegar a un público que no acepta que le metan gato por liebre.

Ya se sabe que en la poesía infantil no es necesario embellecer el lenguaje con superfluos sonsonetes, lo mejor es prescindir del abuso de los adjetivos y palabras rebuscadas, y concentrarse en los sustantivos de uso coloquial y los verbos fáciles de conjugar, ya que la poesía, como en el caso de Emma Alina Ballón, aun careciendo de rima y métrica, debe ser una sinfonía con tonos altos y bajos, que el niño debe escuchar lleno de gozo, como si fuesen canciones de cuna, cuyas melodías son harto apreciadas por los oyentes y lectores. Además, de nada sirve que la poesía infantil sea un amasijo de reglas moralizantes y mensajes educativos, que se acercan más a los textos didácticos que a la intención de incentivar el hábito de la lectura, a partir de poemas que juegan con la palabra escrita y la imaginación de los niños en edad escolar.

Por otro lado, su propia vocación de mujer dedicada a la composición musical, le permitió jugar con el sonido de las palabras que, una vez encadenadas en oraciones gramaticales y coherente sintaxis, conformaban una sinfonía que permitía a los niños asimilar, memorizar y recordar con bastante facilidad, sobre todo, si, entre verso y verso, habían palabras que se repetían y expresiones onomatopéyicas que les resultaban conocidas, como en los versos de su poema Ronda de los pollitos, donde se lee: Los pollitos vienen,/ los pollitos van;/ picoteando aquí,/ picoteando allá./ Hacen travesuras/ sin saber por qué/ estos enanitos/ de color de miel./ La mamá les dice:/ Cló – cló – cló – cló – cló./ Si no me hacen caso/ ¡los castigo yo!/ Pío, pío, viene,/ pío, pío va;/ un granito aquí/ un gusano allá.

Si repasamos la breve mención de sus obras, advertiremos que estaban aún inéditos sus Ensayos sobre literatura infantil y su libro Versos para niños. No sé si fueron publicados cuando ella estaba en vida o si permanecen todavía inéditos. Los busqué por todas partes y no pude dar con ellos. De todos modos, encontré algunos de los poemas de sus Versos para niños en revistas y diarios, como en la antología de verso y prosa para niños de Beatriz Schulze Arana, Semillero de luces (1981), donde se registran poemas de Emma Alina Ballón; un material suficiente para hacerme una idea de la importancia que tiene esta escritora en el ámbito de la literatura infantil boliviana. Los estudiosos y especialistas en el tema debían tomarla en cuenta por tratarse de una de las precursoras de un género literario que no tenía muchas voces representativas en la primera mitad del siglo XX.

No está por demás mencionar, a manera de curiosidad, que el mismo año en que nació Emma Alina Ballón nacieron otros autores que repercutirían en el ámbito literario del país, como la paceña Yolanda Bedregal Iturri, los chuquisaqueños Julio Ameller Ramallo y Fernando Ramírez Velarde, el cochabambino Javier del Granado y el beniano Miguel Domingo Saucedo. Asimismo, ese mismo año se publicaron algunas obras de gran trascendencia escritural, como la novela Íntimas de la cochabambina Adela Zamudio.

Por último, cabe recordar que una de las calles de la Meseta de Achumani, a petición de la Junta de Vecinos y de acuerdo con la disposición de la Alcaldía de La Paz, lleva el nombre de Emma Alina Ballón, no sólo porque supo engalanar el arte de las letras, sino también porque desgranó composiciones de armonía y amor en el pentagrama musical.

Datos bibliográficos

PoesíaAdolescencia (1928), Vestigios de sombra (1958), Espiral de alivio: sonetos y romances (1978). Obras inéditas: Versos para niños, Ensayos sobre folklore, Ensayos sobre literatura infantil, Canciones de mi tierra. Tiene poesías publicadas en antologías, periódicos y revistas culturales.