martes, 20 de abril de 2021

EL CÓNDOR MARTÍN

La historia del cóndor Martín, a diferencia de las que son enteramente ficticias, es un hecho que existió en un tiempo real y tuvo como escenarios lugares reconocibles por el lector, pues se trata de la vida de un animal domesticado por los humanos, que cumplía funciones de mensajero y recibía su ración de carne como pago por sus servicios a la Empresa Patiño Mines del entonces magnate Simón I. Patiño, allí por los años 30 y 40 de la pasada centuria.

La historia protagonizada por la emblemática ave de la Cordillera Andina, por su fuerza telúrica y su importancia en los centros mineros de Uncía, Catavi, Siglo XX y la ciudad de Oruro, se constituyó en el tema central de cuentos, leyendas, artículos y relatos provenientes de la tradición oral; unas veces como partes de una historia verídica y, otras, como partes de una historia ficticia pero con una esencia real.

El abogado y escritor Armando Córdova Saavedra, en su libro Historia de un pueblo. Recuento socio-histórico, presenta una breve reseña en torno al apreciado Cóndor Martín y la presencia de una pareja de cóndores que, durante los años de 1979 y 1980,  formaron parte de la tropa acantonada en el cuartel de Uncía y anidaron al pie del Monumento al Minero en la plaza de Siglo XX.

No faltan los testimonios como el vertido por el connotado dirigente minero Filemón Escóbar, quien se refirió al cóndor Martín como a un asiduo visitante de la pulpería de Siglo XX, en cuya carnicería se le proporcionaba una ración diaria, de al menos 5 kg de carne, a cuenta de los jerarcas de la Empresa Patiño Mines, en una época en que el auge de la explotación estañífera en el cerro Espíritu Santo-Juan del Valle situó a las poblaciones nortepotosinas en la mira del capitalismo mundial.

Otro testimonio válido es el rescatado por Franz Taquichiri en su obra El rey del estaño, la montaña Sauta y el cóndor Martín Condori, a partir de una leyenda que escuchó en boca del emérito don Manuel Yapura Coro, presidente de los Beneméritos de la Guerra del Chaco de Catavi, y de sus amigos y compañeros de armas, don Antonio Herrera y don Juan Subieta, quienes se reunían en la sastrería de don Manuel, al lado de la sede sindical de Catavi,  para rememorar experiencias vividas en la contienda bélica, pero también para narrar a viva voz consejas, mitos y leyendas concernientes al acervo cultural y la memoria colectiva de este asiento minero, situado aproximadamente a cuatro kilómetros de la población de Llallagua.

Lo interesante de este cóndor, conocido por todos como Martín Condori, estriba en que su historia se ubica en una época y lugares reconocibles por las familias mineras; un factor concreto que aporta a las narraciones una verosimilitud, sobre todo, si se considera que los diversos textos inspirados en su existencia son más reales que ficticios, habida cuenta de que forma parte de la visión de los habitantes donde se originó la leyenda de esta majestuosa ave, considerado como el rey de las alturas y como uno de los personajes centrales en la cosmovisión de los pueblos andinos, donde el cóndor es venerado como uno de los fecundadores de la Pachamama y hasta forma parte del patrimonio cultural y natural de Sudamérica, donde varios países tienen su imagen incorporada en los emblemas patrios.

La historia original del cóndor Martín Condori, como suele ocurrir en los relatos de la tradición oral, ha sufrido modificaciones con el paso del tiempo, con supresiones y añadidos que han dado lugar a un abanico de variantes, como se constata en los textos reunidos en la presente compilación, donde la historia real se conjuga con las creencias populares, la inventiva literaria y los testimonios, con exageraciones y episodios imaginativos, que conforman los valores comúnmente aceptados por la colectividad donde se generó esta increíble historia.

El artículo del periodista orureño Alfredo Lujan Marañón, que vivió en poblaciones mineras, da la impresión de que contiene información veraz que, sin embargo, es difícil de cotejar por la falta de documentos oficiales que den cuenta de los hechos que narra el autor de Semblanza de Martín Condori. Con todo, se trata de una verdadera historia, aunque no aparece registrada en los documentos oficiales de la historiografía regional, por tratarse de un animal que no formaba parte de las estructuras socioeconómicas de la industria minera de las poblaciones del norte de Potosí.

En las narraciones se presenta una trama sencilla, sin entramados éticos ni morales, salvo que algunos detalles varían de un autor a otro, dando lugar a diferentes versiones de una misma historia. Así, por ejemplo, en algunos textos se ha pretendido conservar la historia del cóndor Martín con escasas modificaciones, en tanto en otras lecturas se nota la re-elaboración literaria del tema original, con las licencias propias que requiere la creación artística.

Por otro lado, como en todo trabajo de corte literario, el escritor Hugo Molina Viaña, el excelso poeta de los niños y niñas, que parece haberse hincado en el artículo escrito por su coterráneo Alfredo Lujan Marañón, nos presenta un breve relato que oscila entre la realidad y la fantasía, poniéndole mayor énfasis a la función de mensajero del cóndor, que se desplazaba de un distrito minero a otro, con una bolsa de correspondencias, las alas desplegadas y surcando el inmenso cielo del altiplano.

El cuento del escritor Víctor Montoya, valiéndose de los recursos propios de la inventiva y moviéndose en los andamiajes de la creación literaria, le da un giro fantástico a la versión original, ya que el cóndor Martín no sólo se convierte en un ave hembra, sino también en el espíritu, que retorna del más allá, de la fallecida novia del carnicero que trabajaba en la pulpería de Siglo XX. Este cuento confirma la teoría de que una narración de la tradicional popular, tanto por su estructura como por su intencionalidad, incluye elementos ficticios, a menudo inverosímiles o sobrenaturales, pero que tiene una base real, aparte de que posee la particularidad de transmitirse de boca en boca y de generación en generación.

Esta majestuosa ave, que actualmente se encuentra en peligro de extinción, ha sido motivo de inspiración para periodistas, escritores y pintores. Este es el caso del artista plástico Enrique Arnal, nacido en Cataví en 1932 y fallecido en Washington, EE.UU., en 2016. Nadie como este artista, varias veces galardonado a nivel nacional y reconocido a nivel internacional por la fuerza expresiva y la calidad estética de su obra, pintó con gran pasión a algunos de los animales que conoció, de manera vivencial y directa, en los primeros ocho años de su vida. Por eso mismo, es el que mejor retrató al cóndor Martín Condori, pintándolo al óleo sobre lienzos, sin más recursos que un caballete, pinceles, rodillos y espátulas.

Es harto evidente que en su obra se proyecta su desmedido amor por los animales, entre ellos el cóndor, ave carroñera, longeva, de plumaje negro-azabache y blanco como la nieve, pico terminado en gancho y alas de gran envergadura. Enrique Arnal, así como montó al caballo que le regaló su padre en su infancia, acarició la cabeza rojiza y pelada del cóndor Martín. De ahí que en su edad adulta, zambulléndose en los recuerdos de su pasado, plasmó a caballete una serie de pinturas dedicadas a los animales que poblaron su infancia, como son los toros, caballos, gallos de pelea y, sobre todo, al cóndor Martín en reposo, cuya serie pintó en la década de 1970 y que hoy forma parte de su magistral obra que se constituye en un formidable legado cultural para su terruño natal, el país y el mundo entero.

La presente compilación, que no está completa ni es la definitiva, tiene la modesta intención de perpetuar la imagen del cóndor Martín Condori, cuya insólita historia cautivó a hombres y mujeres, a grandes y chicos, debido a que este tipo de historias, donde destacan la belleza y la nobleza de un animal, son dignas de ser rescatadas y re-contadas en cualquiera de los géneros literarios, conforme no se hundan en el pozo del olvido ni desaparezcan con el inexorable paso del tiempo. 

viernes, 12 de marzo de 2021

LA LITERATURA INFANTIL DE UNA SONETISTA Y COMPOSITORA MUSICAL

Emma Alina Ballón nació en La Paz, en 1909, y murió en la misma ciudad, en 2002. Poeta, crítica de arte y profesora de música. Hija del ingeniero David S. Ballón y de doña Blanca Carmen Viscarra. Terminó el bachillerato en el Instituto Americano de La Paz. Se tituló de profesora de piano y violín en el Conservatorio Nacional de Música, pero continuó sus estudios en Buenos Aires hasta llegar a concertista. Se desempeñó como profesora de violín y piano en diversos establecimientos educativos del país. Como compositora tiene obras para piano sobre diversos temas.

En su faceta de poeta, con una obra de considerable valor literario, obtuvo premios nacionales e internacionales: Gran premio medalla de oro, en el concurso Panamericano. Gran primer premio en el certamen poético del Poema Ilustrado (1973). Primer Premio de Poesía otorgado por el Centro de Artistas y Escritores de Jamaica. Medalla de oro en el concurso de poesía convocado por la Asociación Cristiana Femenina en 1974. Colaboró en publicaciones culturales de Bolivia y el exterior. Escribió en periódicos como Presencia y El Diario. Su obra poética está consignada en diversas antologías.

Emma Alina Ballón, en el marco de la vida cultural y el feminismo de su época, fue miembro directivo del Ateneo Femenino, Consejo Nacional de Mujeres de Bolivia, socia honoraria de la Sociedad de Artistas y Escritores del Perú, miembro fundador de la Peña de Artistas y Escritores de La Paz, y del Centro Cultural Boliviano-Egipcio. En 1934 fue integrante del Comité de Acción Feminista y miembro de la Legión Femenina de Educación Popular América en 1936. Asimismo, junto a Leonor Díaz Romero, fue directora de Arte y Publicidad de esa organización en La Paz entre 1936 y 1938. En el Diccionario Biográfico de la Mujer Boliviana (1965), de Elssa Paredes de Salazar, la personalidad y el quehacer literario de Emma Alina Ballón se destaca así: Artista de gran sensibilidad (…) Mujer inteligente y feminista por convicción (…) Su poesía unas veces tiernas y delicadas, llena de énfasis, y otras revelan sinceridad, parecen las hojas calladas e íntimas de un ‘Diario’ (p. 43).

Emma Alina Ballón, como quien está acostumbrada a sintetizar ideas y a escuchar la cadencia de las palabras, se dedicó a cultivar el soneto, esa composición poética compuesta por catorce versos organizados en dos cuartetos y dos tercetos, con una estructura que incluye, como en otros géneros literarios, un principio, nudo y desenlace, y en tratar temas universales como la vida, el amor, la muerte y otras inherentes a la condición humana. Su libro Espiral de alivio: sonetos y romances es un buen ejemplo de esta forma de poesía que universalizaron destacados autores de lengua castellana, como los españoles Lope de Vega, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Calderón de la Barca y los hispanoamericanos como Rubén Darío, Alfonso Reyes y el boliviano Javier del Granado. Por cuanto no es nada casual que el escritor Porfirio Díaz Machicao, en el proemio al libro de sonetos y romances, haya expresado: Estoy en el umbral de un bello libro de Emma Alina Ballón, ‘Espiral de alivio’, un conjunto magnífico de poemas que yo diría de otro tiempo, de una época mejor que la actual, acaso con mejores maestros y paradigmas severos y heroicas. Así es la temática y la producción de esta mujer extraordinaria que canta desde los Andes una poesía hecha para la denuncia y el interrogante de todas las épocas. (Blanco Mamani, Elías. Enciclopedia gesta de autores de la literatura boliviana, Volumen 1. Plural editores, 2005, p. 31).

Aunque Emma Alina Ballón escribió prosa y poesía para adultos, no dejó de sentir una necesidad de escribir para los niños, como una forma de contribuir a una literatura poco reconocida en su época y como una necesidad de rescatar y liberar a la niña recluida en su mundo subconsciente; un elemento que suele ser el motor fundamental de los buenos creadores de la literatura infantil, quienes despiertan al niño o a la niña que duerme en el alma y el corazón de todo ser humano.     


 
La poesía de Emma Alina Ballón tiene el mérito de estar escrita de manera comprensible, en torno a temas vinculados a las relaciones familiares y a las preocupaciones centrales del diario transitar por la vida. No en vano, como si fuese una añoranza de la infancia de la propia autora, escribió en su poema Romance de la niña Carmiña, publicado en Presencia Literaria, los siguientes versos: Tierna azucena intocada/ seda de lirio en el rostro/ fino y delicado y tierno;/ gracia infantil en las manos/ y de luna en los cabellos./ Por rumbos ya conocidos/ -en el prodigio de un cuento-/ corre la niña Carmiña/ tras un remoto lucero. 

La escritora para niños tiene que aprender a pensar como ellos; tiene que ser sencilla y sincera en sus versos, aparte de simplificar lo complejo en la estructura poética de los versos y elevar a un nivel estético el lenguaje coloquial de los niños, quienes siempre gozan mejor con una poesía que les ofrece una fonética musical y figuras literarias que encajan en su modo de percibir su entorno inmediato y que forman parte de su pensamiento mágico, vinculado a su mundo hecho de fantasía y espacios lúdicos.

Aunque la poesía es la expresión más genuina del pensamiento artístico mediante el lenguaje, es necesario que la poeta de los niños se sienta anclada en la realidad de la infancia, que tiene sus propios procesos intelectuales, emocionales y lingüísticos, que es diferente a la que experimentan los adultos, quienes son capaces de comprender incluso las metáforas que requieren de un razonamiento lógico y abstracto.  

Emma Alina Ballón creó sus obras con la intuición y sensibilidad que tuvo como profesora, una experiencia que ayuda mucho a la hora de escribir poesías destinadas a los niños, al margen de que en los versos se reflejen los pensamientos y sentimientos de la niña que habita en el mismo fuero interno de la autora, quien, a  tiempo de dominar el lenguaje lírico, usa sus recuerdos de infancia como recursos válidos para escribir obras cuya finalidad es llegar a un público que no acepta que le metan gato por liebre.

Ya se sabe que en la poesía infantil no es necesario embellecer el lenguaje con superfluos sonsonetes, lo mejor es prescindir del abuso de los adjetivos y palabras rebuscadas, y concentrarse en los sustantivos de uso coloquial y los verbos fáciles de conjugar, ya que la poesía, como en el caso de Emma Alina Ballón, aun careciendo de rima y métrica, debe ser una sinfonía con tonos altos y bajos, que el niño debe escuchar lleno de gozo, como si fuesen canciones de cuna, cuyas melodías son harto apreciadas por los oyentes y lectores. Además, de nada sirve que la poesía infantil sea un amasijo de reglas moralizantes y mensajes educativos, que se acercan más a los textos didácticos que a la intención de incentivar el hábito de la lectura, a partir de poemas que juegan con la palabra escrita y la imaginación de los niños en edad escolar.

Por otro lado, su propia vocación de mujer dedicada a la composición musical, le permitió jugar con el sonido de las palabras que, una vez encadenadas en oraciones gramaticales y coherente sintaxis, conformaban una sinfonía que permitía a los niños asimilar, memorizar y recordar con bastante facilidad, sobre todo, si, entre verso y verso, habían palabras que se repetían y expresiones onomatopéyicas que les resultaban conocidas, como en los versos de su poema Ronda de los pollitos, donde se lee: Los pollitos vienen,/ los pollitos van;/ picoteando aquí,/ picoteando allá./ Hacen travesuras/ sin saber por qué/ estos enanitos/ de color de miel./ La mamá les dice:/ Cló – cló – cló – cló – cló./ Si no me hacen caso/ ¡los castigo yo!/ Pío, pío, viene,/ pío, pío va;/ un granito aquí/ un gusano allá.

Si repasamos la breve mención de sus obras, advertiremos que estaban aún inéditos sus Ensayos sobre literatura infantil y su libro Versos para niños. No sé si fueron publicados cuando ella estaba en vida o si permanecen todavía inéditos. Los busqué por todas partes y no pude dar con ellos. De todos modos, encontré algunos de los poemas de sus Versos para niños en revistas y diarios, como en la antología de verso y prosa para niños de Beatriz Schulze Arana, Semillero de luces (1981), donde se registran poemas de Emma Alina Ballón; un material suficiente para hacerme una idea de la importancia que tiene esta escritora en el ámbito de la literatura infantil boliviana. Los estudiosos y especialistas en el tema debían tomarla en cuenta por tratarse de una de las precursoras de un género literario que no tenía muchas voces representativas en la primera mitad del siglo XX.

No está por demás mencionar, a manera de curiosidad, que el mismo año en que nació Emma Alina Ballón nacieron otros autores que repercutirían en el ámbito literario del país, como la paceña Yolanda Bedregal Iturri, los chuquisaqueños Julio Ameller Ramallo y Fernando Ramírez Velarde, el cochabambino Javier del Granado y el beniano Miguel Domingo Saucedo. Asimismo, ese mismo año se publicaron algunas obras de gran trascendencia escritural, como la novela Íntimas de la cochabambina Adela Zamudio.

Por último, cabe recordar que una de las calles de la Meseta de Achumani, a petición de la Junta de Vecinos y de acuerdo con la disposición de la Alcaldía de La Paz, lleva el nombre de Emma Alina Ballón, no sólo porque supo engalanar el arte de las letras, sino también porque desgranó composiciones de armonía y amor en el pentagrama musical.

Datos bibliográficos

PoesíaAdolescencia (1928), Vestigios de sombra (1958), Espiral de alivio: sonetos y romances (1978). Obras inéditas: Versos para niños, Ensayos sobre folklore, Ensayos sobre literatura infantil, Canciones de mi tierra. Tiene poesías publicadas en antologías, periódicos y revistas culturales.

 

domingo, 14 de febrero de 2021

POESÍA Y SENSIBILIDAD EN LA OBRA DE PAZ NERY NAVA BOHÓRQUEZ

Paz Nery Nava Bohórquez nació en Uncía, en 1916, y falleció en Suiza, en 1979. Educadora, poeta, novelista y trabajadora social. Estudió la primaria en su ciudad natal. Egresó como maestra de grado de la Escuela Normal de Sucre en 1934. Cursó estudios complementarios en Chile. Fue asistente del Primer Congreso Feminista de Bolivia en 1936, en representación del departamento de Oruro. Obtuvo la licenciatura en Trabajo Social en 1948, convirtiéndose ésta en su segunda profesión. Fue presidenta de la Asociación Nacional de Asistentes Sociales (1963) y directora de la Oficina de la Mujer del Ministerio de Trabajo (1965).

Paz Nery Nava, consciente de las necesidades de los sectores menos favorecidos de nuestra sociedad, dictó conferencias sobre temas de género y educación en Bolivia y otros países. Contrajo matrimonio con el poeta, pintor y titiritero Luis Luksic, con quien tuvo un hijo y de quien se divorció cinco años después. Destacó como miembro integrante del grupo Fuego de la Poesía y como corresponsal de la revista Lírica Hispánica de Caracas, Venezuela. En 1964, junto a Yolanda Bedregal, Hugo Molina Viaña, Alberto Guerra Gutiérrez, Beatriz Schulze Arana, Elda Alarcón de Cárdenas y Rosa Fernández de Carrasco, fundó la Unión de Poetas para Niños.

SU OBRA

Paz Nery Nava, mujer de letras y gran sensibilidad, que supo combinar ejemplarmente su labor de madre, educadora y trabajadora social, no sólo fue defensora de los Derechos de la Mujer, sino también defensora de los derechos de los niños y adolescentes. De ahí que gran parte de su actividad, sobre todo en el área de la educación, estuvo orientada a mejorar las condiciones de vida y estudio de los estudiantes más humildes del país.

Aparte de su novela Lina, que obtuvo la primera mención en el concurso literario convocado por la Universidad Técnica de Oruro, en 1968, y que fue publicada recién en 1971, están sus obras en el género de la poesía, entre las cuales ocupa un lugar privilegiado sus versos destinados a los niños, quienes fueron su principal fuente de inspiración. Ella, como pocas autoras de poesía boliviana, conocía muy bien el alma de los niños, como si ella misma pensara y sintiera como ellos, con esa naturalidad de las personas sensibles ante el dolor humano, pero también ante la luz de la esperanza que se refleja en sus versos escritos con sentido común y ternura maternal. No en vano en su poema Placidez, que integra su libro Ritual de la sombra, nos dice: Alta en mi senda estoy/ queriendo hallar mi sombra,/ cristal de cristal soy líquido que vaga/ hacia el noble misterio de las horas lejanas./ Mi cuerpo es flor rebelde de un colegio de lirios/ y mis manos son pétalos de sol para mi niño./ Me arrebata el ensueño/ en medio de mil ansias de orgullo miliciano.

Su incursión en la poesía para niños, que obedecía a un llamado vehemente de su espíritu de educadora del ciclo primario y su atenta observación del mundo infantil, está registrada en su primer poemario publicado en 1957, con una fuerza lírica que asombra y atrapa la atención de los  pequeños lectores; por cuanto no es desatinado el comentario de César Chávez Taborga, quien, tras la lectura de los poemas reunidos en Silabario de sueños: poemas para niños, que son bellos, musicales y delicadamente expresivos, manifestó sin vacilaciones: Paz Nery Nava ha escrito este pequeño libro de poemas conjugando esa su doble calidad de artista. Los motivos que recoge y la forma cómo los expresa, denotan una cabal interpretación del pensamiento y la conducta de los niños, especialmente de aquellos que están comprendidos entre los cuatro y los siete años de edad (en “Una poesía infantil”. Revista Boliviana de Cultura “Cordillera”, Nro. 6, La Paz, 2009, p. 68).

Nuestra poeta ha sabido observar, captar y recrear  los motivos que más atraen el interés de los infantes, cuando aún éstos están envueltos por ese maravilloso mundo de animismo y fantasía, donde los elementos inanimados de la naturaleza poseen las mismas facultades que los seres humanos, y que la poeta usa como recursos literarios válidos para estimular la imaginación de los niños. Este afán por concederles vida y voz propia a los elementos del reino animal y vegetal está presente, sobre todo, en la primera parte del poemario, que contiene títulos como Los patitos traviesos, Hazañas del ratón Jo, Bodas de doña Rana, Caballitos del cielo, El escarabajo y otros.

La poesía de Paz Nery Nava, al igual que las rondas infantiles cuyas composiciones deleitan a los niños por su cadencia y sencillez idiomática, está llena de juegos verbales y musicalidad, como se advierte en el poema Mi trompo, donde los versos, transmitiéndonos movimientos con tonos casi siempre sonoros, nos dicen: Tengo un bailarín/ bailarán,/ gordo, gordiflón/ gordiflán,/ ronco, roncarín/ roncarán./ Capote de sueños/ lo cubre y él danza (…)/ y borrachito de baile/ tambalea, tambalea,/ bailarín/ bailarán,/ gordiflón/ gordiflán,/ roncarín/ roncarán...

Por otro lado, las vivencias y experiencias de su infancia, ancladas en la tierra minera que la vio nacer, se reflejan en algunos de sus poemas con temática social y realista, como en El Minero, un personaje que de seguro caló hondo en el crisol de su mente y su sensibilidad espiritual, constituyéndose no sólo en una realidad que formaba parte de su entorno social inmediato, sino en una de las temáticas vitales de su quehacer poético.  

Cabe mencionar que una calle de Alto Obrajes en la ciudad de La Paz y varias instituciones educativas del país llevan su nombre en reconocimiento a su indiscutible contribución a la literatura infantil y juvenil, pero también en homenaje a la importante labor social y educativa que desarrolló en benefició de las mujeres y los niños bolivianos.

Apuntes bibliográficos

Su producción literaria es breve pero de indiscutible calidad estética, que pone de manifiesto su talento para la versificación y su desmedido amor por los niños, quienes, en la tristeza y en la alegría, necesitan de su tierna voz de amiga y educadora. Poesía: Silabario de sueños: poemas para niños (1957); Distancias interiores (1965); Estaciones de tu ausencia (1969); Ritual de la sombra (1974); Misturita (poemario infantil y teatro, 1977). Novela: Lina (1971). Estudio: Lenguaje funcional en la escuela primaria (1959).

SU POESÍA

EL ZAPATO

Pequeña casa de cuero

donde vive una familia

con cinco hijitos:

los dedos

unidos como los granos

de una mazorca de besos.

Casita caminadora,

casita que todo sabe,

casita que todo ve,

que se eleva por los aires

y casita que se oculta

cuando se le duerme un pie…


CABALLITOS DEL CIELO

Caballito blanco,

caballito negro,

caballo de plata,

caballo de oro.

El sol, caballito

con patas de oro,

la luna yegüita

de color de plata.

Caballito blanco,

caballo amarillo,

llevadme a la escuela,

llevadme a la casa.

Yegüita que corres

también por el río,

caballo que bajas

a valles y prados.

Caballo y yegüita,

dulzura del mundo,

corola del cielo,

sonrisa del alba.

Seguidme en los sueños,

seguidme en mis juegos

de todos los días.


EL PACAY

El pacay es cocodrilo

que se comió unos negritos,

les hizo una sabanita

con fina felpa de nieve.

Cama de nieve caliente,

Balancín verde en el aire;

por puente de telaraña

pasa la brisa cantando,

la avispa y el colibrí

tocan orquesta de sombra.

Blanco nilo,

blanco nilo,

verde sombra,

verde sombra,

El pacay es cocodrilo

que se comió unos negritos.


 

domingo, 31 de enero de 2021

MURIÓ UN INQUEBRANTABLE COMPAÑERO DE LUCHA

Con el fallecimiento de Edgar Huracán Ramírez Santiesteban (Potosí, 1947 – La Paz, 2021), se nos fue el último líder minero de la vieja guardia del movimiento obrero boliviano. Ya no quedan dirigentes de semejante catadura, de esos hombres que hicieron honor a la lucha de los trabajadores organizados en el sindicalismo revolucionario, donde descollaron figuras como Juan Lechín, Simón Reyes, Víctor López, Óscar Salas y Filemón Escobar, entre muchos otros.

El compañero Edgar Huracán Ramírez, a diferencia de los crumiros y traidores de la clase obrera, destacó por su claridad ideológica e intransigente lucha en aras de conquistar las reivindicaciones legítimas de sus compañeros sometidos a las inhumanas condiciones de vida del sistema capitalista, donde alcanzar un alto nivel de conciencia política era el único camino para constituirse en el representante de la masa obrera que clamaba justicia social en un contexto donde pocos tenían mucho y muchos no tenían nada.

En las polémicas y debates que se generaban en los ampliados y congresos mineros era una fiera. Para rebatir los argumentos de sus contrincantes usaba incluso un lenguaje figurado y hasta metafórico, como prueba de que había leído una pila de libros en los diversos géneros literarios. De modo que podía hablar en un lenguaje extendido como el de Marcelo Quiroga Santa Cruz o con un lenguaje sintetizado como el de Eduardo Galeano, sin perder el hilo argumental de sus pensamientos expresados en elocuentes discursos.

Como todo individuo que irrumpe en el escenario político, con la intención de forjar una corriente de opinión en seno del proletariado, tenía seguidores pero también detractores. Algunos decían que era duro pero correcto. Era crítico con la conducta y los desaciertos de algunos dirigentes de la COB. No pocas veces se opuso a las apreciaciones políticas del maestro Lechín, quien, alguna vez y con lágrimas en los ojos, confesó ante las cámaras de la prensa que Edgar Huracán Ramírez era impulsivo e intransigente; una conducta que mantuvo, de manera consciente o inconsciente, en todos los ámbitos de su vida laboral.

No cabe duda de que su sólida formación intelectual, como autodidacta, lo colocó en la primera fila de los líderes obreros que se elevaron al nivel de cualquier académico, no sólo publicó obras a partir de su vasta experiencia sindical, –Estrategia de dominación imperialista (1997), Neoliberalismo y movimiento sindical en Bolivia (1999), Archivos mineros de Bolivia. El rescate de la memoria social (coautor con Luis Oporto, 2007) y otros textos dispersos–, sino también por medio de la lectura de todo tipo de obras que caían en sus manos. Era uno de esos obreros que podía ejercer la docencia universitaria con solvencia y formar a nuevos líderes en cursillos donde se estudiaban a los clásicos del marxismo y a los precursores de la formación de la conciencia nacional, consciente de que la suerte del movimiento sindical no estaba ya en manos de los viejos sino de los jóvenes. No pocas veces participó en círculos intelectuales para expresar sus opiniones sobre una cantidad de temas que eran de su interés, en su condición de miembro del comité central del Partido Comunista de Bolivia (PCB). Participó también activamente en talleres de capacitación sindical en los que transmitía sus experiencias adquiridas cuando fue secretario general del Sindicato Unificada del Cerro de Potosí; secretario general de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) y secretario ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB).

Algunos amigos se referían a él como al licenciado obrero, no porque estuvo en Casas Superiores de Estudios, sino porque sus universidades fueron la vida y el trabajo, habida cuenta de que Edgar Huracán Ramírez apenas terminó el quinto curso de primaria. Empero, él estaba cargado de instrumentos innatos que le permitían ser un intelectual obrero, como esos hombres que tienen el privilegio de haber nacido con una inteligencia natural para comprender y analizar las claves íntimas de la vida y revelar los mecanismos socioeconómicos que se mueven de manera subterránea en una sociedad hecha a golpes de discriminación social y racial. Él poseía la intuición propia de esos seres de alma pura y mente clara para asimilar los valores humanos en un contexto donde las relaciones de producción determinan el destino de los individuos y la colectividad; una lección existencial que no se aprende en los libros de texto sino en la vida misma. A veces, cuando veía que algunos compañeros blandían, de manera egocéntrica y hasta con cierta petulancia, sus títulos académicos en un país enfermo de titulitis, él se limitaba a menear la cabeza y lanzar expresiones de ironía, que justificaban la visión que compartía con el escritor ruso Máximo Gorki, quien, como parte de una trilogía autobiográfica, escribió Por el mundo - Mis universidades, publicado en la segunda década de la pasada centuria y cuyo principal mensaje estaba destinado a enseñar que la vida misma era una universidad.

En su encomiable recorrido por los corredores culturales del país, y gracias a su amplio bagaje en ciencias humanísticas, se dedicó al rescate de la memoria histórica de la Guerra del Chaco y cultura minera, a través del Sistema de Documentación e Información Sindical de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, del Archivo de la Compañía Aramayo Franke, del Proyecto de Organización del Museo y Archivo de la Guerra del Chaco para la Federación de Beneméritos de la Guerra del Chaco en Tupiza; un largo recorrido que lo convirtió en un personaje entendido en temas históricos.

Sin embargo, su mayor proeza fue haber parido el Archivo Histórico de la Minería Nacional, institución que resguarda la documentación de más de un siglo de existencia de las empresas estañíferas de Bolivia. No en vano la Cámara de Senadores, en uso de sus atribuciones, lo reconoció, el 1 de agosto de 2019, por ser un líder político-sindical e incansable defensor de las riquezas mineras y por ser el creador, organizador y edificador del Sistema de Archivo Histórico de la COMIBOL, llevando en alto el nombre del Estado Plurinacional de Bolivia. Asimismo, se le concedió por Orden Parlamentaria al Mérito Democrático Marcelo Quiroga Santa Cruz, en reconocimiento a su incansable lucha por reconquistar la democracia cautiva en manos de los gobiernos dictatoriales.

Sus conocimientos sobre archivística no tenían nada que envidiar a quienes se forman en bibliotecología y archivística de una Casa Superior de Estudios, porque Edgar Huracán Ramírez se daba tiempo, como todo buen autodidacta, para escudriñar los cuadernillos y tratados sobre el tema. Por lo tanto, quizás sin habérselo propuesto de manera enteramente consciente, se convirtió en un experto en archivística; si no me lo creen, pregúntenselo a sus dilectos colegas de oficio, con quienes elaboró algunos manuales dedicados al fascinante mundo de la memoria histórica registrada en documentos patrimoniales de la nación. Así fue como en enero del 2006 publicó, en coautoría con Luis Oporto Ordóñez, el libro intitulado Archivos mineros de Bolivia

El año 2012, cuando se programó la presentación de mi libro Cuentos de la mina, en el auditorio del edificio principal del Archivo Histórico de la Minería Nacional, ubicado la zona ferroviaria de la ciudad de El Alto, tuve la oportunidad de deleitarme con la sapiencia y pirotecnia verbal de Edgar Huracán Ramírez, quien se refirió a la temática que aborda el libro desde una perspectiva muy particular, desde la visión de quien vivió la experiencia minera en carne propia. Me sorprendió, sobre todo, su análisis literario del libro, basándose en conocimientos que adquirió en sus años de lector de los clásicos de la literatura universal y de las obras de Gabriel García Márquez, a quien lo citó con frases que parecían elaboradas con meticulosidad y con expresiones arrancadas del llamado realismo mágico, que, según sus acertadas apreciaciones, se repetían en algunas obras de ambiente minero, donde la magia de la cosmovisión andina formaba parte de los trabajadores del subsuelo, quienes conviven a diario con ese mitológico personaje, mitad dios y mitad diablo, conocido como el Tío de la mina. 

El 23 de junio de 2017, en ocasión de la presentación de mi libro Crónicas mineras en el auditorio de la carreta de odontología de la Universidad Nacional Siglo XX, situado en la histórica Plaza del Minero, Edgar Huracán Ramírez se encontraba entre los comentaristas. Habló sobre la necesidad de seguir contribuyendo a la historia de la clase obrara desde las vivencias de los mismos protagonistas. Al finalizar el evento, puso su mano sobre mi hombro y me felicitó por haber rescatado la imagen de algunos de los dirigentes mineros, que ofrendaron su vida a la causa de la libertad y la justicia social. Esta obra está muy bien, dijo, mirándome con un gesto risueño y un tono de aprobación por la iniciativa que emprendí desde hace ya muchos años.

El 26 junio de 2019, justo cuando se recordaba un año más de la horrenda masacre de San Juan, que ejecutó la dictadura de René Barrientos en los centros mineros de Llallagua, Catavi, Siglo XX y Cancañiri, en la madrugada del 24 de junio de 1967, presenté la compilación La Masacre de San Juan en verso y prosa, en los ambientes de la Vicepresidencia del Estado Plurinacional. Y, como es de suponer, Edgar “Huracán Ramírez, conocedor del tema y en su condición de exdirigente minero, estaba también presente entre los comentaristas. Vertió elogiosas palabras sobre la intención de la obra, ponderando que se trataba de un compendio que echaba más luces sobre los antecedentes y consecuencias de esa trágica masacre, y destacando que en sus páginas se registraban los poemas y los textos en prosa de autores que pertenecían a diversas tendencias ideológicas; un hecho que demostraba que era posible realizar obras colectivas, lejos de los sectarismos políticos que tantos daños causaron al sindicalismo revolucionario.   

Para quien escribe estas líneas, la amistad con Edgar Huracán Ramírez ha sido de aprendizaje y un modo de conocer de cerca la admirable esencia de un líder modesto y honesto; esto me tocó constatar el día en que, junto al historiador Luis Oporto Ordóñez, lo visité en su humilde hogar, donde charlamos sobre temas afines y él tocó la guitarra con una destreza propia de los músicos de cepa. Al cabo de mi visita, me quedé con la impresión de que este luchador obrero nunca vivió de la política, como lo hacen los pícaros y vivillos, sino para la política, cuya conducta distinguió a los legítimos líderes del movimiento minero, que no acumularon riquezas a nombre de los desposeídos y el socialismo. Edgar Huracán Ramírez, independientemente de su afiliación stalinista, correspondía a esa categoría de luchadores sociales que a mí me gustan por su honestidad y su desapego de los bienes materiales.  

Por otro lado, aún recuerdo el día en que me enteré de su despido del Archivo, luego de que el régimen de transición de Jeanine Añez asumió el poder, tras una violenta revuelta ciudadana contra el exgobierno de Evo Morales. Se me contó que los nuevos personeros de la COMIBOL fueron a buscarlo en las oficinas del Archivo, donde le entregaron una carta de despido de la institución que él mismo creó desde sus cimientos, sin considerar que esa acción era lo mismo que echar al dueño de su propia casa. No obstante, para sorpresa de los mensajeros del entonces presidente de la COMIBOL, la opinión pública no aceptó la decisión arbitraria y pidió que se le restituyera en su cargo de director del Archivo de la Minería Nacional, en razón de que Edgar Huracán Ramírez fue quien salvó de la basura lo que hoy es un ejemplar repositorio documental del país. Él evitó la destrucción de la memoria histórica minera de Bolivia, que se encontraba dispersa y abandonada en los ambientes de las principales empresas de la COMIBOL, que fueron cerradas por el gobierno neoliberal de Víctor Paz Estenssoro, luego del nefasto Decreto Supremo 21060 de 1985, que provocó la relocalización de unos 23 mil trabajadores de las minas nacionalizadas, causando no sólo el colapso de las organizaciones sindicales, sino también la diáspora de las familias obreras que se vieron obligadas a buscar nuevos horizontes de vida en cualquier parte del territorio nacional.

Ahora bien, para quienes no lo saben o se hacen los del otro viernes, es necesario remarcar que Edgar Huracán Ramírez  fue el principal artífice para la recuperación de los documentos de los ex Barones del Estaño y los bienes patrimoniales y museísticos de la COMIBOL, que actualmente están debidamente conservados y catalogados. A esa hazaña sin precedentes se debe la frase: DE LA BASURA A LA MEMORIA DEL MUNDO, grabada en el edificio principal del Archivo Histórico de la Minería Nacional, emplazado en la combativa ciudad de El Alto.

Edgar Huracán Ramírez vivía con la ilusión de que se escribiera o reescribiera la genuina historia del movimiento obrero boliviano. Estaba convencido de que los mineros, más que sus ideólogos o intelectuales de clase media y clase media alta, fueron los verdaderos protagonistas de la turbulenta historia de la minería nacional. De ahí que en el prólogo a la Historia del movimiento minero de Bolivia (2020), que se elaboró a partir de los testimonios de los ex dirigentes sindicales aún en vida, haya escrito con magnífica precisión y sin voces prestadas: Nuestra historia no será reconstruida olvidando que todo lo que tenemos es lo que las masas han logrado. Hay necesidad de retomar las valiosas experiencias concebidas por los cerebros creativos, sí; pero también los hechos de anónimos protagonistas que se materializaron en abundantes propuestas de proclamas, en copiosas consignas que son los elementos esenciales que forjaron la moral y la conciencia de los campamentos mineros, que permitió gloriosos combates y sostenidas batallas, en los que el enemigo no logró hacer retroceder a la gran masa de trabajadores mineros. La tenacidad y la consecuencia que perdura en el tiempo y el espacio, son el único sostén verdaderamente robusto de los hechos que ya no podrán ocultar, porque fueron abonados con el sudor y la sangre de millones de trabajadores que estuvieron en las minas, alimentadas generalmente por las mujeres, por los niños y por el recio músculo proletario. No es casual que esto que quedó olvidado y oculto fuera motivo de admiración del mundo entero. Los hechos y las conquistas son comprensibles sólo si se los ve como hechos de la clase, del sindicato, de las masas y del pueblo, no de las individualidades (p. 16). Tenía toda la razón. La historia oficial no registraba la voz de los protagonistas en primera persona, sino a través de las interpretaciones, a veces sesgadas y hasta deformadas, de quienes contemplaban la realidad minera desde afuera y no desde el seno mismo de la clase obrera. Consiguientemente, él consideraba que era necesario reescribir la historia desde el testimonio personal y colectivo de los protagonistas de las luchas sociales que, unas veces desembocaron en sangrientas derrotas y, otras, en aleccionadoras victorias que demostraban la poderosa fuerza de movilización y la consumada conciencia  ideológica del movimiento obrero agrupado en sus naturales organizaciones de clase.  

A modo de sintetizar mis recuerdos de Edgar Huracán Ramírez, quien fue un inquebrantable compañero de lucha, puedo decir que este perforista en interior mina, boxeador de peso pluma, dirigente indomable y rescatista de los históricos documentos de la minería boliviana, fue uno de esos líderes obreros que lo dio todo sin pedir nada a cambio. Por lo demás, a mí no me queda más que palabras de agradecimiento por su apoyo y su voz de aliento que, cuando estaba en el cenit de su lucidez, sonaba y soplaba con tanto furor como el mismísimo huracán.

Fotos

1. Edgar Huracán Ramírez Santiesteban.

2. Luis Oporto, Víctor Montoya, Edgar Huracán Ramírez y Milton Márquez.

3. José Martínez, Pastor Mamani, Víctor Montoya, Jaime Flores, Edgar Huracán Ramírez.

4. Luis Oporto, Carlos Soria, Víctor Montoya, Edgar Huracán Ramírez, José Romero.


 

martes, 26 de enero de 2021

EL CELOSO GUARDIÁN DEL ARCHIVO HISTÓRICO MINERO DE CATAVI

Los trabajadores de la Empresa Minera Catavi, perteneciente a la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), contaban que su anterior dueño lo dejó a su suerte, en la intemperie, el día que se marchó con rumbo desconocido, luego de cargar sus muebles en la carrocería de un camión. El perro corrió detrás de la movilidad, intentando seguir el trayecto de sus dueños, pero ellos, insensibles ante la desesperación del perro, lo dejaron atrás, cada vez más atrás, hasta que el perro se detuvo desventurado, jadeante y echando lágrimas de impotencia.

Así empezó su lucha por la sobrevivencia, forjándose con un carácter más temible y de defensa ante los peligros que ponían en riesgo su existencia en un medio donde la jauría de perros callejeros forma parte del ornamento de una población donde los vientos azotan la cordillera, silbando como la sirena del Teatro Simón I. Patiño, y los remolinos de polvo corren como entre las dunas del desierto. 

Se lo veía merodeando por las inmediaciones del Archivo, antigua Casa Gerencia y futuro Museo Histórico Minero de Catavi, hasta el día en que, atraído por la comida que le ofrecía una de las trabajadoras, entró en los locales del Archivo; estaba más delgado que el perro Galgo de Don Quijote, como si fuese un cuadrúpedo hecho de pura piel y huesos; el frío resplandor de sus ojos reflejaba la tristeza de su alma y llevaba el pelaje apelmazado por la mugre; alrededor del cuello y en la punta de la cola su pelo era cerdoso, grueso y duro, como si nunca lo hubiesen lavado ni tusado desde el día de su nacimiento.

Tiempo después, acaso sin saberlo ni quererlo, los trabajadores del Archivo se acostumbraron a su presencia y se ganó el cariño de todos. De modo que no quedó otra alternativa que adoptarlo, sin trámites, papeleos ni intermediarios, como a la mascota más querida por el personal del Archivo. Se le rebautizó con el nombre de Bandido; digo que se le rebautizó, porque de seguro tuvo otros nombres y sobrenombres antes de ser abandonado como perro sin dueño. Se le vacunó contra la rabia y se le desparasitó interna y externamente antes de que ocupara su privilegiado lugar en la Casa Gerencia.

A partir de entonces, el perro empezó a formar parte del Archivo y dejó de vagar por las calles, buscando qué comer en los basurales, reponiéndose del abandono, los peligros de la intemperie y las heridas que le dejaban sus peleas con otros canes callejeros, que se disputaban a la perra en celo y los restos de la comida que alguien arrojaba en la calle o dejaba en la acera de su casa. Nadie reclamó por él, ni siquiera quienes lo tuvieron cuando era cachorro, peor aún los miembros de la familia donde creció y vivió durante mucho tiempo; eso sí, no dentro de la vivienda, como cualquier animal de compañía, sino en un patio con montículos de piedras apiladas por doquier.

Como ya no era cachorro cuando llegó al Archivo, y a pesar de ser dócil y obediente a los comandos que se le impartía de cuando en cuando, resultó algo difícil adiestrarlo como a mí me hubiese gustado. Sin embargo, tras algunas rutinas preestablecidas, el perro llegó al punto en que aceptaba, de manera obediente y educada, el régimen de premios y castigos que se le imponía. Se le premiaba con algún resto de mi comida, que él lo saboreaba en la palma de mi mano, o se le castigaba con una escasa ración de comida que no era de su agrado. Lo esencial era que se adaptó, de manera instintiva, a ciertas exigencias que él cumplía como si viviera para mantenerme alegre y satisfecho, complaciéndome y obedeciéndome en todo por temor a los castigos o, como toda mascota que quiere mantener una buena interrelación con su amo, por la obsesión de recibir algún mimo o premio, como lo hacían los perros de Iván Pávlov, según las teorías del reflejo condicional o el estímulo-respuesta, un método de enseñanza/aprendizaje que todavía funciona en el adiestramiento de las mascotas.

Aunque soportaba sonidos estridentes, tenía fobia a los fuegos artificiales, que los niños y vecinos lanzaban en los días festivos. Él enloquecía y, disparado como una jabalina, se metía en el cuarto, empujando la puerta con todo el furor de sus fuerzas, y buscaba refugio entre mis brazos, jadeante y temblando de miedo, como si huyese del mismísimo infierno, en busca de las caricias y palabras de sosiego de alguien que lo cobijara como a un niño que necesitaba toda la protección del mundo.

Otra cosa que no soportaba era el humo del cigarrillo, probablemente debido a que su anterior propietario, a modo de divertirse y probar la reacción del perro, le echaba bocanadas de humo cuando aún era cachorro, hasta el extremo de haberle causado un trauma que lo espantaba apenas alguien encendía un cigarrillo ante su vigilante y aterrada mirada. El individuo insensato que le causó ese trauma no comprendía la lógica de que un humano que no es capaz de amar a un perro es incapaz de amar a su prójimo.

Al cabo de unos meses, con una ración de comida controlada, se puso fuerte, armonioso y rebosante de desbordante vitalidad. Era un perro de raza mestiza, inteligente y de buena alzada, dueño de un ladrido potente y grave, cariñoso y manso con los conocidos, pero receloso y feroz con los desconocidos, a quienes los consideraba invasores de los territorios de su dominio.

Cuando un desconocido lo abordaba con intenciones de herirlo o asustarlo, él se crispaba como un puercoespín, ladraba con todas las fuerzas de sus pulmones y echaba babas por el hocico, a diferencia de los cachorros que ladran más por miedo que por agresividad. No cabe duda de que su furia se debía al hecho de haber convivido entre los canes de la calle. Además, como todo animal acostumbrado a vivir una realidad cruda y dura, sin resquicios para la broma ni la risa, intuía que no todos los humanos eran amigos de los animales domésticos. Sus reacciones de agresión, a modo de un mecanismo de autodefensa instintivo, eran sus armas de protección contra los castigos. De seguro que en su vida no faltaron quienes le reventaron una patada entre las costillas y quienes le hicieron restallar un chicote en las ancas, mientras él, arqueando la columna y escondiendo la cola entre las patas, intentaba escabullirse entre chillidos y gemidos de dolor.

Durante los días de trabajo, mientras el personal estaba dedicado a clasificar los papales pertenecientes a la empresa de la Patiño Mines y la COMIBOL, el Bandido se sentaba entre los estantes, escritorios, sillas, mesas y las puertas de acceso a las dependencias del Archivo, presto a defender su lugar de guardián con la mirada temible y los colmillos afilados.

De lunes a viernes, desde tempranas horas de la mañana y hasta muy entrada la tarde, él prefería estar junto a los trabajadores, quienes siempre lo recibían con palabras de gran afecto. Él se tiraba de panza sobre el machihembrado, con las patas dobladas debajo del hocico, y retozaba con un ojo cerrado y mirándolos con el otro ojo más abierto que de costumbre.

Si bien es cierto que era un perro faldero, no es menos cierto que era también un perro guardián. Cuando los desconocidos se acercaban a husmear los documentos, libros, objetos museísticos y otras curiosidades que atesora el Archivo, asumía una conducta parecida a la de Cancerbero, el can guardián de las puertas del infierno, aunque el Bandido no tenía tres cabezas ni echaba llamas por las fauces.

No pocas veces le provocó un suspiro de pánico a don Edson, vendedor de bidones de agua destilada a domicilio, tal vez porque el aguatero, ni bien se aparecía en la puerta que da a la calle, le recordaba un desagradable pasado asociado a algún tipo de agresión traumática que nunca logró superar ni olvidar. Era por eso mismo que, apenas olfateaba su presencia, gruñía frunciendo el hocico y enseñando los afilados colmillos, que se convirtieron en sus mejores armas de defensa y ataque, y que, en su época de vagabundo, le sirvió para cazar y desgarrar las presas.

Se plantaba en la puerta enrejada con barrotes de hierro y, en su condición de cumplido y severo guardián, no dejaba que nadie ingresara sin el permiso de la responsable del Archivo o de alguno de los trabajadores, quienes lo retenían del pescuezo antes de que se lanzara sobre la humanidad de los desconocidos que, por lo general, eran personas que asistían al Archivo para buscar documentos de investigación o para solicitar los expedientes de algún pariente que trabajó en la poderosa Empresa Minera Catavi.

El perro guardián, como compensación por su trabajo, se ganó una remuneración de parte de la COMIBOL. De modo que, desde la oficina central del Archivo de la Minería Nacional de la ciudad de El Alto, le enviaban, periódicamente, un pequeño fondo económico que permitiera tenerlo con la panza llena y el corazón contento. Y, claro está, siempre se lo alimentaba como a un perro burgués, según comentó alguna vez, entre chiste y chiste, uno de los trabajadores del Archivo.

En cierta ocasión, cuando retorné de un largo viaje que realicé a la ciudad de La Paz, lo encontré subido de peso; es más, de no haberme recibido en la puerta, con el mismo entusiasmo y regocijo que demostraba alzándose sobre sus patas traseras y agitando su cola de un lado a otro, no lo hubiera reconocido. Parecía una maleta desplazándose sobre cuatro patas.

Cuando pregunté a qué se debía su problema de obesidad, se me contestó que podía deberse al hecho de haber sido castrado o porque ya no correteaba como antes, calle abajo y calle arriba, comandando a una jauría de perros hambrientos. Yo, por el contrario, pensé que se debía al tipo de alimentación que se le dio y a su sedentarismo desde el día en que entró en la Casa Gerencia, pues llevaba un ritmo de vida parecido a la de un burócrata, quien se pasa la vida sentado sobre su gordo trasero y detrás de un escritorio.

Estaba realmente obeso. Sus movimiento ya no eran igual de ágiles ni su aspecto era la de un perro de atractiva presencia. No en vano algunos empleados de la gerencia, al verlo gordito como un chanchito, le pusieron el apelativo de Morcilla o Salchicha; por lo tanto, había que tomar medidas drásticas para revertir su situación, pasando de una alimentación carnívora a una dieta rica en cereales y otros productos favorables para su salud, conscientes de que tenía que bajar de peso, sí o sí.

Al cabo de un tiempo, con una dieta adecuada y estricta, volvió a recuperar su peso normal y volvió a ser la mascota de antes, con las mismas facultades que tenía los primeros meses que empezó a vivir en la Casa Gerencia. Su blanquecino pelaje tenia manchas negras en su hermosa cabeza y su fornido cuerpo; encima de sus ojos, de pupilas brillosas y mirada melancólica, presentaba puntitos amarillos similares a las cejas; tenía los músculos potentes, el oído fino y el olfato desarrollado; poseía una excelente visión crepuscular, un sistema cardiovascular que le funcionaba casi a la perfección y unas patas flexibles que le permitían desplazarse velozmente hacia delante, saltando con la misma gracia y rapidez de un felino. Cabe añadir que, como todo can en condiciones óptimas, correteaba en el jardín haciendo cabriolas y perseguía a los ratones, gatos y pájaros, hasta quedar exhausto y despatarrado.

Si algo de malo tenía era su abundante pelaje, que provocaba rabietas de nunca acabar, pues no era casual que las almohadas y el edredón de la cama estuviesen casi como el piso de una peluquería. Quitar sus pelos de las frazadas y las ropas era un trabajito que tomaba más tiempo de lo debido y no había cómo deshacerse de ellos de una vez y para siempre. Pero el amor por este amigo peludo era tan grande que no quedaba más remedio que aceptarlo con pelos y todo.

Algunas veces, con la misma destreza de un niño travieso, jugaba con una perrita vecina llamada Canela. Se los veía corretear haciendo pirueteas, revolcarse sobre el pasto y acariciarse a mordiscos en el patio de entrada a la Casa Gerencia. Nunca cruzó con ella, quizás porque la castración redujo su deseo sexual o, quizás, porque solo quería tenerla como amiga de juegos y no ser progenitor de otros cachorros que, con el paso del tiempo, serían abandonados a su suerte como ocurrió con él, que fue desamparado entre los peligros de la intemperie por sus temporales e irresponsables dueños.

El cariño que le tenía era tan grande que, casi siempre, cuando protagonizaba un desmán, apenas le pegaba un grito de reprobación y le echaba del cuarto, hasta que se me pasaba la rabia y todo volvía a la calma. Entonces volvíamos a ser amigos y nos reconciliábamos en un abrazo. Él se sentaba delante de mí y me miraba como disculpándose por su metida de pata.

Se tiraba en el piso de espaldas, batía la cola y levantaba las patas como un niño juguetón que necesitaba de la atención de sus padres adoptivos. Si yo engolaba la voz y le decía: mi hijito, mi changuito, él se ponía con las orejas de punta. Y cual padre tolerante, le soportaba todas sus travesuras, incluso sus caprichos y desobediencias, como cuando se comía mis charques, empanadas y carnes frías que, por algún descuido, los dejaba a alcance de sus ojos y su fino olfato. No me disgustaba ni cuando rompía mis medias, tiraba mis calzados por los aires y arrastraba mi abrigo por los suelos.

Le acariciaba la cabeza y el cogote a modo de demostrarle mi cariño. Él me lamía las manos y se me arrimaba frotando su cabeza contra mi muslo, como si me agradeciera por las caricias que le brindaba cada vez que estaba de buen humor y con ganas de jugar con la pelota de goma o con algún pedazo de tela que él perseguía dando brincos en el aire, ansioso por morder la tela y quitármela de las manos. Así pasábamos un buen rato, divirtiéndonos como dos amigos de aventuras, hasta que quedábamos completamente agotados y sin más ganas que descansar para reponer las energías perdidas.

Qué perro más maravilloso era el Bandido –Bandidito para quien escribe estas líneas–, porque lo consideraba no solo una mascota, en quien descargaba todo mi cariño, sino como un hijo que me llenaba los vacíos emocionales. Todos en el Archivo sabían que el perrito pasó a formar parte de mi vida, como un hijo al que le concedía todos sus deseos, incluso el capricho de dormir en la cama, tendido de extremo a extremo, ocupando demasiado espacio, y roncando como una locomotora a vapor.

Cierto día, algún ser insensato y bellaco, que lo odiaba de manera enfermiza y que no formaba parte del personal del Archivo, se encargó de envenenarlo. Nunca se identificó al malhechor, salvo que el alimento, que contenía una buena dosis de veneno, se filtró en la Casa Gerencia en algún instante en que nadie advirtió las oscuras intenciones del autor del biocidio. Desde aquella vez, tras la ingesta de la sustancia tóxica, el perro comenzó a tener un comportamiento extraño, a mostrar síntomas de un malestar generalizado. Se negó a comer, incluso los manjares que eran de su preferencia, y empezó a dar vueltas como si quisiera morderse la cola, como si sintiera un dolor indecible en la cabeza y los órganos interiores, como si padeciera de alguna enfermedad neurológica o cardiovascular.


Se lo llevó a la clínica del único médico veterinario que había en Llallagua, pero este, aparte de recetarle unas píldoras para devolverle el apetito, no pudo auscultarlo minuciosamente ni sacarle una radiografía, porque su clínica carecía de los instrumentales apropiados para atender a las mascotas con la atención debida y los cuidados necesarios.   

Ahora que escribo esta crónica, prefiero no recordar los últimos días de su vida, porque me dio tanto coraje el saber que alguien cometió la estupidez de ensañarse con el perro y envenenarlo. Me resigné a perderlo poco a poco, como cuando se consume el fuego de una vela, hasta que llegó el día en que se decidió darle una muerte digna e indolora, suministrándole una inyección con efecto letal, porque era una mascota querida, un perro que nos arrancó lágrimas en el instante de exhalar su último aliento. Así fue. ¡Murió intoxicado, carajo! Su partida no fue dolorosa para él, pero sí una escena fatal para quienes lo habíamos tomado excesivo cariño por su fidelidad y su encantadora presencia. Ese fue el Bandidito, mi hijito, ese maravilloso can, que fungió como noble animal de compañía y celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.

martes, 19 de enero de 2021


EL INDIGENISMO EN LA PROSA DE UN POETA

Ricardo Jaimes Freyre se anticipó al movimiento literario y artístico del indigenismo, que tuvo una fuerte presencia entre los años 1910 y 1950 en varios países del continente americano, incorporando a los indios como protagonistas centrales en su cuento, ya que el indio, como personaje literario, no aparece hasta antes del siglo XIX, salvo en los mitos y leyendas provenientes de las naciones indígenas, transmitidas a través de la oralidad y de generación en generación desde mucho antes de haberse consumado la conquista del llamado Nuevo Mundo, con personajes que, revestidos con atributos de heroísmo y exotismo, pertenecían al ambiguo mundo de la realidad y la fantasía.

Los autores que abrazaron la causa indígena, con la intención de reflejarla por medio de sus obras literarias, cumplían con la función de despertar una conciencia social en torno a la problemática de las naciones originarias. Algunos incluso elevaron el tema a un nivel de tesis política, planteando la necesidad de volver la mirada hacia el drama de los pobladores sojuzgados de América Latina. En consecuencia, no es extraño que en En las montañas, como en el resto de la narrativa indigenista, se denuncie la explotación del indio y, al mismo tiempo, se reivindique los brotes de resistencia y rebelión contra los terratenientes.

El cuento de Ricardo Jaimes Freyre, escrito con un elegante estilo que permite imaginar las escenas como en sucesivas secuencias fotográficas, se caracteriza por la brevedad, la contemplación poética del paisaje y una fuerza argumental que toca las fibras más sensibles del lector. Se trata, pues, de una vigorosa prosa, limpia de ripios y reforzada con adjetivos que precisan la descripción de la naturaleza y los escenarios donde se desarrollan las acciones y los diálogos entre los protagonistas. Por un lado, los indios sometidos a un sistema de servidumbre colonial; y, por el otro, los dos viajeros -alto y blanco, el uno; moreno y bajo, el otro-, pertenecientes a la esfera de las élites dominantes que, hasta antes del triunfo de la revolución nacionalista de 1952 y el decreto de la Reforma Agraria en 1953, eran los dueños absolutos de las tierras, los animales y los pongos que vivían hacinados en miserables viviendas, con paredes de barro y techos de paja que, por lo general, estaban ubicadas en pequeñas parcelas y en las afueras de las casas de hacienda.

No cabe duda que Ricardo Jaimes Freyre, a través de esta apología del indio y su civilización, se da a conocer a plenitud como excelente narrador, mientras su prosa, elaborada con la misma pasión y los mismos registros lingüísticos que engalanan sus versos, se convierte en un referente de la narrativa indigenista boliviana, digna de ser insertada en las antologías del cuento latinoamericano, junto a otros autores que evocan la miseria de las masas indias y se convierten en ecos del clamor popular.

Ricardo Jaimes Freyre, aparte de presentarnos una realidad llena de avasallamientos y despojos, nos ofrece un panorama sombrío en un contexto donde la dureza en los diálogos y las fuerzas antagónicas de la condición humana, inherentes a la temática tratada con desparpajo y conocimiento de causa, se sobreponen a la belleza telúrica del altiplano, que él sabía apreciar y transmitir con su hipersensibilidad humana y su auténtico espíritu de poeta.

Cabe recordar que Ricardo Jaimes Freyre escribió este cuento antes de que las corrientes ideológicas del indigenismo se establecieran en Latinoamérica, antropológicamente concentradas en el estudio y valoración de las naciones indígenas, y el cuestionamiento de los mecanismos de discriminación y desarraigo de las culturas originarias, cuyo peso político y cultural fue soterrado por la administración colonial española desde la conquista del Imperio Incaico, hasta los gobiernos republicanos que no hicieron nada por cambiar las condiciones socioeconómicas de los indígenas, quienes no fueron considerados como componentes sustanciales de la sociedad boliviana; por el contrario, fueron excluidos de los beneficios de la llamada civilización blancoide y de las ventajas del Estado oligárquico.

No en vano el tema del latifundio es uno de los aspectos más relevantes de la narrativa indigenista, porque representa la política etnocida de las oligarquías republicanas y la servidumbre de los indígenas en beneficio de una casta de gamonales y terratenientes, que no sólo les arrebataron sus tierras con el beneplácito de las leyes de los poderosos, sino también los convirtieron en sus pongos sobre los cuales tenían el derecho de propiedad, como en cualquier sistema colonial, que les suprimen sus derechos más elementales y los condenan a escalofriantes trabajos de esclavitud.

La literatura indigenista, particularmente en los géneros de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición, pero el rasgo común que comparten es que la mayoría de las obras resaltan el racismo, la pobreza, la marginación y el choque entre la cultura occidental y las culturas ancestrales. Esta literatura, además de denunciar la explotación de los indios en las haciendas, apuntala las reivindicaciones socioeconómicas desde la perspectiva de los ideales que proclaman la integración nacional y el derecho de los pueblos originarios a ser parte de las instituciones estatales, que son las que, en última instancia, determinan el destino de una nación en el ámbito político, económico, social y cultural.

En el cuento de Ricardo Jaimes Freyre, que en algunas antologías lo recogen bajo el título de Justicia india, se advierte una fuerte connotación descriptiva de la naturaleza y un inconfundible compromiso social asumido por el autor que, sin eufemismos ideológicos ni retoques de la realidad, describe la lacerante situación de sus protagonistas indios, quienes, en actitud de rebeldía y decisión de lucha, agitan a los suyos para acabar con los personajes antagónicos, pero sin desvirtuar el objetivo principal del cuento que, a pesar de su violento desenlace, conlleva un mensaje de esperanza, justicia y libertad.

En este cuento, escrito con coraje y valor moral, aparte de destacar el fascinante telurismo del altiplano, donde existe un vínculo casi simbiótico entre la naturaleza, el hombre y la comunidad, se exalta el interés colectivo sobre el bienestar individual; una tradición muy arraigada en las comunidades indígenas, donde la práctica cotidiana del ayni (colaboración mutua en el trabajo para la subsistencia de la comunidad) y la mink’a (reciprocidad de ayuda intercomunal) forman parte de la mentalidad del ayllu (sistema de organización básica de la sociedad aymara) desde su pasado milenario.

El autor, convencido de la posición política forjadora de su conciencia, nos presenta, de manera sucinta y en pocas páginas, la tensa relación verbal y humana que sostienen los dominantes y dominados, en el marco de un sistema estrictamente colonial, que está caracterizado por las injusticias sociales y el menosprecio racial, que son partes integrantes de una sociedad donde prevalece la supremacía del hombre blanco sobre la mayoría indígena, compuesta por los diversos pueblos originarios asentados en el territorio nacional.

El cuento no se limita a retratar los atropellos que los patrones blancoides cometen contra los indígenas por el simple hecho de ser indígenas, sino que es una suerte de preámbulo para los ideólogos del indigenismo que, en su afán de liberar al indio de esa intermediación opresiva y explotadora, elaboran teorías cuyos principios tienden a impulsar una política de inclusión social en todos los ámbitos de la sociedad y una participación activa en las estructuras del poder del Estado, como una forma de compensar los cinco siglos de discriminación, perjuicios y marginalidad. Los indigenistas, en su lucha contra las minorías privilegiadas (gamonales, caciques, latifundistas, etc.), plantean la necesidad de fortalecer la propiedad colectiva de la tierra, la autodeterminación y la diversidad cultural, revalorizando los usos y costumbres de los pueblos originarios, como componentes fundamentales de una nación multicultural y plurilingüe.

Ricardo Jaimes Freyre, ya en las primeras páginas de En las montañas, se empeñó por demostrar que el trato hacia el indio era despectivo, de supremacía, y que los adjetivos de imbéciles o bribones eran moneda corriente para calificar a quienes rechazaban los abusos de los patrones, que ejercían su poder de dominación por medio del amedrentamiento y el látigo. No es casual que uno de los jóvenes viajeros del cuento, que cambió su caballo muerto por otro vivo, para imponer su autoridad sobre el justo reclamo del indio, golpeó con su látigo el rostro de  Pedro Quispe, quien sujetó las riendas del caballo intentando impedir la marcha de los viajeros que, como parte de sus abusos, habían quemado una de las chozas y habían matado una oveja y algunas gallinas para alimentarse sin pagar un solo centavo. Asimismo, el viajero blanco, de apellido Córdova, a manera de disuadirlo, le dijo que esas tierras no pertenecían a los indios, porque no tenían títulos de propiedad, para considerarse los dueños de las tierras que habitaban y trabajaban. A lo que Pedro Quispe le contestó: Yo no tengo papeles, señor. Mi padre tampoco tenía papeles, y el padre de mi padre no los conocía. Y nadie ha querido quitarnos las tierras. Tú quieres darlas a otro. Yo no te he hecho ningún mal...

El abuso llegó al extremo cuando el joven viajero, acostumbrado al chantaje y a aprovecharse del sacrificio ajeno, le pidió una bolsa llena de monedas a cambio de devolverle sus tierras; una propuesta que fue rechazada por Pedro Quispe, quien, consciente de que la justicia estaba siempre a favor de los poderosos, organizó a los suyos, mientras los dos viajeros salieron cabalgando por el portón del rústico albergue y emprendieron su retirada por el flanco de la montaña.

Los indios, movilizados por el pututo de Pedro Quispe, ascendieron hacia una de las montañas, desde donde avistaron a los dos viajeros, poco antes de cercarlos y atacarlos al son de las notas estridentes y prolongadas del pututu. El ataque se hizo inminente, el indio que los guiaba aprovechó para huir por un sendero abierto entre los cerros y los demás, desplazándose entre los pajonales bravíos y las agrias malezas, bajo los anchos toldos de lona de los campamentos y en la cumbre de los montes lejanos, trepaban a los cerros, desde cuya cumbre, coronada de indios, hicieron rodar enormes peñascos sobre los dos jinetes que detuvieron su paso, hasta que fueron heridos y detenidos por la turba confusa que los capturó como a animales de caza.

No es para menos, Ricardo Jaimes Freyre, a través de su cuento de corte modernista, nos narra el drama de los indios que, a pesar de su situación de dominados y excluidos de los sistemas de poder, se alzan en una rebelión que culmina con la victoria de la verdad y la justicia; un premeditado desenlace que, de manera implícita, pone de manifiesto las concepciones socialistas de su pensamiento ideológico que, desde principios del siglo XX, hicieron aflorar los postulados populares de que la tierra es de quienes la trabajan y no un patrimonio de los terratenientes.

En la narrativa indigenista, al margen de su valoración estética, existe una reflexión crítica sobre la realidad social, que parte del principio de la inferioridad racial del indio. Incluso la descripción de su aspecto humilde y miserable, con chaqueta desgarrada y sandalias con correas llenas de nudos, es una constatación de que el indio, aquejado por los constantes ultrajes patronales, es un individuo que sobrevive en medio de la pobreza y al margen de los privilegios reservados sólo para las familias propietarias de grandes extensiones de tierra y dueñas de los pongos que trabajaban en condiciones inhumanas y sin más esperanza que suplicarle a la Pachamama un mejor destino para sus descendientes.

El autor retrata el mundo indígena en términos de marginalidad económica, social, política y cultural, pero también de resistencia silenciosa y toma de conciencia que, de manera inevitable y dialéctica, desemboca en la venganza y la violencia descarnada, como ocurre en la última escena narrada por Ricardo Jaimes Freyre, quien, en un intento por eliminar la visión idílica de los indígenas, que es una de las características de la literatura romántica de la literatura del siglo XIX, da vuelta a la página y lo muestra al indígena en actitud combativa, ya que sus personajes indios, lejos de soportar los atropellos y el desprecio con actitud sumisa, optan por rebelarse al son de los pututos, usados como instrumentos que convocan a la comunidad para defender sus derechos y ejecutar la justicia por mano propia.

Así ocurrió En las montañas. Los dos jóvenes viajeros, Córdova y Álvarez, una vez atrapados en el fondo de la quebrada por los indios que descendieron desde la colina, que poco antes parecía desmoronarse en enormes peñascos, fueron amarrados sobre los caballos y conducidos hasta una explanada, donde sus cuerpos fueron arrojados como dos fardos, mientras los ancianos y las mujeres esperaban la asonada final. Al cabo de deliberar un momento, y una vez que empezaron a beber el licor de los cántaros en señal de triunfo y regocijo, Pedro Quispe y Tomás se ocuparon de despojarles de sus prendas y atarlos a los postes, donde empezó el suplicio entre gemidos y alaridos de dolor, como si los patrones hubiesen despertado la furia social y los indígenas hubiesen tomado conciencia de su propia dignidad. Seguidamente narra el autor: Pedro Quispe arrancó la lengua a Córdova y le quemó los ojos. Tomás llenó de pequeñas heridas, con un cuchillo, el cuerpo de Álvarez. Luego vinieron los demás indios y les arrancaron los cabellos y los apedrearon y les clavaron astillas en las heridas...

Al final del suplicio, los cuerpos vejados y ensangrentados desaparecieron como tragados por la tierra. Pedro Quispe trazó una cruz en el suelo y los hombres y las mujeres, como en un acto ritual de silencio y complicidad, besaron la cruz y pasaron sobre la tierra húmeda; un episodio que, aunque parece dejar un espacio libre para la imaginación del lector, termina de la manera más cruenta y despiadada que imaginarse pueda, mientras la inmensa noche caía sobre la soledad de las montañas.

Los brotes de rebeldía y violencia indígena aparecen registrados, antes y después de la institucionalización de la colonia, en varios capítulos de la historia nacional. Baste mencionar, a manera de ejemplo, la conducta beligerante de los indios durante la Guerra Federal (1898-1899), cuando éstos, aliados a las tropas castrenses del coronel José Manuel Pando, nombrado comandante de las fuerzas federalistas de La Paz, se enfrentaron a las tropas chuquisaqueñas lideradas por el Partido Conservador que, mientras cruzaban por las poblaciones del altiplano en su camino hacia La Paz, se dieron a la tarea de atacar y quemar las casas de los indígenas aymaras, quienes, ante semejantes atrocidades cometidas en sus comunidades y en afán de reivindicar sus derechos que habían sido sistemáticamente espoliados como consecuencia de la legislación de 1880, se sumaron a la efervescencia bélica al mando de El Temible Pablo Zárate Willka, fustigando a las masas indias para derrotar a las minorías dominantes, compuesta por una jerarquía de criollos y mestizos, que tenían el control sobre las tierras y los recursos naturales.

La violencia con que actuaron los indígenas tuvo su fatal desenlace en el templo del pueblo de Ayo Ayo, donde, al son de los pututus de los federalistas de Zárate Willka, los heridos de las tropas constitucionales fueron masacrados sin contemplaciones. Los testimonios parecen coincidir con la versión de que al atardecer del 24 de enero de 1899, más de un centenar de indios rodeó el pueblo, tomó la plaza principal, atacó viviendas particulares y asedió a los heridos refugiados en el templo. Por la noche rompieron las puertas y entraron para masacrarlos a sangre fría, partiéndoles las cabezas con hachas y cuchillos, sacándoles los ojos, arrancándoles el corazón y la lengua, rasgándoles la piel con alambres, desnudándolos y arrastrándolos por las calles antes de degollarlos. La tragedia, que dejó el templo lleno de sangre y cadáveres, culminó con el brutal asesinato del capellán militar, el párroco del pueblo y un cura de Viacha.

Como se apuntó líneas arriba, éste no fue el único episodio en el que la furia de los indios se dejó sentir por los poderes de dominación, sino uno más de las tantas rebeliones que protagonizaron desde la época de la colonia, dejando constancia de que las guerras se ganan con fusiles y no con oraciones ni discursos, como sucedió en los levantamientos armados registrados en las páginas más violentas y sangrientas de la historia nacional.

En las montañas es fácil percibir que la temática indígena caló hondo en los pensamientos y sentimientos del Ricardo Jaimes Freyre, quien, sin más recursos que la magia de la poesía y la profunda conmoción de su alma, intentó rescatar y reproducir, a través de su obra literaria, el espíritu de lucha de los indígenas enfrentados tanto a las inclemencias de la naturaleza agreste como al carácter despótico de los hacendados, que les despojaron de sus tierras y los sometieron a deplorables condiciones de vida y trabajo.

Con todo, este fabuloso cuento de Ricardo Jaimes Freyre, publicado por primera vez en el Nr. 29 de la Revista de Letras y Ciencias Sociales de Argentina (1906), merece una mayor difusión entre los lectores nacionales y extranjeros, no sólo porque forma parte de su escasa prosa literaria, sino también porque la temática indigenista, estructurada sobre la base de un lenguaje rico en metáforas y símbolos, está hilvanada con solvente calidad ética y estética, una inconfundible impronta en la obra de los grandes narradores bolivianos.

IMÁGENES

1. Ricardo Jaimes Freyre.

2. Campesino y milicia, óleo de Miguel Alandia Pantoja, 1960.

3. Milicia india, Óleo lienzo, 1963. Col. familia Alandia Pantoja, Bolivia.

4. Mujer con carga de cebada, Óleo lienzo, 1958. Col, familia Alandia Pantoja, Bolivia.

5. La rebelión indígena fue violenta en la época colonial y republicana.

6. Los indígenas excluidos de los órganos de poder del Estado.