martes, 30 de junio de 2020


UN BUSTO DE DOÑA DOMI EN LA PLAZA DEL MINERO

DE SIGLO XX

Hace tiempo que abrigo la esperanza de que un día se le haga un merecido reconocimiento, con la legitimidad que le corresponde, a doña Domitila Barrios de Chungara, la luchadora social cuya vida estuvo dedicada a mejorar las condiciones de vida, salud y educación de las familias mineras en las poblaciones del norte de Potosí.

Si bien ella nació en Llallagua y pasó su infancia y adolescencia en Pulacayo, sus escenarios de acción política fueron los sindicatos de trabajadores de Siglo XX y Catavi, donde participó en su condición de dirigente del Comité de Amas de Casa, con la firme convicción de que la lucha de los proletarios no era una lucha sólo de los varones contra los opresores, sino de toda la familia, donde están la esposa y los hijos de los mineros.

Doña Domi –como se la conocía comúnmente– saltó a la palestra internacional en el Primer Congreso Internacional de Mujeres, que se celebró en la capital mejicana en 1975. Desde Entonces su nombre y su voz empezaron a sonar más allá de las fronteras nacionales. Su mensaje combativo y su coraje en la lucha por conquistar una sociedad más humana que la ofrecida por el capitalismo salvaje, se han proyectado en varios países, sobre todo, de América Latina, África y Asia.

Ella, sin pedir nada a nadie y sin que nadie la premiara, fue la que mejor representó a la población de Siglo XX. Gracias a ella se sabe sobre la historia de los distritos mineros en otras latitudes del mundo; por eso mismo, es justo que se le rinda un homenaje para que su memoria permanezca viva entre nosotros y su personalidad sea un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de mujeres bolivianas.

Y el mejor homenaje que se le puede rendir es colocando un busto de ella en la gloriosa Plaza del Minero de Siglo XX, donde está el estoico monumento al minero, acompañado por el monumento de Federico Escobar Zapata y los bustos de César Lora e Irineo Pimente; todos ellos varones y grandiosos líderes sindicales. Por cuanto no estaría nada mal que las autoridades ediles de Llallagua y Siglo XX se pusieran de acuerdo para erigirle un busto a doña Domi, una mujer que representó dignamente a las amas de casa y se ganó a pulso un privilegiado sitial en la historia del movimiento obrero boliviano contemporáneo.


No debe olvidarse que doña Domi –después de las cuatro mujeres mineras que iniciaron la huelga de hambre a fines de 1977 para recobrar la democracia cautiva y tumbar a la dictadura de Hugo Banzer Suárez– fue una de las dirigentes que lo apostó todo para ver renacer una Bolivia más libre y democrática. Sus palabras siempre fueron de orientación y sabiduría, siempre que le permitían hablar, y las hazañas de su azarosa vida están reflejadas en sus testimonios recogidos en algunos libros, que se han publicado tanto dentro como fuera del país.

Ya es hora de que los pueblos aprendamos a reconocer a nuestros líderes como se lo merecen. Si no lo hacemos mientras ellos están vivos, que sería la mejor opción, al menos reconozcámoslos después de su muerte, porque ellos fueron los luchadores que enarbolaron nuestras banderas libertarias. Aquí es preciso mencionar a doña Domi, quien se merece un reconocimiento en la población minera que la vio nacer. Ella constituye el mejor ejemplo de lo que es capaz de hacer una ama de casa para defender a sus seres queridos y ponerlos a salvo de cualquier atropello que ponga en peligro su vida y su integridad. 

Doña Domi, aunque ya no está físicamente presente entre nosotros, es una llama encendida en nuestra memoria y nuestro corazón. Y sería fabuloso que las autoridades municipales, la Universidad Nacional Siglo XX y las instituciones pertinentes de las poblaciones de Llallagua, Siglo XX y Catavi, aunaran esfuerzos para tener una efigie de la histórica dirigente del Comité de Amas de Casa en la Plaza del Minero, no como un adorno para decorar el ornamento de los predios del glorioso Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, sino como un emblema que exalte las luchas y los valores humanos de la mujer minera, de la palliri, de la ama de casa que, sin dudar un instante, participó del brazo de su esposo y de la mano de sus hijos en las innumerables batallas que se libraron entre los obreros del subsuelo y las fuerzas represivas de los regímenes dictatoriales.  
        
Un busto de doña Domitila Barrios de Chungara, nada menos que en la Plaza del Minero, donde se la vio una infinidad de veces arengando a las masas desde el palco del Sindicato, tendría un poderoso significado para recordarnos que las mujeres mineras, así como se enfrentaron a los gobiernos opresores de turno y a los prejuicios machistas de su entorno social, se enfrentaron también con todo el furor de su inteligencia y conciencia de clase a las normativas decadentes del sistema patriarcal, que quiere verlas al margen de la actividad sindical y recluidas entre las cuatro paredes de la cocina.

domingo, 21 de junio de 2020


 NACER EN EL AÑO NUEVO ANDINO-AMAZÓNICO

Por alguna coincidencia del destino, y sin que mi madre lo haya planificado según el almanaque gregoriano, nací un 21 de junio, día en que se celebra el Año Nuevo andino-amazónico; pero además, por alguna mutación genética o gestación anormal, nací con los pies por delante y no de cabeza como el resto de los niños.

Según las creencias ancestrales, mi nacimiento dio señales claras de que fui elegido por las deidades de la cosmogonía andina para ser yatiri (sabio, adivino y líder espiritual de la comunidad aymara); este designio se hubiese confirmado plenamente si, en otro momento de mi vida, me hubiese alcanzado la poderosa descarga eléctrica de la Hillapa (Rayo), dios de las tormentas en los Andes que, además de sacudir el cielo y los cerros, suministra vida y nutrientes a la Pachamama (Madre Tierra). De manera que, de haber sido partido por este poderoso rayo y haber renacido como un adivino y sabio en ciencias conocidas y desconocidas, hubiera sido indiscutiblemente un yatiri; y, así me hubiese negado a ejercer este complicado rol de médium entre el mundo terrenal y el más allá, la comunidad me hubiese obligado a vestirme como kallawaya (médico tradicional), con walla (bolsa de lana para cargar yerbas medicinales y talismanes), poncho y sombrero alón, para recorrer por tierras cercanas y lejanas, transmitiendo sabiduría y leyendo en las hojas de la coca el destino de la gente, los animales y la naturaleza.

Pero como nunca fui alcanzado por ese poderoso rayo, no soy un sabio ni experto en varias artes, desde la adivinación en coca hasta la medicina natural; por el contrario, en mi vida no llegué a ser más que una suerte de amauta (maestro espiritual), más filósofo que médico, más pragmático que vidente; y mucho más que amauta, apenas llegué a ser un modesto yatichiri (profesor) y un khelkheri (escritor) de historias reales y ficticias. 

Por lo demás, nunca me consideré un ser especial, sino un simple mortal, con las mismas virtudes y los mismos defectos de cualquier hijo de vecino. No tengo facultades para ejercer como yatiri, capaz de leer la suerte en las hojas sagradas de la coca o ser un clarividente con capacidad de ver, como en una bola de cristal y a través de una profunda concentración mental, lo que está en el más allá o captar colores, movimientos y figuras que se me manifestaban en los sueños, comunicándome con hechos del pasado, presente y futuro.

He nacido un 21 de junio, pero sin capacidad de diagnosticar fenómenos naturales con solo contemplar a los seres humanos, animales y plantas. Y, aunque no he visitado las ruinas de Tiawanacu, ni he visto los monolitos ni caminado por el templo semisubterráneo de Kalasasaya, siempre he sabido que en ese lugar sagrado se realiza una de las principales ceremonias del Año Nuevo andino-amazónico, la salida del astro sol en la madrugada del 21 de junio, fecha en que las culturas ancestrales esperan con verdadera veneración la salida de los primeros rayos del sol como portador de irradiante magnetismo, vivificante para quienes esperan de madrugada tan fenomenal inyección energética.

Esta celebración ritual se repite cada año en la capital del mundo andino, Tiawanacu, situada a 3.843 metros sobre el nivel del mar, donde se aguarda que el primer rayo de luz ingrese por la estela pétrea conocida como la Puerta del Sol, para conmemorar el Wilka Kuti (Retorno del Sol) y celebrar la llegada del Año Nuevo andino-amazónico, que no sólo coincide con el solsticio de invierno, sino también con mi cumpleaños, que jamás he festejado de manera especial, aunque especial sea este día para miles y millones de habitantes del Tawantinsuyo.

Sé también que cuando el alba traspone el horizonte, las personas deben mirar en dirección al sol, cuyos primeros haces de luz se proyectan sobre la Pachamama, donde los pobladores, junto a los amautas, kallawayas y otros sacerdotes de los pueblos originarios, reciben los primeros rayos del Tata Inti (Padre Sol) con las manos en alto, para cargarse de energías y atraer bendiciones para disfrutar de las mejores cosechas y tener buena salud durante el año.

Para las comunidades andino-amazónicas, el fenómeno astronómico tiene una explicación más mística, pues consideran que el dios Sol, que se ha alejado de la Tierra, retorna a su lugar cerca del planeta con todo su ímpetu y esplendor, para alumbrar los días y fecundar a la Pachamama, para que reproduzca a los seres de la naturaleza, haga crecer los frutos y brinde prosperidad a sus hijos.

Los sacerdotes aymaras, vestidos con ropas ceremoniales, realizan con solemnidad los rituales de agradecimiento a las deidades, acompañados con la música de los sikus (instrumentos de viento hechos de cañahueca), que recuerdan a los soplos del altiplánico viento y despiertan sentimientos telúricos en el alma de los presentes.

Todo esto ocurre el 21 de junio, que para mí no es más que una fecha en la que cumplo un año más de vida, un día más en el que no me siento especial y mucho menos un elegido por los dioses tutelares de la cosmovisión andina; más todavía, hubiera preferido nacer otro día para evitar las miradas de quienes creen que poseo facultades excepcionales; cuando en realidad, no se hacer otra cosa que escribir historias que se mueven entre la realidad y la fantasía, aunque mi madre, quien me conocía como la palma de su mano, siempre me recordó que sólo me faltaba un pelo para ser adivino y que yo era el único que no me daba cuenta de lo era capaz ser y hacer en mi vida terrenal.

jueves, 18 de junio de 2020


EL TÍO DE LA MINA NO ES EL DIABLO BÍBLICO

Uno de los objetivos fundamentales de la colonización de las civilizaciones originarias en el llamado Nuevo Mundo fue la difusión de la religión católica. La monarquía española y la jerarquía eclesiástica, desde la creación de los virreinatos, impulsó la labor de profesar el catolicismo y catequizar a los indígenas en un profundo espíritu religioso.

El proceso de catequización estaba destinado a dar a conocer el mensaje de Jesucristo, contenido en los cuatro Evangelios, invitando a hombres y mujeres a adherirse a la fe y sumarse a la comunidad cristiana. Para cumplir este objetivo debían utilizarse los mismos materiales de enseñanza y adoctrinamiento en todas las colonias, y el mejor método para evangelizar a los indígenas era a través de sus propias lenguas nativas o dialectos, como las denominaban los españoles.

La cruzada estaba trazada desde el siglo XVI: imponer los evangelios con la cruz y la espada en las tierras conquistadas, como si el mismísimo Mesías les hubiese encomendado cumplir con sus mandatos, diciéndoles: Vayan  y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado.

Al mismo tiempo, y lejos de toda contemplación cristiana, debían destruirse las reliquias incaicas, quemando momias y descubriendo llamas destinadas a un sacrificio entre las andas de los santos. Fue entonces que el intento de extirpación de idolatrías se hizo más riguroso. Los misioneros destruyeron todo objeto incaico considerado hereje, se obligó a los indígenas a asistir a misa bajo pena de azote y a bautizar a sus hijos con nombres cristianos, con el pretexto de que los creyentes ingresaban en la vida de la Iglesia Católica por medio del bautismo.

El proceso de catequización en tierras conquistadas estuvo centrado en la extirpación de idolatrías asociadas con el diablo. En un comienzo se consideró que las creencias paganas de las civilizaciones precolombinas eran manifestaciones demoniacas y una potencial amenaza contra la religión judeocristiana. Así que, desde un comienzo, la catequesis fue violenta con la destrucción de los ídolos indígenas, habida cuenta de que la misión de los fieles no solo consistía en expandir territorios sino en extender la fe católica en las tierras conquistadas.

En el proceso de cristianización de los mitayos, se explicó que los ídolos ancestrales, como el Tío de la mina, a quienes los indígenas rendían tributo considerándolo deidad del subsuelo según la cosmovisión andina, era un ídolo maligno y su culto una práctica satánica, aun sabiendo que, al menos en el contexto boliviano, no hay Tío sin mineros ni mineros sin Tío.


Los catequizadores, aferrados a su eurocentrismo y su religión monoteísta, confundieron al Tío con el diablo bíblico y con los personajes malignos de otras creencias de allende los mares y, por lo tanto, se empeñaron en extirparlo de la mente y la vida de los mitayos. Sin embargo, todo esfuerzo por abolir al dios del ukhupacha (mundo subterráneo), al Supay (diablo bondadoso) de la cosmogonía andina, fue una cruzada inútil, ya que este personaje de arraigo ancestral logró sobrevivir a los embates de la colonización y se mantuvo vigente a través del sincretismo religioso entre lo profano y lo sagrado durante la colonia, como si se tratara de una suerte de simbiosis de lo místico y lo cristiano.

La extirpación de idolatrías en las culturas ancestrales obligó a los indígenas a cubrir a sus deidades con rostros cristianos; de lo contario, corrían el riesgo de ser juzgados como herejes y ser sometidos a terribles suplicios. No en vano el Tribunal de la Santa Inquisición del virreinato peruano, cuya misión consistía en combatir la herejía, hechicería, bigamia y blasfemia, fue implacable como la Santa Inquisición de la época medieval europea, incluso se condenó a la hoguera a varios apóstatas que cuestionaban la fe cristiana.

En la concepción de los mineros contemporáneos –y de los mitayos de la época colonial–, el Tío, además de ser un dios nativo de las profundidades; es, en el fondo de sus creencias, el único dueño de los yacimientos minerales y el protector de sus vidas. De él depende el éxito o fracaso de las labores en el subsuelo. Su creencia en este ser sobrenatural, sumada a su fe cristiana, les impulsó a imaginarlo mitad humano y mitad demonio. Su efigie moldearon en barro y cuarzo los mismos mineros, y la colocaron en un paraje especial de la galería, para sentir su presencia y  rendirle pleitesía, ofrendándole hojas de coca, aguardiente y cigarrillos. Algo más, en determinadas fechas, de acuerdo al calendario minero, le ofrecen banquetes como una forma de agradecimiento por los favores recibidos, sacrificando una llama blanca en un ritual conocido como la wilancha, y ch’allando (rociando con aguardiente) las rocas minerales, con invocaciones, libaciones de bebidas espirituosas y hasta con bailes acompañados con bandas de músicos.

No olvidemos que el Carnaval, aparte de ser una manifestación cultural y folklórica de gran trascendencia tanto a nivel nacional como internacional, es una celebración tradicional de reciprocidad entre el hombre y las deidades andinas. Los mineros, el viernes antes del sábado de Entrada del Carnaval, tienen la costumbre de rendirle culto y venerarle al Tío (Wari o Supay) con un convite, sobre todo, en los departamentos de Oruro y Potosí. Le dan de fumar, pijchar, beber y comer (preferentemente una llamita blanca). Asimismo, adornan su cuerpo envolviéndole con serpentinas multicolores y echándole con mixturas y confetis. ¡Todo un acto ritual milenario en el ámbito minero!


Por otro lado, debe destacarse que la diablada del Carnaval, desde sus orígenes, es una danza de ascendencia minera, que representa la lucha entre el Bien y el Mal. El Bien simbolizado por el personaje del Arcángel Miguel y el Mal por los diablos comandados por Lucifer, quien, en el imaginario popular, es el personaje que representa al Tío de la mina.

Es probable que el aspecto demoniaco del Tío sea el resultado del proceso de catequización, ya que los misioneros, a tiempo de inculcarles a los indígenas los conceptos del Bien y del Mal, les referían el relato bíblico que cuenta la derrota de Luzbel después de una batalla sostenida contra el Arcángel Miguel. Como es bien conocido, Luzbel, que al principio era un ángel perfecto y vivía en el reino de los cielos, al hacerse vanidoso y querer recibir la adoración que por derecho le correspondía a Dios, fue expulsado del reino celestial junto a su séquito de ángeles rebeldes que llegaron a encarnar los siete pecados capitales. Luzbel perdió su belleza entre las llamas del infierno, que según la creencia popular se encuentra en el subsuelo, y renació como Lucifer, como el señor de las penumbras y el príncipe de las tinieblas, como el diablo que, a poco de romper las cadenas que lo sujetaban en un profundo abismo del infierno, vagó por el mundo desafiando la fe de los humanos y poniendo en jaque a la religión. Así nació la eterna disputa entre Dios y el diablo, entre el Bien y el Mal. De modo que el Tío de la mina, al ser una deidad subterránea, fue confundido con el demonio europeo, con el diablo o Satán del mundo bíblico.

Si bien es cierto que el proletario moderno, empleado en un sistema de producción capitalista, no es el arquetipo del mitayo de la época colonial, obligado a trabajar en la mina contra su voluntad, es cierto también que reproduce algunas de sus características, como sus mitos y leyendas, que se transmitieron de generación en generación y por medio de la tradición oral, donde el sincretismo religioso y el mestizaje se manifiestan por medio de los ritos, creencias, costumbres y modus vivendi, que identifican la esencia de las tradiciones ancestrales de las culturas originarias, que constituyen el soporte esencial de la identidad del indígena que, aunque abandona su vida campestre y se proletariza en la mina, sigue conservando su mentalidad proclive a las supersticiones y, desde luego, sigue conservando su creencia en el Tío de la mina, que en su vida es tan importante como cualquiera de los personajes de la religión católica, traídos por los conquistadores ibéricos al continente Abya Yala, donde existían civilizaciones que profesaban otras religiones y tenían otros dioses que, como el Tío de la mina, sobrevivieron en una suerte de simbiosis donde lo sagrado y lo profano se funden en la mente y el corazón de los creyentes.

lunes, 15 de junio de 2020


LOS COMERCIANTES INSENSATOS DE LA AVENIDA DEL POLICÍA

La Avenida del Policía, en Ciudad Satélite de El Alto, al menos en la cuadra donde vivo desde hace varios años, se ha transformado, casi de la noche a la mañana, en una avenida inundada por el comercio y el bullicio estridente. Si antes era una urbe tranquila y silenciosa, ahora es una avenida caótica, donde los vecinos no pueden ya ni conciliar el sueño, que es uno de los derechos elementales de todo ciudadano, ya que los comerciantes (algunos de ellos, no todos), afanados en ganar dinero a cualquier precio, se ríen de los derechos de la vecindad e instalan sus restaurantes fuera de sus locales y, no pocas veces, con tinglados que llegan hasta media calle, dificultando la circulación de los peatones; un hecho que no está permitido por las disposiciones municipales, pero que se repite a diario.

Varios de los edificio de la avenida, que cuentan con amplios salones en la planta baja, y cuyas puertas de acceso dan a la calle, han sido tomados en alquiler por comerciantes inescrupulosos, que creen que son los únicos dueños de la ciudad y los amos de la avenida, pues desde que amanece instalan sus parlantes en la puerta y meten la música a todo volumen, en procura de vender salteñas, salchipapas (salchichas con papas fritas) y asados a la parrilla, así nadie asome sus narices a esos improvisados restaurantes.

Todas las mañanas, sobre todo los fines de semana, tengo que soportar, cerca de mi apartamento, los aderezos quemados de las carnes asadas, puestas sobre una parrilla colocada bajo la ventada de mi dormitorio, que se llena de humo y de olores nauseabundos. Parece que este es el precio que debe pagarse para justificar el contrato que los “dueños de casa” (algunos de ellos, no todos) firmaron con los comerciantes, que no piensan en otra cosa que en la rentabilidad de sus negocios, así sea jodiendo a los que ocupan las viviendas aledañas.

En la Avenida del Policía se ha dejado de respetar el derecho de los demás. Los comerciantes no solo imponen una música que nadie quiere escuchar, sino que también ofrecen comidas que nadie desea consumir y, lo que es peor, nadie dice: esta boca es mía. Da la sensación de que los vecinos, quienes creemos en la consideración y la empatía por los demás, nos hemos convertido en pasivos observadores de un fenómeno por demás insoportable y vivimos resignados a aceptar el bullicio y el desbarajuste ocasionados por los comerciantes inescrupulosos, que no piensan en otra cosa que en su propio interés, como si ellos fuesen los únicos que habitan en la populosa zona de Ciudad Satélite.

Estoy harto de vivir en una avenida caótica que, más que ser una avenida, parece un mercado donde el que grita más y pone más fuerte la música es el dueño de la avenida, sin importarles que, alrededor de estos locales de comida ligera, existen familias con hijos en edad escolar, que necesitan tranquilidad para realizar sus deberes escolares y reponer energías para emprender un nuevo día.

Estos comerciantes son los seres más detestables de la urbe, donde la música retumba en los oídos y la basura que dejan en la calle es un verdadero foco de infección; pero lo que más me duele, aparte de la bulla y el olor nauseabundo de las comidas, es la pasividad de los vecinos que no hacen respetar su derecho a vivir como mandan las normativas emanadas por las instituciones pertinentes del gobierno municipal.

En los años que llevo viviendo en uno de los edificios de la mencionada avenida, no he visto a un solo vecino que proteste y conmine a los comerciantes a que dejen de joder la paciencia con la música y el olor que emerge de sus locales, que no cuentan con lavabo ni baño higiénico. Lo cierto es que a mí, la calamitosa situación de los restaurantes no me importa mucho. Lo que me importa es que estos comerciantes respeten mi sueño, mis horas de descanso y mi derecho a vivir sin escuchar una música que me retumba en los oídos y me estorba en mi trabajo cotidiano; un trabajo que requiere de relativa calma y silencio.

Tampoco está demás decir que me molesta la inconciencia de estos comerciantes que, además de estorbar la tranquilidad de sus vecinos, se ríen de las normas establecidas para la convivencia urbana y se pasan por las narices las ordenanzas de la intendencia municipal; es más, por dejadez o desidia, nunca he visto a un solo empleado de la intendencia que se dé una vuelta por estas calles y les pongan una sanción a los infractores del orden público. De modo que los vecinos, que contemplamos desde las ventanas esta suerte de desbarajuste social, estamos como sometidos a los caprichos de los comerciantes insensatos, a quienes les importa un rábano el bienestar de los demás, salvo llenar sus bolsillos con el expendio de sus comidas, que es lo único que cuenta en un mundo donde prima la ley de la selva y del sálvese quien pueda.

Esta avenida, desde un tiempo a esta parte, se ha transformado en sitio al margen de la ley y ha dejado de ser lo que era en otrora, cuando los vecinos convivían como si fuesen miembros de una misma familia, respetándose los unos a los otros, y cuando todos sabían que para convivir había que respetar el derecho de los otros, de esos vecinos que tenían todo el derecho a vivir en paz y en armonía con los vecinos, sin escuchar música a todo volumen ni oler el humo de las parrillas instaladas en plena calle.

Estos comerciantes, que son despreciables desde todo punto de vista, no se han puesto a pensar que, incluso para ganar dinero, primero se debe considerar el bienestar de quienes les rodean, de esos viejos vecinos que fueron los pioneros de esta avenida que, hace unas cinco décadas atrás, era un descampado árido y polvoriento, sin calles asfaltadas ni áreas arborizadas.

Espero que los comerciantes, que se supone que también tienen cerebro, piensen un poco en el bienestar de sus vecinos, en una convivencia más saludable y más cordial, ya que sus vecinos son trabajadores como ellos y que necesitan descansar después de cada jornada, a dormir sin sobresaltos, con la esperanza de reponer fuerzas y empezar una nueva jornada para ganarse el pan del día.

Desde este medio digital, hago un llamado vehemente a los vecinos, quienes deben aprender a hacer respetar sus derechos; entre los cuales está el derecho a vivir sin escuchar música altisonante ni aspirar olores nauseabundos que imponen los comerciantes, quienes, como ya lo anotamos, valoran más su lucrativo negocio que convivir en confraternidad con sus congéneres.

Estoy disgustado, asimismo, con los dueños de casa que, a cambio de unos billetes, alquilan sus salones o cuartos al mejor postor, sin considerar los derechos de sus otros inquilinos, quienes necesitan vivir en paz, tranquilidad y armonía, porque no todos son comerciantes ni todos tienen el interés de ganar dinero a cualquier costo, olvidándose que existen inquilinos –niños y adultos– que necesitan descansar después de llegar del trabajo o de la escuela.

No estoy de acuerdo con los llamados dueños de casa, que no hacen nada para resolver un problema que afecta a muchas familias, al menos a aquellas que, desde las  décadas de los 60 a los 90 del pasado siglo, se asentaron en estas tierras con la esperanza de hallar un sitio donde pudieran disfrutar de la buena convivencia ciudadana; más todavía, los dueños de casa actúan como si fuesen cómplices de los comerciantes, tolerando conductas que están reñidas con las normativas municipales y las leyes constitucionales de un país donde los ciudadanos tenemos todo el derecho a vivir lejos del mundanal ruido de la ciudad.

Espero que estas líneas no sean consideradas como un ataque a los comerciantes, sino como un llamado a la reflexión para que todos los ciudadanos podamos convivir en concordia, sin que ningún comerciante inescrupuloso y desconsiderado nos imponga música altisonante y olores nauseabundos a quienes no estamos dispuestos a tolerar la insensatez de unos cuantos necios que han convertido la Avenida del Policía en un desastre que dan ganas de llorar.

(Este texto fue escrito antes de la pandemia del COVID 19).

viernes, 5 de junio de 2020


NIÑO MINERO

Esta fotografía, como todas las que circulan por las redes sociales, llegó a mi celular junto a un breve mensaje que abordaba el tema de la minería, pero que no decía una sola palabra sobre quiénes son las personas retratadas con la cámara de un celular inteligente, que en la actualidad sirve para perpetuar en un instante, a cualquier hora y en cualquier lugar, una realidad impactante por la fuerza de su mensaje iconográfico y el valor testimonial contextualizado en la historia de un país esencialmente minero.

La imagen da la impresión de que estos dos hijos del altiplano; uno mayor y el otro menor, se ganan el pan del día no sólo con el sudor de la frente, sino también con el sudor de todo el cuerpo que, desde que inician una jornada de más de ocho horas, está sometido a un sistema de trabajo brutal, sin ninguna seguridad industrial y en condiciones parecidas a las de la época de la colonia, cuando los indios mitayos eran obligados a trabajar en los yacimientos de plata del Cerro Rico de Potosí, en beneficio de la Corona de España, que estableció un régimen de explotación de tipo esclavista, violentando la dignidad de las personas y los Derechos Humanos.
   
La bocamina, mostrándose como un bostezo detrás de sus espaldas, tiene la bóveda apuntalada con callapos para evitar que se derrumben las rocas y la mina se convierta en una sepultura cerrada a la luz y el aire. Da lo mismo que la bocamina esté ubicada en el Sumaj Orq’o de Potosí, en el cerro Juan del Valle de Llallagua-Uncía, en el Phosokoni de Huanuni o en San José de Oruro. Lo importante es que este socavón es uno más de los cientos y miles que se abrieron durante la Era de la plata y el estaño, y que, una vez abandonado tras el desmantelamiento de la industria minera de carácter capitalista y tecnología moderna, fue retomado como fuente de trabajo por los denominados cooperativistas; es decir, mineros no asalariados ni asegurados a una empresa industrializada como la que estructuraron en la primera mitad del siglo XX los magnates mineros como Patiño, Hochschild y Aramayo.

Los mineros cooperativistas, como es el caso de este niño y su padre, trabajan como pueden en los rajos abandonados, a cientos de metros bajo tierra, intentando aprovechar el poco estaño que ha quedado después del Decreto Supremo 21060, que cerró las minas y provocó el despido de miles de obreros de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), institucionalizada tras la consolidación de la revolución anti-oligárquica y la nacionalización de las minas en octubre de 1952.

No faltaban los cooperativistas que, en su afán por encontrar más vetas, pierden incluso el temor a la muerte y penetran en las galerías más recónditas de la montaña, donde realizan trabajos de excavación arrastrándose como gusanos y arriesgando la vida por la falta de maquinaria apropiada. Tampoco les importa la humedad, las altas temperaturas ni la falta de oxígeno con tal de extraer puñados de mineral. Su jornada, sin derecho a salario ni beneficios sociales, transcurre sorteando los peligros inherentes a una galería llena de chimeneas y buzones, y, como es de suponer, en condiciones infrahumanas y sin más esperanza que salir con vida a la luz del día.

Y todo esto, sin considerar la trágica realidad de una familia minera; a una madre, esposa y varios hijos que se quedan en casa, a la espera de que el padre, hermano o hijo retornen sanos y salvos, pues sin ellos el destino de la familia estaría condenada a hundirse en una pobreza tan negra como negra es la mina, donde los mineros pueden perder la vida en un cerrar de ojos, tras un desmoronamiento de rocas o una descarga de dinamitas.

Los dos mineros de la fotografía llevan las ropas raídas por la copajira. El padre se muestra con los pantalones Jeans y la chompa ceñida por el cinturón de trabajo a la altura de su magra cadera, y el niño con la chompa canguro celeste y el buzo rojo percudidos por el lodo generado por la ch’aqa.  Las botas de goma del niño, calzadas hasta más arriba de las rodillas, son demasiado grandes para su talla, debido a que este tipo de botas de trabajo, con planta gruesa y punta de fierro, no se fabrican para niños. En el guardatojo llevan una lámpara eléctrica algo ladeada, lo que hace suponer que no usan lamparines de carburo ni mecheros de cebo para iluminar la oscuridad de las galerías, donde sus vidas son trituradas como por quimbaletes de peso pesado, en medio del polvo de sílice y los gases tóxicos que provocan enfermedades broncopulmonares.

Si nos fijamos bien, el niño minero, que no usa guantes de trabajo como su padre, tiene las manos en los bolsillos, quizás porque las tiene encallecidas o, quizás, porque están estropeadas de tanto empujar la carga en el carro metalero, que está detrás de ellos, plantado sobre rieles oxidados por el tiempo, el polvo y la copajira. Como todo niño minero, acostumbrado a los golpes de la vida y las inclemencias del tiempo, luce los párpados hinchados por los desvelos y los dientes incisivos que se muestran en una mueca que parece disimular una sonrisa amistosa. Pero no cabe duda de que este niño, a su escasa edad, aprendió ya a mitigar el hambre y la sed con el jugo de las hojas de la coca, cuyo pijcheo tiene entre la mejilla y el carrillo de los dientes. Es también probable que este niño aprendió ya a manipular la dinamita, a preparar el fulminante con la guía y el detonador para hacer estallar la roca y extraer la casiterita de estaño incrustada en las entrañas de la Pachamama.

Después del estallido de las dinamitas, cuyo traquido hace volar cascajos de roca junto a una endiablada polvareda que lo invade todo, no les queda más que aspirar las motas de sílice que, por no contar con pulmosan ni mascarilla que le cubra las fosas nasales y la boca, les causará el temido mal de mina; una silicosis crónica que les destrozará los pulmones y les provocará vómitos de sangre, hasta terminar en una muerte lenta y dolorosa, como dolorosa es la vida de un minero que trabaja sin seguridad industrial y sin ningún tipo de protección a lo largo de los años.

Al margen de esta fotografía, que muestra el lado más dramático de un país en vías de desarrollo, las organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos de los niños, como el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia y Adolescencia (Unicef) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), revelaron que en Bolivia el trabajo infantil es un fenómeno más normal de lo que parece, que se usa y abusa de la fuerza de trabajo de los niños y niñas, sin tomar en cuenta que algunas labores tienen efectos nocivos en la vida de los infantes, desde el punto de vista emocional, físico y psicológico.

Contrariamente a las leyes emanadas por los gobernantes, y consignadas en el Código Niña, Niño, Adolescente, aprobado por la Asamblea Legislativa en 2014 -en el que se establece la edad mínima de 14 años para realizar algunas labores que no perjudiquen el desarrollo físico y emocional-, el trabajo infantil y la mano de obra barata en las faenas mineras siguen siendo comunes, a pesar de los peligros a los que se exponen los infantes apenas cruzan la bocamina y se internan en las espantosas galerías, donde la muerte los acecha permanentemente en un ambiente insalubre y peligroso. ¡Qué lástima!

Qué les puede interesar a las autoridades departamentales y municipales, si el trabajo infantil forma parte de la injusticia socioeconómica, cuando son pocos los que mueven un dedo para castigar el trabajo infantil con todo el peso de la ley, cuando la Jefatura Departamental del Trabajo y las Defensorías de la Niñez y Adolescencia brillan por su ausencia allí donde se genera una explotación despiadada cerca de sus narices, en tanto ellos se hacen los de la vista gorda, aun sabiendo que el no importismo los convierte en cómplices de una esclavitud infantil encubierta.

Esta misma imagen, que me causa indignación e impotencia, me recuerda al muchacho minero que conocí hace algunos años en uno de los socavones del legendario Cerro Rico de Potosí, justo en el paraje del Tío Lucas, que nos observaba con sus ojos de cachina desde su trono de rocas, mientras masticábamos hojas de coca, fumábamos k’uyunas y tomábamos sorbos de aguardiente de una misma botella.

Ese muchacho potosino, cuyo nombre jamás lo supe porque no me lo dijo ni le pregunté, era el peón de un viejo cooperativista, quien le ofreció trabajar en un rajo abandonado por los antiguos mineros de la COMIBOL. Y, aunque las vetas estaban ya agotadas tanto como los residuos que dejó la compañía de la Empresa Unificada que explotaba los yacimientos de estaño con maquinaria industrial, ellos seguían buscando el metal del diablo a fuerza de combos, barretas, palas y picos, sin saber si el Tío les concedería un poco más de su preciado mineral, como una forma de compensar las ofrendas que le dejaban en actitud de completa sumisión y pleitesía.

El muchacho se sentó a mi lado, me miró por debajo de su guardatojo y, con los ojos anegados en lágrimas, me dijo que no le gustaba trabajar en la mina, pero que estaba obligado a hacerlo, aprovechando sus vacaciones escolares, para ganarse unos billetitos que le permitieran ayudar a su madre y sus hermanos menores, quienes vivían en condiciones de extrema pobreza y hacinados en una habitación precaria construida en la misma ladera del cerro, sin servicios básicos ni condiciones de seguridad.

Yo le devolví la mirada envuelta por la mortecina luz de la lámpara sujeta al guardatojo y, abrazándole con sincero afecto y cariño, le dije que debía seguir estudiando hasta hacerse profesional y alejarse para siempre de ese infierno terrenal creado por los propios hombres. Los estudios lo salvarían de las garras del Tío Lucas y no lo dejarían caer en la tentación de la mina, porque la mina es una suerte de laberinto cuyas galerías exhalan desesperanza, opresión y muerte.

Es evidente que ese muchacho minero, como todos los niños que son víctimas de la pobreza, la violencia doméstica, el abuso y la explotación laboral, en un principio se abrazó a la ilusión de ganar dinero para comprarles juguetes a sus hermanos y una casa a su mamá, hasta que el sueño se le convirtió en una pesadilla, que empezó a inquietarle en el alma como si cargara todo el peso de la montaña sobre sus espaldas, como si la mina, aparte de acercarlo a la muerte y alejarlo de la vida, fuese un monstruo pétreo decidido a tragarse a los más humildes; a hombres, mujeres y niños que se internan en sus galerías abiertas a dinamitazos, como si volvieran al vientre de su madre, al vientre de la Pachamama (Madre Tierra), de donde vienen y hacia donde van, mientras el metal del diablo se les ríe a carcajadas, porque las riquezas minerales son del Tío de la mina y no de los humanos que las explotan sin piedad.

sábado, 23 de mayo de 2020


EL PRONTUARIO ESCOLAR

Cierto día, mientras curioseaba algunas rarezas en una feria de libros usados en la ciudad de El Alto, saltó a mi vista una vieja edición del Prontuario Escolar, que tenía las tapas estropeadas y las hojas amarillentas de tanto haber pasado de mano en mano y haber sido usado como la principal fuente de consulta de conocimientos generales. Lo compré a un precio módico, con la idea de conservarlo en mi biblioteca personal, como uno de los pocos libros que leí y releí una infinidad de veces durante mi infancia y adolescencia.
   
Mi reencuentro con el Prontuario Escolar, después de algunas décadas, me provocó la misma sensación que tuve cuando me reencontré con el libro de lectura Alborada, que tuve en el primer año de la escuela primaria (actualmente denominada unidad educativa de nivel primario) y con el que aprendí a leer las primeras palabras de mi vida, aunque no siempre de un modo satisfactorio, debido a que tuve muchas dificultades en cazar las sílabas y formar palabras, como consecuencia de una dislexia más de carácter psicológico que neurológico. A veces, cuando la profesora, señalándome las letras con el dedo índice, me pedía que leyera una palabra, yo no podía leer la palabra silabeando, sino que me fijaba en la imagen que la representaba y fingía que la estaba leyendo correctamente. Este truco me sirvió hasta el día en que la profesora descubrió que aún no había aprendido a leer, a diferencia del resto de mis compañeros de curso, que ya sabían silabear y hasta leer de corrido, sin atufarse ni tartamudear. Este libro de texto, Alborada (lectura y escritura), fue elaborado para el primer curso de primaria por las hermanas Albertina Condarco de Duchén y Laura Condarco de De la Quintana, educadoras orureñas de larga trayectoria en el ámbito de la enseñanza primaria.


Volviendo al Prontuario Escolar, un antiguo libro de texto y de consulta, debo comentarles que, al estilo del Pequeño Larousse Ilustrado u otra publicación compacta, era una suerte de enciclopedia elaborada por los profesores y esposos Isaac Maldonado y Fidelia Ballón de Maldonado, quienes usaron toda su experiencia pedagógica para estructurar este material didáctico, con la intención de que tuviera un uso apropiado en la educación de tercer grado de primaria; pero que, en realidad, se convirtió en un libro de consulta para educadores y educandos en general. A decir verdad, no conocí en mi infancia otro libro que cumpliera la misma función que esta breve enciclopedia, donde estaban compendiados todos los contenidos culturales indispensables para los estudiantes de educación primaria y secundaria; por lo tanto, era también un manual de consulta obligada y útil para los profesores que, más que tener la Biblia como libro de cabecera, tenían al Prontuario Escolar como al principal auxiliar en la preparación de sus lecciones.

El Prontuario Escolar era el libro más solicitado a mediados del siglo XX en las escuelas bolivianas, antes de la proliferación de las bibliotecas públicas y, desde luego, muchísimo antes de que los estudiantes dispusieran de computadoras y empezaran a visitar las bibliotecas virtuales, ingresando a diferentes plataformas de Internet, con la intención de navegar por las redes que conducen, de manera rápida y efectiva, hacia las publicaciones digitales que les proporcionan toda la información que requieren para resolver sus deberes escolares, sin pagar un solo centavo y sin moverse del escritorio, debido a que ahora, a diferencia del pasado, toda la información no está en la mente del profesor, sino en el disco duro de una computadora, aparte de que las modernas tecnologías de información y comunicación nos han puesto al alcance de las principales bibliotecas virtuales del mundo, incluida la gigantesca Enciclopedia Libre Wikipedia, que desde sus inicios ha absorbido las búsquedas de información sobre cualquier tema.


Aunque en casa no teníamos una amplia biblioteca familiar, ni conocía la excelente apreciación de Ralph Waldo Emerson, quien decía: Una biblioteca es como un gabinete mágico, donde están encantados los mejores espíritus de la humanidad, les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los pocos libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina que ella puso, por motivos que desconozco, en una esquina de mi pequeño cuarto; más todavía, si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compraba con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era profesora de educación primaria y secundaria, y una madre, como todas las amas de casa en los centros mineros, con una pila de hijos, que reducían a casi nada su tiempo para dedicarse a la lectura. Pero aun así, a pesar de su ardua labor como madre y profesora, era interesante observarla que, algunas noches, recostada ya en la cama, leía un libro hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía con las páginas abiertas sobre la cara o el pecho.

Yo, a diferencia de mi madre y ante la ausencia de una literatura apropiada para mi edad, sacaba de la vitrina el Prontuario Escolar para mirar las ilustraciones de las páginas donde se describía la anatomía humana, con una curiosidad por saber cómo estaba constituida la parte interior de los seres humanos. Las imágenes, que no eran muy prolijas ni detalladas, estaban dibujadas a plumilla. No eran las más apropiadas para satisfacer la curiosidad de un niño precoz, pero describían de un modo general las funciones de los órganos sexuales masculinos y femeninos; desde luego, todo un mundo desconocido para un niño desinformado y provinciano.

Reitero que los dibujos y gráficos consignados en las páginas del Prontuario Escolar tenían un carácter más ilustrativo que estético; es decir, no eran para reproducirlos en el pizarrón ni en los cuadernos. Y, peor aún, las lustraciones que acompañaban a los textos no eran de buena calidad, como exige un libro destinado a los adolescentes y niños. Sin embargo, considerando que este tipo de publicaciones correspondían a una época en la que no se le daba la suficiente importancia a las imágenes de carácter profesional y a todo color, era natural que no cumplieran con los estándares que se exigen en la actualidad. Quizás por eso, en esa época, los niños y adolescentes leíamos las revistas de serie de Walt Disney y las revistas mexicanas llenas de imágenes. Yo mismo, que fui revistero y fletaba estas publicaciones en la puerta de acceso a los cines Federico Escobar y 31 de Octubre de la población de Siglo XX, sabía que la lectura preferida de los niños eran las revistas con ilustraciones en blanco y negro, y, en el mejor de los casos, a todo color.

Siempre que tenía el Prontuario Escolar entre las manos, me imaginaba que mi madre, que era profesora de lenguaje del ciclo intermedio en el Colegio Primero de Mayo de Llallagua, se fijaba más en la Tercera Parte del libro, que entregaba nociones elementales de nuestro idioma, como la iniciación gramatical para que el alumno logre emplear nuestro lenguaje con claridad, naturalidad, sencillez y en forma correcta, ya que el idioma es uno de los instrumentos básicos que enriquece el aprendizaje del saber humano, poniéndonos en contacto con la cultura y con la convivencia social. En esta parte se incluían las lecciones de concordancia (sintaxis), los nombres de cosas, animales y personas (sustantivos), los reemplazantes del nombre (pronombre), los modificadores del sustantivo (adjetivos), las palabras que indican acción o movimiento (verbos), los modificadores del verbo (adverbio) y demás elementos de la analogía, se desarrollarán con una serie de ejemplos específicos y graduales, mediante oraciones apropiadas y de fácil comprensión.

El Prontuario Escolar, desde un punto de vista práctico, funcionaba como suele funcionar un diccionario de la lengua castellana, donde uno busca el significado de una determinada palabra y el diccionario proporciona su significado, etimología, ortografía y apartados particulares con sinónimos, antónimos, conjugación de verbos y reglas gramaticales en general. Al fin y al cabo, como escribió Pablo Neruda en su Oda al diccionario, dándole realce a este libro elemental para la mejor comprensión del idioma, decía: Diccionario, no eres tumba, sepulcro, féretro, túmulo, mausoleo, sino preservación, fuego escondido, perpetuidad viviente de la esencia, granero del idioma...

Recuerdo que, cuando cursaba el ciclo intermedio, mis compañeros de curso acudían a mi casa, cada vez que los profesores nos llenaban con tareas hasta el pescuezo, para buscar los datos en el Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena o en el Prontuario Escolar, que estaban en la pequeña vitrina de mi cuarto, convertido ocasionalmente en biblioteca sin serlo, no al menos como esas bibliotecas atestadas de libros que han existido desde hace miles de años, precedidas por la más notable biblioteca de la antigüedad que fue la de Alejandría, en el actual Egipto.


Los muchachos, casi sin ningún hábito de lectura, no tenían necesidad de hojear los tomos del Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena, si toda la información que buscaban podían encontrarla en el Prontuario Escolar, un manual práctico desde todo punto de vista. Sin embargo, lo que mis compañeros de colegio desconocían por entonces era que cada uno de los cinco tomos de la Enciclopedia Sopena, aunque pesaba más que la pata de un muerto y no era fácil de manipularlo por su volumen, era no sólo una auténtica joya impresa, sino también como bien lo definía Jorge Luis Borges: el más grato de los géneros literarios, porque en ese laberinto de palabras había de todo, como de todo había en un almacén de abarrotes. Asimismo, recuerdo todavía que esa Enciclopedia, que lucía en la vitrina de mi cuarto como una monumental obra escrita por el Espíritu Santo, estaba editada en Bolivia, encuadernada con tapas verdes, bandas horizontales y letras doradas, bajo licencia del famoso editor español Ramón Sopena.

El Prontuario Escolar, elaborado desde una perspectiva didáctica, era un manual de consulta, donde los educadores y los educandos podían encontrar una información básica sobre ciencias naturales y estudios sociales. Los temas estaban estructurados en forma de lecciones esquemáticas, siguiendo los principales números de las materias que contemplaban los programas escolares graduados de la centuria pasada.

Según la explicación de los mismos autores, el Prontuario Escolar, desde su primera edición en 1948, presentaba una racional distribución de los temas, en cuatro partes generales o libros, que correspondían a: El Libro de la Vida y de la Naturaleza, El Libro del Cálculo, Medidas y Formas, El Libro de Nuestro Idioma y El Libro del Espacio y del Tiempo. Asimismo, los autores subdividieron los libros en capítulos que trataban, sucesivamente, las respectivas asignaturas, como zoología, botánica, nociones físico-químicas y ciencias naturales, entre otras.

El Prontuario Escolar, de tanto que lo usaba para hacer mis tareas, se convirtió en mi mejor compañero durante mucho tiempo. Si no entendía la lección impartida por los profesores en la escuela o en el colegio, recurría a este libro que me enseñaba sin pegarme ni regañarme. Eso sí, como todo alumno más afectivo a las letras que a los números, la parte que menos consultaba era la sección dedicada a los temas del cálculo, medidas y formas, porque no eran temas de mi interés, a pesar de que incluía operaciones fundamentales, instrumentos básicos para la exacta y rápida solución de los problemas numéricos aplicables a las necesidades de la vida cotidiana. Con todo, no hojeaba las páginas donde aparecían los números y las figuras geométricas, aunque en esta parte del libro se explicaba, pasito a paso, el proceso para la solución de los problemas matemáticos: enunciación, razonamiento, operación, prueba, respuesta, generalización, cálculo mental e imprescindibles ejercicios de aplicación de lo concreto a lo abstracto, en suma, de lo fácil a lo difícil.

El Prontuario Escolar, libro pensado para servir como manual de consulta para los profesores, que necesitaban un material auxiliar para salir de apuros a la hora de preparar sus lecciones, conforme a lo establecido por los Programas Oficiales de Enseñanza Primaria y Secundaria, se convirtió, a falta de una literatura escrita exclusivamente para para los adolescentes y niños, en un libro que se leía y releí una y otra vez, debido a que tenía las mismas características de una brevísima enciclopedia ilustrada, de contextura práctica y fácil manejo.

En lo que a mí respecta, atento lector, mi reencuentro con la ya mencionada edición del Prontuario Escolar, con tapas ajadas y hojas amarillentas por el uso y el tiempo, me devolvió a mis años de infancia, refrescándome la memoria entorno a la importancia de mi primer libro de texto, con el que aprendí a leer y escribir, y las enciclopedias y diccionarios ilustrados que contribuyeron en mi formación tanto humana como profesional. Por lo demás, el antiguo Prontuario Escolar, así sea superado por las modernas ediciones en soporte papel y digital, será siempre uno de esos libros destinados a ocupar un sitial privilegiado en el principal estante de mi biblioteca personal.

sábado, 16 de mayo de 2020


CONFESIONES ANTE EL BUSTO DE CÉSAR LORA

Un día de esplendida mañana, mientras contemplaba tu dorado busto sobre el pedestal plantado en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX, se me agolparon una serie de recuerdos que conservaba casi intactos en los meandros de la memoria. Y claro, aunque suene a vanidad, debo confesar que fui uno de los pocos que sintió de cerca tu olor de minero y escuchó tus dulces palabras muy cerquita de los oídos. Tuve el privilegio de haber jugado entre tus brazos, con el corazón alborozado, cada vez que retornabas del trabajo. Recuerdo que me aupabas con un solo resoplido, para acariciarme con la ternura de quien no tuvo hijos propios, pero que tuviste el interés por reconocerme y darme tu apellido; un deseo que, empero, quedó frustrado y nunca se materializó porque se te anticipó la muerte. Recuerdo también que me mordisqueabas el pabellón de la oreja y, entregándome un puñado de monedas o tostados de haba, me suplicabas: ¡Dime papá, Negrito!… ¡Dime papá…!

Yo te jaloneaba de los mostachos, haciéndote gestos y sacándote la lengua, a la vez que, una y otra vez, te repetía: ¡Chino, carajo! ¡Chino, carajo!... Tú me pinchabas con tu barba mal afeitada a la altura del mentón y yo te miraba de cerca, muy de cerca, recorriendo el mapa de tu rostro; tus pelos hirsutos, tus pómulos huesudos, tus ojos sesgados y escrutadores, la sombra de tus bigotes tan negros como el arco de tus cejas y tu boca entreabierta, sonriente, por donde traslucía tu diente de oro.

Tú, César Lora Escóbar, eras el hermano mayor de mi señora madre, quien siempre te manifestó su cariño y respeto, aunque no siempre escuchó tus sabios consejos entorno a los amores imperfectos y las endiabladas relaciones de una pareja. Mi madre se casó dos veces, en cambio tú, remitiéndote a la voz de tu conciencia, nunca formaste familia y te quedaste soltero para siempre. Y si alguna vez te casaste, por voluntad propia y en absoluta libertad, fue con tu actividad político-sindical, una novia que te acompañó en las buenas y en las malas, en las victorias y en las derrotas, hasta el día en que exhalaste tu último hálito de vida.


Todavía recuerdo el día en que llegaste a la casa de mi madre, quien estaba trabajando como profesora en las escuelas de la Comibol y viviendo en el campamento denominado La Revuelta, ubicado en una pendiente rocosa y polvorienta de Siglo XX, entre Cancañiri y La Salvadora, por donde cruzaba una carretera zigzagueante abierta cerca de la ladera del Ch’aki Mayu (Río Seco). Apenas cruzaste la puerta, me encontraste con un insoportable dolor de muela y bañado en un mar de lágrimas. Me acariciaste la cabeza y me consolaste diciéndome que pronto se me pasaría el dolor y que todo estaría otra vez bien.

–¿Y cómo le vas a curar? –te preguntó mi madre, sabiendo que ese día no llevabas en el bolsillo tu botellita de ácido sulfúrico, con el que solías curar el dolor de muelas de los campesinos que trabajaban en la finca de tu padre, y que, ni bien se enteraron de que sanabas el endiablado dolor de muelas, haciéndoles gotear con una pajita el ácido en la cariada muela, hacían fila en la puerta de la casa de hacienda como si fuera la puerta de una clínica dental.

Te quitaste el guardatojo y, lavándote las manos en el bañador de fierro enlozado, contestaste con absoluta serenidad:

–Yo me encargaré de esto…

Mi madre solo atinó a menear la cabeza, mientras yo berreaba y pataleaba de dolor, como si las estrellas del cielo giraran alrededor de mis ojos. Me tomaste entre tus brazos, me tendiste en la cama con cara al techo y pediste que te pasaran la dinamita -ese principal instrumento de trabajo de los mineros-, que se guardaba en una caja junto con los fulminantes y las guías que parecían cordones de calzados. Pellizcaste un poco de masa de la dinamita con la punta del dedo índice y pulgar, y, abriéndome la boca con los dedos de tu otra mano, la aplicaste en el orificio de mi muela, que de seguro parecía el cráter de un volcán o una gruta oscura de la mina.

Al poco rato, como si me hubieras tocado la muela con una mano divina, el dolor desapareció lentamente. Supongo que ya entonces sabías que la masa del cartucho de dinamita, que se metía en la ranura abierta por el taladro de la perforadora para estallar la roca durante las excavaciones de la montaña, servía también para calmar el dolor de muelas, porque ese poderoso explosivo estaba compuesto por una sustancia química conocida como nitroglicerina, que el investigador e industrial sueco Alfred Nobel mezcló en su laboratorio con un material absorbente. Así se inventó la dinamita en 1867, como si fuese un polvo que se podía percutir e, incluso, quemar al aire libre sin que explotara.

Cuando la dinamita empezó a emplearse en la construcción de carreteras, el movimiento de masas rocosas en la minería y la industria armamentística, Alfred Nobel ganó una inconmensurable fortuna, pero que él, como todo filántropo y antes de su solitaria muerte, dejó un testamente escrito de puño y letra en el cual pedía que las ganancias procedentes de la dinamita debían concederse como galardón entre los hombres de ciencia que, con investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables, aportaban al desarrollo de la sociedad; por eso se estableció el Premio Nobel en las diversas ramas del conocimiento humano, que van desde el Premio Nobel de Medicina hasta el Premio Nobel de Literatura, que se entrega cada año en Estocolmo, en una pomposa ceremonia presidida por el rey de Suecia.


Después de curar mi muela, te despediste con un beso y te alejaste por el estrecho callejón del campamento. Detrás de ti no quedó más que un aura que solo poseen los hombres capaces de convertir la tristeza en alegría y las lágrimas en carcajadas. Así fue como el dolor de mi muela, que desapareció por acción de la nitroglicerina de la dinamita, quedó en mi vida como un recuerdo más de mi tierna infancia. 

Todos quienes te conocieron coincidían en señalar que te expresabas con propiedad, cuidando la forma y el fondo del lenguaje, y que eras auténtico hasta en la forma de moverte al caminar. No había dónde perderse; tenías el aspecto de líder carismático, un aire de galán de barrio pobre y vestías con evidente sencillez. Cuando no estabas enfundado en el mameluco comido por las gotas de sílice y las botas de goma jaspeadas por la copajira; algunas veces, lucías con sacos de paño gris y, otras veces, con abrigos de paño grueso, pero siempre indiferente a toda moda temporal o intelectual. Asimismo, cuando no estabas con tu guardatojo, que tenía el ala izquierda desportillada por el tojo, solías usar una gorra al estilo del anarquista italiano Bartolomeo Vanzetti, quien, junto a su compañero Nicola Sacco, también injustamente acusado de un presunto atraco a mano armada y asesinato, fue encarcelado y ejecutado por electrocución el 23 de agosto de 1927 en Massachusetts, Estados Unidos.

Nadie ponía en duda que hubieses sido uno de dirigentes cuyo apellido se utilizaba en diminutivo por el sincero aprecio que la gente te tenía por tu modestia, capacidad y valentía. No había nadie que te haya tratado, ni siquiera tus contrincantes políticos tanto de izquierda como de derecha, con cierto aire de menosprecio, por el temor que infundían tus dichos y hechos. Se contaba que en cierta ocasión, cuando un militantes stalinista osó insultarte sin medir consecuencias, lo detuviste por el cuello en plena calle, cerca del local de Radio La Voz del Minero de Siglo XX, y lo reventaste a puñetazo limpio, hasta dejarlo tendido en una mugrienta cuneta, lamiéndose su sangre como un animal herido. Ese mentado suceso, como suele ocurrir en todo pueblo chico, circuló de boca en boca y con la velocidad de una chispa encendida en el polvorín.

Desde entonces, nadie más se atrevió a dirigirte una mirada desafiante ni a levantarte la voz, mucho menos los jerarcas de la Empresa Minera Catavi, quienes aprendieron a tratarte con mucha consideración y a prudente distancia, aunque te tenían en la trinchera contraria a la suya, como a un revolucionario armado de ideales enfrentados a la gran propiedad privada y al poder de los poderosos, como muchos otros se enfrentaron, antes del estallido de la revolución nacionalista de 1952, contra la explotación extractivista de los Barones del Estaño, convertidos en dientes del engranaje del sistema capitalista mundial.

Pocos dudaban en dar su vida por tu vida, los demás, la inmensa mayoría, se identificaban con tus ideales y hacían suyas tus palabras, casi siempre impregnadas de sabiduría y experiencias vividas en carne propia; es decir, nada pensabas sin conocimiento de causa ni nada hacías al azar. Tus ideas y tus acciones eran recíprocas y se complementaban como el anverso y el reverso de una misma medalla. No había ideas sin acciones ni acciones sin ideas. Ambas eran las almas gemelas de un sentipensante como tú: un ser que sentía y pensaba a la vez.

No pocas veces, tus compañeros de clase, te vieron a la vanguardia de los combates que se libraban contra los enemigos de los trabajadores. Ellos se miraban entre sí, miraban tu actitud revolucionaria, miraban la guía encendida en la dinamita y gritaban al unísono: ¡Viva la clase obrera! Tu ejemplo era decisivo en los momentos de crisis política y tu palabra era la más esperada entre los oradores, porque los mensajes procesados en tu lúcida mente y las consignas que estallaban en tus labios tenían el peso de la ley; no era para menos, tus discursos eran expresivos, contundentes y entusiastas, y nunca perdían fuerza porque no eran leídos sino dichos de manera viva y espontánea, como cuando se escucha la voz de mando a la hora de la asonada definitiva.

Fuiste un genuino defensor de la ideología más auténtica del proletariado nacional, como cuando defendías la independencia política de la clase obrera frente al Estado y los gobiernos de turno. Todos sabían que nunca te prestaste ni alquilaste a los intereses ajenos  a quienes sostenían la economía boliviana sobre sus hombros, dejándose flagelar la vida aun sin tener alma de esclavos.

En los momentos cruciales de la lucha de clases, salías en defensa de los intereses de los mineros, que vivían y trabajaban en condiciones infrahumanas, con salarios de hambre y el cañón de un fusil militar apuntándoles en la nuca. Siempre te mantuviste fiel a tu formación ideológica, con la esperanza de conquistar un mejor destino para el país, un país que, durante tu vida y después de tu muerte, fue manoseado por regímenes despóticos y dictatoriales, que hicieron crujir a sus opositores políticos y sindicales vulnerando los principios más elementales de los Derechos Humanos.


Ya sabemos que los chacales del régimen militar de René Barrientos Ortuño, con el asesoramiento de los agentes de la CIA, te persiguieron por todas partes, rastreando tus huellas y tratando de pisarte los talones, para capturarte más muerto que vivo. Y así fue aquel fatídico 29 de julio de 1965, cuando un grupo de chacales, al mando del capitán-verdugo Zacarías Plaza y un tal Próspero Rojas, te detuvo a orillas del río Toracari, a unas tres leguas de San Pedro de Buena Vista, y te segó la vida, disparándote a quemarropa con tu propio revólver, cuando te encontrabas en compañía de tu fiel amigo, compañero y camarada Isaac Camacho. 

No te salvaste de la muerte, a pesar de que a tus asesinos, como era característica en tu valiente e insobornable personalidad, los trataste a carajazos como se lo merecían esos simples criminales a sueldo, que no conocían otra forma de vida que la de ser perros falderos de los amos del poder, que los armaban hasta los dientes para acabar con los luchadores sociales que jodían más de la cuenta para tumbar una sociedad donde reinaba la discriminación social y racial.

Lo que los chacales no sabían era que te mataron para darte más vida de la que ya tenías, pues en el corazón y la memoria de tus compañeros seguías vivito como una llama encendida, como los caudillos naturales que no pueden morirse así nomás, sin dejar un profundo legado de dignidad y de lucha. Naciste para convertirte en un faro capaz de iluminar el camino que debían tomar los desposeídos para establecer una sociedad más justa, donde todos, lejos de los poderes de dominación, tuvieran los mismos derechos y las mismas responsabilidades.  

Cuando se supo que caíste cerca de San Pedro de Buena Vista, los puños de protesta se alzaron prometiendo vengar tu muerte y un crespón negro ondeó en la bandera del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX. Tus compañeros de lucha jamás te olvidaron; por el contrario, lloraron tu ausencia escuchando el huayño: Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero./ Ese ha sido César Lora/ asesinado en San Pedro…

Más tarde, cuando ya no estabas entre nosotros, me enteré que tus compañeros te admiraban por tu desmedido amor por la gente, por ese calor humano que yo sabía intuir con mi sensibilidad de niño. Todos hablaban maravillas de ti, o, por mejor decir, no conozco a nadie que haya comentado algo negativo o despectivo. Todos te admiraban por su humanismo que se desataba desde el fondo de tu alma.

Cuando cursaba el séptimo grado en el Ciclo Intermedio Junín, ubicado en los campos de María Barzola, todas las tardes, después de clases, me daba una vuelta por el cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse desde una colina hacia el fondo del río. Al llegar a tu tumba, construida con piedras labradas y una rejilla herrumbrosa a manera de puerta, te dirigía palabras de mucha pesadumbre, sin dejar de contemplar esa plaqueta metálica en cuya inscripción se leía: ¡Asesinado por la Bota Militar!, una frase que caló hondo en mi memoria, tan hondo que se me partía el corazón de puro coraje.



También recuerdo que en los días de Todos los Santos y todos los años, sacaba tu busto modelado en yeso por el muralista revolucionario Miguel Alandia Pantoja, que estaba escondido en el sótano de mi cuarto, y lo cargaba hasta el cementerio de Llallagua, para colocarlo, entre ramilletes de flores y guirnaldas de papel seda, encima de tu tumba, que era una de las más visitadas por quienes querían manifestarte, además de su lealtad, su aprecio y admiración, con el corazón en la boca y los sentimientos a flor de piel.

Siempre me imaginé que tu busto de yeso, modelado magistralmente por Miguel Alandia Pantoja, llegó embalado a la población minera de Llallagua, con la finalidad de que tus camaradas, usando todas sus influencias entre los burócratas y jerarcas de la Empresa Minera, mandaran a vaciarlo y fundirlo en bronce en el Ingenio Victoria de Catavi. Desde luego que ese trabajito nunca se llevó a cabo, hasta que el busto, blanquecino como el mármol, desapareció sin dejar rastros del sótano de mi cuarto, poco después de que las fuerzas represivas me arrojaran a las mazmorras de la dictadura militar, tras el fracaso de la huelga nacional minera a mediados de 1976.

Sin embargo, un año antes de que me apresaran, al cumplirse el décimo aniversario de tu asesinato y en pleno período de represión política, cuando el Partido Obrero Revolucionario (POR) se encontraba en la clandestinidad, un mitin obrero desplegó una bandera roja, con la hoz, el martillo y el 4 -en referencia a la Cuarta Internacional trotskista-, y colocó tu segundo busto en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX. Esa mole de granito esculpida por el artista indio Víctor Zapana, que se convirtió en un símbolo dedicado a tu lucha y en un referente de los explotados que hacían flamear las banderas de la revolución proletaria, mientras la leña de la fogata crepitaba en medio de una noche azotada por el viento y el frío. No faltaron los vasos de té con té, los puñados de hojas de coca ni los discursos pronunciados en honor a tu memoria. Todo resultó como se tenía planificado, a pesar de que los esbirros de la dictadura militar no dejaban de merodear como perros de caza por la Plaza del Minero.

Con el correr del tiempo, como corresponde a las leyes de la naturaleza, tus compañeros de lucha se fueron muriendo poco a poco, unos vencidos por la vejez y otros liquidados por las enfermedades propias de los mineros, como son la tuberculosis y la silicosis. De la vieja guardia de los poristas no quedó casi nadie, salvo unos cuantos que sobrevivieron a las adversidades de la minería, a la nefasta relocalización de 1985, a las medidas antinacionales de los gobiernos neoliberales y al proceso de cambio que, durante las dos primeras décadas del siglo XXI, dejó tantas ilusiones como desilusiones en los sectores más desposeídos de la nación, que sigue conservando el estatus quo de una sociedad clasista, donde pocos tienen mucho y muchos no tienen nada.

¡AH!, ¿qué pasaría si volvieras a levantarte de tu tumba y vieras cómo van las cosas? A lo mejor volverías a morirte de solo ver a tus compañeros relocalizados, quienes aprendieron a sobrevivir en territorios extraños y en condiciones desfavorables, luego de haber dejado sus pulmones en los socavones y haber enriquecido con el sudor de su frente a los explotadores; peor aún, si te contara que ya nada es como en tu época, que hasta los más osados tienen miedo de avanzar contra la corriente, que casi todos lloran lágrimas de cocodrilos después de la caída del comunismo real y se mimetizan como camaleones para acomodarse a la nueva realidad impuesta, una vez más, por los eternos dueños del poder político y financiero.

Así están las cosas, las banderas revolucionarias flamean en la misma dirección hacia donde soplan los vientos de la derecha reaccionaria y los dirigentes cooperativistas, aparte de tener más interés por el dinero que por abolir el sistema capitalista, son más amigos de tus enemigos y menos amigos de quienes están dispuestos a seguir tu ejemplo, un ejemplo digno para cualquier ser humano que piensa más en el bienestar de los demás que en el bienestar de su propia vida.  



A tiempo de dejar de contemplar tu busto de granito, bañado en pan de oro bajo la inmensidad añil del cielo, y a la hora de retirarme de la gloriosa Plaza del Minero, no me queda más que añadir que ya no estás solo en tu pedestal, sino acompañado por las plaquetas que nos recuerdan al fundador del P.O.R., José Aguirre Gainsborg; a tu compañero de lucha Julio C. Aguilar; al líder sindical Isaac Camacho, cuya imagen en altorrelieve dignifica el estoicismo minero; al autor de la Tesis de Pulacayo y principal ideólogo del marxismo boliviano Guillermo Lora, quien, con la gorra calada hasta media frente, tiene la mirada tendida en el horizonte, como si más allá de los afamados cerros de Llallagua-Siglo XX estuviesen las anchas alamedas de la revolución proletaria.