lunes, 3 de octubre de 2011


LA IMAGEN INMORTAL DEL CHE

Recordado comandante:

El 8 de octubre de 1967, después de librar tu último combate en el cañadón del Churo y caer a merced de tus enemigos, la pierna herida por un tiro y la garganta desgarrada por el asma, tu diario de campaña y otros documentos escritos con tu puño y letra, quedaron en poder de las Fuerzas Armadas. Es decir, pasaron de tu mochila de cuero a una caja de zapatos, que fue depositado como secreto de Estado en el Alto Mando Militar Boliviano; tu reloj Rolex, que te quitó un soldado a poco de tu captura, pasó a la muñeca del coronel Andrés Selich; tu fusil, ese fusil que hubiera querido heredar para cargarlo al hombro como tú lo cargaste a lo largo de la lucha, intentando encender la chispa de la revolución latinoamericana, pasó a manos del coronel Centeno Anaya, quien lo tomó sin sentir la misma emoción de felicidad que sintió el Inti cuando te conoció en la Casa de Calamina, en Ñancahuazú, donde tú le estrechaste la mano de compañero, mientras otro le entregaba su carabina M-2; tu pipa, en la cual degustaste la última bocanada de humo, como quien está dispuesto a esperar con serenidad la hora de la muerte, se la regalaste al sargento Bernardino Huanca, quien se comportó amable contigo. Pero el capitán Mario Terán se adelantó y gritó: ¡La quiero yo! ¡La quiero yo! Entonces tú, mirándolo con infinito desprecio, encogiste el brazo y le dijiste: No, a vos no.

En la Higuera permaneciste varias horas con vida. Te negaste a discutir con tus captores y tuviste el coraje de escupirles a la cara. Mas los mercenarios, dispuestos a cumplir las instrucciones de la CIA, decidieron eliminarte en el acto, para luego inventar la versión de que caíste en el combate del cañadón del Churo, y no que fuiste capturado vivo y ejecutado entre las cuatro paredes de la escuela de La Higuera. Tu asesino fue el mismo suboficial que quiso apoderarse de tu pipa, quien, borracho y asaltado por el miedo, entró en el aula y ejecutó la orden de eliminarte. Pero fue tan grande la impresión que le causaste, que, requerido por la prensa, confesó: Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ‘Usted ha venido a matarme’. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: ‘¿Qué han dicho los otros’ (refiriéndose a los guerrilleros Willy y Chino). Le respondí que no habían dicho nada, y él contestó: ‘¡Eran unos valientes!’. Yo no me atreví a disparar, En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podía quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.

Después te trasladaron amarrado al helicóptero, desde la escuela de La Higuera hasta el hospital de Vallegrande. Te inyectaron formalina en las venas y te presentaron ante las cámaras de la prensa sobre una mesa de tablas, donde yacías como Cristo, el Nazareno, con el aspecto más de vivo que de muerto; tenías el torso desnudo, los pantalones ajados, los pies descalzos, la barba crecida hasta el pecho y la cabellera precipitándose en cascadas. Aunque tu mirada estaba ausente, tus ojos irradiaban una extraña inocencia, acentuada por tus labios entreabiertos, casi sonrientes en el rictus de la muerte. Ese día, quienes contemplaron tu hermoso rostro de combatiente, cuentan que, incluso después de ser acribillado, tu cadáver rezumaba una aureola que inspiraba admiración y respeto, quizá porque supiste someter tus ideales a las pruebas del fuego, porque hacían lo que decías, porque vivías como pensabas y pensabas como vivías.

En esta última fotografía, donde los curiosos se agolpan a tu alrededor, la mirada fija y el aliento sostenido, parecen no salir de su asombro al constatar que ese hombre tendido en la camilla es el guerrillero que quiso crear dos, tres... muchos Vietnam en América Latina, mientras tus captores, señalando las heridas de tu cuerpo, te exponen como un trofeo de guerra, aunque no te mataron en combate sino de un modo cobarde.


Sin embargo, ésta no es tu fotografía más conocida, sino aquella otra de 1960, cuando el fotógrafo Alberto Korda, al recoger imágenes para la prensa en La Habana, tras el incendio del barco francés que transportaba un cargamento de armas y municiones para la defensa de la revolución, fijó tu rostro en el visor de la cámara y, atraído por la fuerza y el dramatismo de tu mirada tendida en la bahía, te tomó una fotografía que, una vez revelada en la cámara oscura, dio la vuelta al mundo y se trocó en un aluvión de afiches, banderas, camisetas, chapas, carteles, gorros y estampas; más todavía, tu rostro se pintó en las paredes y se grabó en la mente de quienes te mutilaron las manos y te desaparecieron, intentando acallar tu voz, soterrar tus ideales y destruir tu imagen, que, hoy como siempre, está presente entre nosotros, incitándonos a repetir aquellas frases de la carta de despedida que les escribiste a tus padres: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante; vuelvo al camino con la adarga al brazo... Muchos me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades...

Así te recordamos, comandante, con la estrella en la boina y el porvenir en la mirada.

sábado, 1 de octubre de 2011


EL CASCO DEL MINERO

El monumento al guardatojo del minero es ya un emblema que comenzó el año 2002 y culminó el 2003, como un homenaje a los trabajadores del subsuelo en una ciudad inundada de mitos, ritos y leyendas, y en cuyos cerros, que a la distancia parecen una recua de llamas en reposo, se explotaron primero los yacimientos de plata y luego los filones de estaño desde las sombrías épocas de la colonia.

Hace mucho tiempo, cuando lo vi por primera vez en una fotografía digital, me quedé pasmado ante la magnífica creación del artista que lo diseñó y plasmó con maestría y talento. Lo contemplé por un rato sin salir de mi asombro y, como quien se identifica desde siempre con el destino de los mineros, me cruzó por la mente la idea de que si alguna vez pisaba la tierra de los urus, me tomaría una fotografía sin falta, al menos para dejar constancia de mi amor desmedido por la Villa Real de San Felipe de Austria.

El Casco del Minero, de aproximadamente seis metros de diámetro, está hecho de hojalata y metal bruñido; por eso en su copa y su ala destellan los rayos del sol y su magnífica estructura ornamental da la bienvenida a los visitantes que ingresan a la ciudad por la zona norte. Ocupa la parte central de una rotonda de césped, cactus, piedras y cemento, y está flanqueado por las figuras que representan a las cuatro plagas de la leyenda de los urus, cuyo relato apasionante cuenta la historia de que la víbora, el sapo, el lagarto y las hormigas fueron enviados como castigo por el dios Huari, para exterminar a los apacibles habitantes del lago Uru-Uru, quienes le dieron las espaldas para adorar a otro dios más poderoso y luminoso que era el Inti (Sol). No obstante, como suele suceder en la mayoría de  los relatos de la tradicional oral, los urus fueron salvados por los poderes mágicos de una Ñusta, la misma que se apareció flameando en el cielo diáfano del altiplano, y con cuya espada, que lanzaba rayos mortíferos, logró petrificar a las cuatro plagas, que hoy forman parte del ornamento de una ciudad que, año tras año, ofrece un espectáculo folklórico hecho de luces y de sueños.

Si se observa con detenimiento, el Casco del Minero, allí donde debía estar la lámpara frontal, lleva la imagen de la Virgen del Socavón, patrona de los mineros y mamita de quienes, en sumisa veneración, le rinden culto celebrando una fiesta que, durante varios días y varias noches, refleja la tradición ancestral de una urbe que parece vivir a ritmo de platillos, bombos, trompetas y matracas.

Tomarme una foto al pie del guardatojo no sólo fue un hecho obligatorio, por ser hijo de entrañas mineras, sino también un buen pretexto para tener una imagen en la rotonda, donde yace los animales más representativos de la tradición milenaria de un pueblo que, así como supo sobrellevar con dignidad las etapas más sufridas de su historia, sabe engalanarse con sus mejores atuendos a la hora de embelesar al visitante que llega desde lejos, dispuesto a dejarse atrapar por la magia de la cosmovisión andina, como un hombre se deja atrapar por los encantos de una hermosa chinamorena.
  
No cabe duda de que la esencia minera se apoderó de la ciudad. Es cuestión de extender la mirada y dejarla pasear en derredor, para comprender que esta tierra, que durante siglos dio de mamar sus riquezas al mundo a cambio de pobreza, se alza estoica en medio de la altipampa, donde los vientos silban, chillan y levantan polvareda como zampoñeros en comparsa.

En las zonas aledañas a los socavones, donde el olor de la copagira se mezcla con el olor de la alcantarilla, se siente la presencia del mitológico Tío; dueño absoluto de las riquezas minerales, amo de los mineros y generador principal del Carnaval orureño, en cuya fraternidad de los diablos baila con su traje de Lucifer, desafiándole al arcángel San Miguel y suplicándoles a las chinasupay que aplaquen con su lujuria las llamas encendidas de su corazón.

Este monumental Casco del Minero, forjado entre la luz y el aire, no es la obra de un escultor orureño, como podrían imaginarse los visitantes nacionales y extranjeros, sino la creación del cochabambino Fernando Crespo, un artista que, a fuerza de imaginación y trabajo forzado, logró dotarle a la ciudad minera uno de sus emblemas más característicos. La obra, que llama la atención del caminante desde cualquier ángulo que se la contemple, fue colocada en plena vía que conecta a Oruro con los departamentos situados al norte del país.

Por lo demás, querido lector, sólo cabe aclararte que esta crónica es la expresión más genuina del sentir de un escritor, que un día concibió la idea de retratarse al pie de este guardatojo de hojalata y que otro día cumplió con su promesa, gracias a que detrás de la cámara estaba Carla Faviana Gonzáles Gareca, lista para presionar el disparador e inmortalizar este instante de emociones desatadas, justo cuando las laderas de los cerros empezaban a teñirse con el rosado resplandor del ocaso.

martes, 27 de septiembre de 2011


ALBERTO GUERRA G. EN UNA PLAZUELA DE ORURO

En el Barrio Jardín zona Norte de la ciudad del Pagador, donde antiguamente los arenales jugaban con el viento, me tomé una fotografía junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez, una tarde fría de agosto y poco antes de que el ocaso empezara a teñirse en el horizonte. La plazuela, de ambiente acogedor y arquitectura ornamentada, luce un puente en la parte central y una fuente que genera cortinas y chorros de agua.

Llegué al lugar en la grata compañía de Carla Faviana Gonzáles Gareca, profesora de literatura en un colegio de Challapata, donde un día sólo fui a degustar de los exquisitos quesos, los charquis y los tostados de haba, pero que, por esas extrañas sorpresas de la vida, acabé dando una conferencia sobre mi vida y obra en presencia de la prensa local y en una aula repleta de estudiantes dispuestos a escuchar mis experiencias Por el mundo - Mis universidades, como diría Máximo Gorki.

Ver el busto de Alberto Guerra Gutiérrez, en un sitio público que hoy lleva su nombre, me causó una insondable alegría, una alegría de esas que pocas veces emergen como torbellino desde el fondo del alma. No era para menos, este poeta yatiri era digno del mejor de los elogios de parte de sus coterráneos. Había que recordarlo de este modo, porque fue uno de los pocos intelectuales orureños que, a través de las filigranas del verso y los ensayos de antropología, dio a conocer el blasón de la ciudad, rescatando del acervo cultural la parte más mágica y tradicional del Carnaval de Oruro, declarado por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.

Alberto Guerra Gutiérrez fue un hombre que, desde la sencillez y la sabiduría, sabía ganarse el aprecio de los amigos con su amabilidad y sonrisa franca. Lo conocí personalmente en el Primer Encuentro de Poetas y Narradores de Bolivia, celebrado en Estocolmo en septiembre de 1991, donde lo vi oficiar un ritual de ch’alla como todo buen yatiri y donde conversamos, entre trago y trago, de poesía y de folklore, mientras el humo del tabaco negro dibujaba en el aire las siluetas de los amores y desamores en la vida de un poeta acostumbrado a desgranar sus versos entre los corazones violentamente apasionados. 


Años después, cuando supe que cayó fulminado por un ataque cardíaco en plena calle, mientras caminaba rumbo a su casa, lo primero que sentí fue una honda tristeza y luego cruzó por mi mente la idea de que los orureños, junto a los miembros de la Unión Nacional de Poetas y Escritores (UNPE) y las autoridades edilicias, estaban en la obligación de rendirle un justo homenaje, a modo de perpetuar su memoria, dedicándole una calle, una plaza o bautizando alguna de las instituciones culturales con su nombre, para que las futuras generaciones supieran quién fue Alberto Guerra Gutiérrez, ese vate de la poesía social, amigo de los niños mineros y querendón de las tradiciones más auténticas de su pueblo.

Su aporte a la cultura fue enorme: organizó tertulias literarias entre amigos, trabajó en la mina y ejerció la docencia, realizó estudios antropológicos sobre la cultura de los urus y desentrañó los mitos y las leyendas de la meseta andina. Su espíritu de investigador autodidacta y su inquietud por contribuir al ámbito de la literatura, lo impulsó a escribir libros con temática diversa y a fundar El Duende, esa revista de formato pequeño que desde hace años, gracias al impulso del Ing. Luis Urquieta Molleda, se publica como una suerte de suplemento literario del diario La Patria.

El haber estado en la plazuela que lleva su nombre, me colmó de honda satisfacción y el corazón me latió como caballo al galope, no sólo porque vi su busto sobre un pedestal y una placa recordatoria, sino también porque fue un amigo del alma, de esos a quienes basta conocerlos una vez para tomarles cariño y saberlos que siempre estarán ahí, como esos viejos duendes que, sin dejarse encadenar por los caprichos de la muerte y ansiosos por retornar al reino de los vivos, se nos aparecen una y otra vez.

Así permanecerá el poeta yatiri entre los milagros de la Candelaria y los danzarines del Carnaval, entre las dunas de arena y el lago de los urus, entre los cerros donde mora la víbora y los socavones donde los mineros horadan el vientre de la Pachamama, entre la roca que representa al cóndor y la roca que representa al sapo, porque como bien afirma la creencia popular: Alberto Guerra Gutiérrez no se fue complemente con la muerte, por eso siempre estará entre nosotros convertido en viejo duende.

Al cabo de tomarme la foto, como un entrañable recuerdo de mi paso por la zona norte de Oruro, me agarré del brazo de Carla Faviana Gonzáles Gareca y me metí en el taxi de su amigo Gerson Yugar, quien, siendo profesor de Ciencias Naturales y egresado de la Escuela Normal Superior de Maestros Ángel Mendoza Justiniano, se ganaba la vida, como tantos otros profesionales bolivianos, conduciendo un taxi por las frías y polvorientas calles de la Capital Folklórica de Bolivia.

Imágenes:

1. Víctor Montoya junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez. Foto, Carla Faviana Gonzáles Gareca. Oruro, agosto, 2011.
2. Víctor Montoya y Alberto Guerrra Gutiérrez. Foto, Homero Carvalho. Estocolmo, septiembre, 1991.

lunes, 26 de septiembre de 2011



El presente vídeoclip, realizado en Berlín por la Asociación para la Cultura de la Memoria, Crisis y Conflictos, MEMOS, forma parte de un proyecto que tiende a rescatar, de primera mano y sin voces prestadas, la memoria histórica en torno a las torturas y los crímenes de lesa humanidad. El testimonio de Víctor Montoya, en este contexto, no sólo forma parte de una biografía personal, sino que constituye un documento vivo, que debe ser registrado y archivado para la posteridad (Berlín, noviembre, 2010).

martes, 20 de septiembre de 2011


UNA VISIÓN INSÓLITA DE LA TORTURA

En una exposición fotográfica realizada en el Museo de la Edad Media en Estocolmo sobre el tema del castigo y la tortura medieval, me impactó la imagen de una mujer desnuda, quien, las manos y los pies atados debajo de las rodillas, yacía en posición fetal en el fondo de un recipiente de cristal, donde el agua parecía moverse como en un nivel, mientras ella sostenía el último atisbo de vida, los ojos y los labios apretados de pavor.

La imagen, que tenía el aspecto de una piltrafa humana conservada en formalina, representaba a una mujer acusada por el Santo Oficio de sostener pactos con el demonio y practicar actos de brujería, y, por eso mismo, condenada a una muerte lenta y atroz.

La Inquisición, cuyas bases fueron sentadas en el concilio de Verona en 1183, representó no sólo la concreción de una mentalidad retrógrada que impregnó la historia medieval, sino también a una maquinaria que hizo posible la proliferación de torturas y quemas de supuestos herejes, como todas las ejecuciones que seguían a los autos de fe, con sus hogueras y sus víctimas ataviadas con sambenitos.

Las mujeres, acusadas de brujería, eran conducidas a las cámaras de tormento, donde los verdugos doblegaban la voluntad más firme. Se las mandaba a poner en potro, se les ligaba los brazos, las piernas y el cuerpo. Las torturaban hasta el suplicio y las hacían arder como antorchas en la hoguera.

Algunas sufrieron el dolor del empalamiento, que era todo un arte de tortura durante la Inquisición. Consistía en atravesarlas con una estaca por la boca, el pecho o el ano. La estaca debía ser lo suficiente sólida para sostener el peso del cuerpo. Primero se redondeaba la punta y luego se la untaba con aceite, con el fin de procurar la muerte lenta de la víctima. Cuando se había introducido la estaca en el ano, la infortunada era levantada para que se hundiera gradualmente hasta quedar ensartada.

A las madres solteras las despeñaban de una montaña o las fondeaban en el lago, entretanto a las adúlteras, encadenadas de pies y manos, las paseaban por las calles y las desvestían en público, delante de los verdugos que hacían chasquear el látigo contra la piel.

La tortura más cruel, sin lugar a dudas, era la prueba del agua, que consistía en sumergir a la acusada en un recipiente, como en esa fotografía que me despertó los recuerdos del pasado, pues quien haya sufrido el tormento en carne propia, sabe que ese acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido. Me refiero al submarino, a ese método de tortura al que fui sometido durante la dictadura militar de Hugo Banzer, y que consiste en sumergir al preso, colgado de los pies, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente de aguas servidas.

¿Qué hizo tan temible a la Inquisición? Pienso que ese despotismo draconiano cuyos métodos se repitieron durante el nazismo y la Operación Cóndor: la represión sistemática, la censura y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de las dictaduras militares, del mismo modo como les ocurrió a quienes cuestionaron la función arbitraria de la Iglesia Católica durante la Inquisición, que desató una ola de persecución contra miles de llamados herejes, quienes acabaron sus días en la prisión, la tortura y la hoguera.

La Inquisición fue abolida en 1834, pero la tortura y la mentalidad que la alentó supo sobrevivirla. De ahí que en América Latina, por citar un caso de esta historia letal, sobran los dedos para contar las naciones cuyos gobiernos se abstuvieron de aplicar la tortura como instrumento de escarmiento y humillación.

Por otro lado, en medio de la violencia provocada por el terrorismo de Estado, han sido miles, quizás millones, quienes fueron sometidos al suplicio. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Strossner, en Chile la palabra tortura pasó a ser parte del lenguaje coloquial y en Argentina, donde innumerables presos desaparecieron en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la subversión por medio de la tortura y el terror institucionalizado.    

Es suficiente pensar que la tortura, esta práctica atroz vigente en todo el mundo, sigue siendo el instrumento más eficaz para lograr la información requerida, para amordazar conciencias y sembrar el pánico entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de dominación. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

En todo caso, para cualquiera que haya sufrido las secuelas de la tortura, contemplar la imagen de una mujer asida y sumergida en el agua, no sólo es un golpe a la razón, sino también una suerte de radiografía de uno mismo, al menos cuando la fotografía tiene la fuerza de reproducir ese trauma personal que habita en el pozo de la memoria.   

lunes, 12 de septiembre de 2011


DISPUTAS CON EL TÍO

El día que llegué a casa antes de lo acostumbrado, me enfrente a una realidad que no le desearía ni a mi peor enemigo. Lo sorprendí al Tío mirando a mi mujer a través de las paredes, relamiéndose los labios y presto a hacerla suya de un zarpazo. Mientras mi mujer, como afectada por un mal de zambito, bailaba en la cocina al ritmo de salsa, haciendo piruetas sobre la punta de los pies y arrojando las ollas por los aires. La música marcaba el compás y ella agitaba los senos, los hombros y las caderas. A ratos, acaso sin percatarse de las miradas lujuriosas del Tío, cimbreaba la cintura y movía la colita con toda su gracia.

En eso nomás, atrapado en un torbellino de celos, lo aborde por la espalda, le puse la mano sobre el hombro y, con el corazón latiéndome salvajemente, le increpé con aplomo:

–¡Qué estás mirando, Tío pendejo!

Él volteó la cabeza, me miró con increíble ingenuidad y nada me contestó.

Yo no sabía por dónde empezar. Estaba atufado y una espiral de furia crecía en mi interior devorándome las entrañas. Aunque tenía ganas de ajustarle un puntapié entre las piernas, me detuve justo en el instante en que pensé que meterse en peleas con el Tío era meterse con la muerte, no sólo porque es más fuerte que un toro, sino también porque no tiene escrúpulos a la hora de castigar a su rival, como quien está acostumbrado a hacer mal por amor al mal. No obstante, impulsado por mis celos, que me estrujaban el corazón y me perturbaban la mente, obré desatinadamente, lanzándole sapos y culebras por la boca.

El Tío, no acostumbrado a aguantar moscas y mucho menos cuando está malhumorado, se tragó por primera vez mis injurias y no dijo nada.

Entonces, aprovechándome de la situación, decidí vaciar todo cuanto acumulé por mucho tiempo en mis adentros:

–¡Ya te estás pasando de la raya! –le grité encendido por la cólera–. Tienes la mirada puesta en mi mujer y, ante la falta de hojas de coca, has empezado a usar el snus* de mi hijo. Además, por mucho que seas mi huésped, acogido en mi casa por el respeto y el cariño que te tengo, tengo también todo el derecho de reprochar tu conducta cuando tus deseos ardientes van contra mis intereses, como cuando miras a mi mujer queriendo tragártela entera. No soporto que nadie me meta cuernos en mi propia casa ni en propia cama, ya que el adulterio es la rebelión de nuestros instintos bajos contra el espíritu y una transgresión de la ley divina. Así advierte uno de los Diez Mandamientos: No desear a la mujer del prójimo, pues quien mira a una mujer deseándola, comete adulterio con ella en su corazón y su mente. El adulterio, como los malos placeres, es nocivo para el alma y para el cuerpo; por eso, el fuerte se hace débil, el sano enfermo, el ligero pesado, el hermoso deforme y...

–¡No me vengas con cuentos! –replicó el Tío–. Los humanos se han puesto cuernos desde la noche de los tiempos. Al macho, cuya esencia es ser polígamo por naturaleza, no hay nada que le guste más que la fruta prohibida aloja entre las piernas de una hembra. Ahí tienes a Adán y Eva, quienes, contraviniendo la voluntad de su Creador, demostraron que por un lado van las leyes divinas y por el otro los deseos carnales.

No satisfecho con su explicación, y con los nervios todavía de punta, lo miré fijamente a los ojos y, sin perder más tiempo, le eché en cara: 

–Deja de ser embustero. Dime que sientes más celos que yo por ella, que la deseas y que todas las tardes esperas que vuelva del trabajo a la misma hora. Miras las agujas del reloj, inquieto, preguntándome cuándo va a llegar, como si fuera tu mujer y no la mía. Lo peor es que cualquier de estos días, de tanto controlar la hora, romperás el vidrio del reloj con la mirada.

–¡Eso no es cierto!

–¡Sí, que lo es! –afirmé acalorado, como quien aprendió en la vida a no confiar ni en su propia sombra. Luego añadí–: Por eso la otra noche, cuando llegué de una tertulia literaria, cansado y subido en tragos, te encontré transformado en un hombre bello y gastándote una pinta de galán enamorado; lucías sombrero de jipijapa, camisa almidonada, botas charoladas y cachimba en los labios...

–¡¿Cuándo?! –exclamó, las manos y los hombros suspendidos.

–Aquella noche en que, apenas la viste salir del dormitorio en paños menores, la recorriste con la mirada por los cuatro lados, mientras tu lujuría de macho insaciable, reflejándose en tu sonrisa diabólica, hicieron destellar tus ojos y tus dientes.

–Eso no es cierto –repitió. Después, acomodándose en su trono, refunfuñó–: ¡No permito que me hablas en ese tono, carajo!

Me eché para atrás, como empujado por su aliento, pero atiné a decir a regañadientes:

–No ves cómo me duelen los celos. Tengo envidia de sólo pensar que ella, al ver tu quinta pata de burro, pueda decirte con admiración y cariño lo mismo que una gitana le dijo a José Arcadio en la novela de García Márquez: Que Dios te la conserve...

El Tío no supo disimular su sonrisa, carraspeó como cuando estaba alegre e hinchó el pecho con orgullo. Mas al ver que bajé la mirada avergonzado, como un niño que espera que su padre le devuelva la autoestima, me habló con todo el peso de su autoridad:

–Déjate de complejos y asume tu condición de hombre. Recuerda que algunos, teniendo apenas un botón entre las piernas, son capaces de hacerlas navegar entre las estrellas del cielo...

No me bastaron sus palabras para menguar mi inquietud. Así que, mirándole su respetable anatomía viril, insistí:

–¿Entonces no estás enamorado de mi mujer?

El Tío se hizo el sueco, pero al percibir que yo estaba más celoso que Otelo en el drama de Shakespeare, intentó devolverme la calma con otra explicación:

–Lo que pasa es que los humanos padecen de la debilidad del alma. Son vulnerables a los celos y se atormentan ante la traición de quien más aman. A propósito, debo confesarte que esos sentimientos insondables, que a veces conducen a la locura y la muerte, compartimos los demonios con los humanos. Lo pude comprobar  en uno de los carnavales de Oruro, cuando la chinasupay, mujer hermosa y perversa, quiso volver sus ojos hacia el arcángel San Miguel, abandonándome a mi suerte y dispuesta a ponerme más cuernos de los que ya tengo, no por cornudo sino por Tío. Su actitud me dolió en el alma y, acechado por los pensamientos más sombríos, de un modo repentino e indomable, sentí una explosión de celos y una furia diabólica que, a ratos, me dio ganas de hundirle mis pezuñas en su pecho y arrancarle el corazón para luego, dejándola caer al suelo bañada en sangre, reírme a carcajadas de su traición, como un demente que ha perdido la razón y los estribos. Pero como la amo más que a mi vida, me resigné a aceptar sus coqueteos con mi peor enemigo y a repetirme en voz baja a mí mismo: ¡Oh, desdichado de mí! ¡Ah, mujer zorra, perversa y traicionera!...

Como comprenderás, amigo lector, a mí no me importaban un pito sus disputas del Tío con la chinasupay, sino sus coqueteos con mi mujer, a quien la miraba deseándola en mi propia casa, imaginándola desnuda en mi propia cama. De modo que, en procura de frenar su verborrea, con la cual podía envolver y desenvolver a cualquiera, le lancé otra vez la pregunta obligada:

–Entonces no andas detrás de mi mujer, ¿verdad?

El Tío, que de adulterio sabía más que ninguno en este mundo, esbozó una sonrisa afable, me echó la mano sobre el hombro y, a manera de despejar mis dudas, dijo:

–No te preocupes. Tienes una mujer más fiel que un perro caniche y no creo que te ponga cuernos con el primero que se cruce en su camino. Y, aunque nació en la tierra de los quirquinchos, donde los diablos bailan, ¡Arrr, Arrr!, en el Carnaval, es menos tentadora que la chinasupay, quizás porque sus fantasías eróticas se le van en la poesía; de lo contrario, éste sería el instante en que estarías clamando a Dios para que te la devuelvan antes de perderte en la borrachera o entregarte a los brazos de la muerte. Más todavía, como eres mi socio y tuviste el coraje de traerme a Suecia, no estoy dispuesto a hacerle el favor a tu doña así me lo pidiera ella. No puedo negar que me gusta, tanto por fuera como por dentro, pero tendré nomás que conformarme leyendo su poesía. Qué te parecen, por ejemplo, estos versos: ...Dolor matador de fuegos/ Tentador de vinos/ Quita tus manos/ De mi cuerpo/ Sin cuerpo/ Quita tus sueños/ De mis sueños/ Sin sueño/ Quita tus males/ Que devoran mi cerebro...  De seguro que estos versos no están dedicados a ti, que eres un simple mortal y un escritor que se ríe de sí mismo, sino a mí que soy el Tío de mina, no sólo un matador de fuegos y tentador de vinos, sino también alguien que, aparte de haberle iluminado la mente y haberle ayudado a poner, como anillo al dedo, el alo de la inspiración en cada verso, soy el Lucifer de las tinieblas, el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros.

No me lo podía creer que el Tío hubiese aprendido a declamar los versos de mi mujer, más aún cuando me dijo que quitarle a ella su amor por la poesía era como quitarle a Neruda sus Veinte poemas de amor y dejarlo jodido sólo con La canción desesperada. Fue entonces cuando comprendí que el Tío no estaba enamorado de mi mujer, sino de sus versos.

Al término de nuestra disputa, apeló a sus poderes mágicos y cambió el dial de la radio de cercanía. De pronto calló la salsa y mi mujer dejó de mover la colita. Pero ahí no terminó todo, puesto que ella, tarareando todavía el son del Caribe, asomó la cabeza a la puerta y, dirigiéndose al Tío con voz manantial, dijo:

–Por qué eres así, Tiíto. Justo cuando mi esqueleto empezó a moverse al ritmo de la música cambiaste el dial de la radio.

Él la bañó con su mirada de fuego y quedó mudo; en tanto yo, medio sonrojado por ese trato cariñoso entre los dos, pensé que si hasta ahora no me pusieron los cuernos es porque Dios, grande en su misericordia, no lo ha permitido.

Acto seguido, mi mujer, delantal limpio y cuchillo en mano, se volvió y trancó la puerta de un golpe.  

–Nos ha encerrado a los dos –dije.

–No, sólo a uno –repuso el Tío y apareció al otro lado de la puerta. 

* Snus: Tabaco sueco semihúmedo que se coloca debajo del labio superior. No se fuma ni mastica. Se consume suelto o en sobrecitos.

viernes, 9 de septiembre de 2011



UN GRABADO DE GUSTAVE DORÉ 

La imagen de Caperucita y el lobo, metidos en una misma cama como una pareja incompatible, siempre me ha provocado un extraño morbo por su carácter insólito y porque permite fantasear un erotismo perverso que, de un modo consciente o inconsciente, está implícito en la trama de este cuento clásico de la literatura infantil.

Si bien es cierto que se conocen varias versiones de la Caperucita Roja, no deja de ser menos cierto que las más conocidas, al menos las que lograron vencer al tiempo para llegar hasta nosotros con la misma frescura y espontaneidad con que fueron narradas, corresponden a los Hermanos Grimm y a Charles Perrault, quien, tras haber escrito loas al rey de Francia hasta los 55 años edad, tuvo la brillante iniciativa de rescatar las consejas de la tradición oral para después publicarlas, tras modificar o censurar la crudeza de las versiones originales, en su libro Los cuentos de la mamá Gansa (1697), en el cual destacan: La Bella Durmiente, La Cenicienta, Piel de asno, Pulgarcito, Barba Azul, El gato con botas y Caperucita Roja, que alcanzó una fama inusitada junto a las ilustraciones realizadas por un joven Gustave Doré para una edición de mediados del siglo XIX.

Está claro que Gustave Doré, que ilustró con maestría y genialidad obras como la Biblia y el Quijote, supo plasmar el hondo contenido social y moral de Caperucita Roja, sin más recursos que la fuerza de la imaginación y el dominio impresionante de las técnicas del grabado, cuyas posibilidades gráficas lo tenían fascinado desde los 15 años de edad.

Supongo que cuando Doré leyó el cuento de Perrault, lo primero que acudió a su mente fue la idea de cómo captar el instante en que Caperucita se mete en la cama donde está aguardándola el lobo feroz, con la mirada encendida, las garras afiladas y el hocico babeante. Supongo también que, una vez concebida la idea, como en un trance de alucinación, no le quedó más remedio que trazar líneas, con instrumentos punzantes y cortantes, sobre la superficie de una plancha metálica, en cuyas huellas se alojaría la tinta para luego ser transferida por presión sobre la hoja de papel, donde este grabado quedaría inmortalizado para siempre, tanto para el gusto como para el disgusto de millones de lectores alrededor del mundo.

Durante la Edad Media, conforme a las normas éticas y morales establecidas por la Iglesia, se usó la moraleja de Caperucita Roja para controlar la conducta sexual de las niñas en el umbral de la pubertad, tomando en cuenta que la caperuza, uno de los mayores atributos de la protagonista, simboliza la primera menstruación según los psicoanalistas como Bruno Bettelheim y otros estudiosos de los cuentos de hadas. Por lo tanto, las niñas en la edad de la pubertad tenían la necesidad de cuidarse de las malas intenciones de los desconocidos que, con el mismo libido y la misma astucia encarnados por el lobo, merodeaban a las muchachas desprevenidas en el bosque, incitándolas a incurrir en el pecado de la carne.

Aunque este cuento, lleno de sabiduría popular y encanto, es una de las joyas favoritas de la literatura infantil, no deja indiferente a los lectores adultos que, a diferencia de los niños y las niñas, le buscan y rebuscan otros trasfondos que desbaraten el final feliz y la simple moraleja planteada por Charles Perrault, quien quiso prevenir a las jovencitas que entablaban relaciones con desconocidos.

No es para menos, recordemos que Caperucita se encontró con el lobo en un bosque. Él le preguntó hacia dónde iba y ella le contestó que a casa de su abuelita, que estaba enferma y esperando su merienda. Entonces el lobo, en su afán por hacerla suya, se valió de sus artimañas para engañarla. Tomó el camino más corto y llegó antes a la casa de la abuelita. La anciana, al escuchar los golpes en la puerta, preguntó: ¿Quién es? El lobo fingió la voz y se hizo pasar por Caperucita. Una vez dentro de la casa, se comió a la abuelita de un solo bocado y esperó a Capercita acostado en la cama, donde la niña no tardó en meterse en busca de calor y cariño.

Este magnífico grabado de Gustave Doré, que retrata a una Caperucita de rostro angelical y a un lobo disfrazado de abuelita, no sólo recrea el mejor episodio del cuento, sino que despierta un universo de fantasías, que van desde las más ingénuas hasta las más perversas. Más todavía, tengo la certeza de que cualquiera que contemple esta ilustración, despojado de todo prejuicio y atadura moral, sentirá la tentación de modificar el desenlace del cuento, como el que propongo a continuación:

El lobo feroz, acostado en la cama de la abuelita, preguntó con voz temblorosa:

–Caperucita, ¿para qué tengo los ojos tan grandes?
–Para mirarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo la lengua tan larga?
–Para lamerme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo las garras tan fuertes?
–Para agarrarme mejor, abuelita.
–¿Y para qué tengo los dientes tan afilados?
–Para comerme mejor, señor lobo.
El lobo feroz, al darse por descubierto, se puso nervioso y balbuceó:
–¿Y para qué tengo la cola tan larga, Caperucita?
–¡Para estrangularte mejor a la hora de comerme, bestia peluda!
El lobo saltó de la cama y, sin quitarse el camisón de la abuelita, salió en estampida rumbo al bosque.

martes, 30 de agosto de 2011



UN TESTIMONIO ENTRE CUATRO PAREDES

En el apartamento de Angel Ontiveros, como en toda casa de soltero donde le faltan los detalles de la mano femenina, todo tiene su tiempo y su lugar; el reloj de pared tiene las agujas que corren al revés y las mujeres de su preferencia miran y sonríen por doquier, pues ni siquiera estando en el baño -el sitio más privado de un apartamento- uno está libre de esas mujeres semidesnudas que, convertidas en hermosos afiches, provocan una inmediatez erótica.

Ontiveros, aparte de los toques surrealistas de su apartamento, tiene una suerte de ocurrencias, como eso de haber trascrito, a pulso y con letra de imprenta, un párrafo de El arte de amar de Erich Fromm; una cita que, en un formato de aproximadamente dos metros por dos, puso sobre la cabecera de su cama, entretanto en la puerta del dormitorio nos sorprende un letrero que dice: Schiiissst...! Obrero durmiendo. Despertarme a las 16.00. Firma: El capitán.

Sobre el televisor tiene un retrato de familia, donde asoman su madre y sus hermanos, y donde él, la cabeza inclinada a un costado y los hombros encogidos, trasluce un gesto de niño arisco, como si el fotógrafo le hubiera obligado a posar contra su voluntad. Con todo, su apartamento, que parece hecho para la sorpresa y el asombro, es relajante y acogedor como su dueño.

Angel Ontiveros viste con evidente sencillez, indiferente a la moda intelectual. Unas veces se deja crecer la barba al estilo Fu Manchú y, otras, una melena alborotada que, ajustada por un cintillo a la altura de la frente, le concede la pinta de un hippy a destiempo. Pero eso sí, lo más característico es su maletín de invandrare (inmigrante), en el que carga los libros de su preferencia, su cd-rom portátil y, de cuando en cuando, las cervezas o la botella de trago que invita a quienes comparten sus inquietudes, puesto que Ontiveros es un amigo que se desvive por los amigos.

En su apartamento, ubicado en una colina de la montaña de las frambuesas (Hallonbergen), en las afueras de Estocolmo, se arman las tertulias para hablar de la obra de Jaime Saenz o de la vida de los poetas malditos, hasta cuando alguna de sus enamoradas nos sorprende parapetados en el comedor, donde nos refugiamos para conversar hasta perder la voz, mientras transcurre la noche y nos sorprende un nuevo día, como a esos bebedores fuertes que están acostumbrados a empinar el codo en plena calle y a vaciarse el trago del gollete de la botella, dispuestos a salirse del tiempo y del espacio para ingresar en otros, donde todo está permitido, excepto la muerte disfrazada de vieja.

A pesar de sus caminatas por el otro lado de la noche, donde algunos se refugian en un silencio que no puede ser traspasado por nadie, es un trabajador a tiempo completo, un revolucionario sin partido ni programa, pero con una clara convicción de que un día se hará la justicia social por las buenas o por las malas. No en vano es miembro activo del movimiento de solidaridad con los insurgentes de Chiapas y uno de los contestatarios contra el autoritarismo de la sociedad de consumo,  donde él sabe que uno vale lo que tiene, y donde el que nada tiene, nada vale...


Todavía recuerdo la noche en que nos reunimos en su apartamento, junto con el poeta Javier Claure, para despedir a los escritores Alberto Guerra y Homero Carvalho, quienes asistieron invitados desde Bolivia al Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Europa, que se realizó en Estocolmo en septiembre de 1991. En esa ocasión, en que se bebió botellas de Vodka y se habló de todo y de todos, surgió la idea espontánea de posar ante la cámara fotográfica de su amada Tity, con la intención de perpetuar nuestro encuentro y nuestra despedida en una o dos fotografías. Fue entonces cuando Homero Carvalho, actuando bajo los efectos del alcohol, tuvo la ingeniosa iniciativa de sacarse una fotografía enfundado en un abrigo del Ejército Rojo, que Ontiveros trajo como souvenir desde Berlín, tras la caída del Muro, se entiende. Días después, cuando revelaron las fotografías, nos quedamos sorprendidos ante una imagen que nos llamó la atención, pues Homero Carvalho, uno de esos seres de palabras, retratado con el abrigo del Ejército Rojo, de perfil y la mirada clavada en la nada, representaba la imagen casi perfecta de Stalin, con la cabellera peinada hacia atrás y los mostachos nietzscheanos cubriéndole los labios.

Ésta es una de las tantas anécdotas vinculadas al apartamento de Angel Ontiveros, a quien espero se lo conozca mejor una vez que publique su poemario que permanece inédito. Dice estar escribiendo sus versos agarrado de las manos de Borges y Octavio Paz, quienes le inspiran a escribir en sus ratos de ocio y en sus noches de Drácula, pues no olvidemos que, por las necesidades de subsistencia y las condiciones laborales, este poeta solterón vive de noche y duerme de día.

Foto: De izq. a der. Víctor Montoya, Javier Claure, Alberto Guerra, Ángel Ontiveros y Homero Carvalho.

viernes, 8 de julio de 2011


EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS BREVES

El Tío*,como todo diablo de vasta cultura y declarado defensor del cuento breve -brevísimo-, aprovechó una de nuestras conversas para darme una lección sobre el arte de trabajar la palabra con la precisión de un orfebre.

–Escribir un cuento breve es como grabar un verso de García Lorca en un anillo de bodas  –dijo–. Así de fácil pero a la vez difícil.

Lo miré callado, pensando en que el Tío, a pesar de sus atributos de Satanás, jamás dice las cosas al tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en las ciencias ocultas y en las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué no puede? ¿Qué no quiere? Es un modelo de constancia y rigor intelectual. Y, lo más deslumbrante, tiene una respuesta para cada pregunta. Así un día, mientras hablábamos de literatura y literatura, dijo: Los hombres escriben cuentos violentos. ¿Y las mujeres?, le pregunté. Ése es otro cuento, me contestó.

–En tu opinión, ¿cómo se distingue al buen escritor de cuentos? –le dije a modo de tantearle sus conocimientos.

–Para empezar, al buen escritor se lo distingue incluso por la forma de andar –replicó con la sabiduría de quien posee el don del genio y la magia de la palabra–. El escritor de fuste no necesita tarjetas de presentación, críticos ni reconocimientos. En él, más que en nadie, la pasión de escribir es como estar endemoniado, una forma de levitar al borde del delirio, de hacer añicos la realidad y contar un cuento en el cual la mentira es tan cierta que nadie la pone en duda, aparte de que su vicio de escribir en soledad es una enfermedad endémica y sin remedio. Nadie lo puede librar de esa atadura voluntaria, ni siquiera Cristo en calzoncillos...

El Tío, consciente de que la virtud del intelectual consiste en simplificar lo complejo y no en hacer más complejo lo simple, se daba modos de meterme los conocimientos como con cuchara, aplicando una didáctica más eficaz que la de un profesor emérito. Por eso cuando hablaba de un tema aparentemente difícil, como es la literatura, lo hacía con gran desparpajo y muchos ejemplos.

–¿Y cómo se sabe que un cuento es un buen cuento? –le pregunté con la curiosidad de quien aprovecha una charla sobre el arte de escribir.

–Cuando te atrapa desde un principio y el lenguaje fluye con fuerza propia, cuando el lector reconoce las situaciones del cuento y empieza a identificarse con los personajes, quienes, por su verisimilitud, dejan de ser puras invenciones para hacerse creíbles a los ojos del lector. Un buen cuento se parece a un caleidoscopio, donde uno encuentra nuevas figuras literarias cada vez que lo lee y lo relee. Claro que todo esto no depende sólo de la perfección formal del cuento, incluidos el argumento, el lenguaje y el estilo, sino de la destreza del autor, quien debe mantener el suspense del lector hasta el final. En el mejor de los casos, el cuento debe tener un desenlace sorpresivo e inesperado, porque un cuento sin un final sorpresivo es como un regalo descubierto antes de la Navidad.

–Y si el cuento no atrapa desde un principio ni mantiene tenso el ánimo del lector hasta el final, ¿qué hacer? –le pregunté, mientras rememoraba los malos cuentos que escribí en mi juventud creyéndolos obras maestras.

–¡Ah! –contestó el Tío, reacomodándose en su trono–. En ese caso lo mejor es tirarlo como cuando se tira abajo un edificio cuyas puertas y ventanas aparecieron construidas en el techo. A propósito, García Márquez dice: El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Y si el cuento, por alguna razón misteriosa, no sale bien desde un principio, lo aconsejable es empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura, porque escribir un cuento que no quiere ser escrito es como forzar a una mujer que no te ama.

Me quedé pensando en que no es fácil ser albañil de la literatura, un oficio que parece reservado sólo para quienes, desde el instante en que conciben una historia en la imaginación, se sienten apresados en un torbellino de imágenes y palabras.

–Otra pregunta –le dije–. A tu juicio, ¿quién es el buen escritor de cuentos?

–El ñatito que ve como en una película la obra de su creación y es capaz de inventar ficciones sobre los tres pilares fundamentales de la condición humana: la vida, el amor y la muerte, así algunos críticos digan que lo más importante no es QUÉ se cuenta sino CÓMO se cuenta. Tampoco cabe duda de que un buen escritor de cuentos breves, usando los instrumentos simples de la palabra escrita, es capaz de crear personajes, a quienes les concede vida propia con su aliento y su talento, los crea no de un montoncito de tierra, como Dios creó al hombre, sino de un montoncito de palabras, como tú me estás creando contra viento y marea, soplándome vida en tus cuentos de la mina. El buen escritor posee la magia de sacar las palabras hasta por los bolsillos, como el mago saca las palomas por las mangas de la camisa.

–A propósito de ambientes y personajes, algunos de mis lectores dicen que me repito demasiado, que patino sobre el mismo tema y sobre el mismo personaje.

–¡Bah! –refunfuñó el Tío–. No les hagas caso, sigue insistiendo sobre el mismo tema, sigue escribiendo sobre este Tío de la mina y, como recomendaba el viejo Tolstoi: Describe tu aldea y serás universal.

En efecto, me prometí para mis adentros seguir escribiendo sobre la realidad dantesca de los mineros y sobre las ocurrencias de su dios y su diablo protector encarnados en el Tío, el mismo que en ese instante conversaba conmigo sobre sus autores preferidos y sobre las claves del cuento breve, dándome la oportunidad de preguntarle una y otra vez, por ejemplo, ¿cómo elegir un buen cuento en medio de tanta palabrería?

–Eso varía de lector a lector –aclaró–. Hay cuentos y cuentistas para todos los gustos. Más todavía, los cuentos, al igual que sus autores, tienen diversas formas, tamaños y contenidos. Así hay cuentos largos como Julio Cortázar y cuentos cortos como Tito Monterroso; cuentos livianos como Julio Ramón Ribeyro y cuentos pesados como Lezama Lima; cuentos chuecos como Augusto Céspedes y cuentos borrachos como Edgar Allan Poe; cuentos humorísticos como Bryce Echenique y cuentos angustiados como Franz Kafka; cuentos eruditos como JL Borges y cuentos dandys como Óscar Wilde; cuentos pervertidos como Marqués de Sade y cuentos degenerados como Charles Bukovski; cuentos decentes como Antón Chéjov y cuentos eróticos como Anaîs Nin; cuentos del realismo social como Máximo Gorki y cuentos del realismo mágico como García Márquez; cuentos suicidas como Horacio Quiroga y cuentos tímidos como Juan Rulfo; cuentos naturalistas como Guy de Maupassant y cuentos de ciencia-ficción como Isaac Asimov; cuentos psicológicos como William Faulkner y cuentos intimistas como JC Onetti; cuentos de la tradición oral como Charles Perrault y cuentos infantiles como HC Andersen; cuentos de la mina como Baldomero Lillo, cuentos rurales como Ciro Alegría, cuentos urbanos como Mario Benedetti y así, como estos ejemplos, hay un montón de cuentos como hay de todo en la viña del Señor. El saber elegirlos no es responsabilidad del escritor sino un oficio que le corresponde al lector.

Al escuchar el chorro de nombres, en mi condición de eterno aprendiz, me quedé turulato por la sabiduría del Tío, quien conocía las técnicas del arte de narrar sin haber escrito un solo cuento. Claro que tampoco tenía por qué haberlo hecho, si en sus manos tenía a un escribano como yo, encargado de transcribir los dictados de su ingenio y su corazón de diablo.

Mi curiosidad por saber más sobre el arte de escribir cuentos breves fue in crescendo, hasta que indagué el porqué de su preferencia por el cuento breve.

El Tío se arrimó en el espaldar de su trono, irguió la cabeza, cruzó los brazos y explicó:

–Porque es una creación literaria donde se ensamblan la brevedad, la precisión verbal y la originalidad, pero también la sintaxis correcta y la claridad semántica, pues no es lo mismo decir: Dos tazas de té, que dos tetazas, ni es lo mismo decir: La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen.

Estaba a punto de abrir la boca cuando él, sin importarle un bledo lo que quería decirle, se me adelantó con la agilidad propia de un gran conversador:

–El cuento breve es tiempo concentrado, tan concentrado que, algunas veces, puede estar compuesto sólo por un título y una frase. Ahí tenemos El dinosaurio, un cuentito corto como su autor: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, dice Monterroso, seguro de haber cazado un animal prehistórico con siete palabras. Otro ejemplo, Antón Chéjov, acaso sin saberlo, anotó en su cuaderno de apuntes una anécdota, que bien podía haber sido un cuento condensado: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida. Lástima que el ruso dejó esta idea entre sus apuntes como un diamante no pulido. De lo contrario, éste podía haber sido el cuento breve más perfecto sobre la vida de un millonario suicida. ¿Qué te parece, eh? ¿Qué te parece?

–¿Y qué me dices de los cuentos de largo aliento? –le pregunté sólo por llevar más agua a su molino.

El Tío se dio cuenta de mi actitud de preguntón, paseó la mirada por doquier, se alisó los bigotes con la lengua y contestó:

–Los cuentos largos son como los largometrajes, si no terminas dormido, terminas bostezando como cuando te metes en una sopa de letras. En el cuento breve, que se diferencia de la novela por su extensión, deben figurar sólo las palabras necesarias. No en vano Cortázar decía que el cuento es instantáneo como una fotografía y la novela es larga como una película.

–O sea que la clave de un cuento breve radica en sintetizar el lenguaje –dije sin estar muy seguro de lo que decía.

–Más que sintetizar –precisó el Tío–, es necesario economizar el lenguaje, evitando la inflación palabraria, como dice Eduardo Galeano, quien recorrió un largo trecho hacia el desnudamiento de la palabra. El lenguaje tiene que ser llano y sencillo, lo más sencillo y claro posibles. No hay por qué escribir una prosa florida ni abigarrada, ni usar un lenguaje rimbombante ni hacer del cuento un árbol de abundante follaje y pocos frutos. Por el contrario, se trata de hacer un striptease del lenguaje, hasta dejarlo con su pura sencillez y encanto, porque en la sencillez del lenguaje se esconde la belleza del arte literario...

–Cómo es eso de desnudar la palabra –irrumpí, sin haber comprendido el meollo del asunto.

–Fácil –dijo–. ¿Recuerdas el ejemplito sobre el letrero del pescadero?

–No –contesté, rascándome la cabeza.

–Ay, ay, ay. ¡Qué cabezota, eh! –enfatizó–. Según el ejemplo de Galeano, el pescadero rotuló sobre la entrada de su tienda: AQUÍ SE VENDE PESCADO FRESCO. Pasó un vecino y le dijo: Es obvio que es 'aquí', no hace falta escribirlo. Y borró el AQUÍ. Pasó otro vecino y le dijo: Es innecesario escribir 'se vende', ¿o acaso regala usted el pescado? Y borró el SE VENDE. Y sólo quedó PESCADO FRESCO. Sí. Y pasó otro vecino y dijo: ¿Acaso cree que alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe 'fresco'...? Y borró FRESCO. Ya sólo figuraba PESCADO. Así es... hasta que otro vecino pasó y le dijo al pescadero: ¿Por qué escribe 'pescado'? ¿Acaso alguien dudaría de que se vende otra cosa que pescado, con el olor que sale de aquí? Así que el pescadero quitó las palabras que escribió sobre la entrada de su tienda...

El Tío parecía levitar mientras hablaba, como haciendo gala de su memoria retentiva. Hizo una breve pausa y luego continuó:

–Qué te parece la ocurrencia del pelado Galeano, ese trotamundos que, además de hacer striptease del lenguaje, logró escribir la historia de América Latina en pedacitos y con las venas abiertas.

–Muy bueno el ejemplo, muy bueno –contesté–. Pero, ¿hacía falta quitar todas las palabras del letrero?

–Está más claro que el agua. Hay cosas que no pueden ser palabreadas así nomás. Por eso Galeano, siguiendo las enseñazas del maestro Juan Carlos Onetti, se hizo consciente de que las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.

–En eso estoy plenamente de acuerdo –le dije de golpe y porrazo–. Es como cuando se habla, si las palabras que se van a decir no son más bellas que el silencio, lo mejor es callar.

–Así es, pues –aseveró el Tío–. A veces, la única manera de decir es callando o como dice el verso de Pablo Neruda: Me gustas cuando callas porque estás como ausente...

Ahí se plantó nuestra conversa y se abrió un largo silencio.

Antes de cerrar la noche, me despedí del Tío, no sin antes agradecerle por su magistral enseñanza que, de seguir machacando mi oficio de artesano en la palabra, me ayudará a mejorar mis cuentos mal escritos, aunque sé por experiencia propia que del dicho al hecho, hay mucho trecho, tal cual reza el refrán popular.

Iba a franquear la puerta, cuando de pronto, a mis espaldas, escuché la voz del Tío:

–No dejes de escribir cuentos breves, como esos que a mí me gustan.

Me di la vuelta, le eché una veloz ojeada y pregunté:

–¿Como cuáles?

–Como los cuentos mineros donde cobro vida propia gracias a las aventuras de tu imaginación.

Me volví otra vez y salí de prisa, sin dejar más palabras que el silencio a mis espaldas.

* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.