YO MATÉ AL CHE
Cuando me tocó la orden
de eliminar al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo se
instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a temblar de punta a
punta y sentí ganas de orinarme en los pantalones. A ratos, el miedo era tan
grande que no atiné sino a pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen.
Sin embargo, debo
reconocer que, desde que lo capturamos en la quebrada del Churo y lo
trasladamos a La Higuera, le tenía ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al
menos tendría la enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de
suboficial, dispararía contra un hombre importante después de haber gastado
demasiada pólvora en gallinazos.
El día que entré en el
aula donde estaba el Che, sentado sobre un banco, cabizbajo y la melena
recortándole la cara, primero me eché unos tragos para recobrar el coraje y
luego cumplir con el deber de enfriarle la sangre.
El Che, ni bien escuchó
mis pasos acercándose a la puerta, se puso de pie, levantó la cabeza y lanzó
una mirada que me hizo tambalear por un instante. Su aspecto era impactante,
como la de todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el
semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla.
Una vez que lo tenía en
el flanco, a escasos metros de mis ojos, suspiré profundo y escupí al suelo,
mientras un frío sudor estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las
manos aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me habló
serenamente y dijo: Dispara. No temas. Apenas vas a matar a un hombre.
Su voz, enronquecida por
el tabaco y el asma, me golpeó en los oídos, al tiempo que sus palabras me
provocaron una rara sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un
prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su muerte, podía
calmar los ánimos de su asesino.
Levanté el fusil a la
altura del pecho y, acaso sin apuntar el cañón, disparé la primera ráfaga que
le destrozó las piernas y lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la
segunda ráfaga lo tumbara entre los bancos desvencijados, los labios
entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos mirándome todavía desde
el otro lado de la vida.
Cumplida la orden, y
mientras la sangre cundía en la tierra apisonada, salí del aula dejando la
puerta abierta a mi espalda. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y
el alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el uniforme verde
olivo y mi camisa moteada se impregnó de miedo, sudor y pólvora.
Desde entonces han pasado
muchos años, pero yo recuerdo el episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con
la pinta impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los ojos
grandes y claros como la inmensidad de su alma.
La ejecución del Che fue
la zoncera más grave en mi vida y, como comprenderán, no me siento bien, ni a
sol ni a sombra. Soy un vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de
gritar con orgullo: ¡Yo maté al Che!. Nadie me lo creería, ni siquiera
los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía, replicándome que el Che
no ha muerto, que está más vivo que nunca.
Lo peor es que cada 9 de
octubre, apenas despierto de esta horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan
que el Che de América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La
Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente, porque correspondía
a esa categoría de hombres cuya muerte les da más vida de la que tenían en
vida.
De haber sabido esto, a
la luz de la historia y la experiencia, me hubiese negado a disparar contra el
Che, así hubiera tenido que pagar el precio de la traición a la patria
con mi vida. Pero ya es tarde, demasiado tarde...
A veces, de sólo escuchar
su nombre, siento que el cielo se me viene encima y el mundo se hunde a mis
pies precipitándose en un abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo
seguir escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por dentro y
los recuerdos me remuerden la conciencia, como gritándome desde el fondo de mí
mismo: ¡Asesino!.
Por eso les pido a
ustedes terminar este relato, pues cualquiera que sea el final, sabrán que la
muerte moral es más dolorosa que la muerte física y que el hombre que de veras
murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército
boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es haber
disparado contra la inmortalidad.
Imagen:
Che, pintura de Agustín
García-Espina Martínez
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