jueves, 11 de octubre de 2012



REFLEXIONES EN TORNO AL 12 DE OCTUBRE


El mito del hombre blanco


Recuerdo que cuando era niño e indocumentado, pensaba que el 12 de octubre era el día de los americanos y que Cristóbal Colón, ese personaje de piel blanca y jubón de seda, era una especie de Indiana Jones. Pero me entró la duda cuando mis compañeros de clase empezaron a cambiarse el apellido, pues el Mamani se convirtió en Maisman, el Quispe en Quisbert y el Condori en Condorset. De modo que empecé a buscar la causa de esa extraña metamorfosis, hasta que la encontré en mis libros de texto.

El Almirante de la Mar Océana, Virrey de las tierras del Nuevo Mundo, Adelantado y Gobernador, que no era de Génova ni de Portugal, pero tampoco de España, aparecía en la ilustración postrado de rodillas, la mirada tendida en el ancho cielo, como agradeciendo a Dios por seguir con vida tras una larga y fatigosa travesía. Aunque no tenía casco ni armadura, llevaba en una mano el pendón real y en la otra una espada con guarnición y gavilán. Detrás de él se veían las tres carabelas flotando entre el cielo y el mar, mientras en la costa de Guanahaní, que parecía un paraíso sin serpientes ni pecados, asomaban los indígenas de piel cobriza, torsos desnudos y miradas de pasmo y de temor.

Mi maestra, que tenía la nariz aguileña y los pómulos prominentes como las ñustas del imperio incaico, era la primera en transmitirnos la versión oficial de los vencedores. Nos explicaba que Cristóbal Colón representaba al hombre civilizado, cuya destreza física y mental lo llevó a descubrir los misterios del océano y a encontrar pueblos que vivían en el atraso y la ignorancia. Yo la creía como el feligrés le cree al cura, sin saber que en la escuela se nos enseñaba el mito del hombre blanco, y que mi maestra, indígena por los cuatro costados, hablaba con la voz prestada de los hombres sedientos de sangre y de riquezas, pues lo que ella llamaba el “Día de la Raza, en realidad, era el día contra la raza ‑contra su propia raza‑, aparte de que en América, desde el Canadá hasta el Cabo de Hornos, nada volvió a ser lo mismo desde aquel fatídico 12 de octubre de 1492.


Las dos caras de la conquista

Años después, leyendo un libro de historietas, me informé de que Hernán Cortés por el norte y Francisco Pizarro por el sur se lanzaron a conquistar las tierras bautizadas con el nombre de Américo Vespucio y no de Cristóbal Colón, quien murió en el olvido y sin saber que abrió las puertas de un continente desconocido, donde algunos creían haber encontrado el paraíso terrenal, como el jesuita León Pinelo, quien, en el siglo XVIII y en un trabajo de erudición, intentó demostrar que el Paraná, con el Orinoco, el Amazonas y el San Francisco eran los cuatro ríos sagrados que, según las Sagradas Escrituras, nacían del Paraíso.

La conquista fue un hecho inevitable -decía la maestra-, porque implicó la victoria de la civilización sobre la barbarie. Los hombres blancos traían consigo el adelanto: la Biblia, la pólvora, las armas de fuego, los instrumentos de navegación, la economía mercantilista, el hierro, la rueda y otros, mientras los indígenas seguían luciendo tocados de plumas en la cabeza y profesando religiones bárbaras. Pero lo que la maestra no mencionaba era el florecimiento cultural y científico de las civilizaciones precolombinas, como el hecho de que los mayas hubiesen confeccionado un calendario mucho más exacto que el de Occidente, que empleaban el sistema vigesimal en matemáticas y usaban una escritura similar a los jeroglíficos egipcios, que en el incario construyeron terrazas y canales para la producción agrícola, que practicaban la trepanación de cráneos y tenían un sistema social que respetaba la comunidad colectiva de la tierra y donde todos los miembros de la comunidad colaboraban en la construcción de obras públicas. En síntesis, la maestra no hablaba de lo que los pueblos precolombinos fueron capaces, sino sólo de lo que no fueron capaces.

Cada 12 de octubre, al celebrar el “Día de la Raza en un acto cívico, el director de la escuela nos recordaba que en las naves de Cristóbal Colón y en las alforjas de los conquistadores llegó el pluralismo político, la libertad y la protección que se prodigó a los indígenas. Pero nadie nos recordaba que en esas mismas naves llegaron enfermedades mortales, y que en esas mismas alforjas, en las cuales trajeron la santa Inquisición, el crimen y el terror, se robaron el oro y la plata que fueron a dar en las arcas de los empresarios de Génova y Amberes, y que financió en Europa el barroco esplendor de las monarquías y el decisivo despegue del mercantilismo occidental.


 Más de medio milenio de discriminación y racismo

El director nos hablaba con admiración de la gesta de Cristóbal Colón y de la fe cristiana que nos inculcaron los conquistadores, pero nadie decía una palabra sobre las depredaciones y el arrasador genocidio cometido contra los indígenas; sobre las nuevas creencias y costumbres impuestas a sangre y fuego; y, lo que es más importante, sobre la marginación social y racial de indígenas y negros en las nuevas colonias, donde los criollos se convirtieron en los amos y señores de las tierras conquistadas, con derecho a gozar de ventajas y privilegios sociales y económicos, pero también con derecho a ser la clase dirigente; una suerte de supremacía del hombre blanco que, desde el 12 de octubre de 1492, se refleja en el racismo latente que habita en el subconsciente colectivo de América, donde no pocos indígenas y negros cambian de identidad: cambian de lengua, cambian de nombre y cambian de vestimenta, aunque el negro vestido de seda, negro se queda, y el indígena, así tenga el título de doctor y el apellido de europeo, sigue siendo indígena hasta la médula de los huesos.

Cuando terminé la escuela, comprendí que la verdad y la mentira de una misma historia dependía de la voz que la contaba, pues cuando empecé a leer la versión de los vencidos, de los de abajo, me di cuenta que el arribo de los europeos a tierras americanas fue una gesta sangrienta y que la religión cristiana, nacida como un instrumento de lucha a favor de los oprimidos, se convirtió en un instrumento opresor durante la conquista, que el llamado descubrimiento de Colón implicó el exterminio de vastas civilizaciones y que el 12 de octubre no era una fecha para celebrar sino para reflexionar.

Con todo, mi maestra nos enseñó el autodesprecio, como quien enseña a diferenciar lo blanco de lo negro, porque en sus lecciones hablaba peyorativamente del indígena -quizás con más crueldad que Pizarro y Cortés, y con menos compasión que Bartolomé de Las Casas y Vitoria- y porque los conocimientos que ella nos transmitía de los libros oficiales de historia no correspondía a la versión de los vencidos sino de los vencedores.

Desde entonces han pasado varios años, yo dejé de ser niño y ella dejó de existir. Pero lo que no puedo ya aceptar es el hecho de que se siga celebrando el 12 de octubre como el “Día de la Raza, a pesar de que nosotros, los mestizos de América, así nos veamos la cara en los espejos de Europa, no dejaremos de ser los hijos bastardos de la conquista, del despojo y la violación, como lo fueron los hijos de la Malinche en México y las hijas de Atahuallpa en el Perú.

Ahora bien, si aún nos queda un poco de sangre en la cara, tengamos el coraje de reconocer que lo único que heredamos en más de medio milenio de rapiña y colonización, es la vergüenza de ser lo que somos, esa pirámide social donde lo oscuro está en la base y lo claro en la cúspide, y donde el color de la piel y el apellido siguen siendo algunos de los factores que determinan la posición tanto social como económica del hombre americano.

viernes, 5 de octubre de 2012


YO MATÉ AL CHE

Cuando me tocó la orden de eliminar al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo se instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a temblar de punta a punta y sentí ganas de orinarme en los pantalones. A ratos, el miedo era tan grande que no atiné sino a pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen.  

Sin embargo, debo reconocer que, desde que lo capturamos en la quebrada del Churo y lo trasladamos a La Higuera, le tenía ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al menos tendría la enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de suboficial, dispararía contra un hombre importante después de haber gastado demasiada pólvora en gallinazos.

El día que entré en el aula donde estaba el Che, sentado sobre un banco, cabizbajo y la melena recortándole la cara, primero me eché unos tragos para recobrar el coraje y luego cumplir con el deber de enfriarle la sangre.

El Che, ni bien escuchó mis pasos acercándose a la puerta, se puso de pie, levantó la cabeza y lanzó una mirada que me hizo tambalear por un instante. Su aspecto era impactante, como la de todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla.

Una vez que lo tenía en el flanco, a escasos metros de mis ojos, suspiré profundo y escupí al suelo, mientras un frío sudor estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las manos aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me habló serenamente y dijo: Dispara. No temas. Apenas vas a matar a un hombre.

Su voz, enronquecida por el tabaco y el asma, me golpeó en los oídos, al tiempo que sus palabras me provocaron una rara sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su muerte, podía calmar los ánimos de su asesino.

Levanté el fusil a la altura del pecho y, acaso sin apuntar el cañón, disparé la primera ráfaga que le destrozó las piernas y lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la segunda ráfaga lo tumbara entre los bancos desvencijados, los labios entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos mirándome todavía desde el otro lado de la vida.

Cumplida la orden, y mientras la sangre cundía en la tierra apisonada, salí del aula dejando la puerta abierta a mi espalda. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y el alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme verde olivo y mi camisa moteada se impregnó de miedo, sudor y pólvora.

Desde entonces han pasado muchos años, pero yo recuerdo el episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con la pinta impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los ojos grandes y claros como la inmensidad de su alma.

La ejecución del Che fue la zoncera más grave en mi vida y, como comprenderán, no me siento bien, ni a sol ni a sombra. Soy un vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de gritar con orgullo: ¡Yo maté al Che!. Nadie me lo creería, ni siquiera los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía, replicándome que el Che no ha muerto, que está más vivo que nunca.

Lo peor es que cada 9 de octubre, apenas despierto de esta horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan que el Che de América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente, porque correspondía a esa categoría de hombres cuya muerte les da más vida de la que tenían en vida.

De haber sabido esto, a la luz de la historia y la experiencia, me hubiese negado a disparar contra el Che, así hubiera tenido que pagar el precio de la traición a la patria con mi vida. Pero ya es tarde, demasiado tarde...

A veces, de sólo escuchar su nombre, siento que el cielo se me viene encima y el mundo se hunde a mis pies precipitándose en un abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo seguir escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por dentro y los recuerdos me remuerden la conciencia, como gritándome desde el fondo de mí mismo: ¡Asesino!.

Por eso les pido a ustedes terminar este relato, pues cualquiera que sea el final, sabrán que la muerte moral es más dolorosa que la muerte física y que el hombre que de veras murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es haber disparado contra la inmortalidad.

Imagen:

Che, pintura de Agustín García-Espina Martínez

lunes, 1 de octubre de 2012


LAS MAGNÍFICAS CREACIONES DE MIRO COCA LORA

Este blog personal de Miro Coca Lora es una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales. En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destaca la impronta de quien, con la fuerza de la imaginación y creatividad, logra resultados que conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.

Miro Coca Lora, inspirado por las criaturas de su fuero interno, se funde con sus temas y personajes en cada una de sus creaciones, pero con un toque personal que tiende a explayar las técnicas y los recursos más variados en el ámbito de la pintura, la fotografía y el videoclip. No cabe duda de que estamos ante un artista que ha encontrado un lenguaje propio, que pone de manifiesto su sensibilidad para combinar las luces, las sombras y los acordes musicales.

Los temas son tan variados, que el espectador parece tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, los paisajes, rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y videoclips se ensaya una pirotecnia de colores que deslumbran la vista e irradian la mente del espectador.

Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y el racionalismo, porque muestran un entorno donde el surrealismo y la fantasía forman una perfecta mancuerna, que induce a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá este blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.

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miércoles, 26 de septiembre de 2012


ESCRIBANOS Y ESCRITURAS

Cierta noche, libre de los menesteres del quehacer literario, decidí visitarle al Tío* para que, con su sabiduría infernal, me arrojara algunas luces sobre la condición del escritor y los tejemanejes del arte de la escritura.

–El escritor –dijo con firmeza–, para distinguirse del resto de los mortales debe tener una fantasía a raudales y, en el mejor de los casos, reunir algunas condiciones como ser rengo, tartamudo, tuerto, jorobado, manco...

–¿Cómo así?

–Como lo oyes –contestó categórico–. El escritor no necesita ser bello, galán de cine ni modelo de pasarelas, sino un cerebro destinado a inventar historias que se las cree él mismo. El verdadero escritor tampoco debe parecerse a los escribanos de pacotilla, a esos figurones que, haciendo gala de una falsa palabrería, ejercen de escribanos ocasionales; cuando en realidad, no son más que unos pobres diablillos que se esfuerzan por ser algo en la vida sin llegar a ser nada ni nadie. Y, lo más importante, el escritor debe llevar a cuestas una pluma mágica que le permita convertir en literatura todo lo que toca, así como el rey Midas convertía en oro lo que tocaba con las manos.

Me quedé de piedra y casi-casi convencido de que ser escritor era más difícil que escalar el Himalaya y, por añadidura, soportar un castigo parecido al de Sísifo. El Tío, al sentir lo que sentía en mis adentros, me miró de sesgo y preguntó:

–¿Desde cuándo te dedicas a este noble oficio?

–Desde cuando un amigo, cansado de mi cháchara, me dijo que no hablara tanto y que mejor me dedicara a escribir un libro. Así mis palabras no entrarían por una oreja y saldrían por la otra, sino que penetrarían por los ojos y se grabarían en la memoria, como cuando las sensaciones más fuertes se quedan atravesadas en el cuerpo y la mente.

–¿Sólo por eso? 

–No sólo por eso –repliqué–, sino también porque la escritura me sirve para rescatar mi infancia perdida y recuperar mi capacidad de asombro ante el mundo que me rodea, y porque me encanta jugar con la fantasía de los lectores y saber que, aun estando encerrado en mi escritorio como un prisionero en una celda solitaria, puedo inventar ventanas en las paredes para que el lenguaje, fundido en las criaturas de la imaginación, se fugue por ellas y alcance la libertad plena entre los lectores.

El Tío, consciente de que reunía las condiciones para convertirme en el indiscutible escribano del diablo, puso la cara risueña, hizo rechinar los colmillos y dijo:

–Ahora que sé el porqué te dedicas a la literatura, permíteme que te dé un par de consejos para que no caigas en las trampas del lenguaje ni cometas los errores de los chambones...

Le miré a los ojos y escuché atento.

–La prosa debe escribirse sin artificios técnicos ni piruetas lexicales –dijo–. El arte de escribir no consiste en adornar el lenguaje sino en desnudarlo, en podar el follaje y en cortar las flores, en procura de que la prosa, en lugar de ser intrincada y retorcida, esté libre de palabras superfluas y sea clara y sencilla. Lo florido en literatura es la impronta de los aprendices y no de los escribanos profesionales, quienes ostentan un poquito de talento y otro poquito de conocimiento. Quien escriba con palabras rimbombantes, queriendo dárselas de inteligente, no revela otra cosa que su falta de tino para trabajar con el lenguaje y causa un efecto contrario a su propósito, pues, como bien enseña el manual de Satanás, es menos notorio ser inteligente y hacerse pasar por tonto, que ser un tonto y pretender pasar por inteligente...

–Ah, carachos –prorrumpí–. ¿Algún otro consejito más?

–Recuerda siempre que lo importante en literatura no es QUÉ se escribe, sino CÓMO se escribe. La imaginación del autor, por medio de la escritura, tiene que hacer visible lo invisible. Pero si no se aprende a trabajar con la palabra, menos se puede transmitir con autenticidad los pensamientos y sentimientos. Si los poetas escriben a contrapelo del lenguaje, en un intento de sorprendernos, una y otra vez, con metáforas que descifran los misterios de la vida y la muerte, el narrador debe escribir a contra corriente, contra los sistemas de poder y contra la estupidez de la gente, no sólo porque la prosa llega más, sino porque debajo de una lluvia de poetas hace falta el caudaloso río de un narrador...

–¿Y qué opinión te merece el libro?

–El libro, además de ser la radiografía del alma, es un hermoso objeto y una suerte de cofre literario donde se guarda la memoria personal y colectiva, con todos sus atributos hechos de realidad y fantasía. El libro, lleno de lúcidas miniaturas y alusiones ocultas, revela la esencia del autor, por mucho que a éste, durante el proceso de la creación, le duela el corazón y la memoria, le estrangule el pasado y le angustie el presente.

–¿Y qué me dices del lector?

–El lector es el cómplice secreto del autor y ambos comparten las aventuras de la imaginación. El lector ama las palabras que contienen los libros, la textura del papel, el olor de la tinta, el volumen y hasta el peso que gravita entre sus manos como una lápida cincelada por la vida, la pena y la alegría. No sé si te sirva mi opinión sobre el libro y la lectura, pero aquí te paso mi decálogo: 1. Leer es abrir las puertas y ventanas del mundo, volar por los espacios de la imaginación y zambullirse en las aguas de la fantasía. 2. El libro es un amigo que no engaña y un maestro que no regaña. 3. Leer es descubrir el tesoro de la memoria colectiva. 4. El libro es la criatura del alma que se hace mayor con los lectores. 5. Un libro escrito con amor es leído con el corazón. 6. Si el libro es una flor, el lector es picaflor. 7. Leer los cuentos de la tradición oral, que no tienen autores ni dueños, es mirarse de cuerpo entero en los espejos del ingenio popular. 8. El libro es el templo del lenguaje. 9. En principio fue el verbo y el verbo se hizo libro. 10. El libro es la metáfora perfecta del conocimiento humano.

Me resultó difícil seguir con atención su decálogo, pero con la seriedad con que lo enumeró, uno por uno, me dio la sensación de que, aun no sabiendo leer ni escribir, tenía una idea cabal del libro y la lectura.

–¿Estás conforme con mi decálogo? –preguntó casi tapándome la boca y acaso sin importarle mi humilde opinión.

–Sí –contesté, poniéndome el índice en la sien para indicar con ello que todas sus palabras estaban ya en mi cabeza. Luego añadí–: Seguiré tus consejos y seguiré siendo tu escribano, así los envidiosos digan que tuve una revelación tuya en la oscuridad de la mina, como Ingmar Bergman tuvo una revelación divina en la cámara oscura...

Él esbozó una sonrisa diabólica y, transmitiéndome una fortaleza mágica para detener las críticas como un acantilado detiene el embate de las olas, concluyó:

–Tienes que afrontar ese reto de la vida, porque el éxito, mal que te pese, siempre viene acompañado por la envidia.

Le agradecí por sus sabias enseñanzas y me despedí con suma reverencia, seguro de que sus palabras me ayudarían a ser mejor escribano y a mejorar mis escrituras, en las que él cobró ya vida propia desde el día en que entró en mi casa.

* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

viernes, 14 de septiembre de 2012


LA ENVIDIA

Se ha dicho con justa razón que la envidia es tan antigua como el hombre y uno de los defectos capitales que aqueja a la humanidad, sobre todo, cuando ésta se torna en destructiva. Para unos, la envidia forma parte de los instintos naturales, exactamente como el amor, los celos o la agresividad; en cambio para otros, la envidia es un fenómeno adquirido en el contexto social, que empuja cada vez más a envidiar a quien es más o tiene más. La envidia, por lo tanto, viene a ser la cara oculta de la competitividad y constituye uno de los móviles que, desde la horda primitiva, indujo a los hombres a disputarse el prestigio y el poder, motivados por la idea de triunfar a cualquier precio en el seno de una colectividad donde nadie está conforme con ser menos que el otro. Tal vez por eso, en la historia de la humanidad, la rivalidad entre hermanos-enemigos sea la más frecuente y común. En el mundo bíblico, por ejemplo, la envidia está representada por la disputa habida entre Abel y Caín; un hecho del que resulta la expresión popular: La furia de Caín, para designar las malas intenciones de una persona envidiosa o cruel. Otro caso parecido encontramos en el mito de fundación de Roma, en el que Rómulo, impulsado por la ciega ambición y la envidia, mata a su hermano mellizo Remo. En la América precolombina, la envidia está encarnada en Huáscar y Atahuallpa, dos hermanos/enemigos que se disputaron el trono del imperio incaico en una guerra sin cuarteles, en la que Atahuallpa, hijo bastardo del Inca Huayna Cápac, hace prisionero a su hermano Huáscar, heredero legítimo del trono, antes de matarlo como a su peor enemigo.

La envidia, como el amor y los celos, es también un tema central en la literatura clásica y en las fábulas de Esopo, Samaniego, Iriarte y La Fontaine, cuyas moralejas permiten comprender mejor las causas de este mal y sus consecuencias funestas. Asimismo, en los cuentos de hadas, que tienen su origen en la tradición oral y la memoria colectiva, encontramos a personajes revestidos con los atributos de la envidia, unas veces como simples alegorías; y, otras, como lecciones arrancadas de la vida.

Si partimos del criterio de que la envidia es la desaprobación del injusto éxito ajeno, entonces habría que reconocer que los envidiosos están en lo cierto, pues la mayor parte de los éxitos son inequívocamente injustos en una sociedad meritocrática, donde muchos son los llamados, pero pocos los escogidos, y menos aún los auténticamente merecedores de serlo. Es decir, la envidia no es tanto el termómetro del triunfo público como el barómetro de la injusticia social, que premia a quienes no lo merecen e ignora a los verdaderamente valiosos. Pero si se considera que la envidia es el motor de la ambición personal, como el freno de la ambición ajena, entonces habría que deducir que el envidioso es un ser detestable y peligroso, que busca desprestigiar a su rival para consumar su propia ambición.

La envidia es ese mecanismo psicológico que no permite que nadie tenga ni sea mejor que uno. ¿Por qué él y no yo?, se pregunta el envidioso que no acepta el triunfo ajeno, sobre todo, cuando sabe que la persona envidiada es alguien que un día no tuvo nada y que otro día llega a tener todo, como ocurre en el cuento de La Cenicienta o El patito feo. No hay nada más envidiable en la vida que la suerte de quien posee el juguete que uno mismo quisiera tener. De modo que en esta competencia abierta, en la que uno ambiciona ser y tener lo que es y tiene el otro, es casi natural que el envidioso busque por todos los medios la caída de su rival, impulsado por esa creencia innata de que nadie es tan capaz y perfecto como uno mismo.

En la envidia todo vale: la ley de la selva y el sálvese quien pueda. Los envidiosos, para procurar la caída de su rival: difaman, insultan, acusan y, lo que es peor, cuando ya no les queda más argumentos para hablar en contra, transforman la mentira en verdad y la verdad la convierten en basura, pues los envidiosos suelen ser como las serpientes venenosas y  las navajas de doble filo. Por eso mi abuela, una señora entendida en el vasto tema de la envidia, advertía sin cesar: Cuídate de los envidiosos, que esos te dan un beso de Judas en la mejilla y te clavan el cuchillo de la traición por la espalda. Además, si la envidia fuera tiña, cuánto tiñoso habría. Con ella aprendí que la envidia es el pecado capital del individuo y la hermana melliza de la hipocresía. Aprendí también que la envidia es una sensación que afecta más a los frustrados que a quienes son envidiados por su belleza, inteligencia, triunfo profesional, fama o fortuna. Y, sin embargo, nunca concebí cómo el ser humano puede gozar con la desgracia ajena y entristecerse con la felicidad del prójimo.

Los envidiosos en potencia, que viven a Dios rogando y con el mazo dando, tienen un denominador común: suelen ejercitar la maledicencia y el gusto por encontrarle defectos al sujeto en cuestión, con el fin de exaltar sus debilidades y menoscabar sus virtudes; un contexto en el que los más grandes personajes de la historia se sintieron alguna vez envidiados o envidiosos. En el arte, la cultura, la política y, por supuesto, en el periodismo, abundan quienes conspiran a espaldas de quienes ejercen la misma profesión; no en vano reza el dicho: Tu colega es tu peor enemigo, debido a que la rivalidad del colega se manifiesta no sólo en el celo y el odio, sino también en la traición y el crimen. No obstante, en ningún otro oficio la envidia es tan evidente como en el arte y la política, donde el amigo de mayor confianza puede trocarse en el enemigo más irreconciliable, o como apunta Elena Ochoa: Cuando alguien como nosotros logra con éxito lo que habíamos depositado en el baúl de los sueños, cuando otro consigue aquello a lo que habíamos renunciado, nuestro ego a veces no puede soportarlo, sobre todo si ese alguien, ese otro, está cerca en el tiempo, en el espacio, en edad, en reputación, en nacimiento. Es decir, si es el hermano, el vecino, el amigo, el colega, el conocido. Porque no es el coche, la casa, el traje o el éxito profesional lo que está verdaderamente en juego, sino yo mismo, lo que yo valgo, lo que soy capaz de hacer. El objetivo o la cosa conseguida sólo ha puesto de manifiesto una diferencia insoportable, inesperada. Ha demostrado que ese sueño para mí prohibido es posible para el otro.

El envidioso está acostumbrado a meter cizaña entre los amigos y parientes, con el propósito de lograr sus objetivos a base de engatusar y confabular mentiras. Es un ser peligroso que puede convertir una cofradía en un nido de ratas y serpientes. ¡Ojo!, el envidioso se disfraza casi siempre de amigo, como el lobo de oveja, para causar un daño en el momento menos esperado, pues es un ser astuto que, aun siendo un pobre diablo, se ufana de tener más sapiencia y experiencia. De ahí que cuando se aparece un envidioso, lo mejor es avanzar con los oídos tapados y los ojos bien abiertos, para no escuchar los falsos cantos de sirena ni caer en las trampas que va dejando a cada paso.

La envidia no perdona a quien se trepa a la cúspide de la pirámide o levanta un vuelo por encima del resto. La envidia es un arma poderosa que puede herir o agredir; esto enseña la fábula sobre El sapo y la luciérnaga, que dice más o menos así: Cierta noche, una luciérnaga revoloteaba en el huerto, donde el sapo envidioso le lanzó un escupitajo venenoso. La luciérnaga cayó malherida, pero antes de morir, se dirigió al sapo y preguntó: -¿Por qué me escupes? -Porque brillas, contestó el sapo.

Con todo, a cualquiera que tenga dos dedos de frente, no le será difícil diferenciar entre el envidioso y el que es envidiado, en virtud de que una cosa es el oro del falso brillo de la pirita y otra muy distinta el brillo del metal noble que resiste a las pruebas del fuego.

martes, 11 de septiembre de 2012


EL YATIRI, DE ARTURO BORDA

Tú, yatiri aymara, eres el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria; eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu, cuyas tradiciones y conocimientos, probados en actos rituales mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en generación y de boca en boca.

Tú, apocalípticamente colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor que te retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre el chal, mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo brebaje a los cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu propia vida. En el fondo del paisaje -lejos de tu wallqepu, vasija de barro, pan y sombrero-, se divisa la tenue línea del horizonte, donde se junta el lago sagrado de los incas con el majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el suelo y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud de admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan sus preguntas y despejen sus dudas.

Visto de cerca, pareces un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies descalzos, los pantalones remendados y el poncho que, más que poncho, es un harapo tendido sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la melena desgreñada y el porte de un marinero en tierra, y, aunque tienes hincada una rodilla y la espalda encorvada como un arco, no posees el aspecto de un indígena aymara -orgulloso de su raza-, sino la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios del universo en las hojas de la coca.

Tú, yatiri aymara, conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el anverso y el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda, las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los yatiris y amautas, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre. Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y extraer el jugo de las hojas de la coca, no sólo con fines ceremoniales, medicinales y recreativos, sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la voluntad de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto, que tú sabes usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes divinas de tus ancestros y la sabiduría popular.

En ti se deposita, desde tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu ayllu; representas la verdad y la justicia, y eres el hijo pródigo que vive invocando a las deidades de la teogonía andina: al Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha; a la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores del Akhapacha; a los Supaya y espíritus malignos y benignos del Manqhapacha. Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño, muerto y revivido por el rayo, puedes ver la luz en el caos del universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los chamanes, hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de procedimientos y rituales mágicos, que no son una comunicación real con los espíritus del más aquí y del más allá, sino simples actos de birlibirloque y superchería; la prueba está en que tú puedes mirar en las hojas de la coca lo que el oráculo sibilino no puede ver en la bola de cristal.

Tú, conocedor de medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por las ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la perdió en el laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que la curación, aparte de ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo entre lo natural y lo divino.

Aunque tienes una visión aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no te cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu wallqepu, donde llevas la coca, las plantas medicinales y las piedras mágicas que vas recogiendo a lo largo del camino. Usas esas piedras de diversos colores y tamaños como talismanes para liberar el alma de quienes están sometidos a los maleficios de las artes ocultas de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los sueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales.

Por si no lo sabías, el artista que te retrató respondía al nombre de Arturo Borda (La Paz, Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y narrador, fue un sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio empedernido que conoció los infiernos del alcohol y descendió hacia los bajos fondos del lumpen, en medio de un ambiente hostil que no supo rescatar su talento sino muchos años después de su muerte, cuando la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su excepcional vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato de mis padres», haya aparecido en el diario The New York Times en 1965, con una excelente crítica de John Canada.

Algunos dicen que lo vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la ciudad, en tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto deplorable, que cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un andariego de la limosna. Sin embargo, casi todos coinciden en señalar que ese artista, tenido injustamente por loco, era más cuerdo que el Sancho de Don Quijote y más decente que un caballero de capa y sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de la luz y la oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.

En 1919, con el dinero que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó a Buenos Aires con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las galerías porteñas. A su retorno a Bolivia, frustrado por algunos intermediarios, empezó a abandonar los pinceles y la paleta para retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de silencio y aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria El Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado mental, como parece sugerirlo el título, sino la confesión de una mente lúcida que se adelantó a la mediocridad de sus contemporáneos.

Es imprescindible leer El Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres gruesos volúmenes en 1966, para darse cuenta que en sus páginas, forjadas en el yunque de la realidad y la fantasía, se esconde un excelente artista de la pluma y el pincel, cuya voz angustiosa y solitaria se alza como eco desde el fondo de un espíritu atormentado por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida sentimental, salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación de varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y director de escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda socialista Luz y Vida y Rosa Luxemburgo.

Así pues, yatiri aymara, el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates, como deben ser los grandes talentos que hacen de su vida una obra de arte, a pesar de vivir asediados por la incomprensión y la ignorancia. Si me preguntas cómo murió, la respuesta es categórica: falleció de un modo trágico, después de haber ingerido ácido muriático, más por equivocación que por un acto suicida, en estado de ebriedad.

Glosario

Achachila: Espíritu ancestral, divinidad encarnada en las montañas.
Akhapacha: Suelo, aquí, este lugar.
Alaxpacha: Cielo, espacio indefinido donde se mueven los astros.
Ayllu: Familia extensa, grupo consanguíneo, comunidad andina.
Aparapita: Cargador indígena.
Manqhapacha: Subsuelo, adentro, interior.
Marka: Caserío, aldea, pueblo de corto vecindario.
Pachamama: Madre tierra.
Supaya: Demonio, diablo.
Tata-Mallku: Jefe, noble, distinguido.
Yatiri: Adivino, vidente, el que sabe.
Wallqepu: Talega de lana, bolsa pequeña usada por los hombres para llevar coca.

Imagen:

El-Yatiri, La Paz, 1918, óleo sobre lienzo. Colección particular.

viernes, 7 de septiembre de 2012


ELDA ALARCÓN DE CÁRDENAS EN LA ACADEMIA
BOLIVIANA DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

La escritora paceña, nacida el 28 de febrero de 1928, ingresó como Miembro de Número a la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, el miércoles 5 de septiembre de 2012, a las 19 Hrs., en la Sala Multifuncional Anexa del Espacio Simón I. Patiño, con un discurso que versó en torno al tema del “Mito y la Leyenda en la Literatura”.

Víctor Montoya, en su calidad de miembro honorario de la Academia, estuvo a cargo de las palabras de bienvenida, en tanto que Liliana De la Quintana, como presidenta y fundadora de esta magna institución, exaltó la vida y obra de Elda Alarcón de Cárdenas, quien fue maestra, catedrática de Literatura Infantil y Directora Académica de la Escuela Normal Integrada Simón Bolívar.

Sus libros, reconocidos por su inherente calidad estética y sus valores éticos, se encuentran entre las joyas de la literatura infantil y juvenil de Bolivia. Su bibliografía tanto en verso como en prosa, casi íntegramente dedicada a los niños, consta de los siguiente títulos: Despertar (1982), Barquitos de papel (1997), Calesita (1999), Leyendas del Ande (2000), Pinceladas (2000) y Manuelito de la Candelaria (2002). Es autora, además, de una vasta obra inédita en todos los géneros literarios.

Elda Alarcón de Cárdenas es una de las precursoras de la literatura infantil boliviana, no sólo porque fue fundadora del Comité de Literatura Infantil y Juvenil, sino también porque es la primera autora que escribió un ensayo teórico sobre el tema, haciendo hincapié en las condiciones que debe reunir un libro destinado a los pequeños lectores.

La Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, en palabras de Víctor Montoya, debe sentirse honrada por contar en sus filas con la presencia de una destacada cultura de las letras nacionales, quien jamás puso en duda la importancia que reviste un libro en el cual se recrea el mundo mágico de los niños, con el afán de estimular su fantasía y desarrollar su intelecto.

Imagen:

Víctor Montoya, Elda Alarcón de Cárdenas y Liliana De la Quintana, el día del solemne acto.

domingo, 26 de agosto de 2012


ANTOLOGÍAS LITERARIAS DE LA INMIGRACIÓN 
Y EL EXILIO EN SUECIA

En los últimos años se han dado a conocer dos antologías literarias, cuyas páginas compendian la obra de varios de los escritores latinoamericanos residentes en Suecia. La importancia de estos documentos de época radica en que las narraciones y poesías fueron traducidas al sueco y publicadas por dos prestigiosas editoriales que, además de rescatar la producción literaria de ese sector de la población compuesta por inmigrantes y refugiados políticos, cuentan con el respaldo económico de las instituciones culturales del Estado.


El encuentro multicultural

El tema central de la antología Möten med Sverige (El encuentro con Suecia), publicada a fines de 1997 por la editorial En bok för alla (Un libro para todos), gira en torno a las primeras experiencias asimiladas por los protagonistas de la inmigración y el exilio. La mayoría de los autores redimen la impresión positiva que les causó la naturaleza sueca, donde la exuberancia de la nieve en invierno, la coloración variopinta de los bosques en otoño y la reverberación de los lagos en verano, son un canto a la vida y la belleza. Pero también están los textos que hacen hincapié en las dificultades de la adaptación, el aprendizaje de un segundo idioma o la asimilación de nuevos códigos de vida. Sin embargo, las experiencias son diversas dependiendo de las circunstancias en que se dio el primer encuentro con Suecia, pues así como a unos les resulta fácil identificarse con una ave migratoria, a otros les resulta difícil aceptar una vida alejada del terruño donde nacieron.

Algo que vale la pena destacar en esta antología es la capacidad de síntesis de los textos -tanto en verso como en prosa-, que reflejan las experiencias vivenciales, en primera persona, de lo que implica ser inmigrante o refugiado. Aquí aparecen los niños que sobrevivieron a la guerra en Finlandia, los activistas políticos que huyeron de la persecución desatada por las dictaduras militares latinoamericanas, los bosnios, kurdos, palestinos, iraníes y otros refugiados que abandonaron sus territorios ocupados o, simple y llanamente, el inmigrante que desembarcó en estas tierras como mano de obra barata o atraído por las fuerzas misteriosas de un amor escandinavo. En síntesis, los problemas y las soluciones de la inmigración y el exilio son algunos de los temas que se abordan en las páginas de esta antología, cuya selección estuvo a cargo de Eva Dahlström y la presentación a cargo de Gunnar Svensson.

Möten med Sverige, aparte de constituir un testimonio personal y colectivo, es un excelente documento que contribuye a esclarecer la historia contemporánea de la inmigración en Suecia, un capítulo que no siempre se contempla en los libros oficiales de historia, como si el éxodo no tuviese causas ni consecuencias, y como si los individuos que se desplazan de un territorio a otro no influyeran en la vida social, política y cultural del país que los acoge; por el contrario, esta antología es un ejemplo de que cada uno de nosotros somos testigos de nuestra época y protagonistas de la historia reciente, así no lo sepamos o no estemos conscientes de ello.

Asimismo, Möten med Sverige es un punto de referencia para las generaciones venideras, para los niños y jóvenes que un día se preguntarán quiénes son y de dónde provienen sus padres. Es una piedra de toque para no olvidar el pasado ni el presente, sino para conservarlo en la memoria y en los registros de la historia contemporánea.

Esta antología, de acuerdo a los objetivos establecidos por los responsables, pretende ser la continuación del libro Världen i Sverige (El mundo en Suecia), que esta misma editorial tuvo el acierto de publicar en 1995, bajo la redacción de Madeleine Grive y Mehmed Uzun; ocasión en la que, por cierto, se olvidó incluir a varios escritores latinoamericanos que tienen un prestigio bien ganado tanto en Suecia como en sus países de origen. Con todo, esta brillante iniciativa marcó el inicio de una serie de proyectos de integración en los cuales están trabajando algunas editoriales que cuentan con el respaldo económico del Consejo de Cultura del Estado. Por otro lado, la publicación de Möten med Sverige, que tiene un carácter internacional, es una muestra de que los lectores nativos tienen mayor interés por conocer las experiencias personales de quienes, sin perder su identidad cultural ni su idioma materno, parecen dispuestos a enriquecer el mosaico sociocultural de este país escandinavo, donde los políticos de extrema derecha -incluido un sector de la policía- no hacen otra cosa que asociar al extranjero con la desocupación, el malestar económico, la criminalidad, el racismo y la xenofobia.

En Möten med Sverige se encuentran todas las vertientes de una colectividad multicultural, lejos de los prejuicios sociales, raciales y religiosos. Es un regio compendio donde se explaya con lucidez los temas referentes a la inmigración y el exilio, sin otro interés que manejar con efectividad los recursos técnicos que ofrecen los diversos géneros literarios, como si sus autores no tuviesen otro oficio que el de atrapar ideas y sentimientos a través de la palabra escrita, puesto que la calidad estética de los textos, salvo rarísimas excepciones, da la impresión de que la selección de los trabajos no fue tarea fácil para los responsables del proyecto. De los doscientos manuscritos que llegaron a la editorial, treinta y siete fueron seleccionados para su publicación en forma de libro, de los cuales cuatro llevan la firma de autores latinoamericanos: un chileno (Luis Peña Cifuentes), una salvadoreña (Myrna López), una uruguaya (Alicia da Cruz) y un boliviano (Víctor Montoya).

La antología tiene la virtud de mostrar ante la opinión pública la cara menos conocida de la inmigración, aquélla que no aparece en los medios de comunicación, donde se describe al inmigrante desde la perspectiva del prejuicio social y racial, aun sabiendo que los cambios sustanciales que se están experimentado en la sociedad del bienestar no se deben a la presencia de los inmigrantes, sino al fracaso de un modelo económico cuyas consecuencias son contraproducentes para las grandes mayorías. De cualquier modo, la antología Möten med Sverige, de formato sobrio y contenido aleccionador, permite respirar un aire fresco, lleno de ilusiones y esperanzas. Ojalá el contenido de los textos haga ecos en la conciencia de los lectores y permita mirar al inmigrante de un modo menos estereotipado y negativo, pues en toda sociedad heterogénea, donde se encuentran todas las razas, lenguas, credos y culturas, el respeto a las diferencias étnicas es un respeto no sólo a los Derechos Humanos y los principios elementales de la democracia, sino también uno de los pilares fundamentales que garantiza la tolerancia y la seguridad ciudadana.


Las nuevas voces 

La antología Det Nya Landet (El Nuevo País, 1998), que la editorial Lindelöws puso a consideración de los lectores suecos y la crítica especializada, está compuesta por cuarenta y cuatro escritores profesionales y aficionados, pertenecientes a la primera y segunda generación de inmigrantes y asilados políticos. Se trata de rescatar a las nuevas voces suecas que, llegadas desde otros confines a partir de los años cuarenta, hacen ecos en su nueva ‑o segunda‑ patria, donde ya nada es igual y donde todo cambia en medio de la diversidad lingüística y multicultural. Además, entre el millón y medio de inmigrantes que corresponden a más de ciento treinta nacionalidades, es natural que existan quienes se dedican con mayor o menor asiduidad al arte de la escritura, así el establishment cultural los considere todavía escritores inmigrantes; una denominación que, al margen de las tablas estadísticas, no siempre se ajusta a la realidad de los creadores, pues el hecho de ser extranjero no implica ser peor escritor que uno que nació en Suecia, al menos, si se parte del criterio de que el escritor es escritor en cualquier circunstancia, indistintamente del país donde vive y del idioma en que escribe.

No está por demás apuntar que la selección de los textos de esta antología fue lenta y rigurosa, ya que el consejo de redacción, a la cabeza de los responsables de la editorial, estuvo integrada por reconocidas personalidades del ámbito cultural; la prueba está en que de los setecientos textos que llegaron a la mesa de redacción, apenas cuarenta y cuatro fueron insertados en la antología, cuyos autores ‑hombres y mujeres, jóvenes y viejos‑ comparten el destino de ser escritores inmigrantes en un nuevo país. Entre los escritores de América Latina se encuentran la argentina Ana Martínez (Buenos Aires, 1946), el colombiano Víctor Rojas (Bogota, 1953), los chilenos Carlos Geywitz (Santiago, 1948) y Adrian Santini (La Serena, 1950), el salvadoreño Oscar García (1963) y quien escribe estas líneas (La Paz, Bolivia, 1958).

El libro -de 284 páginas, incluida la presentación, el prólogo y el epílogo-, es una suerte de espejo que refleja la imagen múltiple de una realidad donde conviven diversas culturas. Los textos forman un conjunto rico en variantes lexicales y matices literarios, donde se revela, de un modo general, la situación de dualidad cultural a la cual se enfrentan los escritores; por un lado, añorando la cuna de su origen y, por el otro, intentando acomodarse -o asimilarse- a los códigos de vida que corresponden a la nueva realidad del país donde viven.

Todos y cada uno de los autores, dependiendo de su experiencia vivencial y el grado de dominio escritural, ponen su impronta peculiar en la elaboración de los textos, cuyos ejes temáticos difieren en extensión, forma y contenido, aunque el hilo sutil que los une está en el hecho de haber sido elaborados por autores de origen extranjero. Entre los cuarenta y cuatro escritores hay quienes llaman la atención por el dominio de la sintaxis y el léxico del idioma sueco, en tanto otros sobresalen por el acertado manejo de las técnicas narrativas que ameritan su vocación literaria, puesto que tanto la forma como el fondo de los textos están ensamblados estrechamente, como la cruz y la cara de una misma moneda.

Otro de los aciertos de esta antología radica en haberse concentrado en los textos escritos en prosa, ya sea en el género del cuento, la prosa lírica y el relato. La escritora Sun Axelsson, conocida por su obra autobiográfica y por su relación con los escritores latinoamericanos residentes en Suecia, apunta en la introducción: Por fin llega una nueva antología, está vez con relatos, cuentos, contemplaciones y humorismos. Se trata de una colección extensiva y muy variada. Detrás de la selección se siente un maravilloso y positivo afán de no excluir sino de dar la bienvenida a la mayor cantidad de voces posibles. En efecto, la obra literaria de los escritores de origen extranjero tiende a ser cada vez más visible entre los lectores nativos, quienes, de un tiempo a esta parte, están a la espera de que las editoriales promuevan la traducción y publicación de libros que, aun habiendo sido escritos en este país, son desconocidos para la mayoría de los lectores que no tienen acceso a los textos en kurdo, persa, swahili o tigriña, que en el mundo editorial cuentan con menos ventajas que los libros publicados en alemán, francés y español, considerados idiomas más europeos y universales. Asimismo, y sujetándonos a las intenciones de esta nueva antología, es digno destacar el interés que existe entre los lectores nativos por conocer las obras de los escritores extranjeros que forman parte de la población sueca, así tengan los ojos y el pelo de color oscuros y una segunda lengua cuya fonética los delata como inmigrantes o asilados políticos llegados a estas tierras a partir de la Segunda Guerra Mundial; una nueva realidad a la cual se refiere Sun Axelsson en el reverso del libro: Está claro que Suecia es un nuevo país. Finlandeses, iraníes, latinoamericanos, asiáticos, africanos y otras generaciones de inmigrantes -todos están en esta antología. Los relatos son una continuación de la antología ‘Världen i Sverige’, que fue publicado en 1995. Esta vez el foco está dirigido hacia nuestro propio país, tan rico en diversidad, contradicciones, recuerdos, alegrías y desesperación (…) Tenemos también una visión de las condiciones humanas existentes en el mundo que está fuera de nuestras fronteras, un mundo de temor y sufrimiento. Mas a pesar de los testimonios sombríos, en el libro existe una luz que nunca se apaga, una consolación y una esperanza que nunca ceden. El calor y el humor en los relatos conceden a la antología ‘Det Nya Landet’ una dimensión de profundo humanismo que ninguno de nosotros puede eludir

No es para menos, son varios ya los escritores inmigrantes que forman parte de la vida cultural de este país, y no será extraño que los escritores suecos del presente milenio respondan al nombre de: Li Li, Nasim Agnili, Patricia Lorenzoni, Nicolas Kolovos y Hashang Vali, Alejandro Leiva; un grupo de jóvenes creadores que escriben directamente en sueco, como los hijos adoptivos que, a pesar de llamarse Hanna Nyvall o Hanna Wallensteen, tienen a sus padres biológicos en Corea del Sur o en Etiopía.

Así pues, la antología Det Nya Landet, que compendia a los nuevos creadores de un nuevo país, no es una ensalada rusa, ni un retrato de la marginalidad de Rinkeby, Rosengård y Hammarkullen, sino una muestra panorámica de lo que se está produciendo en materia literaria en el seno de las distintas lenguas y culturas que cohabitan en Suecia; un hecho que, por sus características y objetivos, es un esfuerzo remarcable, pues de no existir estas iniciativas personales e institucionales, la literatura de la inmigración y el exilio estarían condenadas a quedarse por mucho tiempo más en las galeras del silencio y el olvido. Por lo demás, ya sabemos que los textos bien escritos no necesitan presentaciones redundantes, sino un voto de aliento que les permita llegar hasta su público y fundirse con la pasión de los lectores.

viernes, 17 de agosto de 2012

UN GIGANTE DE LA LITERATURA SUECA

 Artur Lundkvist y María Wine se conocieron en 1936, en una tertulia de amigos, donde ella tocó el piano y ganó, como segundo premio, una botella de champagne. Años más tarde, cuando María Wine asistió a un recital de poesía en Tyresö, le pregunté: ¿Qué fue lo primero que te llamó la atención de Artur? Ella me miró a través de sus gafas color verde limón y, pronunciando el sueco con un marcado acento danés, contestó: Su estatura. Tenía las piernas largas, larguísimas, y pensé que con él se podía bailar el tango. En efecto, Artur Lunkvist, uno de los gigantes de la literatura sueca, se erguía como palmera, haciendo sombra a los demás; era alto y espigado, de sonrisa afable y voz pausada.

Ahora que se alejó de este mundo, tras dejarnos una cuantiosa producción literaria en los 85 años que le tocó vivir, sólo nos queda escribirle una elegía como él le escribió a Pablo Neruda, con quien compartió momentos inolvidables en París y en Isla Negra.

Por otro lado, de no haber sido él ese puente imaginario por el cual cruzaron muchos de nuestros autores, lo más probable es que la literatura hispanoamericana hubiese demorado en llegar a Escandinavia y en despertar la misma expectativa con la que hoy se esperan a los nuevos escritores este lado del charco

Artur Lundkvist estaba satisfecho de haber visto lo que le deparó el mundo y la vida, desde cuando se lanzó a conocer otras culturas, otros idiomas y otros corazones más allá de su Oderljunga natal. Cruzó de un continente a otro, captando imágenes y realidades que supo trocarlas en palabras, hasta que en 1968 ingresó como miembro de la Academia Sueca. Desde entonces, su voz y su voto fueron decisivos en la concesión del Premio Nobel de Literatura a varios de los escritores que, en su condición de traductor autorizado, introdujo en Escandinavia, como Pablo Neruda, Claude Simon, García Márquez, Octavio Paz y Nadime Gordimer, entre otros.

Cuando cumplió 80 años, un centenar de amigos nos reunimos en los salones de ABF, en Estocolmo, dispuestos a rendirle homenaje y hablar de su vida y obra. Fue en esa ocasión que lo abordé a paso resulto y le saludé a nombre del pueblo de Bolivia, país que él recordaba con cierto pesimismo, debido a que le dio la impresión de ser un caldero en ebullición y su capital una tumba abierta.

La muerte de Artur Ludkvist parece más simbólica que real, pues sobrevive en las cosas de este mundo; entre los pájaros y los peces, en cada piedra, en cada árbol y en cada río que contempló con amor y poesía. Artur Lundkvist era uno de esos personajes que no mueren, porque tenía el don de perpetuarse en el corazón y la memoria de quienes lo conocimos y le estrechamos la mano. Su obra y su imagen quedarán para siempre en la memoria de América Latina, en este continente donde encontró a varios amigos que compartían sus ideales y sus inquietudes literarias.

Este escritor humanista, sin haber cursado más que la escuela primaria, era una suerte de biblioteca andante. Se refugió en la literatura desde la niñez y comprendió que el mundo y la vida serían sus universidades. Leyó y escribió copiosamente, y compartió 55 años con María Wine, a quien le unía, además del amor y la pasión por la poesía, la idea de formar una pareja singular, al margen de las normas convencionales y la rutina cotidiana. Asimismo, como todo hombre que se opone a una mentalidad retrógrada y a los yugos del consumismo desenfrenado, detestaba las injusticias y los prejuicios sociales. Creía en los ideales del socialismo, consciente de que la humanidad, viviendo en paz y en democracia, no daría las espaldas a la razón.

Artur Lundkvist era políglota y escritor cosmopolita. Si yo tuviera que elegir un idioma para expresarme poéticamente, elegiría el castellano, solía decir, convencido de que sólo los escritores difíciles de ser leídos merecían acceder al Premio Nobel de Literatura; primero, por ser los principales renovadores del idioma; y, segundo, por ser los artífices de una literatura con proyección universal. 

Por su parte, desde el año en que debutó con Glöd (Ascua, 1928), escribió decenas de libros y varias centenas de artículos periodísticos, lo suficiente para consagrarse como escritor prolífico entre quienes leímos sus obras, que hoy habitan como criaturas vivas con nosotros, entre nosotros, aunque el autor nos abandonó llevándose su fuego en el oscuro y frígido invierno de 1991. 

miércoles, 8 de agosto de 2012

LA MUJER BARBUDA

Cuando clavé la mirada en las luengas barbas de esta mujer, retratada con gorro de tela fina, vestido medieval de cuello ancho y pecho descubierto, se me erizaron los vellos y se me agolpó una sarta de ideas asociadas a las mujeres que, entre anuncios de pasen y vean aquello nunca visto en nuestras carpas, eran exhibidas como monstruos en los espectáculos circenses.

La mujer barbuda, quien responde al nombre de Magdalena Ventura, llegó a Nápoles procedente de Acumulo (región de los Abruzos). El duque de Alcalá, por entonces Virrey de Nápoles, impresionado por su aspecto de extremo hirsutismo, encargó a José Ribera inmortalizarla en una de sus pinturas en 1631. El pintor, consciente de haber encontrado el mejor motivo de su vida, echó mano a la paleta y los pinceles, y la retrató delante de su marido y junto al niño en pañales aupado en sus brazos. No se sabe con certeza si el niño era suyo, pero sí el dato de que esta mujer, según indica la inscripción pintada en el ángulo inferior izquierdo del cuadro, se dejó crecer la barba a los 37 años de edad. De seguro que desde entonces, al mirarse cada mañana ante el espejo, se llevaba las manos sobre el rostro y exclamaba: ¡Oh, madre mía! ¿Qué hice yo para merecer este castigo?

Esta pintura renacentista, que forma parte del Museo Tavera en Toledo, es una magnífica representación de la rareza humana, una obsesión compartida por los señores de las cortes y los pintores de gran maestría y talento, como fue el caso del Españoleto José Ribera, reconocido por su estilo basado en violentos contrastes de luz, un denso plasticismo de las formas, un gran detallismo y una propensión a la monumentalidad compositiva; virtudes que se aprecian en esta espeluznante pintura, donde la mujer barbuda, de frente amplia y mirada serena, tiene los bigotes al ras del labio y la barba crecida hasta el naciente de los senos. El niño de pecho, que yace en las manos robustas y velludas, parece rehuir como por aversión instintiva el pezón de la mujer barbuda, cuyo esposo, retratado en segundo plano por disposición del artista, emerge de las sombras con el rostro demacrado, como quien, por imposición ajena a su voluntad, deja revelar el secreto íntimo de su amada.

Esta mujer barbuda, sin lugar a dudas, sufrió lo indecible en el fondo del alma y maldijo la hora en que fue concebida, como la célebre Olga Roderick, quien, a pesar de haberse casado tres veces y haber dado a luz a dos niños, acabó su vida en una empedernida bohemia, tras haber sido exhibida en circos y películas como una monstruo incomparable. Lo mismo sucedió con la mexicana Julia Pastrana, primero sometida a la indagación de los hombres de ciencia y luego a la curiosidad de un público que la tenía por fenómeno natural. Julia era de sentimientos nobles, pero hirsuta de pies a cabeza, un perfecto híbrido entre humano y orangután. No es casual que su uniceja, bigotes, patillas y barba, se hayan convertido en recursos rentables en manos de un empresario artístico que, aparte de contraer matrimonio con ella, la exhibió por medio mundo como a su peluda cónyuge, hasta que en 1859, estando de gira por Moscú, Julia Pastrana descubrió que estaba embarazada. El 20 de marzo de 1860 vino al mundo, por apenas 35 horas de vida, su único hijo varón. Ella murió al quinto día del parto. Al caer el telón tras el trágico final, los cadáveres, por ordenes expresas del esposo y apoderado, fueron momificados y rematados a la Universidad de Moscú.

La  mujer barbuda, por lo menos hasta principios del siglo XX, se ganaba el pan diario en los circos ambulantes que iban de pueblo en pueblo, donde se la presentaba entre bombos y sonajas: ¡Venga usted, diviértase, admírese! Conozca las desgracias y las miserias de nuestros monstruos. Contemple usted a la auténtica, la genuina, la increíble mujer barbuda y, si se atreve usted, por un par de monedas más podrá tocarle la barba y conversar con ella. Observe usted no a la mujer sirena, no a la mujer más gorda. ¡No! Vea usted, con sus propios ojos, a la mujer barbuda. Sí señor, oyó usted bien, la mujer barbuda; aquélla que, por una maldición divina caída sobre su madre, tuvo la desgracia de nacer como el orangután...

Así, al lado del contorsionista que tocaba el violín con el pie y el malabarista que hacía proezas sobre el lomo del caballo, estaba la mujer barbuda. Ella constituía la pieza clave de un circo clásico, con olor a boñiga de elefante y orín de tigre; ella encarnaba el horror, el suspenso y la monstruosidad; ella era la principal atracción del circo. Por eso el público, a la hora de enfrentarse al espectáculo estelar, se llevaba las manos sobre la boca y los ojos, mientras en la carpa se alzaban voces de admiración y espanto: ¡Ah!... ¡Oh!... ¡Uschh!...

Cada época imaginó sus propios monstruos. Las leyes de la naturaleza y la ciencia instauraron los límites más allá de los cuales el exceso desbordó en mostrar fenómenos naturales. Por eso la mujer barbuda, soportando una suerte de desprecio colectivo, pasó a simbolizar las deformidades, desviaciones, gigantismos, enanismos y otras anomalías. Su aspecto físico no sólo suscitaba escándalos y controversias, sino que fue incorporado a las representaciones y ficciones en las diversas artes, llegando incluso a conformar géneros literarios o cinematográficos que la tenían como figura central.

Durante la Inquisición, la mujer barbuda fue comparada con la bruja, de quien se decía que representaba las pasiones y los instintos reprimidos por el mundo masculino. Claro está, si era tan grande el desprecio, entonces es lógico deducir que esta mujer, retratada con impactante realismo por José Ribera, sufrió los miramientos de su entorno y las presiones sociales de su época, obligándola a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, donde el único que la miraba a la luz de las candelas era su legítimo marido, ese hombre que encontraba la magia de lo sensual en las zonas pilosas de su mujer, quien, desnuda sobre las pieles de la alcoba, era diferente a las muchachas que, a fuerza de pinzas, navajas y ceras, se depilaban el cuerpo hasta quedar como las crías de una rata.

Una parte de la literatura inquisitorial retrató a la santa barbuda como un reflejo de misoginia. Las mujeres consideradas malignas estaban sintetizadas en la expresión: demonio de mujer. No pocos exploraron el personaje mítico de la mujer barbuda, como expresión del travestismo, para indicar un doble no deseado para la mirada masculina; más todavía, algunos señalan que la mujer masculinizada ocupó un espacio importante en la hagiografía cristiana, a través de la hembra disfrazada de hombre en conventos y mediante la adquisición de abundante pelo que neutralizaba el apetito sexual masculino.

La mujer barbuda, que en esta pintura provoca un vértigo entre lo real  y lo imaginario, es un caso extremo de hirsutismo, un fenómeno natural que llama la atención de la mujer lampiña y provoca la envidia del hombre imberbe; de ese hombre que, desde los umbrales de su pubertad, abrigó el sueño de lucir una hermosa barba al estilo de Marx o Engels.

Por lo demás, el tema tabú del pelo en la mujer ha llegado a tal extremo que hoy es repugnante que alguien tenga zonas pilosas. Quien opine lo contrario debe abstenerse por temor a que lo tilden de perverso y asqueroso, así le fascinen las mujeres que ostentan abundante vello allí donde se los puso Dios.